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Augusto » IV. Rebelión

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Atrapado en un serio conflicto, Josefo arguyó al principio que el suicidio era un pecado contra Dios. El argumento suscitó más violencia entre su público de rebeldes. Se acercaron a él con las espadas levantadas, gritando y amenazándole. Josefo, «revolviéndose como un animal acorralado para enfrentarse a los atacantes», intentó convencerles por todos los medios: «… llamó a uno por su nombre, miró a otro como un general, estrechó la mano a un tercero, suplicó a un cuarto hasta que se sintió avergonzado»[25]. No sirvió de nada. Finalmente, Josefo accedió al suicidio colectivo. Pero sugirió un método muy particular.

Para no ofender a Dios se echaría a suertes. Comenzando por la persona que sacara la paja más corta, cada tercer hombre debía ser muerto por el que tenía al lado. Así comenzó la horrible escena en que los judíos cortaban el cuello de sus compañeros judíos.

Los cuerpos sin vida de los rebeldes iban cayendo al suelo, aunque había un hombre que se libraba sistemáticamente y permanecía en pie. Josefo era persona culta y quizá versada en matemáticas y, según parece, había ideado la cuenta de tal manera que siempre era uno de los dos supervivientes. Aunque el episodio inspiró más tarde un problema matemático conocido como «cuenta de Josefo», nunca sabremos si Josefo se sirvió de la suerte o del cálculo. Lo que está claro es que aprovechó la oportunidad. Se volvió al otro superviviente y trató desesperadamente de convencerle de que abandonara el pacto de suicidio. Sin duda empleó a fondo sus dotes persuasivas para no ser asesinado por retractarse después de haber muerto tantos, pero ambos hombres se rindieron.

Josefo atribuyó más tarde su supervivencia a la voluntad de Dios. Sin embargo, sus problemas no habían acabado. El comandante de Galilea, el joven nombrado por Ananías y las autoridades del Templo de Jerusalén, no había sabido resistirse a Roma y era prisionero de Vespasiano. Galilea estaba perdida y al mismo Josefo le esperaban la cárcel, un largo y lastimoso viaje a Roma y la posible ejecución. Pero el destino de Vespasiano, de Tito e incluso de Josefo estaba a punto de transformarse. Con este cambio de circunstancias, las apuestas a favor de la guerra en Judea estaban a punto de subir.

MUDANZAS DE LA FORTUNA

Josefo fue sacado a rastras de su escondite y conducido a la fuerza al campamento de Vespasiano por las calles de Jotapat, que estaban llenas de prisioneros judíos que le abucheaban, le insultaban, le daban codazos y gritaban a los soldados romanos que lo mataran. Según Josefo, fue su noble conducta lo que hizo que el hijo del general, Tito, se apiadara de él. Aseguró que gracias a él el romano reflexionó sobre el extraordinario cambio que había sufrido la fortuna del cautivo y pidió a su padre que le perdonara la vida. Puede que la realidad fuera más prosaica. Josefo no iba a recibir un tratamiento especial por su noble comportamiento. La suerte que le esperaba era la que ya habían corrido antes que él centenares de cabecillas enemigos vencidos por Roma: sería trasladado a la metrópolis, desfilaría cargado de cadenas en una marcha triunfal y luego quizá fuera ritualmente ejecutado en el Foro. Pero antes de que ocurriera todo esto, hizo una de las mayores apuestas de toda su vida.

Josefo pidió una audiencia privada con Vespasiano y Tito. Tras serle concedida la petición, se armó de valor y pronunció las palabras que podían salvarle o perderle. Les dijo que iba como mensajero de Dios. No tenía sentido llevarle ante Nerón, dijo, porque ese hombre no sería emperador durante mucho tiempo. Los futuros emperadores de Roma, profetizó, estaban ante él en aquel momento. Vespasiano debió de soltar la carcajada ante una sugerencia tan absurda; era sabido que los emperadores de Roma procedían de una misma dinastía aristocrática. Quizá incluso se enfadara, pensando que Josefo se estaba burlando de Roma y de él, un romano corriente que había ascendido en el ejército. Sin duda era consciente de que el sabio sacerdote diría lo que fuera con tal de salvar el pellejo[26].

En realidad, Josefo había sacado la profecía del Pentateuco, del libro de los Números, que decía que en Israel aparecería un salvador, pero no la había aplicado a un judío, sino a un romano. Cuando un oficial que estaba presente preguntó por qué, si Josefo era tan dado a las profecías, no había previsto que la ciudad caería y él sería capturado, Josefo replicó que lo había previsto. Vespasiano se sintió tan intrigado por el curso de esta extraordinaria conversación que comprobó la veracidad de la profecía de Josefo. Al poco rato llegó un mensajero confirmándola: Jotapat había caído a los cuarenta y dos días, tal y como Josefo había predicho. Es razonable imaginar que Tito y su padre vieran allí una oportunidad. Puede que aquel hombre les fuera útil después de todo. En lo que concernía a Josefo, la apuesta había funcionado. No estaba totalmente a salvo, pero su suerte había vuelto a cambiar. Le dieron regalos, ropas y tuvieron con él toda clase de amabilidades. Aunque todavía era un prisionero, ahora era un valioso talismán.

