RIM

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«BARDO DOS»

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«BARDO DOS»

"La orquesta es pequeña

y desempeña el papel de doble."

Wolfgang Rihm

«BUTOH»

Mientras sus Ray-Ban seguían grabando, Gobi contó veintisiete pasajeros en la clase Crisantemo. El vuelo de Nuevo Tokio no iba ni la mitad de lleno, pero era rico en flora y fauna. "Hay sobre todo hombres de keiretsu y arribistas políticos de Rim", concluyó Gobi mientras observaba la cabina.

Sus Ray—Ban estaban programadas para captar cualquier imagen interesante que pudiera incluirse en el libro de texto interactivo sobre la nueva cultura Rim. Si seguía a aquel ritmo, tendría que llenar otro cartucho.

Con la excepción de la preciosa señorita Claudia Kato, la auxiliar de vuelo de Satori que avanzaba por el pasillo con el carro de las bebidas, las personas que iban a bordo eran en su mayoría yang.

Había un par de tratantes de armas de la Gran China que llamaban la atención por su trajes de seda gris shantung. Los chinos, que lucían unos anillos de jade del tamaño de Kowloon y unos Rolex Seiko cargados con el último sistema de circuitos Hsinchu Park en sus regordetas muñecas, se parecían más a unos tíos ricos que volvían de unas vacaciones en Singapur que a unos mercaderes de la muerte.

A bordo también había un contingente de keiretu—jins americanos. Iban vestidos con esos trajes de Ralph Yamamoto tan audazmente discretos que solían gustar a los hombres de empresa, la clase de traje con un cortapapeles en uno de los bolsillos y un enlace de satélite y un centro de comunicaciones en el otro. Pensándolo bien, probablemente habrían alquilado los trajes a la Compañía Telefónica Americana.

La señorita Kato estaba ocupada sirviendo bebidas a los pasajeros. Gobi la miraba, fascinado cuando se inclinaba con su ajustado kimono de látex y balanceaba las caderas por el pasillo. Saltaba a la vista que iba a pasarlo mal con aquel grupo de individuos.

Uno de los norcoreanos que había a bordo (un representante comercial de Pyongyang, a juzgar por su peinado ahuecado en memoria de Kim Jong II) ya se había emborrachado, y la cara estaba poniéndosele roja rápidamente. Se había quitado todo lo que llevaba encima excepto la larga ropa interior y había exigido que le pusieran el karaoke lo antes posible. Ahora, mientras esperaba, mantenía los dedos ocupados intentando desabrochar el obi de la señorita Kato.

Ella le sonrió cándidamente, se quitó la mano de su trasero y siguió andando.

—Mian hamnida —le dijo él en coreano—. Lo siento.

No todos los pasajeros se ajustaban al perfil comercial. Había un par de curanderos californianos, por ejemplo. Llevaban unas parkas casi transparentes de color blanco nieve y tenían el pelo largo y dorado, barba rizada y sonrisa de querubín. Sus bolsas del duty—free iban probablemente llenas de cristales y cartas medicinales.

Bueno, Dios sabía que había muchas curas y canalizaciones que hacer en Nuevo Nipón en aquel momento.

Luego estaba el vaquero con cara de gárgola que tenía justo delante. Llevaba ya rato sonriéndole y haciéndole gestos con la cabeza.

Lo que le daba escalofríos a Gobi no era el hecho de que llevara un barato traje blanco Issey Miyake de Sears y unas botas de piel de lagarto; ni tampoco el que irradiara yakuza mexicana de una ciudad fronteriza de la región de Maquiladora (un consorcio de Tijuana—gumi, con toda probabilidad).

No, lo que le daba escalofríos era su cara.

Gobi nunca había visto un trabajo de modificación corporal como aquél (sus Ray—Ban seguían grabando).

Aquel hombre tenía toda la mitad izquierda de la cara cubierta con una red de cadenas de plata que se extendía desde encima de la ceja izquierda hasta el labio inferior como si fuera un velo grapado a su piel.

La gárgola sonrió a Gobi.

—Me llamo Carlos Morales. Es un placer, hombre —dijo—. ¿Le apetece un tirito? —Le ofreció a Gobi unos cristales del shabu blanco que llevaba en su tabaquera de bronce—. Con esta mierda llegará antes que la aeronave —afirmó en tono jactancioso.

—No, gracias —respondió Gobi cortésmente—. Me llamo Gobi, Frank Gobi —dijo a modo de presentación—. ¿Va usted a Nuevo Tokio?

Cara de Plata esnifó un poco de shabu.

—Perdone... Ufff... —exclamó. Luego sonrió y volvió a esnifar los cristales por la fosa de la derecha—. Mamá Yokohama... Es buen material.

Le tendió la mano. Gobi observó que tenía en ella un estigma de color rojo sangre. Parecía un tatuaje pegado, pero en realidad estaba hologramado. Sin duda se trataba de un adorno Tijuana—gumi. Y los empastes de oro que tenía en los dientes eran sin duda un tratamiento dental yakuza.

—Encantando de conocerle —dijo Morales—. Sí, tengo algún que otro shobai allí. Bi—zhi—nesu, como se suele decir. ¿Y usted?

—Me dedico a estudio de mercados.

Morales apenas pudo contener la risa.

—Ya, ya...

—¿Y usted a qué se dedica, señor Morales?

—A esto —respondió Carlos al tiempo que sacaba su tabaquera para tomar más shabu. Alzó la caja y añadió—: Perdone un momento, que voy a empolvarme la corteza cerebral. ¿Está usted seguro? —preguntó, ofreciendo su mercancía a Gobi una vez más.

