Robin Hood

Robin Hood


XVII

Página 19 de 23

XVII

—¡Maude, Maude, miss Maude! —gritaba una voz alegre persiguiendo a la joven que se paseaba sola y pensativa por los jardines de Gamwell—. Maude, gentil Maude —repitió la voz con tierna impaciencia—, ¿dónde estáis?

—Aquí, William —dijo miss Lindsay acercándose con apresurado agrado hacia el joven.

—Soy feliz al encontraros, Maude —gritó Will con alegría.

—¿Tenéis intención de preparar el camino para ir mañana de caza?

—No, Maude, no vamos al bosque con esa pacífica intención, vamos… ¡Oh, lo olvidaba!… No debo hablar de esto a nadie. Sin embargo voy a hacer una cosa cuyo resultado puede ser que me rompa una pierna… Digo locuras, Maude, no me escuchéis. He venido para desearos una feliz noche, y deciros adiós…

—¡Adiós, Will! ¿Qué significa esto? ¿Vais a emprender una peligrosa expedición?

—Si así fuera, con un arco y un bastón sólidamente agarrado a una mano firme, la victoria sería fácil. Pero, silencio… todas mis palabras están de más, no dicen nada.

—Me engañáis, William, queréis hacerme misteriosa vuestra salida nocturna.

—La prudencia lo exige, querida Maude; una palabra de más podría ser peligrosa. Los soldados… ¡Oh, estoy loco… loco de amor por vos, Maude! He aquí la verdad: Pequeño Juan, Robín y yo vamos a recorrer el bosque. Antes de partir quise despedirme, despedirme tiernamente, pues quizá no vuelva a tener la dicha de… Digo chiquilladas, Maude, sí, chiquilladas. Vine a deciros adiós porque me es imposible alejarme del «hall» sin estrecharos las manos; esto es cierto, Maude, completamente cierto, os lo aseguro.

—¿Me amáis de verdad, Will?

—¿Qué tengo que hacer para probároslo? ¿Qué hay que hacer?, decídmelo… Deseo demostraros que os amo con todo mi corazón, con toda mi alma, con todas mis fuerzas, deseo demostrároslo porque aún no lo sabéis.

—William, William, ¿dónde estás? —dijo de pronto una voz fuerte y sonora.

—Me llaman, Maude, adiós. Que la Virgen María vele por vos, ¡que su divina protección os preserve de todo mal! Sed feliz, Maude; pero si no me volvéis a ver, si no regreso, pensad de vez en cuando en el pobre Will, pensad en el que os ama y os amará siempre.

Al terminar estas palabras, murmuradas con la voz entrecortada por las lágrimas, el joven cogió a Maude por el talle, estrechó contra su corazón a la palpitante joven, la besó apasionadamente y se alejó sin volver la cabeza, sin contestar a la dulce voz que intentaba retenerle.

Una veintena de robustos vasallos armados con lanzas, espadas, arcos y flechas, rodeaban, a distancia respetuosa, a un grupo de hombres compuesto por los hijos de sir Guy de Gamwell, por Pequeño Juan, su sobrino, y por Gilbert Head.

—Mucho me extraña que Robín se haga esperar —decía el anciano a sus jóvenes compañeros—; no está entre las costumbres de mi hijo el ser perezoso.

—Paciencia, maese Gilbert —respondió Pequeño Juan irguiéndose cuan alto era para echar una ojeada—; Robín no es el único que falta, mi primo Will también se hace de rogar. No creo que retrasen la salida tres o cuatro minutos sin motivo.

—¡Aquí están! —gritó uno de los hombres.

Will y Robín se acercaron rápidamente.

—¡Partamos! —gritó Gilbert—. Pequeño Juan —añadió volviéndose hacia el joven—, ¿conocen vuestros amigos el objetivo de nuestra expedición?

—Sí, Gilbert, juraron seguiros con valor y serviros con fidelidad.

—¿Puedo contar entonces, con toda confianza, con su apoyo?

—Con total confianza.

—Muy bien. Algo más: a fin de llegar a Nottingham por el camino más corto, nuestros enemigos atravesarán Mansfield, se internarán por el gran camino que corta en dos el bosque de Sherwood, y alcanzarán una encrucijada junto a la cual nos emboscaremos… No tengo nada más que decir. Pequeño Juan, ¿conoces mis planes?