En cuanto a Vespasiano y Tito, no tardaron en concentrarse otra vez en los asuntos, más pragmáticos, de la guerra. La campaña de terror en Judea y Galilea sólo acababa de comenzar. En Tariquea, ciudad del reino de Agripa, rey-cliente de Roma, murieron 6000 judíos cuando Tito lanzó un espectacular ataque anfibio desde un lago contra el sector sin fortificar. Una vez sometida, Vespasiano separó a los civiles de los insurgentes para no ofender a la población local con ejecuciones masivas y para facilitar a Agripa el mantenimiento de la paz en el futuro. Pero rompió su promesa por consejo de su estado mayor, que temía una sublevación más adelante. «La conveniencia ha de prevalecer sobre la moral convencional», vino a decir[27]. Los judíos liberados fueron reunidos más tarde en un teatro; exterminaron a 1200 ancianos y enfermos. Los 6000 más robustos fueron enviados a Grecia, para trabajar como esclavos en el canal ideado por Nerón para cruzar el istmo de Corinto. A Agripa le devolvieron unos 8500 súbditos y los 30 400 restantes fueron vendidos como esclavos. Los romanos también castigaron la resistencia judía de Gamala pasando a 4000 habitantes por la espada; los 5000 insurgentes restantes ya habían encontrado la muerte arrojándose a un barranco.

Mientras Vespasiano invadía el sur, «liberando» las ciudades costeras mientras avanzaba hacia Judea, Tito se dedicó a limpiar las bolsas de resistencia que quedaban en Galilea. En el último conflicto de la campaña del año 67 había una sorpresa esperando al general romano. Juan de Guiscala había estado reuniendo y entrenando ejércitos de campesinos en los Altos del Golán y en su ciudad natal. Tito aplastó fácilmente a la mayoría, pero cuando se disponía a marchar sobre Guiscala, Juan le suplicó que no atacara la ciudad en sábado y que esperase un día. Tras concederle el breve respiro, Tito sometió la ciudad y descubrió que Juan había desaparecido. Una vez más, el cabecilla rebelde había conseguido escapar en el último momento. Pero esta vez su destino era más previsible: Jerusalén.

De hecho, la ciudad santa era el refugio de todo resistente que escapaba a la muerte o a la esclavitud a manos de las legiones romanas. Su llegada a Jerusalén puso en crisis la dirección de la guerra. La mayoría sólo llevaba consigo malas noticias. Galilea se había perdido, decían, y ahora los romanos se dirigían lenta pero implacablemente hacia el sur. Otros, sin embargo, disentían violentamente. Cuando Juan y su grupo de seguidores llegaron a Jerusalén, difundieron la idea de que se podía derrotar fácilmente a los romanos, de que los judíos aún podían aplastarles[28]. Mientras el choque de opiniones se intensificaba y enfrentaba cada vez más a las facciones judías, un grupo quedó atrapado en el ojo del huracán.

Ananías y las autoridades del Templo, gritaban los líderes nacionalistas en tono de acusación, sólo habían conseguido un fracaso tras otro. ¿Acaso la resistencia judía había sido tan débil y tan inefectiva porque los sacerdotes moderados querían desde el principio rendir la ciudad y toda Judea a Roma? Con el tiempo, la opinión de las facciones extremistas cobró ímpetu; a finales de año se les acabó la paciencia. Los seguidores de Juan encarcelaron primero y mataron después a los moderados. Luego volvieron las armas contra Ananías y la oligarquía religiosa. La facción de Juan los acusó de traidores, los expulsó del Templo y tomó el control de éste y de sus fondos. El recinto religioso no tardó en convertirse en un campo de batalla y en diciembre habían muerto Ananías y otros tres jefes de la oligarquía sacerdotal. Con sus muertes, escribió Josefo, comenzó la caída de Jerusalén[29].

Con el vacío de poder que dejó la muerte de los líderes moderados, la ciudad cayó en manos de facciones nacionalistas rivales que luchaban por la supremacía. Durante el año siguiente se incrementó el número. En 68, mientras el ejército de Vespasiano recorría Judea, Perea e Idumea, el líder campesino Simón ben Gioras y su ejército también huyeron a Jerusalén. Su llegada provocó más conflictos. Informado por desertores de las luchas internas judías, los consejeros de guerra de Vespasiano animaron a su general a avanzar. Dijeron que era el momento de atacar Jerusalén. Una vez más Vespasiano disintió y prefirió evitar un ataque directo a la ciudad santa. Que los judíos se destruyan entre sí, opinaba; con los rebeldes matándose unos a otros y pasándose a Roma, los judíos de Jerusalén estaban haciendo el trabajo de los romanos. Sin embargo, ésta no fue la razón de que en julio de 68 las operaciones romanas en Judea se paralizaran repentinamente.

El suicidio de Nerón puso el gobierno del imperio en la mayor crisis de su historia. Vespasiano sabía que, según la ley, para proseguir la guerra necesitaba ser confirmado en el cargo por el nuevo emperador. Por tanto, mientras elegían al sucesor, suspendió temporalmente la campaña[30]. Pero el cambio que se tramaba era mucho mayor que una simple sustitución de personal. Había en marcha una revolución que empujaría al imperio romano a una salvaje guerra civil. Había dos cuestiones en juego: qué emperador gobernaría y en qué se basarían para nombrarlo. Bajo la primera dinastía del imperio, la Julio-Claudia, la sucesión era hereditaria en la práctica, aunque en principio sólo podía ser confirmada por el Senado y el pueblo. Una extraordinaria revelación ponía en duda este sistema en aquel momento: el poder de nombrar nuevos emperadores no sólo pertenecía a Roma, sino a los ejércitos de las provincias, que abogaban por sus propios generales. «Se había puesto al descubierto un bien guardado secreto del imperio: que al parecer era posible elegir un emperador fuera de Roma»[31].