—No, estoy bien. De vez en cuando fumo un poco de espirulina, pero eso es todo.

—A mí también me gusta. Pues bien... —dijo mientras apartaba la cortina de plata con un fino movimiento de la mano izquierda. Las cadenas entrechocaron. Su ojo derecho estaba dilatado, pero lo tenía clavado en el centro del escenario que había en la cabina. Hizo un gesto con la cabeza y dijo:

—Parece que el Butoh ya va a empezar su actuación.

Se refería al espectáculo que se ofrecía durante el vuelo. El bailarín Butoh había entrado en el escenario inadvertidamente y ya estaba suspendido cabeza abajo sobre el estrado central iluminado por un débil foco.

Sus pies estaban firmemente plantados en el estribo del techo. Llevaba la cabeza afeitada y no llevaba nada encima excepto un taparrabos fundoshi de látex. Su terso cuerpo estaba cubierto de tiza blanca.

Gobi consultó su programa. Era una pieza titulada Lenguaje corporal silencioso, un estudio Butoh clásico sobre la inmovilidad. Podía durar dos horas, pensó Gobi, o al menos hasta que llegaran al espacio aéreo de Nuevo Nipón. Los pasajeros ya habían empezado a quedarse dormidos. Como habían demostrado las pruebas médicas, ése era el tipo de efecto tranquilizante que producía el Butoh.

Gobi estuvo mirando al Butoh colgado cabeza abajo durante unos minutos, o al menos así se lo pareció a él, aunque bien pudo estar mucho más tiempo. Los brillantes ojos negros del Butoh estaban reticulados como los de un camaleón centenario. No se sabía adonde estaba mirando. Sin embargo Gobi tenía la extraña sensación de que estaban mirándole a él.

Era realmente extraño. Los labios de tiza blanca se abrieron como un capullo y revelaron la negra cavidad de la boca. Entonces la cara del Butoh explotó.

Lo que ocurrió a continuación fue como una imagen congelada que se reblandece en Tiempo Rápido.

Gobi notó que la inconfundible ráfaga de chi atravesaba la cabina como si fuese un grupo de moléculas engrasadas que dieran vueltas descontroladamente. Los tratantes de armas chinos sacudieron la cabeza como si fueran un par de muñecos en una atracción de feria saltando sobre sus resortes. Claudia giró sobre sus talones. En primer lugar miró los daños que se habían producido en el escenario del Butoh, pero acto seguido se volvió hacia donde él estaba. ¿Para ver si se encontraba bien? ¿Qué estaba sucediendo?

Carlos se agachó cuando la onda chi les alcanzó. Las luces de la cabina parpadearon y luego se apagaron. En la oscuridad empezaron a oírse voces confusas y asustadas.

La aeronave se estremeció y crujió, y de pronto la cabina se inclinó y comenzó una caída libre como si fuese el tren de una montaña rusa que hubiera descarrilado.

¿Iba a acabar todo de aquel modo entonces? ¿En medio de aquellas personas que gritaban, cuyas vidas se condensaban en sus chillidos, hasta que la negrura definitiva las reclamara? Era extraño, pero él sentía un remolino de calma en el tercer meridiano que tenía alrededor del hará. "Da igual lo rápido que ocurra, porque tú siempre vas a estar preparado", comprendió. Comenzó a salir del séptimo meridiano, por la parte superior de su cabeza. Estaba poniéndose cómodo, eso era todo. Así...

Entonces la luces se encendieron tan repentinamente como se habían apagado y las bombillas halógenas se iluminaron con un chisporroteo. La aeronave aterrizó sobre una red invisible y corrigió el rumbo. Una exclamación colectiva de alivio surgió de los labios de todos los pasajeros.

—¿Está usted bien, hombre?

Gobi notó una mano sobre el hombro. Era el yakuza latino. Entre todos los gritos y gemidos, él, el de la cara de plata, el único que se mantenía tranquilo.

—Creo... creo que sí —respondió Gobi mientras recuperaba la conciencia de su cuerpo—. ¿Qué... qué ha ocurrido? —Su respiración, que hasta aquel momento había sido acompasada, se puso al ritmo de su corazón, que estaba latiendo como el de un conejo que corre carretera abajo seguido por los faros de un coche.

—Creo que ha habido un fallo en el sistema.

Gobi se irguió vacilantemente.

—¿De la aeronave?

—Exacto. Y en el suyo también, creo —respondió Carlos, señalando al Butoh, que estaba colgado como un papel retorcido sobre el escenario.

Claudia Kato se acercó rápidamente a éste. Uno de los americanos fue con ella. Debía de ser un ingeniero, a juzgar por la manera en que se puso a examinar los daños.

—¡Mire! ¡Es un droide! —afirmó—. No lo entiendo. —Se volvió hacia Claudia con cara de perplejidad y exclamó—. ¡¿Este tipo es un droide?! ¿Sabía usted esto? ¿Qué está sucediendo aquí, señorita?

Ella se quedó aturdida por un momento pero no perdió el control.

—La dirección ha introducido últimamente en ciertos vuelos una línea de droides para los espectáculos —respondió con indecisión—. Pero por lo general actúan sólo en la sección del cabaret karaoke. No me habían informado de esto. Debe haber habido un cambio de última hora. No alcanzo comprender lo que ha ocurrido.

—Parece que su droide ha explotado. Tenemos suerte de estar vivos —dijo el americano en tono enojado.

—¿Tú qué opinas, Harry? —preguntó uno de los colegas del ingeniero. Un grupo de personas se había reunido en torno al escenario.

El ingeniero se arrodilló al lado del Butoh y miró en el interior de la cabeza del droide.