—¡Perfectamente! ¡Muchachos! —gritó Pequeño Juan a una señal del anciano—, ¿tendréis el valor de hundir vuestros dientes sajones en el cuerpo de esos lobos normandos? ¿Tendréis el valor de vencer o morir?

Un sí enérgico respondió a la doble pregunta.

—¡Pues bien, adelante, mis valientes!…

—¡Hurra! ¡A la guerra! —exclamó Will siguiendo con Robín a la belicosa tropa.

Y el eco del sombrío bosque repitió:

—¡Hurra… hurra… hurra!

Cuando la tropa alcanzó el lugar designado por Gilbert como ideal para una emboscada, el anciano colocó a sus hombres, dio a cada uno nuevas y breves explicaciones, ordenó un profundo silencio y fue a colocarse tras un tronco de árbol a pocos pasos de Pequeño Juan, cuyas orejas estaban ya al acecho.

Lo único que turbaba la calma de la noche era el grito de un pájaro que se despertaba, el canto melodioso de un ruiseñor, los suspiros de la brisa entre las hojas; pero a estos diversos murmullos pronto vino a unirse un ruido de pasos aún lejano, un ruido casi imperceptible y que sólo el oído de los hombres del bosque podía distinguir de los armoniosos rumores de las plantas, del viento, de la voz de los pájaros y del roce de las hojas.

—Es un hombre a caballo —dijo Robín a media voz—, creo reconocer el paso corto y rápido de un pony de nuestro país.

—Tienes razón —respondió Pequeño Juan en el mismo tono—; el que llega es un amigo o un viajero inofensivo.

—Cuidado a pesar de todo.

—¡Cuidado! —se repitieron los hombres unos a otros.

La persona que excitaba de esta suerte la inquieta curiosidad de la tropa continuaba alegremente su camino; cantaba con fuerte voz una balada compuesta en su honor y sin duda alguna por ella misma.

—¡Maldito seas! —gritó de improviso el cantante dirigiendo a su caballo la amable frase—. ¿Qué pasa, bestia desganada? ¿Cómo es que cuando torrentes de armonía se escapan de mis labios no permaneces silenciosa, arrebatada, encantada?

—¿Por qué razón hablas así, amigo mío? —dijo Pequeño Juan, que, silenciosamente, salió de su escondite y sujetó las bridas del caballo.

Algo sobresaltado, el desconocido dijo:

—Antes de contestar quisiera saber el nombre del que detiene a un hombre apacible e inofensivo, el nombre del que suma a este método de bandolero la impudicia de llamar amigo suyo a un hombre que es muy superior a él —añadió orgullosamente el extraño.

—Sabed, señor clérigo de Copmanhurst, pues el ruidoso griterío de vuestros cantos me reveló vuestro nombre, que habéis sido detenido, no por un bandolero, sino por un hombre difícil de intimidar y que está por encima de vos a una altura igual que la que os da por un momento vuestro caballo —respondió fríamente el sobrino de sir Guy.

—Sabed, sir perro del bosque, pues la grosería de vuestros modales me revela vuestro nombre, que preguntáis a un hombre poco acostumbrado a responder a las preguntas inoportunas, a un hombre que os apaleará si no soltáis inmediatamente las bridas de su caballo.

—La fuerza se os va por la boca —contestó el joven en tono burlón—, y responderé a vuestras amenazas presentándoos a un joven guardabosque que os hará pedir gracia con vuestro propio bastón.

—¡Hacerme pedir gracia con mi propio bastón! —gritó el extraño con furia—; sería raro si no imposible. Traedme, traedme enseguida a vuestro amigo.

Y vociferando estas palabras, el viajero bajó de su caballo. Al ver al forastero, Robín cogió del brazo a Pequeño Juan y le dijo en voz baja:

—¿No reconocéis a ese viajero? Es Tuck, el monje.

—¡Bah! ¿De verdad?

—Sí, pero no digáis nada, deseo desde hace tiempo medirme con el bastón con ese valiente de Gilles, y como el claroscuro de la noche me oculta, voy a aprovechar este extraño encuentro.