Desde las fronteras del este, Vespasiano y Tito fueron testigos de una serie de sorprendentes cambios de la fortuna. Como el primer sucesor de Nerón, Servio Sulpicio Galba, se negara a pagar las tradicionales primas a los militares, los ejércitos que lo habían elevado al poder le retiraron el apoyo, y su breve gobierno llegó a su fin. Galba fue decapitado y la Guardia Pretoriana de Roma declaró a Marco Salvio Otón sucesor suyo. Pero la base del poder del nuevo emperador no iba más allá de la metrópoli, y el ejército del Rin no tardó en proclamar a su general Aulo Vitelio. Cuando los ejércitos de Vitelio derrotaron a los de Otón en la batalla de Cremona, Otón se suicidó y Vitelio se convirtió en emperador, pero el gobierno de este aristócrata, como el de los dos hombres que le precedieron, sería de corta duración. Y es que estaba a punto de entrar en la competición un hombre que no era de alta cuna, sino de experiencia militar, un hombre que contaba con un amplio apoyo entre los ejércitos de las provincias orientales.

El 9 de julio de 69 los ejércitos de Judea proclamaron a Vespasiano emperador de Roma. Pronto se les unieron los ejércitos del Danubio. Mientras Vespasiano se hacía con el control de la provincia de Egipto, de vital importancia, dos ejércitos se dirigían a Italia para apoyarle. Uno estaba compuesto por las legiones orientales y encabezado por el gobernador de Siria, Cayo Licinio Muciano; las legiones del Danubio, a las órdenes de Marco Antonio Primo, formaban el otro. Las legiones danubianas llegaron antes a Italia y se dispusieron a enfrentarse a las fuerzas de Vitelio. Una vez más, dos ejércitos romanos se encontraban en Cremona. El enfrentamiento fue horrible y sangriento; vencieron los partidarios de Vespasiano. Pero la matanza de romanos por romanos estaba lejos de haber terminado.

Flavio Sabino, hermano de Vespasiano, encabezó en la capital una insurrección contra las fuerzas de Vitelio antes de que los ejércitos de Antonio y Muciano pudieran unirse a él. El golpe fracasó y Sabino y su facción se refugiaron en el Capitolio. En el ataque subsiguiente, el viejo templo de Júpiter se incendió. El humo hizo salir a Sabino y su facción: Vitelio, que los estaba esperando, los ejecutó rápidamente. La venganza no tardó en llegar. Ya en las puertas de Roma, las legiones que apoyaban a Vespasiano se abrieron paso brutalmente hasta la ciudad y derrotaron al ejército de Vitelio. Grupos de búsqueda removieron cielo y tierra en busca del emperador y lo descubrieron escondido en la casa del guarda de palacio, con la puerta ridículamente atrancada con una cama y un colchón. Lo llevaron a rastras y medio desnudo hasta el Foro, lo torturaron en público, lo decapitaron y lo arrojaron al Tíber[32].

Vespasiano estaba en Egipto cuando recibió la noticia de su victoria, en diciembre de 69. Pero las celebraciones no fueron del todo jubilosas. Su ascenso había sido un despiadado baño de sangre en el que miles de romanos habían perdido la vida. Difícilmente se trataba del glorioso comienzo del principado que quería Vespasiano. Para justificar la toma del poder por la fuerza y unificar a los ciudadanos del imperio bajo su régimen, Vespasiano necesitaba una gran victoria militar y en seguida. Pensó en Judea. Nombró a Tito jefe de los ejércitos y le advirtió que el nombramiento llevaba adjunta una nueva estrategia: la victoria inmediata sobre los judíos, costara lo que costase. El futuro de la nueva dinastía Flavia dependía totalmente de la victoria en Judea[33].

El encargo fue el botón que coronaba la singular trayectoria de Tito. El joven general había ascendido súbitamente de legado de las legiones a hijo y heredero del emperador. Y ahora le daban luz verde para que emprendiera una misión acorde con su nueva posición: atacar Jerusalén, la ciudad que Vespasiano y él habían evitado deliberadamente durante casi tres años. Pero Tito no era el único que reflexionaba sobre su radical cambio de posición. Como Josefo había acertado con su profecía, Vespasiano mandó llamar al prisionero, le soltó las cadenas y lo liberó.

No obstante, aunque recuperó sus derechos, Josefo no tardó en darse cuenta de que seguía estando en la línea de fuego. Para la mentalidad del joven erudito, el ascenso de Vespasiano bien podía ser una prueba de que Dios estaba de parte de los romanos y de que la victoria sobre los judíos estaba cantada, pero Tito no pensaba lo mismo. El nuevo jefe de las fuerzas romanas en Judea necesitaba la ayuda de Josefo para enfrentarse al mayor desafío de su vida.

JERUSALÉN

Tito llegó con su ejército ante las murallas de la ciudad santa en marzo del año 70. Además de las fuerzas auxiliares y las legiones quinta, décima y decimoquinta, Tito había movilizado la legión duodécima, la misma que tan vergonzosamente había sido derrotada por los judíos bajo el mando de Cestio Galo. Ahora los soldados de aquella legión querían venganza. Pero a pesar del despliegue de fuerza que se realizó ante la ciudad, en su interior los grupos rebeldes de Juan de Guiscala, Simón ben Gioras y Eleazar ben Simón (cabecilla de los zelotes) estaban deseosos de lucha y tenían grandes esperanzas. Después de todo, era la primera vez que se veían romanos cerca de la ciudad en casi cuatro años. Galo, se decían, no había podido tomar la ciudad en 66 y, por lo que sabían los jerosolimitanos, los romanos no habían tenido muchas ganas de volver a intentarlo.