—Resulta difícil decirlo, Jack. Parece que su cerebro ha sufrido un cortocircuito. Lo que no entiendo es cómo ha podido explotar de esa manera. Quizá tenía una pieza defectuosa. No lo sé. Tendrá que llevarse a cabo una investigación —dijo—. Es la primera vez que veo este modelo. No sé de qué fábrica habrá salido.

Con la boca fuertemente cerrada, Claudia Kato consultó el lector de control de vuelo que llevaba sujeto a la cintura. Tardó un minuto en digerir los datos que daba la pantalla.

Al final levantó la cabeza y se dirigió a los pasajeros:

—Lamento informarles que se ha producido un fallo en el funcionamiento del sistema de la aeronave. El vuelo 023 de Satori prosigue ahora su viaje con normalidad —anunció—. Sin embargo el control de vuelo ha ordenado un cambio de rumbo. En lugar de aterrizar en Nueva Narita tal como estaba previsto, vamos a desviarnos hacia la Estación Espacial Siete. Los pasajeros pasarán por el control de inmigración y harán noche allí. Por la mañana se les llevará a Nueva Narita en un vuelo especial. Aterrizaremos en Estación Siete en aproximadamente quince minutos. Gracias por su colaboración y su comprensión.

—¡Estación Siete! —Carlos guiñó su dilatado ojo derecho a Gobi—. Ahí se lo puede pasar uno muy bien.

Gobi había oído hablar de Estación Siete, por supuesto, pero jamás había pensado que fuera a hacer escala allí.

El latinoamericano se inclinó hacia Gobi con un pañuelo en la mano. Por un ridículo momento Gobi creyó que iba a limpiarle una mancha de la nariz.

Sin embargo, lo que Carlos hizo fue coger algo que había en el reposacabezas a pocos centímetros de su cara.

—No creo que quiera pincharse con este puñetero chisme. —Apartó el pañuelo y le mostró su contenido.

—¿Qué demonios es esto? —preguntó Gobi mientras examinaba el diminuto dardo. Era casi invisible al ojo humano.

Carlos lo olió como si quisiera probar su buqué.

—Mmm... —dijo finalmente con un suspiro—. Esto es lo que se suele denominar una "diosa de la nieve". O una "fukiya" en la jerga. Le garantiza un sueño agradable y tranquilo. Funciona congelándole a uno el sistema hasta que el corazón le deja de latir durante un larguísimo período de tiempo. —Se rió entre dientes y añadió—: ¿Conoce a alguien que tenga tantas ganas de acabar con usted como para llegar al extremo de meter en la aeronave un droide aficionado a la tetrodotoxina? No tenía mala puntería. Si llega a haberlo tirado un poco más abajo y hacia la derecha, usted estaría sashimi. —Hizo una pausa y agregó—: En mi opinión, el segundo tiro habría acabado con usted si no llega a explotarle la boca. Es de ahí de donde lo ha disparado.

—¿Quién es usted, señor Morales? —preguntó Gobi entre dientes mientras Claudia Kato echaba a andar en su dirección.

—Digamos que tenemos algunos intereses comunes —respondió Carlos enigmáticamente—. Disfrutemos ahora del resto del vuelo, ¿de acuerdo?

—¿Están ustedes bien? —preguntó Claudia Kato con los ojos puestos en Gobi. Luego lanzó una mirada al pañuelo doblado que Carlos tenía en la mano.

—He sufrido una pequeña hemorragia nasal, señorita. Nada más. —Carlos se llevó el pañuelo a la cara y se limpió la nariz—. Nada serio. Todavía estoy entero. No como nuestro amigo del escenario, ¿eh?

«ESTACIÓN SIETE»

Gobi contuvo la respiración cuando la aeronave de Satori se aproximó al cilindro giratorio blanco de la Estación Espacial Siete. En contraste con la vistosa negrura del profundo espacio, sus veintiocho niveles estaban iluminados por focos.

Había consultado el artículo de Baedecker que contenía la base de datos de sus Ray—Ban. Las instalaciones habían sido construidas en el año 2018 como escaparate del grupo Kobayashi, una de las sociedades postindustriales más grandes y poderosas del mundo.

Los niveles superiores eran una réplica exacta de la torre del homenaje de Osaka—Jo, el famoso castillo construido por Toyotomi Hideyoshi, el todopoderoso kampaku que había gobernado Japón en el siglo XVI.

Tenía un hotel, el Intercontinental de Estación Siete, que estaba incluido en el Libro de los Records Suntory por ser el primer hotel de lujo en órbita del mundo. Aparte de sus 350 habitaciones, contaba con tres salones de congresos. Era uno de los lugares favoritos para los recién casados japoneses, que a causa de la cuarentena de Nuevo Nipón no podían viajar al extranjero.

Quizás el aspecto más notable de Estación Siete era que se trataba de una entrada legal a Nuevo Nipón. Era el único centro comercial al que los ciudadanos japoneses les estaba permitido viajar durante las horas Matriz del día.

Sus principales atracciones eran el campo de golf espacial, sus fuentes termales orbitales y Matsu, el restaurante japonés estilo campestre que había obtenido una calificación de cuatro estrellas en la Guía Michelin—Seibu.

La estación espacial se encontraba en una órbita geosincrónica situada a 450 kilómetros de distancia de Nuevo Tokio. En un taxi espacial se tardaban cuarenta y cinco minutos en regresar a la atmósfera de la tierra. Se suponía que se invertía menos tiempo incluso que en llegar al centro de Nuevo Tokio en un levitador magnético desde Nueva Narita.

Gobi parpadeó y la página del Baedecker pasó.