Las elegantes y afeminadas formas de Robín pusieron una sonrisa burlona en los labios del extraño.

—Muchacho —dijo riéndose—, ¿estás seguro de tener duro el cráneo y de poder soportar sin morir la lluvia de golpes que merece tu impudicia?

—Mi cráneo es sólido, aunque no tiene el espesor del vuestro, sir desconocido —contestó el joven hablando el dialecto de Yorkshire para disimular su voz—; sin embargo, resistirá vuestros golpes si tenéis la destreza de tocarlo, destreza que pongo en duda con tanta audacia como fanfarronería prodigáis al proclamarlo.

—Vamos a verte en acción, urraca descarada. Ya basta de palabras, ¡en guardia!

Con la intención de asustar a su joven adversario, Tuck dio con el bastón un terrorífico molinete y pareció querer dirigir su primer golpe a las piernas de Robín; pero el muchacho, demasiado hábil para desconocer las verdaderas intenciones del monje, detuvo el bastón en el momento en que, guiado por segura mano, iba a golpearle la cabeza. Luego, no contento con esta hábil parada, asestó a los hombros, los riñones y la cabeza de Tuck una serie de golpes tan violenta y metódicamente aplicada, que el monje, atontado, molido, con los ojos cegados, pidió, no gracia, sino una suspensión de armas.

—Manejáis bien el bastón, joven amigo —dijo con voz jadeante intentando disimular el cansancio—, veo que los golpes rebotan en vuestros flexibles miembros sin herirlos.

—Rebotan porque los paro, señor —contestó alegremente Robín—; pero hasta ahora no conozco el contacto de vuestro bastón.

—Es vuestro orgullo el que habla, joven, pues con toda seguridad os he tocado más de una vez.

—¿Habéis olvidado, monje Tuck, que ese mismo orgullo me prohibió siempre mentir? —respondió Robín hablando con su propia voz.

—¿Quién sois? —gritó el monje.

—Mirad mi rostro.

—¡Oh! ¡Por san Benito, nuestro bienaventurado patrón! Es Robín Hood, el hábil arquero.

—En persona, alegre Tuck.

—Alegre Tuck, alegre Tuck, sí, pero antes de que me arrebataseis a mi pequeña amante, la preciosa Maude Lindsay.

Apenas había terminado estas palabras cuando una mano de hierro se aferró con violencia al brazo de Robín y una voz furiosa murmuró:

—¿Es verdad lo que dice ese monje?

Robín volvió la cabeza y vio, pálida, con los labios temblorosos y los ojos inyectados en sangre, la cara descompuesta de Will.

—Silencio, William —contestó con suavidad Robín—, silencio, contestaré inmediatamente a tu pregunta. Mi querido Tuck —prosiguió—, yo no me llevé a la que tan ligeramente llamáis vuestra amante. Miss Maude, como mujer digna y honrada, ha rechazado un amor que no podía compartir. Su salida del castillo de Nottingham no fue una falta, sino el cumplimiento de un deber: acompañaba a su señora, lady Christabel Fitz-Alwine.

—Yo no hice votos monásticos, Robín —contestó el monje a manera de excusa—, y hubiese podido dar mi nombre a miss Lindsay. Si la caprichosa niña rechazó mi amor, debo culpar de ello a vuestra bonita cara, o bien a la inconstancia de corazón que es natural en las mujeres.

—¡Vaya! Monje Tuck —gritó Robín—, calumniar a las mujeres es una infamia. ¡Ni una palabra más! Miss Maude es huérfana, miss Maude es desdichada, miss Maude tiene derecho al respeto de todos.

—¿Murió Hubert Lindsay? —exclamó con tristeza Tuck—. ¡Dios haya acogido su alma!

—Sí, Tuck, muerto. Han ocurrido muchas cosas extrañas; os contaré todo esto más tarde. Aguardando la posibilidad de una larga conversación, ocupémonos del motivo que ha causado nuestro encuentro. Vuestra colaboración nos es necesaria.

—¿En qué? —preguntó Gilles.