De hecho, muchos ciudadanos creían que Jerusalén era imposible de sitiar. Los judíos tenían comida y agua para muchos años, mientras que los romanos no encontrarían provisiones en las colinas de los desiertos y bosques de los alrededores. La gran roca del Templo de Jerusalén también era una fortaleza natural rodeada por una estructura defensiva adicional: tres gigantescas murallas que los habitantes habían reforzado mientras habían durado las vacilaciones romanas. A pesar de haber perdido mucho tiempo en guerras de facciones antes de la llegada de Tito, los judíos habían terminado parte de la muralla norte, aumentando su altura a diez metros.

Pero su máxima esperanza de victoria se basaba en la misma concentración de tropas romanas. Casi la cuarta parte de las fuerzas armadas romanas estaban en Judea, ¿no hipotecaba aquello la seguridad de Roma? ¿No se aprovecharían los enemigos del imperio de la guerra de Judea? ¿No preferirían un tratado de paz para no empeñarse en un conflicto interminable y dejar desprotegidas otras zonas del imperio? Seguro que se veían obligados a conceder a Judea la independencia. Los judíos eran muy conscientes de sus ventajas y cuando Tito envió a Josefo a las murallas para que negociara una propuesta de paz, proclamaron su confianza con una sucinta declaración de intenciones.

Algunos centinelas de las murallas conocían bien a Josefo. Cuando estuvo cerca, no se dirigieron al odiado traidor con palabras, sino con hechos. Una flecha surcó el aire, pasó rozando a Josefo y le dio en el hombro a su viejo amigo Nicanor. Tito respondió montando los campamentos romanos a 400 metros de la primera muralla. Después, tras hacer un reconocimiento del perímetro de la ciudad, localizó los puntos débiles que podían darle acceso a la parte superior de la ciudad, la Fortaleza Antonia y el recinto del Templo. Luego ordenó que recogieran madera y construyeran tres máquinas de asedio. Acercadas a la muralla norte, las torres rodantes, de veintiún metros de altura, protegerían a los soldados de los arietes. Así comenzó el gran asedio de Jerusalén. La detallada historia de Josefo, testigo presencial, la describe minuciosamente[34].

Aunque el ejército de Simón ben Gioras tenía a su disposición la maquinaria romana capturada a Galo, los hombres aún no sabían utilizarla eficazmente. En consecuencia, las unidades romanas pudieron acercarse a las murallas y atacarlas con los arietes. A pesar de los ataques sorpresa de la guerrilla judía, el ariete mayor, al que llamaban Víctor, consiguió abrir un agujero en la muralla. El destacamento romano pasó por él, llegó luchando hasta las puertas, las abrió y obligó a los judíos a abandonar la primera muralla. Cuatro días después, los romanos habían tomado la segunda muralla. Esta vez, sin embargo, Tito cometió un error garrafal.

Los soldados habían avanzado tan aprisa que dejaron prácticamente intacto el sector de la muralla que acababan de agujerear. Cuando los judíos contraatacaron, atraparon a los romanos contra la segunda muralla. Aprovechando la ventaja, los judíos comenzaron a matar a los romanos que querían huir por el estrecho agujero. Los jefes de los rebeldes, Juan y Simón, estaban eufóricos, animados por aquel primer triunfo y deseosos de matar romanos. Pero la alegría no tardó en desaparecer de sus rostros. Tito desplegó rápidamente a sus arqueros en los dos extremos de la calle donde la lucha era más encarnizada. De esta manera contuvo al enemigo mientras los romanos se ponían a salvo. Simón y Juan se preocuparon tan poco por los judíos muertos que durante un tiempo taparon con los cadáveres la brecha de la segunda muralla. A pesar de este truculento obstáculo, la muralla cayó finalmente y los ejércitos de Simón y Juan tuvieron que retirarse una vez más.

Tito se detuvo entonces. Sabía que para trasladar las máquinas de asedio a la tercera muralla y atacar la Fortaleza Antonia y el Templo necesitaba construir grandes plataformas para estabilizarlas. Puede que pensara que el respiro también daría tiempo a los insurgentes para que meditaran sobre la oferta de paz romana y las ventajas de la rendición. Mientras los soldados recogían más madera en lugares cada vez más distantes, la campaña física de las semanas anteriores fue sustituida por una batalla psicológica entre romanos y judíos. Resultó ser igual de feroz.

Tito empezó el juego con una estratagema. Quiso enseñar a Juan y a Simón la aterradora potencia de la maquinaria de guerra romana. Durante cuatro días, el ejército de Tito dio vueltas alrededor de la ciudad y los soldados, armados de punta en blanco, recibieron su paga. Dentro de la ciudad, los judíos estaban cada vez más desmoralizados. El desfile no hacía más que recordarles su debilidad. El hecho era que las raciones de comida se habían despilfarrado con el paso de los años. Las provisiones escaseaban y miles de hombres, mujeres y niños se morían de hambre. Juan y Simón respondieron con el terror a la exhibición de poder de Tito. Las casas de los ricos fueron saqueadas en busca de grano o pan, y los judíos sospechosos de querer huir eran amenazados y ejecutados.