La Estación Siete tenía otra singularidad. Había dado refugio a los directores de algunos de los mayores keiretsus de Nuevo Nipón (los aliados del grupo Kobayashi), cuando se había producido el mega temblor del 2026: Durante seis meses, un cuerpo de élite formado por daimyos de empresa, acompañados por sus ayudantes más fieles, habían vigilado sus intereses globales por control remoto desde su refugio de la estación espacial.

Cuando se había juzgado que ya no había peligro, habían regresado a casa a bordo de su flota de limusinas espaciales Galaxia Mitsubishi.

Todos excepto uno de ellos que, según se decía, estaba decidido a no poner los pies en la tierra nunca más.

Ryutaro Kobayashi, el fundador y presidente del keiretsu Kobayashi de 84 años, estaba, según los rumores, gravemente enfermo desde hacía mucho tiempo. El grupo Kobayashi tenía reservada en los tres niveles superiores de la Estación Espacial Siete un ala entera con treinta suites para su amo y señor.

Cuando aterrizó en la plataforma de recepción, la aeronave de Satori traqueteó durante unos segundos. Gobi se asomó a la ventanilla y vio que los estaban bajando a la cubierta inferior de la estación espacial.

Carlos Morales miró por encima de su hombro y comentó:

—Es una nave grande, ¿verdad? Lo bastante grande como para que uno pueda perderse en su interior. Le aconsejo que sea discreto mientras esté en ella. No curiosee por ahí. —Le guiñó su ojos de gárgola y añadió—: Se sabe que ha desaparecido gente. Ya sabe a lo que me refiero.

Las esclusas se abrieron y el aire enlatado de la estación espacial inundó la cabina. Claudia Kato se encontraba en la salida de la aeronave y había adoptado la actitud de deferencia oficial de Líneas Aéreas Satori. A cada pasajero que desembarcaba le hacía una rápida reverencia de cuarenta y cinco grados.

—Gracias por viajar con Líneas Aéreas Satori. Rogamos perdonen las molestias. Domo arigato.

Cuando Gobi llegó a la salida, ella se inclinó y le dijo en voz baja:

—Por favor, tenga cuidado, profesor Gobi. Pronto me pondré en contacto con usted. —Al incorporarse, le brindó una sonrisa mecánica—. Le deseo una agradable estancia en Estación Siete. Espero que vuelva pronto a volar con nosotros.

—Gracias. —Gobi hizo un gesto de asentimiento con la cabeza y salió a la cubierta. A continuación echó a andar apresuradamente en dirección a la fila del control de inmigración, donde había tres hombres observando cómo bajaban los pasajeros.

Uno de ellos se adelantó cuando vio acercarse a Gobi. Sus marcados pómulos eslavos y sus ojos mongoles le daban aspecto euroasiático. Tendría entre treinta y cinco y cuarenta años, era delgado y su tez era de color marfil quemado, como papel japonés dejado durante demasiado tiempo a la luz del sol sobre una pantalla shoji.

Su pensativos ojos negros escudriñaron a Gobi por unas gafas sin montura. Iba ataviado con una túnica Mao confeccionada de brillante ramio negro.

Los dos japoneses que le acompañaban eran quienes proporcionaban la fuerza muscular al grupo, según pudo observar Gobi. Seguían a su jefe con la mirada instintivamente. Uno de ellos tenía el pelo negro y rapado y hablaba entre dientes por un transmisor de datos que llevaba sujeto al cuello.

—¿Profesor Gobi? ¿Profesor Frank Gobi? —le dijo el euroasiático en un acento que se diría indefinible. ¿Siberiano japonés? ¿Austro vietnamita? Gobi no acertaba a identificarlo.

—¿Sí? —respondió.

—Pasaporte, por favor. —Aquello era una orden, no una petición. Rápido, lacónico, metódico. La amabilidad (o todo lo contrario) vendría más tarde.

Gobi le entregó su pasaporte electrónico y el euroasiático lo tuvo en ía mano por un momento. El zumbido que emitió significaba que la identificación era positiva. Debía de tener un lector de códigos de barras escondido en la palma de la mano. Gobi vio el parpadeo de la luz verde en un anillo de sello que lucía la misma insignia de Estación Siete que había visto en la aeronave: un dragón retorcido persiguiendo la perla de la sabiduría.

—Tengo que pedirle que pase por aquí. —El hombre señaló una de las entradas de las oficinas de inmigración que no estaba abierta. Sus dos compañeros se pusieron detrás de Gobi y le escoltaron al pasar por la puerta, que se abrió automáticamente.

—¿Puedo preguntarle qué sucede? —preguntó Gobi al euroasiático. Habían salido a un patio con leones de piedra y una claraboya artificial.

La sonrisa del hombre era tan fría como el mármol blanco del suelo.

—Me llamo Axel Tanaka. Soy el jefe de seguridad de Estación Siete. Me gustaría hacerle unas preguntas en mi despacho.

—Siéntese, por favor.

El despacho de Axel Tanaka tenía aspecto ordenado, pese a que estaba atestado de cosas. En una maceta de una esquina se marchitaba un helecho que recibía la extremaunción de un proyector de rayos infrarrojos. Ün videopaisaje del río Mekong corría sobre el fondo de una espesa selva tropical que hervía de insectos, pájaros y monos chillones.

Por la ventana Gobi pudo ver, rodeado de un espacio negro como la tinta, un pedazo de Asia Oriental, el mar de Nuevo Nipón y las islas japonesas. ¿Cuántas horas más, se preguntó, tardaría aquella imagen en desaparecer? Mientras tanto, el espejismo aguantaba.

