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III

NERÓN

La velada que se celebraba a mediados de marzo en el elegante balneario de Bayas transcurría entre la alegría y la diversión. Una dama aristocrática había llegado en silla de manos desde Anzio, en la costa norte, para unirse a un elegante círculo de invitados de la alta sociedad. El suceso que los reunía era la festividad de Minerva, la diosa del arte y la sabiduría. Tras ver los hermosos barcos anclados desde una mansión costera y disfrutar de una abundante cena, la señora se dispuso a volver a su casa. Como la noche estaba iluminada por las estrellas y el mar en calma, en lugar de volver en silla regresó en barca. Pero a pesar de las favorables condiciones, la decisión resultó casi fatal. Se había preparado una trampa en la vistosa embarcación. La cubierta se había sobrecargado con pesas de plomo para que se hundiera y aplastara a la pasajera que estaría recostada debajo. La mujer en cuestión era Agripina, la madre del emperador Nerón. El responsable de la trampa fue el propio emperador.

Agripina no sospechó nada. Después de todo, Nerón había pasado toda la velada en su compañía con un estudiado espíritu de reconciliación y amor filial. Cuando el emperador la despidió en la orilla, habló íntimamente con su madre, como un hijo. Prodigándole toda su atención, le dio un prolongado abrazo. Agripina subió a bordo, se situó bajo cubierta y la barca zarpó. Cuando ya se había adentrado lo suficiente en el mar, un miembro de la tripulación activó la trampa. Ante el horror de Agripina, la cubierta se resquebrajó violentamente y se vino abajo, aunque se detuvo a pocos centímetros de ella: los laterales de su lecho eran elevados y resistentes y habían parado el golpe. Aturdida, se liberó como pudo y miró a su alrededor. Una doncella que dormía al lado había muerto al instante. Mientras Agripina recuperaba fuerzas, la tripulación atentó otra vez contra su vida volcando la barca. Pero otra doncella llegó en ayuda de Agripina. Al darse cuenta de lo que estaba pasando, la liberta imperial declaró que ella era la madre del emperador. Los tripulantes, incapaces de notar la diferencia en la oscuridad, se lanzaron al ataque y la mataron a golpes de remo. Mientras tanto, Agripina, procurando no hacer ruido, se arrojó al mar y escapó.

Cuando llegó a nado a la orilla, se dio cuenta de que toda la velada había sido una farsa. El hundimiento de la barca no era un accidente, sino una encerrona que había funcionado mal: el mar estaba en calma y no había rocas que pudieran haber causado un accidente auténtico. Sabía muy bien quién había intentado matarla. Pero antes de decidir lo que haría a continuación, se tomó su tiempo. Tras regresar a su casa de Anzio, decidió mantener el engaño de que había sido víctima de un accidente, enviando un mensaje a Nerón. En él decía que aunque sabía que estaría consternado por lo que le había ocurrido a su querida madre, necesitaba descansar y no debía ser molestada.

En cuanto Nerón se enteró de que su madre seguía viva, se dirigió a Aniceto, un jefe naval y el hombre que había ideado la trampa. Ahora, le dijo Nerón, tenía que ser él quien terminara lo que había comenzado. Aniceto irrumpió en casa de Agripina con una partida de soldados y rodeó su cama. Sus últimas palabras, según el historiador Tácito, fueron una trágica defensa de su hijo. Sabía, dijo, que no era Nerón quien les había enviado a matarla. Agripina se señaló el vientre y dijo a los soldados: «Golpead aquí». A pesar del temor y el resentimiento que habían enemistado a madre e hijo, puede que la primera quisiera asegurar con su postrer aliento que nada menguase el poder de Nerón. Eso era primordial. Su cadáver fue incinerado aquella misma noche en un triclinio, en un improvisado funeral más propio de un pobre que de una descendiente del dios Augusto.

La orden final de matar a su madre debió de parecer cruel y fría, pero en realidad Nerón era un manojo de nervios. En la sociedad romana, la piedad con las madres, y no digamos con la madre del emperador, era una antigua, querida y sacrosanta virtud. Nerón era el quinto emperador de Roma, un miembro de la familia Julio-Claudia, el tataranieto de Augusto. Era el hombre que muchos creían, en el palacio imperial, en el Senado y entre el pueblo, que reviviría en el imperio las glorias conseguidas por sus antepasados cincuenta años antes. El año que murió su madre, Nerón era muy popular, pero si corría la noticia de que había cometido un abyecto matricidio, su popularidad caería en picado. Pero había otra razón más compleja por la que se sentía penosamente vulnerable.

Nerón había llegado a ser emperador, no porque fuera su destino, sino gracias a un plan frío y bien calculado. Agripina había sido la que le había convertido en emperador. Cierto que el imperio era, a pesar de las apariencias, una monarquía hereditaria: todos los emperadores de Roma hasta entonces procedían de la dinastía establecida por Augusto, la familia Julio-Claudia. También era cierto que, a través de Agripina, Nerón era descendiente del divino Augusto. Sin embargo, como el primer emperador no había legado ningún sistema definido de sucesión, el camino para convertirse en el hombre más poderoso del mundo antiguo estaba sembrado de escollos muy peligrosos. Agripina se ocupó de que su hijo los sorteara todos; después le recordó ese hecho para controlarle y lo pagó caro, pues había introducido una semilla de inseguridad en el joven emperador, un temor que reflejaba tanto las entrañas del sistema de gobierno que había heredado como las de su carácter. Afectaba a su derecho a ser emperador. Esta inseguridad sería decisiva en la caída del régimen de Nerón y en la crisis en la que cayó el imperio. Sí, Agripina, la creadora de aquella inseguridad, ya había desaparecido, pero quizá también fuera la única persona capaz de mitigarla.