Desesperados por encontrar comida, algunos judíos huyeron secretamente de la ciudad por la noche. Cuando fueron capturados por los romanos, Tito dio un escarmiento con ellos: fueron torturados y crucificados a la vista de los que quedaban en la ciudad. Los soldados, embrutecidos por la guerra, se divirtieron crucificando a los prisioneros en posturas groseras y antinaturales[35]. Como algunos judíos se deprimieran ante semejante espectáculo, Juan y Simón respondieron aumentando la presión psicológica. Obligaron a los que flaqueaban a mirar los cuerpos crucificados y les dijeron que las víctimas brutalmente mutiladas por los romanos no eran prisioneros de guerra, sino suplicantes que habían recurrido a ellos en busca de paz. La guerra para ganarse la voluntad de los atrapados en la ciudad se intensificó. Entonces Tito enseñó su arma secreta.

Josefo fue enviado otra vez a dar vueltas alrededor de la ciudad, gritando propuestas de paz a los centinelas y pidiendo su rendición. Salvad vuestras vidas y las de vuestro pueblo; salvad vuestro país y vuestro templo, gritaba. ¿No estaba claro que Dios no vivía ya en Judea, sino en Italia? Los romanos eran invencibles. Eran los amos del mundo y someter grandes naciones era algo habitual para ellos. Ahora que Judea era una provincia oficial de Roma, era demasiado tarde para luchar: «… tratar de liberarse del yugo no era demostrar amor por la libertad, sino un enfermizo deseo de morir»[36]. Sus llamadas, sin embargo, sólo encontraron una respuesta: abucheos, insultos y piedras.

Diecisiete días después de la suspensión del asedio, las plataformas estaban terminadas. Toda la maquinaria de guerra romana estaba a punto de caer sobre la tercera muralla. ¿Quién podía dudar de la victoria romana? Juan de Guiscala tenía dudas. Durante el alto el fuego había ideado un plan y lo había puesto en marcha. Él y sus seguidores habían trabajado día y noche y abierto un túnel para llegar donde estaban las inmensas plataformas. Mientras cavaban, apuntalaban el túnel con maderos. Convencidos de que el ingenio judío podía vencer a la potencia romana, Juan consiguió llegar debajo de una plataforma y vació completamente el subsuelo. Amontonó astillas, las roció con brea y betún, les prendió fuego y huyó.

Al arder los puntales del túnel, el terreno cedió de repente. La inmensa plataforma, con los hombres y máquinas situados encima, se hundió aparatosamente y con ella varias semanas de trabajo intensivo. Inspirado por el ejemplo de Juan, Simón organizó un ataque suicida contra las otras plataformas. Con antorchas en la mano, los judíos «salieron corriendo como si fueran al encuentro de amigos, no de enemigos» y trataron de incendiar las otras máquinas y los arietes. Mientras los romanos corrían para salvar las preciadas plataformas y apagar el fuego, muchos judíos, con desprecio de su propia vida, se lanzaron a la lucha y se sacrificaron para avivar las llamas[37].

Tras evaluar los daños, los romanos tuvieron un momento de desaliento. Tito sabía que cuanto más lentos fueran sus progresos menos gloriosa sería la victoria. La reputación se ganaba con la rapidez tanto como con el triunfo. Bajo aquella presión convocó una junta de generales. Algunos pidieron un ataque completo y el despliegue de todas las fuerzas, pero Tito se negó. Claro que reconstruir las plataformas tampoco era una opción. La escasez de madera en la región requería desplazamientos de quince kilómetros y era imposible prever los ataques de la guerrilla judía. Había llegado el momento de adoptar una táctica diferente, que fuera segura para sus hombres y rápida: matar de hambre a los judíos hasta que rindieran la ciudad.

Con la grandiosidad propia de los caudillos romanos del mundo antiguo, Tito ordenó que construyeran una muralla alrededor de Jerusalén. Era una forma de cerrarla herméticamente, para que nadie pudiera salir a buscar alimentos. Las estadísticas de la operación son asombrosas: en tres días las legiones construyeron una muralla circular de siete kilómetros, articulada por trece plazas fuertes. Las cosas pequeñas, dijo Tito, estaban por debajo de la dignidad romana. Las legiones y las cohortes competían por la excelencia y rapidez de ejecución de esta obra colosal. Cuando Tito inspeccionaba las obras a caballo, veía que «el soldado raso trataba de complacer a su decurión, el decurión a su centurión, el centurión a su tribuno; los tribunos buscaban las alabanzas de los generales; y de la rivalidad entre los generales, el propio Tito fue juez»[38]. El plan era que, cuando el asedio hubiera debilitado lo bastante a la resistencia judía, se reconstruirían las plataformas y se iniciaría de nuevo el ataque. Según la truculenta versión de Josefo, el caudillo romano cosechó su sombrío fruto muy pronto.

Se decía que una mujer hambrienta se había comido a su propio hijo, las calles de Jerusalén estaban llenas de muertos y los tejados de las casas, a la vista de los romanos, estaban sembrados de hombres y mujeres, demasiado débiles incluso para tenerse en pie.

Cuando los romanos tentaron a los judíos enseñándoles comida, Simón y Juan se mostraron tan convencidos de que había que seguir luchando que algunos de sus subordinados más cercanos se apartaron de ellos. Cuando el jefe de una torre, llamado Judas, reunió a diez personas y gritó a los romanos que querían desertar, Simón irrumpió en la torre antes de que pudieran hacer nada y ejecutó a todos. Otros, fingiendo que se lanzaban a la batalla, escapaban a centenares y se entregaban a los romanos; entonces descubrían que la comida era más mortal que el hambre que habían pasado. En lugar de comer poco a poco, para acostumbrar el aparato digestivo, comieron hasta reventar, literalmente.