—Vamos a ver —dijo Tanaka. La superficie de su mesa era de cristal ahumado. Cuando se sentó detrás de ella, una parte del cristal se despejó y él hizo una selección en la fila de iconos que apareció ante sus dedos. Tocó uno y, frunciendo los labios, comenzó a leer.

Alzó la vista y miró a Gobi.

—Profesor Gobi. Profesor de la extensión de la Universidad de Tokio de la Universidad de California en Berkeley. —Enarcó una ceja—. ¿De estudios paraantropológicos? Qué interesante.

—Es una nueva especialidad. —Gobi se encogió de hombros—. Pero no creo que tenga usted interés en mis credenciales académicas.

El euroasiático alzó una mano, se recostó en su silla y cogió una caja con incrustaciones de nácar. La abrió y se la ofreció a Gobi:

—¿Un cigarrillo? Es Marlboro Faux, "el doble de tabaco, nada de nicotina". Cultivado biogénicamente en la plantación espacial de Kobayashi, que es una de nuestras muchas empresas. Por si no lo sabe, Kobayashi es uno de los diez keiretsus más importantes del mundo.

—No, gracias. No fumo. No bebo. Y tampoco como. Así que si no le importa...

—Yo tampoco —dijo Tanaka. Cerró la caja y la guardó—. Al parecer tenemos gustos parecidos.

—¿Dónde he oído eso antes? —se preguntó Gobi en voz alta—. Señor Tanaka, creo que será mejor que me diga qué quiere. Me gusta su despacho. Tiene una vista maravillosa. Pero estoy seguro de que tendrá otras cosas que hacer.

—Por favor, profesor Gobi... No es habitual que alguien de su categoría visite nuestra estación espacial. —Su tono era de repente más conciliador. Hizo una reverencia con la cabeza, pero siguió leyendo el expediente—. Profesor Gobi, por lo que veo, antes de hacerse profesor, usted era... —Alzó la vista y sonrió—. ¿Investigador privado? ¿Es eso cierto?

—De eso hace ya mucho tiempo —contestó Gobi secamente.

—Profesor Gobi, no voy a andarme por las ramas. Kobayashi desearía contratar sus servicios.

¿Estaba bromeando? La sonrisa seguía dibujada en los labios de Tanaka, pero su expresión era tan seria como la de un jugador de go cuando considera el movimiento que se va a producir a continuación en el tablero.

Gobi respondió con otra sonrisa.

—¿Qué desean que investigue?

La tranquilidad que mostraba Tanaka en su mirada era extraordinaria.

—Cabría llamarlo un asesinato —respondió—. En algunas culturas es posible que lo llamaran así.

—¿Un asesinato?

—Sí, señor Gobi, el asesinato de un droide. El droide que iba en la aeronave... era uno de los nuestros, ¿sabe usted? De la fábrica de droides Kobayashi de Todos los Santos, Baja California. Era un modelo avanzado, podría decirse. Como es natural estamos preocupados por lo que ha ocurrido.

—Pero el droide ha sufrido un cortocircuito —respondió Gobi—. Ha sido la subida de tensión lo que ha causado que se cortara la corriente en la aeronave. Hemos pasado bastante miedo durante un rato.

—Puedo imaginármelo —dijo Tanaka con una sonrisa afectada—. Debe haber sido una experiencia espantosa. De todos modos el droide no ha sufrido un cortocircuito.

—¿Qué?

—Eche un vistazo a esto. Son algunos de los datos que hemos obtenido de la grabadora de vuelo. Nos los han transmitido automáticamente nada más producirse la explosión.

Tanaka se giró y apuntó con un emisor de rayos infrarrojos al panel de la pared. La vista del río Mekong se esfumó y ante los ojos de Gobi apareció un borroso esquema en blanco de la cabina de la aeronave. ¿Realmente hacía sólo una hora aproximadamente que había ocurrido?

—Éste es el momento de la explosión —le explicó Tanaka—. Los detalles no están claros, por supuesto. Pero éste es nuestro análisis de lo sucedido.

En la parte inferior aparecieron una serie de números y a continuación una sucesión de cortes transversales de la aeronave de Satori que rotaban en torno a un eje tridimensional.

—Ésta es la imagen de una explosión neuronal atravesando la cabina —dijo Tanaka. Pulsó dos veces el indicador infrarrojo y añadió—: El epicentro de la explosión se encuentra claramente cerca de la cabeza del droide, ¿ve?

Gobi vio el remolino electromagnético, como una nube de color marrón anaranjado, flotando sobre la caja blanca del cráneo del Butoh.

—Pero el verdadero foco de la emisión, es decir, lo que ha originado la explosión, profesor Gobi, se encontraba en otra parte de la cabina.

—¿Qué quiere usted decir? —preguntó Gobi apremiantemente.

—Que alguien se ha cargado al droide. Alguien ha hecho estallar su cabeza. Con un detonador de chi por control remoto.

—¿Está diciéndome que ha sido neutralizado?

—¿Neutralizado, profesor Gobi? Resulta curioso que emplee esa expresión. —Tanaka lo miró con gesto de extrañeza—. Lo raro es que, por lo que hemos podido averiguar, la explosión se ha originado en un lugar situado entre la fila siete y la fila doce.

—¿Y bien?

—¿No es ahí donde estaba usted sentado?

Cuando llegó a su habitación, que se encontraba en el decimoctavo nivel del Intercontinental de Estación Siete, Gobi estaba furioso, aunque mantenía una actitud tranquila y desapasionada.

Tanaka había estado divirtiéndose con él, eso era todo. Su intención sólo había sido la de tantearle. 0 eso o una provocación. O ambas cosas.