Los últimos años del gobierno de Nerón dieron pie a una de las revoluciones más infames de toda la historia romana. Su caída desacreditaría fatalmente a la dinastía de emperadores fundada por Augusto y, para sorpresa de muchos romanos, acabaría con ella. Llevaría el sistema de gobierno unipersonal (ideado por Augusto) a la mayor crisis de su historia. Pero eso no fue todo. Entre todas las resquebrajaduras y líneas de falla de la monarquía hereditaria, la caída de Nerón fue tristemente famosa por dejar al descubierto su mayor defecto consustancial, un defecto que, hasta su gobierno, había estado oculto bajo la alfombra. ¿Y si el hombre que sucedía al emperador poseía un carácter tan inseguro y egocéntrico que era completamente inepto para gobernar el imperio? ¿Y si la única persona que podía hacerlo o tenía todo lo que quería, se alejaba de sus responsabilidades para perderse en un mundo de fantasía? ¿Y si el hombre más poderoso del mundo se volvía loco?

HEREDERO DE AUGUSTO, HIJO DE AGRIPINA

Durante los cuarenta largos años del gobierno de Augusto, la guerra civil se había convertido en un hecho del pasado, y los 20 millones de ciudadanos romanos que habitaban a lo largo y ancho del imperio habían disfrutado de un nuevo período de estabilidad. Al igual que Augusto, querían que esa estabilidad continuara y que Roma y su imperio siguieran prosperando después de su muerte. Tan grande era su dominio del gobierno, y tan identificado estaba con la imagen de Roma que la gente creía que el imperio dependía completamente de Augusto y de su familia para seguir con buena salud en el futuro. Augusto había preparado cuidadosamente el terreno para que arraigara esta idea a lo largo de su reinado. En la mejor poesía cortesana del momento, y en el Altar de la Paz, uno de los grandes monumentos al reinado de Augusto, no sólo se honraba al emperador, sino también a su familia. Lo mismo podía decirse del juramento de lealtad que formulaban los romanos en todos los rincones del imperio: «Seré leal a César Augusto —decía— y a sus hijos y descendientes durante toda mi vida, de palabra, obra y pensamiento»[1].

Pero había un problema: cómo legitimar la sucesión del poder de Augusto para mantener el nuevo régimen. Como el principado se basaba en la apariencia de que el Senado y el pueblo eran soberanos, y en que la autoridad del emperador procedía de ellos, no podía existir un reconocimiento explícito del principio hereditario, ni ninguna ley de sucesión[2]. Además, la paradoja de una monarquía hereditaria sin un sistema definido de sucesión estaba precisamente en la raíz de las dificultades. Bajo la propaganda del régimen de Augusto, el problema persistía: el gobierno individual del que Augusto era artífice era en el fondo más provisional e incierto de lo que sugería su imagen pública. El emperador se había limitado a innovar mientras gobernaba y probaba un artificio tras otro. La cuestión de la sucesión no era diferente y no estaba precisamente resuelta. Este estado de cosas sólo engendraba inseguridad, una inseguridad que arrojaría una larga y oscura sombra sobre todos los herederos de Augusto.

Augusto no tuvo hijos propios. Para superar este obstáculo, siguió la costumbre romana de la adopción, consagrada por el tiempo. En la antigua Roma, la primogenitura no tenía ningún derecho especial en lo que se refiere a la herencia, así que podía elegir entre una serie de personas. Durante su mandato adoptó a su sobrino Marcelo y a los hijos de su hija Julia, Cayo y Lucio, sugiriendo que el principio de sucesión era hereditario. Pero en este punto tropezó con la mala suerte. Su sobrino favorito y sus dos queridos nietos murieron prematuramente (véase el árbol familiar en la pág. 182). ¿Elegiría ahora heredero, no entre los miembros de su familia, sino entre los descendientes de los mejores senadores? Se comentó que meditó esta idea, pero en 4 d.C. ya la había desechado[3]. Aquel año adoptó a su hijastro Tiberio y lo nombró heredero en su testamento. Pero era imposible no tener la impresión de que fue una especie de último recurso.

Tiberio sucedió a Augusto en 14 d.C., pero el problema de legitimizar el traspaso de poder no desapareció. De hecho, no hizo sino agravarse. La cuestión de la sucesión legítima estaba de nuevo a merced del principio de competencia. ¿Qué era más importante, descender de Augusto o descender del emperador reinante? A falta de una respuesta clara, había varias personas con derecho a aspirar a la suprema posición del Estado. El clima de inseguridad engendró rivalidad, intrigas y asesinatos.

Un sucesor potencial de Tiberio era Germánico. Era el sobrino nieto de Augusto, esposo de Agripina, sobrina nieta de Augusto, e hijo adoptivo de Tiberio. Su derecho al trono chocaba frontalmente con el del hijo natural de Tiberio, Druso. En 19 d.C. murió Germánico, general y héroe de las guerras de Germania, pero no cayó en el campo de batalla, sino ignominiosamente envenenado. Muchos sospecharon de Tiberio. Esta muerte dejó el camino despejado a Druso, pero él también fue envenenado en 23 d.C. Su asesino fue otro hombre que apostaba por el poder: Sejano, el jefe de la Guardia Pretoriana. Sus pretensiones se basaban en su relación con la hija de Tiberio, Livila, con quien esperaba casarse y así entrar en la lucha dinástica. El emperador se negó a casar a su hija con un simple équite, así que las aspiraciones de Sejano también se fueron a pique.

En 37 d.C., cuando murió Tiberio tras gobernar veinte años, todavía no había decidido quién sería su sucesor. En consecuencia, quienes decidían quién iba a gobernar el imperio no serían los emperadores, sino los oficiales de la Guardia Pretoriana, a quienes les interesaba que el sistema de sucesión dinástica continuara, así que desempeñaron su papel. El hombre que eligieron como tercer emperador de Roma tenía al menos uno de los requisitos para ser sucesor: era bisnieto de Augusto e hijo de Germánico. Se llamaba Calígula.

