Roma

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Augusto

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Es lícito imaginar que algunos miembros de la plebe, adaptados a la paz y la estabilidad, quedaron convencidos por la fuerza emocional del festival. Quizá también los senadores y équites favorecidos por Augusto, los leales al nuevo régimen. Su asociación con el pasado hacía que su posición en el gobierno quizá pareciera más firme de lo que era realmente. Como en toda campaña política de «regreso a lo básico», la gente que esperaba que se aceptase el régimen era la que más abiertamente lo criticaba. Casi todos los supervivientes de la antigua aristocracia lo detestaban. Las últimas décadas de la república, aquella época de libertad y lujo extraordinarios, eran todavía un recuerdo reciente. La vida del ingenioso y erudito poeta Ovidio es un complemento de la de Augusto. Ovidio era un équite rico de Italia. Con su prestigio e inteligencia podía esperar una carrera brillante en el círculo más próximo a Augusto. Pero en su lugar prefirió una vida diametralmente opuesta, dedicada al sexo, la diversión y el arte. Con el tiempo fue una celebridad, el poeta más destacado de Roma. Un poema en particular ponía de manifiesto su rebeldía. En él aconsejaba a los jóvenes sobre cómo encontrar una pareja, por ejemplo en el teatro o en los juegos. Incluso revelaba sus trucos para conseguir a una mujer respetable. El poema, titulado El arte de amar, fue una bofetada al programa moral de Augusto e hizo que el emperador tomara serias medidas. En 8 d.C. Ovidio fue desterrado a una zona pobre del imperio, el puesto fronterizo de Tomis (la actual Constanza), a orillas del Mar Negro. Pero el poeta no fue el único personaje famoso que cayó en desgracia por culpa de las rígidas leyes de Augusto.

El año 2 a.C., el mismo año que se publicó El arte de amar, el escándalo que rodeaba a Julia, la hija de Augusto, ya no pudo ocultarse. Los rumores habían ido creciendo hasta que el dique había reventado. Julia se había prostituido por dinero, decían las malas lenguas; había tenido comercio sexual en el mismísimo lugar del Foro en el que su padre había propuesto sus leyes «morales»; y uno de sus muchos amantes del fastuoso círculo aristocrático era nada menos que el hijo del viejo enemigo de Augusto, Marco Antonio. Puede que las anécdotas que circularon no fueran más que rumores basados en la rebelión de una hija contra un padre que la había utilizado durante mucho tiempo como peón político, pero el caso es que pusieron a Augusto en una situación embarazosa. Amenazaban con destruir todo su trabajo. Había grietas en su puritano edificio imperial.

La reacción del primer ciudadano fue despiadada. Fue al Senado, denunció a su propia hija, maldijo su memoria haciendo que destruyeran todas sus estatuas y la desterró a Pandeteria, una isla al oeste de Italia, cerca de Campania. Aunque se le concedió permiso para mudarse a otro lugar mejor, pasó el resto de su vida en el destierro. Finalmente, al retenerle los ingresos, murió de desnutrición. Por cometer exactamente la misma clase de «crimen», la hija de Julia fue desterrada a perpetuidad en el año 8 d.C. La insensible coherencia con que trató a sus hijos biológicos como a «hijos» del Estado romano quizá fuera sólo otra comedia, destinada a poner a su familia por encima de toda sospecha. Es lo que sugería otro rumor que circulaba por las calles: se decía que Augusto, el recientemente nombrado «Padre de la Patria», tenía a disposición de sus placeres un suministro regular de muchachas jóvenes y respetables mujeres casadas. Las desnudaba y las «inspeccionaba como si fueran mercancía de Toriano, el tratante en esclavos». ¿Y quién le suministraba la mercancía? Su propia esposa, Livia Drusila. Pero los rumores sólo eran rumores. La exhibición pública de rectitud tenía que proseguir.

Cuando murió Augusto, en 14 d.C., su número de prestidigitación había terminado. El pueblo y el Senado habían sido testigos del discreto reemplazo de la república por un sistema de gobierno individual. Cada vez que se tomaba una medida eran persuadidos, hipnotizados y, si era necesario, amenazados para que aceptaran que había una continuidad tranquilizadora y confortable entre las dos épocas. Si el objetivo de Augusto fue el siniestro engaño de un déspota o el sincero esfuerzo de un estadista por recuperar el gobierno de estilo tradicionalmente constitucional, depende del punto de vista de cada uno. Probablemente tenía un poco de ambas cosas. Lo que es seguro es que no había ningún gran plan preconcebido. Para establecer el nuevo régimen Augusto improvisó sobre la marcha, si bien es cierto que con inventiva, ingenio y cálculo frío y a veces cruel. Aunque algunos miembros de la oligarquía política fueron violentamente arrastrados a la nueva era pataleando y gritando, el pueblo sabía muy bien quién cuidaba de sus intereses con más eficacia. Cuando en 19 a.C. Roma fue arrasada por una epidemia y luego por la escasez de grano, el pueblo no fue el único que tomó las calles suplicando al salvador Augusto que acudiera en su ayuda y solucionara la crisis; lo mismo hizo el Senado, e incluso los miembros de la oligarquía política que odiaban a Augusto. En resumen, se había hecho indispensable.

En su lecho de muerte, Augusto pidió un espejo y dio instrucciones a sus asistentes para que «le peinaran y enderezaran sus rasgos caídos». Después preguntó a los amigos que había reunido si, en la comedia de la vida, había representado bien su papel. Antes de hacerles salir, citó los últimos versos de una comedia de Menandro:

Si ha salido bien la comedia, aplaudid

y despedidnos todos con alegría.[16]

Poco después de su muerte, Augusto fue divinizado. Su cadáver fue depositado en el que quizá fuera su edificio más asombroso, su propio mausoleo. Situado en el Campo de Marte, había estado construyéndose durante los últimos veinte años; todavía se conserva una parte. De unos 40 metros de altura, el monumento original estaba coronado con una colosal estatua de bronce del primer emperador romano, su autoglorificación más explícita. El antiguo viajero y geógrafo Estrabón lo consideraba el monumento romano que más merecía la pena ver[17].

Pero era una glorificación típicamente sutil. El diseño seguía la humilde forma circular de los túmulos etruscos, pero por su ejecución y su nombre, «mausoleo», podía rivalizar con una de las Siete Maravillas del Mundo, la tumba de Mausolo, el antiguo gobernante de Caria. Fue la última floritura, el último artificio inteligente, el saludo de despedida. La era de los emperadores había comenzado con estilo. Había sido creada por un actor consumado. Y bajo otro actor esa era conocería su mayor crisis.

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