Gobi meneó la cabeza. Tenía que intentar encajar las piezas del rompecabezas.

Dejó su maletín sobre la mesa china del vestíbulo y echó un vistazo a la suite. Era un batiburrillo. Al lado de un cofre coreano había una escultura africana, de Benín. En la pared había un espejo dorado Luis XIV. Dos sillas tubulares Binendum tapizadas de cuero negro se hacían señas monocromáticamente de un lado a otro de una mesita de mármol blanco.

La puerta del cuarto de baño estaba abierta, por lo que pudo ver más mármol blanco, una bañera profunda, una ducha cilíndrica y una fila de mini holovídeos para que pudiera meditar mientras se afeitaba.

Avanzó unos pasos hacia un espacio elevado y contuvo la respiración. Unas puertas shoji de papel se abrieron y le mostraron unas esterillas amarillas y una mesa laqueada rodeada de cojines zabuton.

En una esquina de aquella habitación japonesa de estilo tradicional había un hueco con un borroso arreglo floral tipo ikebana que flotaba en la Matriz. Peonías en el espacio.

Sin embargo, lo que le cortó la respiración a Gobi fue el ventanal que daba a la negrura del vacío. Las estrellas estaban diseminadas como diamantes engastados en un sueño; abajo, como si estuviera descansando en un estuche aterciopelado de neblina, se encontraba el no sueño de Nuevo Tokio.

Abandonaría Estación Siete a primera hora de la mañana. Había un vuelo a las ocho y media, de modo que estaría en Nueva Narita a las nueve y media. A las nueve y media H. C. T (Hora de Conciencia de Tokio), Nuevo Tokio llevaría ya tiempo en un ciclo completamente nuevo.

¿Y por la noche dónde estaría? ¿Dentro del sueño o de lo que diablos fuera? ¿En qué sueño estaba atrapado Trevor ahora?

La crudeza de aquella idea le hizo sentir de repente un estremecimiento.

Gobi suspiró. Estaba agotado. Era hora de lavarse y ponerse cómodo.

Se encontraba bajo el fortísimo chorro de la ducha. Las ideas se precipitaban por su cabeza, compitiendo las unas con las otras como si fueran corrientes alternas.

"Muy bien, Gobi —se dijo a sí mismo mientras se sacudía el agua de la cara—. Hora de hacer un poco de inventario. Aclara la parte izquierda del cerebro.

"Alguien ha intentado matarte. Prueba número uno: el dardo con la punta envenenada. ¿Cómo lo ha llamado el yakuza mexicano con la cara de plata? Un "fukiya". Es lógico que sepa ese tipo de cosas, ¿no? Probablemente va a comprar sus pequeños venenos a Fugu Barn. ¿Quién es ese tipo? ¿Por qué me ha avisado? ¿Qué quiere de mí?"

Todavía podía ver la brillante punta del dardo clavada en el reposacabezas de su asiento. Un escalofrío atravesó su cuerpo.

"De acuerdo, Gobi, sácate eso del sistema. Vamos, granuja, elimínalo. Que salga de tu cuerpo como el agua y desaparezca desagüe abajo. El miedo ha desaparecido."

Miró al oscuro desagüe y a continuación volvió a conectar sus ideas.

"Alguien ha neutralizado al droide Butoh antes de que tuviera una segunda oportunidad de acabar contigo. Eso suponiendo que fuera un droide, lo cual es una suposición razonable, si se tiene en cuenta la trayectoria de la ráfaga de chi y el hecho de que ha localizado el calor del proyectil al salir de la boca del droide.

"Por el momento se pueden sacar las siguientes conclusiones: alguien no desea que llegue a Nuevo Tokio. La parte positiva: tengo un ángel de la guarda que vela por mi: un guardaespaldas.

"Creo que esto equilibra un poco la situación —pensó Gobi mientras las calientes agujas de la ducha pinchaban su cuerpo. Empezaba a sentirse con nuevas fuerzas—. Vale, hora de ocuparse de la parte derecha del cerebro."

Puso el agua fría y permaneció debajo de la ducha tres minutos enteros. Era como estar debajo de una cascada helada. Los nervios le funcionaban a toda velocidad y tenía las sinapsis totalmente activadas.

"¿Por qué desea alguien impedirme que llegue a Nuevo Tokio? ¿Para evitar que encuentre al presidente de Satori? ¿Es un asunto entre keiretsus? ¿Un caso de rivalidad? ¿O se trata de algo más serio que eso? ¿Se habrán propuesto impedirme que encuentre a Tashi Nurbu y elimine el virus de Tantrix?"

Gobi salió de la ducha y cogió una toalla de felpa de la percha. Empezó a secarse. Vio la borrosa imagen de su figura reflejada en el espejo empañado: el musculoso pecho; los fuertes brazos; el estómago, que, si bien no era duro como una tabla de lavar, al menos no era todavía un tablero de mandos; las piernas, firmes y nervudas de andar en bicicleta y nadar, y el oscuro apóstrofo de su sexo.

"¿O se trata más bien de un signo de interrogación? Mmm, me vendría bien un poco de clientela en esa sección."

Encontró una maquinilla y crema de afeitar y comenzó a rasurarse la cara con golpes fuertes y precisos.

"Concéntrate, Gobi. Todavía no estás fuera de peligro. ¿Por que me ha provocado Tanaka como lo ha hecho? ¡Piensa!"

Dejó la maquinilla sobre el lavabo de mármol y miró fijamente al espejo.

"Gracias, honorable cerebro derecho."

Gobi sonrió a su reflejo.