Durante el reinado de Calígula fue cuando salió a la luz la auténtica magnitud del problema que suponía la sucesión dinástica. En la historia romana había sido costumbre que las familias aristocráticas se casaran entre sí. Así era como las viejas familias de la república conservaban el poder, la posición política y la riqueza. Pero en el primer período del imperio, esta costumbre tuvo una nueva y potencialmente peligrosa consecuencia. Cuanto más se eternizaba en el poder la dinastía Julio-Claudia, mayor era el número de personas que podía alegar que descendía de Augusto. Así que cuando, a raíz de una enfermedad, el nuevo emperador se volvió excéntrico y tiránico, apareció una creciente tanda de aristócratas con aspiraciones legítimas al principado y listos para saltar.

En 41 d.C. Calígula murió a manos de sus hombres, y su esposa y su hija fueron acuchilladas. Una vez más, la Guardia Pretoriana se adelantó para asegurar una sucesión tranquila, y una vez más se adoptó la fórmula de la monarquía hereditaria, a pesar de sus defectos. Con el respaldo del ejército, los pretorianos nombraron emperador a Claudio, tío de Calígula y su pariente vivo más cercano. El cuarto emperador romano gobernó trece años y llevó la estabilidad tras el corto y turbulento reinado de Calígula. Sin embargo, no desapareció el problema de los competidores y rivales dentro de los círculos Julio-Claudios. La culpa la tenía hasta cierto punto que el nuevo emperador hubiera vivido protegido antes de llegar al poder. Claudio no había crecido en medio del toma y daca de la vida política, sino en el palacio imperial, rodeado por una camarilla de libertos y esclavos dóciles, lo cual hizo que su miedo a los rivales creciera hasta límites insospechados. Se dijo que fue responsable de la muerte de treinta y cinco senadores y más de doscientos équites durante su época como emperador[4]. Pero su temor a los rivales venía en realidad de otra fuente: la descendencia directa de Augusto seguía teniéndose por la mejor garantía para el puesto de emperador. Otros aristócratas podían alardear de este parentesco, pero no Claudio. Pero eso estaba a punto de cambiar.

Cuando se descubrió una conspiración en la que estaba implicada la esposa de Claudio, ella y su amante fueron ejecutados por traición y Claudio se convirtió en un viudo en busca de consorte. La opción más fuerte y persuasiva estaba representada por Julia Agripina, la hermosa y joven sobrina de Claudio y, algo más importante, la bisnieta de Augusto. Por medio de esta unión reviviría y se fortalecería el sueño de Augusto de que hubiera una familia real en el centro del gobierno y el imperio. Pero el enlace también sería crucial por otra razón. Agripina aportaría al matrimonio un hijo de su primer marido, un muchacho de once años llamado Lucio Domicio Enobarbo, el futuro emperador Nerón.

En 50 d.C. Claudio adoptó al joven como hijo propio. Lucio Domicio Enobarbo pasó a llamarse Tiberio Claudio Nerón César. El muchacho podía afirmar que descendía tanto del emperador reinante como de Augusto. Era una afirmación que potencialmente podía eclipsar al hijo auténtico de Claudio, Británico, y a todos los demás rivales. Incluso podía bastar para convertir a Nerón en el quinto emperador de Roma. Pero, dada la ausencia de un criterio definido en la sucesión, Agripina sabía que del dicho al hecho había mucho trecho. Para que la posibilidad de que su hijo medrara necesitaba una gran determinación, cualidad que parecía tener en grandes cantidades.

Su primera víctima fue el aristócrata y senador Lucio Junio Silano. Era joven, popular y un triunfador en la vida pública. Pero Agripina solamente lo veía como un rival de Nerón. Silano suponía una significativa amenaza para el futuro de su hijo porque él también era descendiente de Augusto. Peor aún, estaba oficialmente prometido a la hija de Claudio, Octavia. Agripina fue rápida. Se aseguró de propalar un rumor que acusaba a Silano de cometer incesto con su hermana Junia Calvina, famosa por su promiscuidad. Aunque el rumor era totalmente falso, el nombre de Silano fue suprimido de la lista de senadores y él cayó bruscamente en desgracia. Claudio canceló el compromiso con su hija y Silano se suicidó el día de la boda de Agripina. La gente no pasó por alto las enseñanzas del acontecimiento.

A continuación, Agripina se ocupó de otro serio rival de Nerón, Británico, el hijo del primer matrimonio de Claudio. Lo único que necesitó para destruir sus planes fue establecer la preeminencia de Nerón sobre Británico en la vida pública. Nerón era tres años mayor que su hermanastro y este pequeño detalle permitió a Agripina hacer rápidos progresos. Entre 50 y 53 Nerón ocupó el lugar del fallecido Silano y se casó con la hija de Claudio, Octavia. Se le concedieron entonces diversos honores que reflejaban su rápido ascenso. En marzo de 51, a la edad de trece años, Nerón vistió la toga viril, un año antes de que le correspondiera, y aquel mismo año entró en la vida pública, con un discurso en el Senado en que agradecía a Claudio aquellas distinciones. A continuación pronunció varias peticiones al estilo de los estadistas, en latín y en griego, en nombre de distintos ciudadanos de las provincias. El discurso reveló la precoz inteligencia y la helenofilia del muchacho. Cuando en el año 53 apareció con la toga triunfal, en los juegos celebrados en su honor, al lado de Británico, que todavía vestía la toga juvenil, la supremacía de Nerón sobre su hermanastro quedó a la vista de todos.

Ya sólo quedaba un asunto para sellar el futuro de su hijo como próximo gobernante del imperio: la muerte del emperador. En 54 Claudio tenía sesenta y cuatro años. Quizá como resultado de una parálisis cerebral en la infancia, siempre había sufrido de cojera, temblor constante y tartamudez. Ahora era un viejo chocho. Pero Agripina no podía esperar a que falleciera de muerte natural. El tiempo corría en su contra. Británico estaba a punto de cumplir los catorce años y de reunir los requisitos para recibir la toga viril de su padre. El hijo natural del emperador aún podía eclipsar a Nerón, así que Agripina tomó la iniciativa. Cuenta la leyenda que una noche, durante la cena, le sirvieron setas impregnadas de una sustancia mortal. Claudio las comió bajo la atenta mirada de Agripina, pero el veneno sólo le provocó un ataque de tos. En aquel momento entró el médico de Agripina. Haciendo como que ayudaba a Claudio a vomitar, le introdujo una pluma envenenada por la garganta y así completó la obra.