Entre las personas atrapadas en el horror del asedio, había dos por quienes Josefo estaba preocupado: su madre y su padre. Se había enterado de que estaban vivos, pero prisioneros. Quizá pensando en ellos, Josefo se acercó a las murallas para suplicar de nuevo a los judíos que se rindieran. Esta vez los rebeldes dieron en el blanco. Josefo recibió una pedrada en la cabeza y cayó inconsciente. Se celebró una carrera para ver quién se hacía con el cuerpo más deseado por los judíos. Los romanos llegaron antes y rescataron a su negociador.

Tardaron veinte días en reunir más madera para reconstruir las plataformas. El terreno que les rodeaba reflejaba la desoladora obra: no había más que polvo, hierba y los tristes tocones de los árboles talados. Mientras los romanos hacían acopio de todas sus energías, los ejércitos de Juan y Simón sacaban fuerzas de flaqueza. Parecían levantarse como fantasmas, rabiando de hambre y fatiga, peleándose entre sí, organizando un ataque tras otro para desbaratar los preparativos romanos. Aunque las operaciones guerrilleras fracasaban a menudo, el hecho de que persistieran daba a los judíos una victoria moral.

Los romanos no tardaron en atacar la tercera muralla. Protegidos por escudos del diluvio de piedras y flechas, los soldados seguían adelante con arietes, manos y palancas para aflojar los sillares de la muralla y abrir un boquete. Pero lo que les permitió entrar no fue su esfuerzo, sino el túnel abierto por Juan. Así como había permitido a los judíos salir para destruir las plataformas, ahora permitió entrar a los romanos: el túnel se hundió y con él la muralla, cuyos sillares se vinieron abajo. Tito ordenó a sus legionarios más fuertes que aprovecharan inmediatamente la ventaja. A las dos de la madrugada, una unidad avanzó por el túnel inutilizado y se encontró con los ejércitos de Juan y Simón, que les esperaban. En aquel pequeño espacio, los romanos atacaban mecánicamente con sus cortas espadas, sin apenas saber si mataban a romanos o judíos ni si avanzaban o retrocedían. El suelo estaba sembrado de cadáveres y los gritos y gemidos resonaban en el pequeño y fétido espacio. Finalmente, la infantería romana se abrió camino, obligando a los judíos a retirarse a la parte más sagrada de la ciudad, el recinto del Templo.

Tito ya era dueño de la Fortaleza Antonia, que sostenía la columnata del complejo, y ordenó que la destruyeran hasta los cimientos, para abrir una puerta amplia y allanar la subida de las cuatro legiones romanas. Pero antes de dar la señal, Tito hizo una última oferta a los rebeldes. Recurrió de nuevo a Josefo, que se puso a la vista de los judíos guarnecidos en el Templo y, hablando en arameo, se dirigió a Juan. Ríndete, salva al pueblo y a la ciudad, le dijo, y Roma te perdonará. Era su última oportunidad. Si insistía en luchar y profanar el Templo, Dios le castigaría. Juan lanzó un torrente de insultos sobre el renegado Josefo. Picado, el joven sacerdote y erudito desistió. Ahogado por la emoción, gritó: «Es Dios, el mismo Dios el que trae con los romanos el fuego para purgar el Templo y limpiar una ciudad que nunca había estado tan llena de corrupción»[39]. Con estas palabras, se abrió el infierno.

El Templo era la parte de la ciudad mejor construida. Los romanos habían martilleado los muros del palacio exterior durante seis días, pero no habían conseguido nada. Finalmente prendieron fuego a las puertas de plata y, mientras el metal se derretía, los romanos incendiaron la columnata poco a poco y consiguieron entrar. Cuando se acercaban al patio interior y al santuario, se desató una acalorada discusión entre Tito y sus oficiales: ¿qué hacían con el templo? Unos decían que había que destruirlo. Si seguía en pie, nunca habría paz en la provincia romana de Judea. El Templo sería un símbolo en el que se reunirían todos los judíos del mundo. Otros disentían. Debían conservarlo, decían, pero sólo si los judíos no intentaban defenderse en su interior, pues en tal caso dejaría de ser un lugar sagrado para convertirse en fortaleza militar. Tito escuchó todas las opiniones, pero quizá fuese Josefo el que más influyó en su decisión final. Tito dijo que el Templo era una obra de arte. Perdonándola legaría un glorioso ornamento al emperador y al pueblo romano[40].

A mediados de julio de 70, unos tres meses después del comienzo de la campaña de Tito, la batalla por el patio exterior del Templo estaba en su momento más difícil. La infantería pesada de ambos ejércitos se acometía y peleaba bajo una lluvia de flechas, lanzas y proyectiles de todo tipo. Poco a poco, las filas romanas, de ocho en fondo, empujaron a los judíos al patio interior. Al cabo de unos días, el ejército judío se desintegró y dispersó, y los romanos irrumpieron en el patio interior. Estaban furiosos y deseosos de venganza. Llevaban casi cuatro penosos años de campaña y desfogaron el odio salvaje que albergaban contra el enemigo. Se colaban por todos los vanos y ya no diferenciaban entre soldados y civiles. Todos eran ejecutados indiscriminadamente. La escalinata del Templo chorreaba sangre. Los cadáveres se amontonaron delante de ella y cerca del altar, y los que estaban arriba resbalaban a veces hasta el fondo. Pero la matanza no había terminado.