"¡Claro! Tanaka sabe que tú no has eliminado a su querido Butoh. Pero también sabe por qué motivo se encontraba allí el Butoh, ¿verdad? Al fin y al cabo era su droide.

"Tanaka quería averiguar dos cosas. En primer lugar, quería descubrir cuánto sabía. ¿Sabía que el droide estaba allí para matarme? Creo que Tanaka ya conoce la respuesta a esa pregunta. Por supuesto que no lo sabía. De lo contrario no me habría quedado sentado en mi sitio esperando a que ocurriera, ¿no?

"No, lo que Tanaka quería realmente averiguar era: ¿quién es mi protector secreto?. Y es que, sea quien sea, ahora se encuentra aquí. En alguna parte de Estación Siete."

Gobi miró fijamente al espejo y suspiró:

—¿Y bien?

Y el espejo respondió:

"¿neib Y?"

«CLAUDIA»

Gobi se puso un poco de loción Samadhi para después del afeitado, la cual le produjo un picor nirvikalpa que hizo que sintiera un cosquilleo en su sexto meridiano. Se puso un albornoz de felpa blanco que tenía el escudo de armas de Kobayashi cosido y volvió a la suite.

A sus ojos les costó unos segundos acostumbrarse a la oscuridad. Las luces halógenas habían perdido intensidad. Observó que el servicio de habitaciones había colocado la cama futón en el suelo de la habitación japonesa. Se le ofrecía incitantemente como si fuera una suave nube ondulante situada a trescientos kilómetros sobre las calles de Nuevo Tokio.

Una siesta le sentaría bien. Podía irse de aquel lugar en una de aquellas nubes...

Dos manos surgieron de repente de detrás del futón, seguidas por una sedosa cascada de cabellos negros y la oscilante intensidad de unos ojos. Gobi se sintió como una hoja atrapada en una corriente, que gira rápidamente de aquí para allá, pero obedece de todos modos la voluntad del agua.

—Señorita Kato... —empezó a decir. Entonces parpadeó—. No lleva usted el uniforme. —Por algún motivo no se le ocurría qué más podía decir. Gobi sufría una timidez sexual que algunas mujeres confundían por ternura. En realidad no se equivocaban. El problema consistía en que antes de todo tenía que vencer la torpeza que le causaba su apocamiento.

—No le importa, ¿verdad? —Claudio Kato alzó los brazos. Tenía unos senos preciosos. Eran pequeños y marfileños y tenían una forma perfecta. Eran fruto de miles de xilografías ukiyo—e: tenían los pezones erectos y unas aréolas oscuras que flotaban sobre los senos como aterciopeladas hojas de nenúfar

—He entrado sola —le explicó—. No podía llamarle por el teléfono del hotel. Nos habrían escuchando.

Sus ojos se posaron en él.

—Usted estaba en la ducha. Yo ya me he duchado, y como el futón tenía un aspecto tan cómodo...

Gobi buscó la ropa de Claudia con la mirada. No vio nada excepto su bolso Prada—Rei Okubo, que estaba en una esquina, en el suelo. Era una mujer misteriosa, sin duda. El tipo de mujer que a él le gustaba. Sobre todo ahora.

—No tiene que explicarme nada. —Le tocó la cara—. Es usted muy bella. Bellísima.

—¿Por qué no se sienta? —Ella dio una palmada al futón y le miró con una sonrisa que le hizo saber que se entendían perfectamente.

Gobi se puso de rodillas, le cogió la cara con las manos y la besó.

—Mmm... —dijo ella, tirando de los lazos de su cinturón.

Su albornoz se abrió y él notó que le tocaba la piel suavemente con la mano, una mano fría que enseguida entró en calor. Ella recorrió los músculos de su pecho y su abdomen hasta que descubrió lo que estaba buscando.

Le acarició mientras él se perdía en el intoxicante almizcle de sus pechos, y los frotaba y mordía suavemente para a continuación morderlos una vez más con mayor voracidad. Su cuerpo tenía un sabor ligeramente salado que le daba hambre. Hundió los labios en sus pechos, bajo sus brazos y en la parte inferior de su vientre.

Mmm... Tenía aquella parte afeitada, suave, lisa, untuosa y deliciosa...

Ella suspiró y le pasó la mano por el pelo, tras lo cual le empujó sobre el futón. Gobi apartó las mantas mientras ella se ponía encima de él: era una concha que buscaba la sólida protección de una roca. Notó que la suculenta presión aumentaba en el momento en que ella lo introducía dentro de sí. Cabalgó sobre él y, surcando las olas sobre sus lomos, lo llevó lejos de la orilla.

Gobi abrió los ojos. Estaba desapareciendo en lo más hondo de ella. Claudia cabalgaba sobre él con fuerza, con apremio, y arañaba su costado con las uñas como un arrecife de coral que se opusiera al vaivén de marea. A él no le importaba tener aquella abrasadora sensación. Ni tampoco estar atrapado en aquella furiosa contracorriente y ser arrastrado a la fuerza al arenoso fondo para ahogarse en el negro remolino de sus muslos.

—Es usted un buen amante, profesor Gobi —le dijo Claudia luego.

—Creo que será mejor que me llames Frank —dijo él, tumbado a su lado sobre el futón—. Tú también eres maravillosa.

—Gracias. —Se apoyó sobre un codo, le dio un golpecito bajo la barbilla con la lengua y luego volvió a metérsela en la boca—. Frank.

Él se rió.

—De nada, Claudia.

—Tenía la sensación de que no te importaría que viniera a tu habitación —dijo, incorporándose. La silueta de su cuerpo era preciosa, al igual que la curva de sus pechos y la línea de su espalda que conducía a la suave almohada de sus nalgas.