La mañana del 13 de octubre del año 54 el palacio bullía de actividad tensa y furtiva. Sólo Agripina y sus confidentes más íntimos, por supuesto, sabían que Claudio había fallecido. Mientras vestían y preparaban a su hijo para el nombramiento formal, Agripina se dedicó a retener taimadamente a los hijos de Claudio, Británico y Octavia, que estaban esperando noticias del estado de salud de su padre. Agripina fingió buscar consuelo en ellos durante aquel tenso rato; Británico, dijo acariciándole la mejilla, era la viva imagen de su padre. También entretuvo a la Guardia Pretoriana, engañándola con mensajes regulares sobre la salud cada vez más precaria del emperador. La verdad es que trataba de ganar tiempo como fuera, «esperando el momento propicio vaticinado por los astrólogos» para anunciar la sucesión[5]. Agripina había estado intrigando durante toda su vida adulta para llegar a este momento. Nada, ni siquiera un mal augurio, se lo iba a estropear.

A mediodía se abrieron las puertas de palacio. El emperador había muerto y ante la Guardia Pretoriana no estaba Británico, el hijo de Claudio, sino Tiberio Claudio Nerón César. Aunque la presencia del muchacho cogió a algunos soldados por sorpresa, las ceremonias preparadas para aquel día no dejaron tiempo para la vacilación ni la duda. Los soldados aclamaron a Nerón y rápidamente lo pusieron en una litera para llevarlo al campamento de los Jardines de Servilio, en la zona sudeste de Roma. Allí Nerón se dirigió a los soldados y, tras prometerles las habituales donaciones de dinero, el muchacho de diecisiete años fue proclamado emperador. Los senadores no tardaron en imitarles aprobando un decreto en el Senado aquel mismo día. Nadie llegaría a saber en quién había pensado Claudio como sucesor, porque se hizo desaparecer su testamento inmediatamente.

Agripina había satisfecho su mayor ambición. Su hijo era el hombre más poderoso del mundo romano. Pero en aquel momento no podía imaginar que las mismas herramientas que había utilizado para asegurarle el poder iban a volverse contra ella. Poco tiempo después de que comenzara el gobierno del joven Nerón, se desató una enconada pelea por el poder entre madre e hijo. Públicamente, Agripina recibía un honor tras otro. Se le concedió una guardia privada; la nombraron sacerdotisa del divinizado Claudio; le permitían participar indirectamente en el gobierno sentándola discretamente tras una cortina en las reuniones que el consejo celebraba en palacio. Incluso las monedas de los primeros años del reinado de Nerón llevaban la efigie de ambos, el emperador y Agripina. Pero tras el barniz civilizado de estas relaciones entre madre e hijo, el adolescente empezó a perder la paciencia con su influyente y controladora artífice. Su habitual obediencia hacia ella se estaba convirtiendo en una carga.

La madre era difícil de complacer. Censuraba el interés de Nerón por las carreras de caballos, el atletismo, la música y el teatro. El segundo año de gobierno discutieron por su amante, una liberta llamada Acte. Impulsada quizá por los celos, el afán de posesión y el miedo a que otra mujer rivalizara con ella por el afecto de su hijo, Agripina le reprochó que tuviera relaciones con una mujer tan vulgar y de tan baja cuna. Nerón respondió, como cualquier adolescente, intensificando sus relaciones con Acte y llegando casi a hacerla su esposa legal[6]. Aunque su siguiente acción fue equivalente a una declaración de guerra. Cuando Nerón era todavía un niño, Agripina había llenado escrupulosamente la casa con personal leal a ella. Nerón atacó entonces aquella base de poder despidiendo a uno de los aliados principales de su madre, Antonio Pallas, un liberto que se encargaba de los asuntos financieros. Agripina contraatacó respondiendo al fuego con el fuego. Sabía cómo ganar poder en palacio. Más aún, sabía golpear al nuevo emperador de Roma donde más le dolía.

Un día, en un ataque de ira, recorrió todo el palacio con los brazos en alto y gritando que daba su apoyo a Británico. El hijo del divino Claudio ya era adulto, decía, y era «el auténtico y merecido heredero de la suprema posición de su padre»[7]. El frío filo de esta frase abrió una antigua herida, la inseguridad de Nerón acerca de su derecho a ser emperador. Pero incluso Agripina se habría sorprendido de la reacción que desencadenó en su hijo. Una noche, durante la cena, le llevaron una bebida a Británico, que estaba en la mesa juvenil, con los hijos de otros nobles. Si hubiera contenido veneno, lo habrían detectado los catadores imperiales, así que la bebida era inofensiva, pero se le sirvió demasiado caliente y el joven se negó a beberla. Se le sirvió entonces agua fría, envenenada en secreto. Una vez enfriada, volvieron a dar la bebida a Británico. Ante la mirada de Agripina y de su propia hermana, el muchacho de catorce años empezó a convulsionarse. Todo el mundo pensó que el responsable del asesinato era Nerón.

Con estudiada despreocupación, Nerón dijo que Británico estaba simplemente sufriendo otro ataque epiléptico; nada fuera de lo normal. Los demás comensales no le creyeron, pero tampoco hicieron nada. No había nada que pudieran hacer. Reprimiendo el horror que sentían tras la fachada de normalidad, estaban petrificados: haber protestado o negar que fuera un ataque habría sido sugerir que se había cometido un asesinato. Y decir en voz alta que sin duda era un ataque epiléptico también habría sugerido un crimen porque se habría notado mucho que era mentira. Mientras todos vacilaban, el adolescente murió. «Octavia, a pesar de su juventud, había aprendido a esconder el dolor, el afecto, todo sentimiento […] tras un breve silencio, prosiguió el banquete»[8].