—Os lo explicaré lo más brevemente posible. El barón Fitz-Alwine hizo quemar por sus esbirros la casa de mi padre, como ya sabéis; mi madre fue muerta durante el incendio, y Gilbert quiere vengar su muerte. Esperamos aquí al barón; regresa del extranjero y va a Nottingham. Nuestra intención es entrar por sorpresa en el interior del castillo. Si tenéis ganas de dar unos buenos golpes, ahí tenéis la ocasión.

—¡Bravo! Nunca rechazo un placer. Pero no esperéis que piense triunfar, pues nuestro ejército no es fuerte si no está compuesto más que por esos dos hermosos muchachos, vos y yo.

—Mi padre y un grupo de vigorosos hombres del bosque están emboscados a veinte pasos de nosotros.

—¡Entonces triunfaremos! —exclamó el monje haciendo girar su bastón con entusiasmo.

—¿Qué camino habéis seguido hacia el bosque, reverendo padre? —preguntó Pequeño Juan.

—El de Mansfield a Nottingham, endeble amigo —contestó el monje—. Verdaderamente no perdono a mis ojos su ceguera, y os doy la mano de todo corazón, mi querido Pequeño Juan.

El sobrino de sir Guy respondió con afecto a las amistosas cortesías del monje.

—¿No habéis encontrado en vuestro camino a una cabalgada militar? —preguntó el joven.

—Un grupo de hombres llegados de Tierra Santa se reponía en una posada de Mansfield, pero este grupo, disciplinado según parece, está compuesto por hombres medio muertos de fatiga y privaciones. ¿Creéis que forme parte del cortejo que acompaña al barón Fitz-Alwine?

—Sí, pues esos cruzados esperados en el castillo de Nottingham son hombres suyos. Así pues, pronto nos encontraremos con los ilustres personajes. Monje Tuck, hay que desaparecer en la espesura o tras un tronco de árbol.

—En seguida, pero ¿dónde colocar a esta obstinada yegua? Tiene tantos defectos como una mu… ¡Chisst!… Sin embargo estoy ligado a ella.

—Voy a llevarla a un abrigo seguro; confiádmela y escondeos.

Pequeño Juan ató al caballo por los riñones a un árbol poco alejado del camino, y luego fue a reunirse con sus compañeros.

La nerviosa inquietud de Will no le había dejado esperar el momento propicio para una explicación; se había ido hacia Robín y, de forma insistente, el fogoso joven había obligado a su amigo a hacerle un relato detallado de las circunstancias relacionadas con la huida del castillo de Nottingham.

Robín contó todo con veracidad, fue sincero y, sobre todo, generoso para con Maude.

Will escuchó con el corazón palpitante, y cuando el joven terminó su relato, le preguntó:

—¿Eso es todo?

—Todo.

—Gracias.

Y los dos excelentes corazones se estrecharon.

—Soy su hermano —dijo Robín.

—Yo seré su marido —exclamó William; y añadió alegremente—: ¡Vamos a batirnos!

¡Pobre William!

La espera se prolongó hasta bastante avanzada la noche, y eran ya las tres de la madrugada cuando un relincho de caballo se oyó en las profundidades del bosque.

Algunos minutos más tarde, una tropa, que no disimulaba su paso, pues los hombres, menos fatigados de lo que había juzgado Tuck, reían, charlaban y cantaban, apareció en la entrada de la bifurcación.

En el mismo momento el caballito de Tuck se salió de la espesura, pasó como una flecha ante su dueño, y galopó deliberadamente por delante de los soldados.

El monje hizo un movimiento para lanzarse tras la desertora.

—¿Estáis loco? —murmuró Pequeño Juan sujetando al monje por el brazo—; un paso más y sois hombre muerto.

—Pero agarrarán a mi pequeño pony —gruñó Tuck.

Tuck salió al camino, y, corriendo hacia los soldados, vio a su yegua caracolear, encabritarse, levantar a su alrededor nubes de polvo y resistir a los esfuerzos de los que querían frenar sus alegres locuras.

Un soldado alcanzó al pony con su lanza, pero el golpe que le dio le fue devuelto con creces por Tuck, pues el pobre diablo cayó de su montura lanzando un grito de dolor.

—Mary, Mary, hija mía —gritó Tuck con dulzura—, ven conmigo bonita, ven.