Se inclinó sobre él y lo besó. Luego hizo un gesto repentino, como si quisiera levantarse del futón.

—Un momento, ¿adonde vas? —le preguntó Gobi.

—Voy a vestirme —respondió ella. Cogió su bolso y echó a andar suavemente hacia el cuarto de baño con los pies descalzos.

—¿Te vas?

Ella se detuvo y dijo:

—Son las seis y cuarto, Frank. He reservado una mesa para dos en el Matsu para cenar a las siete. ¿Te gusta la comida japonesa?

Él se sentó sobre el futón y, francamente asombrado, le preguntó:

—¿Has hecho una reserva para cenar?

Ella revolvió en su bolso y sacó un cepillo.

—Siempre tengo hambre después de hacer el amor. —dijo—. ¿Tú no?

Gobi la siguió y se detuvo en el umbral de la puerta.

—Dime una cosa. ¿Trabajas para Acción Wada?

—No, soy la modelo de Shisheido —contestó Claudia mientras se pintaba los labios—. Puedes entrar si lo deseas.

Metió la mano en su bolso, sacó su ropa y se puso una brillante minifalda de látex con un cinturón tachonado que le quedaba colgado sobre la cintura a baja altura. El escotado top revelaba la curva de sus pequeños pero proporcionados senos. Gobi vio las inconfundible marcas de sus pezones en el ceñido látex.

—Aquí estoy en una situación un tanto incierta —comenzó a decir.

Claudia le puso un dedo sobre los labios. Gobi vio que sacaba unas horquillas de la cartera y torcía la cabeza de una de ellas. Un estridente ruido inundó de pronto el cuarto de baño.

—Así no tendremos que preocuparnos de los micrófonos ocultos—le informó—. Ahora podemos hablar.

—Oh —exclamó él. Luego continuó—: Una persona de Satori iba a ir esperarme en Nueva Narita. Pero como nos hemos desviado a Estación Siete y yo...

—Descuida, Frank —le dijo Claudia—. Yo me ocuparé de que llegues a Nuevo Tokio sano y salvo.

—Alguien ha intentado matarme, ¿sabes?

—Lo sé. No te preocupes, no volverá a suceder —le aseguró.

—¿Cómo subió a bordo ese droide?

—El verdadero Butoh no consiguió subir a la aeronave. El cambio debió de producirse antes de que llegara al aeropuerto. De todos modos lo importante es que tú estás vivo... —Le tocó el pecho y dejó la mano apoyada allí—. Y bien.

—Gracias a Dios que tú estabas ahí para detenerle.

Claudia puso cara de extrañeza.

—¿No me irás a decir que no has sido tú? —Gobi frunció el ceño.

Claudia soltó una risita que sonó más bien como un suave ronroneo.

—Frank —le dijo al cabo de unos segundos con voz ronca—, se ha producido un cambio de planes del que deberías estar al corriente.

—¿Sí?

—Creemos haber localizado a Kazuo Harada, tu presidente desaparecido.

—¿Dónde está?

—Tenemos motivos para creer que lo tienen detenido aquí, en Estación Siete.

—¡¿Cómo?!

—Vamos, vístete —le dijo Claudia—. Podemos hablar del próximo paso mientras cenamos.

Matsu era el restaurante de cuatro estrellas que había en el quinto nivel de Estación Siete. Tenía una marquesina cubierta de paja en la entrada y una noria antigua que daba vueltas y salpicaba.

—Es increíble, ¿verdad? —dijo Claudia cuando Gobi miró por el muro cristal del restaurante y vio la oscura zanja del océano Pacífico.

Nuevo Nipón debería haber estado allí. Allí mismo. En aquel lugar. Y sin embargo no estaba.

Al oeste Gobi pudo distinguir la península coreana: su brillante contorno tenía la forma de una raíz de ginseng. Aquel litoral iluminado, el que se retorcía hacia el norte hasta llegar al mar de Ojotsk debía de ser el de Siberia. Gobi volvió a mirar fijamente a la oscuridad. Las islas de Honshu, Kiu—shiu, Shikoku y Hokkaido y las dispersas islas del mar del Japón, las que parecían peones de go, no estaban por ninguna parte.

Era tan extraño. Suspiró y entraron en el vestíbulo del restaurante.

—Le aseguro, señorita, que he reservado esta tarde una mesa para cenar—dijo una atronadora voz con acento británico. Un inglés alto vestido con un traje de safari les guiñó un ojo mientras la aturullada encargada japonesa consultaba la lista de reservas.

—Lo lamento, señor, pero no logro encontrar su nombre por ninguna parte —dijo ella a modo de disculpa. La sonrisa se le había helado en los labios.

—Chadwick. Simón Chadwick —insistió el inglés—. Le sugiero que busque "Chadu—wicku", querida; quizá tenga más suerte.

La encargada del restaurante se pasó por la frente un pañuelo de encaje que se había sacado de la manga del kimono.

A juzgar por su aspecto, el inglés rondaba los sesenta y cinco años. Levemente encorvado mediría un metro setenta y cinco, tenía la tez bronceada y unas patillas blancas que crecían como un par de mocasines a cada lado de su cara. Llevaba su canoso pelo peinado descuidadamente hacia atrás de tal forma que dejaba al descubierto una frente surcada por las arrugas. Tenía una nariz larga y unos ojos castaños que le seguían a uno como un par de perros de aguas ingleses.

Cuando sonreía, mostraba un agujero en sus amarillenta dentadura. Era nicotina del siglo pasado, dedujo Gobi. Su traje de safari databa probablemente de aquella época también.

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