La capacidad para el crimen que exigía la conservación del poder imperial había pasado de madre a hijo. A pesar de todo, Agripina, la decidida y avezada intrigante, no se rindió en la guerra encubierta que libraba contra Nerón por el control de palacio. La muerte de Británico la impulsó a apoyar a Octavia, tal vez pensando que podía hacer de ella una estadista prominente a cuyo alrededor danzaran los aristócratas con derecho al trono.

Circuló el rumor de que Agripina también estaba promoviendo la causa del aristócrata Rubelio Plauto, que podía garantizar que descendía de Augusto porque su madre era nieta de Tiberio, hijo adoptivo de Augusto. Por toda respuesta, Nerón expulsó a Agripina de palacio y despidió a su guardia personal. Pero no tardó en idear una solución definitiva al problema que suponía su madre.

La gota que colmó el vaso cayó de la vida amorosa de Nerón. No sentía nada por su esposa Octavia y quería casarse a toda costa con su amante, Popea Sabina, esposa de su amigo íntimo Marco Salvio Otón y la mujer que sería el gran amor de su vida. Nerón sabía que su madre nunca le permitiría divorciarse de la hija de Claudio para casarse con su amante. Popea también lo sabía. En privado, ella «le pinchaba y se burlaba de él incesantemente. Estaba dominado por su tutora, decía, y no era dueño ni del imperio ni de sí mismo»[9]. La habilidad de Popea para provocar a Nerón se acompañaba «con lágrimas y todas las estratagemas de una amante». Instigado de esta forma, en la primavera del año 59 convocó a Aniceto y envió a su madre la fatal invitación de reunirse con él para celebrar la festividad de Minerva en Bayas.

Al morir Agripina, Nerón se sintió aliviado, libre por fin. La influencia dominante en su vida había desaparecido y ahora podía gobernar y comportarse como le viniera en gana. Y tenía muchas cosas que celebrar. A pesar de los conflictos de palacio, los primeros años de su gobierno estuvieron lejos de ser un desastre. De hecho, según todas las fuentes antiguas, el imperio prosperó durante los primeros años de Nerón. Los poetas contemporáneos dijeron que era una nueva edad de oro. Nerón rivalizaba en popularidad incluso con Augusto. El pueblo le quería por los juegos que organizaba y los senadores por el respeto que les manifestaba. También en el extranjero había triunfos que contar: Roma estaba reforzando su frontera oriental en una campaña victoriosa contra Partia. El imperio florecía.

Dada la juventud e inexperiencia de Nerón, ¿cómo pudo ocurrir algo así? ¿Funcionaba solo el imperio, administrado por senadores y équites? ¿Es que no hacía falta un emperador activo e industrioso, sino que bastaba con una figura célebre? Otra respuesta a la pregunta de quién estaba a cargo del imperio, si éste era el caso, nos conduce hasta dos hombres que, según Tácito, se habían ocupado del gobierno durante los primeros años de Nerón. Eran Lucio Anneo Séneca y Sexto Afranio Burro, y habían sido los consejeros más próximos al novato emperador. Cuando el adolescente Nerón estaba creciendo, había buscado refugio en ellos y ellos le protegieron de su madre y satisficieron sus intereses. A cambio, él hacía caso de sus consejos. Pero estos dos hombres eran mucho más que aliados con buenos consejos. Eran astutos políticos de los que el emperador dependía completamente para su popularidad, para su nueva edad de oro.

Todo esto estaba a punto de cambiar. Mientras Agripina vivió, había sido una especie de tapadera de Séneca y Burro. Al morir, tuvieron que dar la cara. Ahora eran ellos y no ella quienes estropeaban las diversiones de Nerón. Libre Nerón del dogal de su madre, iban a aprender muy pronto que no podían hacer nada para controlarlo. El imperio estaba a punto de descubrir qué clase de hombre era realmente su emperador.

LOS NUEVOS AMIGOS DE NERÓN

Año 62 de Nuestra Era, octavo año del gobierno de Nerón. Según el historiador Tácito, «las fuerzas del bien estaban en declive». Por fuerzas se refería a las opiniones de Séneca y Burro. Hasta aquel momento, su control sobre el emperador había sido inteligente y brillante. Burro era un équite nacido en la Galia que había ascendido hasta ser jefe de la Guardia Pretoriana. De carácter serio y con una mano desfigurada, era el barómetro moral de Nerón. Agripina había sido protectora de Burro en otro tiempo y, a causa de su lealtad, éste se había opuesto vehementemente a los planes asesinos de Nerón, negándose a tomar parte en el matricidio. A pesar de todo, una vez cometido el crimen, se aseguró obedientemente de que la Guardia Pretoriana siguiera siendo leal al emperador. Este apoyo fue vital para el éxito del régimen de Nerón. Pero quizá fuera su preceptor el personaje que más influyó.

Séneca era un senador de una familia italiana que se había instalado en Córdoba. También fue uno de los más grandes filósofos de la historia romana. Educado, encantador y paternal, utilizó su inteligencia para guiar y educar a su responsabilidad adolescente. Al hacerlo, se convirtió en uno de los personajes más influyentes del imperio. La importancia de Séneca para Nerón puede verse en la variedad de papeles que representó. Escribió el discurso inaugural de Nerón al Senado y el pueblo, que fue acogido con frenesí. Para las Saturnalias del año 54 deleitó al emperador con una sátira que arremetía contra el régimen del bufonesco Claudio. Jugando con la palabra «deificación», se titulaba La calabacización del divino Claudio, y la corte se desternilló de risa. Como amigo personal del emperador, Séneca también participaba en el consejo imperial, que reunía en palacio a los principales senadores. En consecuencia, estos senadores aprobaban sinceramente las sabias decisiones de Nerón.