En medio del caos, un soldado romano cogió una antorcha y la lanzó por un ventanuco del Templo. No tardó en arder el edificio. Un mensajero llevó la noticia a Tito. El general se levantó de un salto y, con su guardia jadeando tras él, se dirigió hacia el santuario. Una vez dentro, vio que el fuego podía apagarse. Gritó a los soldados que lo apagaran, pero nadie le hacía caso. Estaban demasiado sedientos de botín, deseosos de recibir lo que merecían. La matanza de judíos había dejado paso al saqueo masivo. Corriendo entre las llamas, los soldados cogían los tesoros del Templo y se llevaban todo lo que caía en sus manos. Copas y aguamaniles antiguos de oro puro, cortinas y ornamentos enjoyados y, lo más precioso de todo, el santo candelabro de los siete brazos, la mesa de los doce panes y las trompetas rituales, todo cayó en las sucias manos de los soldados romanos. El sanctasanctórum del Templo, el eje simbólico de la fe judía, fue saqueado y pasto de las llamas.

El saqueo no se limitó al Templo. En una parte de la columnata del patio exterior estaba la cámara donde los judíos habían guardado todo su oro y sus posesiones preciosas durante el asedio. Los romanos limpiaron el lugar antes de incendiarlo. Casualmente, se había reunido allí una multitud de 6000 civiles, hombres, mujeres y niños, creyendo que Dios los salvaría. Según Josefo, los falsos profetas que habían propalado el rumor obedecían instrucciones de Juan y Simón, que les habían dicho que difundieran esta profecía porque querían evitar deserciones y así elevar la moral durante la lucha por el Templo. Todos los civiles estaban indefensos, atrapados por las llamas, y se enfrentaban a una muerte segura.

La rebelión había sido aplastada. Los insurgentes que habían luchado en el patio interior cruzaron el cerco y huyeron a la zona alta de la ciudad. Las unidades de soldados romanos saltaron torpemente sobre los cadáveres que cubrían el suelo del patio exterior y les persiguieron tratando de cazarlos. Pero Juan y Simón se las arreglaron para escapar. Como prueba de la supremacía romana, llevaron estandartes imperiales al Templo y los plantaron delante de la puerta oriental. Se ofrecieron sacrificios al emperador y Tito fue saludado con un grito unánime. Mientras la ciudad ardía, se oía exclamar: «¡Vencedor! ¡Vencedor!». Los soldados iban tan cargados de botín que cuando más tarde cambiaron el oro por dinero, saturaron el mercado y el valor del oro en Siria bajó a la mitad[41].

En la parte alta de la ciudad Juan, Simón y los judíos supervivientes quedaron atrapados por el cerco romano. Incapaces de escapar de Jerusalén, no les quedó más remedio que negociar con Tito. Muchos de sus seguidores, desanimados ya, confiaban en ser perdonados. Los más extremistas preferían abandonar la ciudad a los romanos y vivir pacíficamente en el desierto, con el resto de supervivientes. Tito se puso furioso. Habían sido derrotados y allí estaban, pidiendo la paz con el mayor descaro, como si hubieran resultado vencedores. Situándose en un muro que unía el Templo con la parte alta de la ciudad, Tito mantuvo la compostura mientras hablaba con Juan y Simón. Reprendió a los judíos por su ingratitud hacia Roma, hacia la autoridad que gobernaba Judea.

Os levantasteis contra Roma por culpa de la bondad romana. Primero os dimos la tierra para que tuvierais reyes de vuestra propia raza; luego mantuvimos las leyes de vuestros padres y os permitimos conservar el control de vuestros asuntos internos y externos; os permitimos recaudar impuestos para Dios y recoger ofrendas, y no desanimamos ni estorbamos a quienes las hacían, ¡os enriquecisteis a nuestra costa para hacernos la guerra! A pesar de gozar de tales ventajas, arrojasteis vuestra abundancia a la cabeza de quien os las había proporcionado, y semejantes a animales, mordisteis la mano que os daba de comer […] [Vespasiano] saqueó Galilea y los territorios adyacentes, dándoos tiempo para que recuperarais el sentido común. Pero tomasteis la generosidad por debilidad y nuestra amabilidad sólo sirvió para aumentar vuestra audacia […] Muy a mi pesar, traje máquinas para romper vuestras murallas. Contuve a mis soldados, siempre sedientos de vuestra sangre. Tras cada victoria, como si fuera una derrota, os convoqué para firmar un armisticio. ¿Y después de todo esto, vosotros, gente despreciable, me invitáis ahora a conferenciar?[42]

Los judíos habían roto la pax romana. A pesar de todo, Tito hizo una oferta final: si los supervivientes se rendían ahora, al menos salvarían la vida. Cuando Juan y Simón reiteraron desafiantes sus deseos, Tito entregó la ciudad a sus soldados. La orden fue saquear, quemar y arrasar.

EPÍLOGO

Durante los días siguientes, los principales edificios de Jerusalén, incluida la Cámara del Consejo, fueron destruidos, los tesoros repartidos y los supervivientes del terror romano acorralados en una parte del Templo conocida como Patio de las Mujeres. Los viejos y enfermos fueron exterminados, y miles de insurgentes ejecutados, llegando a sumar el total de muertos durante el asedio un millón cien mil personas, según Josefo. El resto, unas 97 000, fueron vendidas en los mercados de esclavos. Los jóvenes fueron enviados a trabajos forzados en Egipto, o convertidos en pasto de gladiadores y animales de los circos de todo el imperio. Pero los rebeldes más altos y apuestos se reservaron para el desfile triunfal en Roma. Tras esconderse en las cloacas durante semanas, Juan y Simón finalmente se rindieron y fueron a parar a este grupo.