Esta voz conocida hizo estirar las orejas al caballo: relinchó alegremente y trotó junto a su dueño.

—¡Cómo, bribón! —gritó el jefe con furia—, ¡matas a mis hombres!

—Respetad a un miembro de la Iglesia —respondió Tuck dando en la cabeza del caballo montado por el jefe un violento bastonazo.

El animal saltó hacia atrás; el jefe vaciló y perdió los estribos.

—¿No ves el hábito que llevo? —prosiguió Tuck en un tono que intentaba fuera imponente.

—¡No! —rugió el jefe—. ¡No! No veo tu hábito sino tu insolente audacia. Sin respeto por el uno y sin gracia para lo otro, voy a partirte el cráneo.

El golpe de la lanza alcanzó a Tuck, y el dolor exasperó tan locamente al buen hermano que se lanzó sobre el jefe gritando con voz estentórea:

—¡A mí los Hood! ¡A mí los Hood! ¡A mí!

Los clamores de Tuck no asustaron al jefe. Su tropa, compuesta por unos cuarenta hombres, podía ayudarle a la menor señal, y por diestro y vigoroso que fuera el monje era un enemigo fácil de vencer.

—Atrás, bribón —gritó con voz terrible—. ¡Atrás! —Y su lanza rechazó a Tuck, mientras que, violentamente dirigido por su jinete, el caballo se arrojaba sobre el monje.

El benedictino dio un prodigioso salto, y, de un bastonazo formidable, partió la cabeza del jefe.

Veinte lanzas y otras tantas espadas amenazaron la vida del intrépido monje.

—¡Socorro, los Hood! ¡Socorro! —vociferó Tuck aculándose como un león contra el tronco de un árbol.

—¡Hurra! ¡Hurra por los Hood! —gritaron furiosamente los hombres emboscados—. ¡Hurra!

Y la tropa mandada por Gilbert se lanzó como un solo hombre en auxilio del monje.

Viendo correr hacia ellos a este grupo armado y con intenciones hostiles, los soldados gritaron reagrupamiento, cubrieron el camino en toda su anchura y se prepararon para aplastar al enemigo bajo las patas de sus caballos.

Una lluvia de flechas restó efectividad a esta primera defensa, y media docena de soldados cayeron heridos de muerte en el campo de batalla.

Viendo que el número de enemigos era muy superior a su grupo, Gilbert ordenó situarse en la cuneta del camino para tener de su parte la oscuridad y la barrera de los árboles.

Esta hábil maniobra hacía de los soldados blanco fácil de las flechas, pues los hombres del bosque no fallaban, tanta precisión y destreza les había dado la costumbre.

—¡Pie a tierra! —gritó el hombre que, por propia autoridad, había ocupado el sitio del jefe.

Los cruzados obedecieron y el grupo de Gilbert se abalanzó valerosamente sobre ellos. Se entabló entonces un combate cuerpo a cuerpo, una lucha homicida en la que la fuerza era el arma reina.

A pesar de todos los esfuerzos, a pesar del particular valor de cada uno y de la fuerza combinada de una resistencia general, la victoria se inclinaba visiblemente de lado de los soldados del barón. Esta tropa, muy disciplinada, inmune a la fatiga y con dobles efectivos que la de los guardabosques, ganaba por momentos el terreno que había perdido al entablarse el combate. Pequeño Juan, de una ojeada, juzgó la situación casi desesperada, y desde el momento en que el derramamiento de sangre no era más que una inútil carnicería, había que detener la lucha. Pero no atreviéndose a obrar sin autorización de Gilbert, el joven se lanzó en su busca.

Las proezas de William habían atraído sobre él la atención de cuatro soldados reunidos en consejo para apoderarse de un jefe enemigo. Juzgaron que entre los jefes se encontraba el tierno enamorado de la linda Maude, y, a pesar de su enérgica resistencia, lograron derribarle. Robín vio el resultado del ataque, y, sin consultar más que con su buen corazón, atravesó con una lanza el pecho de un hombre, levantó a William con mano vigorosa, y, apoyado por su amigo, intentó una retirada victoriosa hacia donde estaban los suyos, ya reunidos por Pequeño Juan.