Pero el mejor papel de Séneca quizá fuera limitar el alcance de los daños; sabía cómo ordenar el desorden de Nerón. Su mayor golpe fue controlar la reacción de los senadores ante el asesinato de Agripina. Su hábil manejo de la situación consiguió que creyeran a pies juntillas la versión oficial de los hechos: Agripina había estado planeando el asesinato de Nerón, se había descubierto la intriga y Agripina lo había pagado. Ahora el emperador estaba a salvo. Sus relaciones públicas fueron tan efectivas que, en lugar de horrorizarse del matricidio, Roma dio gracias a los dioses. Después de todo, el Estado se había salvado. Hay que suponer que Séneca era indispensable para el emperador. Pero había una misión, asumida por él mismo, que sería su perdición. La lección fundamental que quería enseñar a su joven pupilo era cómo ser buen emperador. Esta misión fue el mayor proyecto de su vida y también su mayor error.

Sabemos lo que Séneca enseñó a Nerón porque su gran obra de filosofía política, el diálogo De la clemencia, ha llegado hasta nosotros. La lección comenzaba con una sencilla declaración de hecho. Nerón tenía el poder supremo. Era «árbitro de la vida y la muerte para las naciones»; tenía capacidad para decidir «la suerte y posición de cada cual»; por mediación de sus labios la Fortuna anunciaba «qué dones daba a cada ser humano»[10]. Pero la clave para ser buen emperador no consistía únicamente en reconocer ese poder, sino en ejercerlo con comedimiento. Si era capaz de mostrar clemencia, sería buen emperador, como Augusto; de lo contrario no sería sino un tirano despreciable. Nerón haría bien en emular a Augusto llevando este argumento a sus últimas consecuencias: por encima de todo, decía Séneca, el emperador debe disfrazar su poder absoluto.

Al principio, Nerón fue un estudiante aplicado. Reactivó la tradicional relación con los senadores: a fin de cuentas, ellos y no los amiguetes de palacio eran los verdaderos pilares de la justicia, la sabiduría política y la experiencia administrativa. Juntos Nerón y el Senado, gobernarían Roma como iguales. La idea que Séneca había sembrado en el joven era la civilitas: la afabilidad y accesibilidad del emperador «que ayuda a disimular la realidad del poder autocrático»[11]. Nerón representó bien su papel al principio, dando la impresión de que era un senador más, un ciudadano corriente. Y no obstante, a pesar del prometedor comienzo, en 62 empezó a olvidar lo ensayado. No estaba hecho para ser un político. Mantener la farsa, la ilusión teatral de que se preocupaba por lo que realmente pensaban los senadores acabó por ser otra carga. La verdad era que, a pesar de los esfuerzos de Séneca, las pasiones de Nerón estaban en otra parte.

Una de estas pasiones era pasar la noche al aire libre. Al joven emperador y a sus disolutos compadres de palacio les gustaba disfrazarse con un gorro de liberto o una peluca y zanganear por las calles de la ciudad, bebiendo y metiéndose en peleas. «Pues tenía la costumbre de atacar a la gente que volvía a casa después de cenar y agredía a cualquiera que le respondiese, tirándolo a la alcantarilla»[12]. Otra pasión que dominaba a Nerón desde su juventud eran los caballos. Seguía las carreras de carros y la competencia entre los diferentes equipos con gran entusiasmo. Prefería los Verdes a los Rojos, los Blancos o los Azules, de manera muy parecida a los hinchas actuales de los equipos de fútbol. Para asistir a las carreras salía de palacio en secreto, o eso se decía. Sin embargo, su mayor amor estaba reservado para las artes griegas: música, poesía, canto y tocar la lira.

Nerón no sólo era un entendido en estos temas, sino que estudiaba y practicaba con determinación. En cuanto fue emperador, contrató como profesor al más famoso y hábil tañedor de lira del momento, un hombre llamado Tepnus. Incluso, para fortalecer la voz, practicó los ejercicios de los cantantes profesionales: «… se tendía de espaldas, con una tablilla de plomo, y se limpiaba por dentro con una jeringa y vómitos». La dieta también era importante para mejorar la calidad de la voz. Las manzanas estaban prohibidas, ya que se consideraban perniciosas para las cuerdas vocales, pero los higos secos eran beneficiosos; y todos los meses, durante unos días, se alimentaba únicamente de cebolletas conservadas en aceite[13]. El interés del emperador por estos asuntos griegos preocupaba a Séneca y a Burro. No era el interés en sí el problema, sino más bien que Nerón estaba peligrosamente cerca de hacerse actor profesional. En los círculos conservadores de la alta sociedad romana de la época, aquello era sencillamente impensable.

Por entonces hacía casi doscientos años que Roma era el gran centro de intercambio cultural, la bullente cosmópolis de todo el mundo Mediterráneo, y Grecia había quedado reducida a una provincia romana, pero muchos romanos de la oligarquía aún seguían creyendo en una ilusión. Según el mito que les interesaba creer, eran en el fondo gente de campo, soldados curtidos, tenaces e independientes que con agallas, determinación, fortaleza y disciplina habían forjado el imperio. El carácter y la virtud romanos se revelaban sobre todo en lo que se conseguía en el campo de batalla y en la vida pública. Sí, las artes griegas eran buenas para la educación, incluso quizá para la relajación, pero dedicarse a ellas descompondría la fibra moral de Roma, convertiría una nación de soldados en una nación de cobardes, gimnastas y homosexuales. Tonificar los aceitados músculos para hacer atletismo, brincar por ahí con vestimentas teatrales o cantar poesías acompañado de una lira no había evitado la caída de Grecia. Incluso es posible que la causaran estas aficiones[14]. Los conservadores sólo tenían que mirar las calles de la ciudad para demostrar su punto de vista: los actores profesionales no eran sino esclavos y prostitutas vulgares.

