Rockabilly

Rockabilly


Babyface

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Bones y yo nos escondemos detrás de los arbustos. Descanso la cabeza sobre su lomo. Entre las hojas podemos ver la silueta de Rockabilly. Bones está nervioso, siento como sus músculos tiritan bajo el pelaje.

Quieto, amigo, quieto.

Le acaricio el vientre y se calma un poco.

Rockabilly parece una máquina, su cuerpo se dobla y se endereza como una pala mecánica. La tierra sale lanzada y vuela por los aires hasta chocar contra la pared de su casa. El pozo ya le llega a la cintura y Ella resplandece bajo el sudor de su espalda. Entierro distraídamente el dedo en la base húmeda de los arbustos, como si replicara el acto de Rockabilly, pero en miniatura, hundiendo las uñas en la tierra, escarbando entre las raíces, los pedacitos de hoja, lombrices y caracoles desalojados. Sigo hasta sepultar la mano entera. Bones acerca el hocico y olfatea el pequeño cráter de mi creación. Se entusiasma, me hace a un lado y empieza a cavar. Preocupado, miro a Rockabilly, pero no parece advertir nuestra presencia, está completamente absorto. Bones amplía lo que yo había comenzado hasta crear un hoyo del tamaño de su cabeza. De pronto se detiene y me clava una mirada certera. Un gruñido se enrosca en su pecho, se da vuelta y sale corriendo. Por alguna razón sé que va a regresar.

Veo que la luz del dormitorio de Suicide Girl está encendida. En el camino de vuelta del Wal-Mart, escuchamos canciones de los Carpenters, nos bajamos de la van en la esquina de mi casa y se fue sin despedirse. Ahora no puedo dejar de pensar en ella, conocerla agravó el problema, la manera en que me miraba, sin importarle mi deformidad, como si mi infantilismo mórbido le provocara lascivia, las cosas que me dijo, su look de

pin-up precoz. Tengo que volver a verla. Abandono mi puesto, y agachado, me acerco a la ventana iluminada. Al asomarme, veo a Suicide Girl tirada sobre la cama, su cuerpo desplegado, dormida. Me ajusto la bata. No pienso, ni intento controlarme, simplemente actúo. La ventana está sin seguro, la deslizo y entro al cuarto rosado. Está desordenado, ropa tirada por todos lados, vidrio y tierra sobre la alfombra. Me quedo ahí, parado al lado de su cama, observando como duerme. Su pecho se alza con cada respiro, el costado izquierdo de su camisón está mojado, la tela se le pega al cuerpo. Escucho el zumbido de una mosca, circula sobre su pie. Tiene una herida, está envuelta, pero la sangre se filtra por el algodón. Me siento sobre la alfombra, cerca de su pie, y descanso la cabeza en la esquina del colchón. Mis manos actúan solas, desatan la toallita higiénica y desnudan el pie. El corte es largo, sigue abierto, sigue sangrando. Inserto el índice, el cuerpo de Suicide Girl se estremece, se le agita la respiración, pero no se despierta. Mientras mi dedo se pierde en la herida, me siento abyecto, una abominación. Me desconozco. Quiero controlarlo, pero no puedo. Las lágrimas se desbordan, siento como el llanto sube por mi garganta, trato de contenerlo, suprimirlo en el fondo de mi estómago, pero solo logro atenuarlo. Mi rostro se ruboriza y se contorsiona, mis ojos se achinan, mi boca se estira. Me tapo los labios, pero el chillido se filtra entre mis dedos, es un alarido sordo, un llanto de recién nacido.

Suicide Girl sigue dormida. Mi dedo hurga en la herida.

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