El peligro corrido por Will parecía conjurado; ya iba, sostenido por Robín, a llegar al grupo amigo que formaba una barrera contra los soldados. Pero un grito de Robín, un grito de furiosa despreocupación, hizo perder de vista al joven a los soldados que no habían sucumbido en la lucha.

—¡Mi padre, mi padre! —gritaba Robín—. ¡Van a matar a mi padre!

El joven arquero se abalanzó en socorro de Gilbert, y William, cogido de nuevo, arrastrado, sólo tuvo tiempo de ver a Robín arrodillado junto a Gilbert, cuyo cráneo había sido destrozado de un hachazo.

Entre los clamores levantados por la muerte del anciano y la pronta venganza que de ello tomó Robín matando al responsable, la desaparición de Will pasó desapercibida.

El combate, aminorado un instante, se hizo más terrible. Robín y Tuck golpeaban mortalmente a todos los que intentaban alcanzarles, y Pequeño Juan aprovechó la desesperada embriaguez del joven para hacer retirar el cuerpo de Gilbert.

Un cuarto de hora después de la partida del triste cortejo, Robín gritó con fuerza:

—¡Al bosque, muchachos!

Los guardabosques se dispersaron como una bandada de pájaros sorprendidos, y los soldados se lanzaron tras ellos gritando:

—¡Victoria! ¡Victoria! ¡Cacemos a los perros! ¡Matemos a los perros!

—Los perros no se dejarán matar sin morder —gritó Robín, y los tensados arcos enviaron mortales flechas.

La peligrosa persecución muy pronto se hizo imposible, y los soldados tuvieron en buen sentido de darse cuenta.

Seis hombres faltaban en el grupo de Pequeño Juan, Gilbert Head había muerto, y William formaba parte de los desaparecidos.

—¡No abandonaré a William! —dijo Robín deteniendo al grupo—; continuad el camino, valientes; yo voy a buscar a Will; ¡herido, muerto o prisionero, debo encontrarle!

Los hombres continuaron su camino, y los dos jóvenes desandaron lo recorrido.

El campo de batalla no ofreció a sus miradas ningún resto de combate, los muertos, amigos o soldados, habían desaparecido todos. Algunos pisoteos de caballos indicaban por aquí y por allá el paso de una numerosa tropa, pero nada más: trozos de árboles, maderas de flechas y otros vestigios de la lucha, habían sido recogidos por los cruzados, se habían llevado todo.

Sin embargo, un ser vivo erraba por la encrucijada, lanzando a izquierda y derecha inteligentes miradas de inquieta búsqueda; este ser era el caballo del monje.

Al ver a los dos jóvenes, el pony trotó hacia ellos con aspecto satisfecho, pero al reconocer al que le había atado, relinchó, se encabritó y desapareció.

—La dulce Mary se ha emancipado —dijo Pequeño Juan—, y con toda seguridad será propiedad de un «outlaw» antes de que llegue el día.

—Intentemos agarrarla —dijo Robín—; con su ayuda quizá me sea posible alcanzar a los soldados.

—Y haceros matar por ellos, amigo mío —respondió sabiamente el sobrino de sir Guy—; sería, os lo aseguro, tan inútil como imprudente; volvamos al «hall», mañana veremos.

—Sí, volvamos al «hall» —dijo Robín—; un doloroso deber me llama allí hoy mismo.

Al día siguiente de estos funestos acontecimientos, el cuerpo de Gilbert, ante el que Tuck había orado piadosamente, fue amortajado y transportado a su última morada.

Robín, sólo a petición suya junto al buen anciano, rezó con fervor por el descanso de quien le había amado tanto.

—Adiós para siempre, padre querido —dijo—; adiós, tú que recibiste en tu casa al niño extraño y sin familia; tú que diste noblemente a ese niño una madre toda ternura, un padre abnegado, un nombre sin tacha, ¡adiós, adiós, adiós!… La separación mortal de nuestros cuerpos no separa a nuestras almas. ¡Oh, padre mío!, vivirás eternamente en mi corazón, en él vivirás amado, respetado, honrado igual que Dios.

Ir a la siguiente página

Report Page