Los árbitros de la elegancia y la moda no estaban de acuerdo. Música, teatro, canto e interpretación al estilo griego eran lo exquisito, el colmo del refinamiento, el no va más de la civilización. En la antigua Grecia, los aristócratas y los ciudadanos habían competido en concursos artísticos para ganar honores y posición social; estos concursos aparecían glorificados en las obras de Homero y Píndaro, los fundadores de la poesía épica y lírica, respectivamente. ¿Por qué no podía suceder lo mismo en Roma? Para colmo de bendiciones, los modernos tenían por fin un protector. Y era ni más ni menos que el emperador, que estaba dispuesto a ponerse al frente de todos. En 59 Nerón organizó los juegos llamados Juvenalia, celebrados para conmemorar el día que se había afeitado la barba e ingresado en la edad adulta. Fueron juegos privados para la oligarquía gubernamental, así que cuando el emperador decidió tocar la lira en el escenario, sus consejeros tuvieron que fingir que les gustaba. Burro, obligado a salir al escenario con un batallón de la Guardia Pretoriana, lloraba mientras aplaudía. Pero al año siguiente Nerón rompió los límites de la conducta tolerable en un emperador. Estaba dispuesto a llevar sus pasiones al pueblo.

Primero fundó una academia de artes griegas, luego pidió a los hijos de la aristocracia que asistieran, y más tarde animó a los graduados a actuar en un festival totalmente inventado por él. Toda Roma fue invitada. Los aristócratas tuvieron que salir al escenario con intérpretes profesionales griegos y bailaron, hicieron atletismo y participaron en concursos musicales. Para los conservadores de la oligarquía fue un escándalo nacional. Hijos de antiguas, grandes y virtuosas familias, «los Furios, los Horacios, los Fabios, los Porcios, los Valerios, obligados a deshonrarse a sí mismos»[15]. Pero Nerón no pensaba lo mismo de sus novedosos juegos. Quería poner los cimientos de una nueva era, comenzando por el año cero. Estaba civilizando Roma, reeducando al público, desenganchándolo de los bárbaros espectáculos de gladiadores y reorientando toda la historia romana lejos de la guerra, la conquista y el imperio, hacia los ideales más refinados del Arte. Llamó Neronianos los juegos y decretó que se celebrarían cada cinco años. ¡Así era como quería gobernar a su pueblo! ¡Así quería ser un buen emperador!

Al público le encantaron los juegos. Si Séneca y Burro se desesperaban, al menos se consolaban pensando que, a pesar de la calurosa recepción, el emperador no había pisado las tablas… al menos por el momento. En 62 Nerón no daba señales de olvidar sus tendencias griegas, sus nuevos planes para Roma. Fue el año en que inauguró el gran gimnasio helenístico y repartió grandes cantidades de aceite gratis a senadores y équites para que dieran ejemplo al vulgo de que aceptaban las actividades antirromanas y poco viriles de la lucha y el atletismo. Séneca y Burro libraban una batalla perdida. La antigua relación armoniosa entre Nerón y sus consejeros había llegado al final. Dos acontecimientos fueron responsables.

Como un senador llamado Antistio Sosiano escribiera unos versos satirizando al emperador y los leyera en una fiesta de la alta sociedad, fue juzgado por traición y declarado culpable. Aunque se libró de la ejecución por los pelos, su caso significó la vuelta de la ley sobre traición que tanto había desacreditado los regímenes de Calígula y Claudio. Según sus vagos términos, un individuo podía ser acusado de cualquier clase de «conspiración» contra el emperador. Para Séneca, la ley era una prueba de que el proyecto de toda su vida, hacer que Nerón se comportara y obrara como un buen emperador, estaba fracasando. Pero el auténtico punto muerto para Burro y Séneca llegó poco después. Nerón les dijo que había decidido, por fin, divorciarse de Octavia, la hija del divino Claudio, y casarse con Popea. Séneca y Burro opinaron en contra: puede que Nerón fuera descendiente de Augusto, pero divorciarse de Octavia era cortar su lazo principal con el divinizado Claudio, piedra angular de su derecho a ser emperador. Nerón discutió, pataleó e insistió, y Burro replicó tranquilamente refiriéndose al trono: «¡Bien, entonces devuélvele su dote!»[16]. Tras esto, la ruptura fue definitiva.

A partir de entonces, los acontecimientos se sucedieron con rapidez. Burro cayó enfermo por culpa de un tumor y murió. Corrió el rumor de que Nerón había acelerado su muerte dando instrucciones de que lo envenenaran. Lo cierto es que el emperador no perdió el tiempo en reemplazar al prefecto de los pretorianos, que era de vital importancia. Nerón se dio cuenta de que para divorciarse no necesitaba opositores que le llevaran la contraria, gente pesada y fastidiosa que siempre tenía «la razón», gente que arruinaba su diversión y le llenaba la vida de responsabilidades. Necesitaba nuevos amigos. A este fin celebró una tensa reunión del consejo, con los principales senadores y los consejeros de palacio. ¿A quién iba a elegir Nerón ahora para el puesto que acababa de quedar vacante? El emperador no tardó en responderles. Su primer nombramiento recayó en una persona de integridad y experiencia, un hombre llamado Fenio Rufo, popular entre los oficiales pretorianos y con un buen historial por haber administrado el suministro de cereal con eficacia y sin aprovecharse. El consejo dio un suspiro de alivio. Pero pronto quedarían defraudados por el siguiente nombramiento. El puesto de prefecto del pretorio, o jefe supremo de la Guardia Pretoriana, declaró Nerón, sería para el buen amigo del emperador Sofonio Tigelino.

El historial de Tigelino era poco ortodoxo, por no decir otra cosa. Aunque era cierto que había sido prefecto de la guardia (jefe del servicio de bomberos de Roma), su reputación se basaba en méritos totalmente diferentes. El emperador lo había conocido de niño en la finca de Calabria que pertenecía a la tía de Nerón. Se hicieron amigos inmediatamente, quizá porque ambos compartían el interés por las carreras y la cría de caballos. Más aún, Nerón estaba fascinado por el carácter de Tigelino, por su capacidad para el mal. Era atractivo, unos quince años mayor que Nerón y, aunque procedía de una familia pobre de Sicilia, tenía amigos en las altas esferas. Se había introducido en las casas de dos aristócratas, donde había adquirido fama de depravado. Se decía que había seducido primero a los hombres, luego a sus mujeres y, de esta forma, había subido a los más altos niveles de la alta sociedad romana. Ahora, en los círculos imperiales de orgías, juergas y borracheras, Tigelino era el compañero más libertino de Nerón, su compinche de confianza, su diabólico y amoral maestro de ceremonias.