En la capital del imperio, el emperador Vespasiano recibió a Tito, ante la desbordante alegría de las multitudes romanas, que salieron a la calle para ver al victorioso general. En la comitiva imperial iba Josefo. Pronto sería recompensado con la ciudadanía romana, una bonita pensión y alojamiento en la casa en la que Vespasiano había vivido antes de ser emperador. Allí se pondría a escribir su historia de la guerra judía. Pocos días después de la llegada de Tito, padre e hijo también tuvieron su recompensa: un magnífico desfile triunfal.

Coronados de laurel y con la túnica púrpura con estrellas de plata de los vencedores, marcharon en el centro de un cortejo espectacular. Primero se detuvieron en el pórtico de la hermana de Augusto, Octavia, donde los senadores y équites les esperaban y donde se había levantado un estrado. Vespasiano subió a él y acalló los estruendosos gritos de los soldados y miembros del pueblo, todos vestidos con sus mejores galas. Con la toga en la cabeza, a la manera de los sacerdotes, ofreció plegarias a los dioses.

El desfile continuó. Además de los miles de esclavos cautivos, había grandes carrozas de oro y marfil, algunas de dos y tres pisos de altura, con representaciones de escenas de la guerra de Judea, para que toda Roma las conociera, como si el pueblo hubiera estado allí personalmente y participara con todo derecho de la victoria romana. Las multitudes se quedaron boquiabiertas al ver los despojos. Era como si un exquisito río de oro y plata fluyera por Roma. En un lugar más destacado iban los tesoros del Templo y un rollo de la Torá, la ley judía.

El desfile se dirigió entonces al Capitolio, el templo de Júpiter en el Capitolino. Probablemente estaría en ruinas desde el año anterior, a consecuencia de la violencia desatada antes de que las fuerzas de Vespasiano entraran en Roma y acabaran con la guerra civil. El desfile se detuvo y esperó noticias del Foro. Allí, según la costumbre romana, sacaron a Simón ben Gioras de la prisión Mamertina, que estaba en el ángulo noroeste, y fue apaleado y ejecutado. La sentencia de Juan de Guiscala había sido menos severa. Fue condenado a trabajos forzados y cautividad durante el resto de su vida. Vespasiano se enteró de la muerte de Simón en el Capitolio, se ofrecieron sacrificios y se celebró un banquete popular, con abundancia de todo.

La máquina imperial de relaciones públicas no se detuvo aquí. La nueva dinastía de los Flavios tenía que fundarse y legitimizarse también en piedra. Los beneficios de la guerra de Judea se invirtieron en la construcción del Coliseo. Erigido en parte con dinero conseguido por la venta de esclavos judíos, fue terminado por Tito, tras la muerte de Vespasiano, en el año 80, y es uno de los más duraderos símbolos del poder romano. Vespasiano, además, reconstruyó la zona que rodeaba el Capitolino con un glorioso templo y un foro. El mensaje que se lanzaba a los judíos, y, por supuesto, a todos los rebeldes del imperio, no podía ser más claro: destruimos vuestros lugares más sagrados, decía, y ahora podéis pagar para la reconstrucción de los nuestros. El emperador dedicó su templo a la paz. Finalmente, cuando Tito también falleció tras un breve y popular reinado de dos años, su hermano, el emperador Domiciano, construyó el Arco de Tito en su honor. El recuerdo de la afrenta romana a la independencia judía ha permanecido vivo hasta la actualidad.

En Judea, las operaciones romanas de limpieza siguieron hasta más o menos el año 74. Ninguna de las fortalezas rebeldes que seguían en pie suponía una amenaza real para Roma, pero aun así Vespasiano ordenó que fueran arrasadas. El conflicto más dramático fue el de Masada. Allí, un grupo de judíos conocidos como «sicarios», encabezados por Eleazar ben Yair, se refugió en la fortaleza, construida sobre una espectacular mesa rocosa. Resistieron durante años, hasta que los romanos construyeron una inmensa rampa de asedio que les daba acceso por la empinada ladera hasta la cima. Pero cuando los soldados llegaron a la fortaleza, descubrieron que los 966 rebeldes habían preferido suicidarse en masa a ser esclavos de Roma. Sólo vivieron para contarlo una mujer y sus cinco hijos. La determinación de Vespasiano de acabar totalmente con la resistencia judía ha vuelto a la actualidad gracias al descubrimiento de los extraordinarios restos arqueológicos de las operaciones romanas en Masada.

Cuando por fin terminó la guerra, se elevó la categoría del gobierno romano de Judea. Se estableció una guarnición permanente y la arrasada provincia pasó a ser responsabilidad de un legado del emperador. Jerusalén no volvió a ser ciudad civil durante sesenta años. Con el tiempo, los rabinos establecieron nuevas formas de culto sin el Templo. La situación empeoró más si cabe con el emperador Adriano. Planeó fundar una colonia romana, Aelia Capitolina, en el área de Jerusalén, y tuvo que reprimir una segunda rebelión, y en 135, según fuentes cristianas, los judíos fueron expulsados permanentemente de la ciudad santa.

Pero por entonces el imperio romano florecía en una gloriosa y pacífica edad de oro.

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