Aquel nombramiento suponía problemas por otra razón. Con él se sacrificaba un principio básico de la idea senequista del buen emperador. Para administrar con éxito el imperio, el primer emperador, Augusto, había dado al menos la impresión de que se basaba en gente de espíritu independiente de la clase alta. El aristócrata Séneca había mantenido esta tradición con Nerón. Podía ser sincero con el emperador porque no tenía nada que temer por decir lo que pensaba. Su riqueza y posición en la sociedad romana no dependían de lo que el emperador pensara de él. Pero el nombramiento de Tigelino fue el indicio más claro de que Nerón se estaba rodeando de compinches serviles. Tigelino procedía de una familia vulgar y debía su posición totalmente al emperador. Séneca temía que, lejos de apoyar a Nerón, Tigelino le dijera servilmente lo que el emperador quería oír, en lugar de aconsejarle lo que estaba bien. Pero Tigelino no era el único temor de Séneca. Su mayor preocupación era su propia vida.

El catapultado Tigelino puso manos a la obra. Sabía cómo aprovecharse de las inseguridades de Nerón. Le torturaba diciendo que la riqueza y las propiedades de Séneca eran una afrenta a la preeminencia del emperador porque rivalizaban con las propiedades imperiales. En consecuencia, a Nerón le picó la envidia. El tiempo corría en contra de Séneca, que estaba maniatado, atrapado en un dilema claramente desagradable: podía seguir aconsejando al emperador aun a riesgo de ofenderle o comprometerse y consentir sus caprichos y antojos. Ninguna de las dos opciones suponía una perspectiva apetitosa. Finalmente, encontró una solución: pediría graciosamente al emperador permiso para retirarse. Séneca se reunió con Nerón en el palacio imperial. Con sus modales educados y encantadores, comenzó citando el ejemplo del divino Augusto. El primer emperador, dijo, había dado incluso a sus consejeros más cercanos permiso para retirarse. ¿No podía el emperador meditar la posibilidad de otorgarle la misma recompensa?

Nerón se negó educadamente. «Mi reinado sólo está comenzando —dijo—, si los resbaladizos caminos de la juventud me extravían, quédate cerca para recordármelo. Tú equipaste mi edad adulta; dedica un cuidado aún mayor a guiarla»[17]. Séneca dio las gracias al emperador y salió. Su amable ofensiva había fracasado. A pesar de todo, descubrió cómo quedarse fuera de la línea de fuego. Fingiendo mala salud y estudios filosóficos, Séneca pasaba cada vez más tiempo en sus fincas rurales. Puede que hubiera perdido su privilegiada posición de consejero, pero al menos seguía vivo… por el momento. El distanciamiento de Séneca dio a Nerón la oportunidad de decidir el tercer nombramiento. Iba a ser algo más peliagudo que reemplazar al jefe de la Guardia Pretoriana. Quería elevar a Popea de amante a esposa imperial.

Popea tenía seis años más que Nerón y era una belleza de una familia rica, aunque no exactamente aristocrática. Aunque su madre era noble, su padre era un équite que había caído en desgracia durante el gobierno de Tiberio. Reflejando su naturaleza ambiciosa, Popea repudió el apellido paterno, adoptó el de su abuelo materno y se dispuso a tomar por asalto la alta sociedad. Se casó con dos aristócratas seguidos y tuvo un hijo del primero. Su amor por el derroche y el lujo la convirtió en la comidilla de la ciudad. Su lujosa casa familiar cerca de Pompeya, Villa Oplontis, se ha excavado en fecha reciente y da fe de esta reputación; los cascos de las mulas que tiraban de su litera tenían herraduras de oro y se bañaba diariamente en la leche de 500 asnas para conservar la tersura del cutis, según decían los rumores[18]. Nerón estaba locamente enamorado de ella y ahora, sin los consejos de su querido amigo Séneca, sin la conciencia del leal Burro a su lado, Nerón dio el siguiente paso en solitario.

El emperador sabía muy bien que si se divorciaba de Octavia corría el riesgo de quedar a merced de sus rivales. Otros miembros de la familia Julio-Claudia eran, como Nerón, descendientes de Augusto y podían aducir que pertenecían legítimamente al real y divino linaje. Nerón no corrió ningún riesgo. Había dos pretendientes potenciales de los que Tigelino, que buscaba consolidar su posición, le había advertido. Rubelio Plauto era tataranieto de Augusto por parte de Tiberio; Fausto Cornelio Sila Félix era bisnieto de la hermana de Augusto. Si Nerón se quedaba sin la conexión matrimonial con Claudio, argumentaba Tigelino alimentando la paranoia de su superior, cualquiera de los dos hombres podía disputarle el trono.

Nerón quedó convencido y rápidamente envió sicarios a Asia y la Galia. Cuando volvieron a Roma, llevaban consigo las cabezas de sus víctimas, Plauto y Sila. Su crimen, para variar, había sido la traición. Pero ¿cómo reaccionaría el Senado al enterarse de que dos de los hombres mejores y más virtuosos habían muerto de repente? La respuesta era sencilla: no con mucha sinceridad. Sin Séneca presente, los senadores sabían que toda asociación significativa entre el Senado y el emperador estaba más que muerta. Así que, por temor a ofender al emperador, acataron el hecho. En honor de la patraña de que Nerón había escapado de la muerte por los pelos, decretaron que había que dar las gracias a los dioses. Con sus dos principales rivales muertos, Nerón se centró entonces en su divorcio. Sólo necesitaba un pretexto.

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