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«BARDO DOS»

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—Me llamo Chadwick —dijo el inglés al tiempo que tendía la mano a Frank Gobi—. Pero usted y la joven señorita pueden llamarme Simón. Encantado, querida —añadió, saludando con la cabeza a Claudia—. Siempre he pensado que estos restaurantes de cuatro y cinco estrellas son tremendamente esnobs. ¿Ustedes no? Arman un enorme revuelo si no haces una reserva con quince horas de antelación y siempre esperan que vayas "vestido apropiadamente". Que me digan qué significa eso —dijo en tono burlón—. Yo por mi parte nunca sé dónde voy a comer hasta el último momento. Y prefiero tener monos en la cara que llevar una corbata negra. Creo que todos los restaurantes deberían tener una sección para nudistas. ¿Por qué no? Cada vez hay más gente desnuda en el mundo. Es discriminatorio. —Chadwick los miró con los ojos muy abiertos—. Caramba, ¿no serán ustedes una pareja de recién casados? En el vuelo del mediodía ha venido un montón de parejas procedentes de..., ya saben —musitó—, allí abajo. Yo soy un escritor de guías de viajes—prosiguió sin esperar a que le respondieran—. ¿Conocen las Memorables Guías de Viaje Chadwick y la Revista del Vestíbulo? Ésta es una publicación informativa en que se analizan los vestíbulos de hotel más singulares del mundo. Por eso estoy en Estación Siete. He venido a trabajar. Quizás hayan visto alguno de mis números especiales. Miren.

Sacó unas ediciones miniatura del bolsillo de su chaqueta de safari y le entregó varias a Claudia. Uno se titulaba: El uso de la tundra como motivo en el vestíbulo del Hilton de Irkurst. Otro llevaba por título: Los fetiches de obsequio en el Sofitel de Togo.

—Los publico como buenamente puedo al estilo antiguo —les explicó Chadwick—. Autoedición. Me temo que soy el último miembro de una especie en extinción. Actualmente te encuentras la realidad virtual hasta en la sopa. Virtual esto, virtual lo otro... Hoy en día parece que la gente se siente obligada a antropomorfizarlo absolutamente todo —barbotó—. ¡Ni que un libro en rústica no fuera más que uno de tapas duras pero en pantalón corto!

Estaba acalorándose a ojos vistas.

Claudio lanzó una mirada divertida a Gobi, y éste puso los ojos en blanco.

—Gracias —dijo Claudia, aceptando los libritos—. Parecen muy interesantes. No conocía su obra, señor Chadwick, pero ahora podré remediar la situación.

Claudia habló rápidamente en japonés a la encargada del restaurante, y ésta asintió con la cabeza e hizo una reverencia.

En sus manos aparecieron un par de menús mientras llevaba a la pareja a su mesa.

—No tardarán mucho en encontrarle una mesa, señor Chadwick, incluso si no tiene reserva.—Claudia sonrió al pasar a su lado—. Ya me he ocupado yo de ello.

—Caramba. —El larguirucho inglés se giró sobre los talones—. Esto es asombroso.

Claudia y Gobi fueron conducidos a una mesa que se tambaleaba sobre un tatami antiguo situada en una esquina apartada de lo que en sus orígenes había sido una posada japonesa de principios del siglo veinte.

Según la leyenda de Matsu, que estaba escrita en inglés y en japonés en la parte de atrás del menú, los muebles habían sido transportados pieza por pieza de una isla del mar del Japón.

—Es asombroso que todo esto exista en el espacio, a ciento de miles de kilómetros sobre Nuevo Tokio —comentó Claudia cuando deslizó las piernas bajo la mesa. Sus pies se tocaron y se sonrieron el uno al otro.

—Es realmente increíble—coincidió Gobi.

Una camarera coloradota vestida como una campesina con un pantalón mompei de color azul trajo unas toallas humeantes. Gobi respiró el vapor y dejó que le abriera los poros de la cara.

Alzó la vista y miró a Claudia.

—Muy bien, Claudia. ¿Podrías contármelo ahora?

Claudia se quitó una de las horquillas del pelo y la dejó sobre la mesa.

—Según la información que tenemos, Harada, presidente del Grupo Satori, está detenido en alguna parte de esta estación —dijo—. Posiblemente en una suite del nivel 28, que es la planta privada de Ryutaro Kobayashi. Esa planta está cerrada al público.

—¿Tienes alguna manera de comprobarlo?

—Aquí es donde intervienes tú.

—¿Qué esperáis que haga?

—Nos gustaría que corroboraras esa información intentando ponerte en contacto con el señor Harada.

—¿Cómo?

—Mediante un enlace telepático. —Claudia le observó—. ¿Puedes hacer eso?

Él la miró con curiosidad.

—No estoy seguro.

Claudia tamborileó impacientemente con los dedos sobre la mesa.

—Pero tú eres uno de los mejores. Ése es el motivo por el que te ha contratado Satori, ¿no?

—No es fácil. Un enlace telepático dependería de varios factores: su condición física y mental; si está narcotizado o no, y si lo está, qué tipo de drogas están suministrándole. Esto tendría un gran efecto en sus ondas cerebrales. Es más difícil abrirse paso con unas drogas que con otras. —Gobi siguió pensando en voz alta—. El entorno físico también es importante: dónde le tienen detenido y si está rodeado de un campo de interferencia activo o no. —Hizo una pausa—. Si puedo comprobar que Harada se encuentra en esa suite, ¿cómo vais a sacarle?

—Frank —dijo ella con la voz muy baja—. Hay algo más que debería decirte.

—¿De qué se trata?

—Si al señor Harada lo tienen prisionero aquí, puede que sea difícil liberarlo a tiempo. Quizás haya que dejar eso para más tarde.

Estaba jugueteando con la toalla oshibori, que se había quedado fría, doblándola y desdoblándola.

—¿Qué quieres decir con que puede que sea difícil liberarlo a tiempo? ¿A tiempo de qué?

Ella alzó la vista.

—Tenemos quizá cuarenta y ocho horas a lo sumo para poner en funcionamiento los sectores averiados de Virtuópolis. Si no conseguimos reactivar el sistema en ese tiempo, nos arriesgamos a que los usuarios que todavía están conectados queden incomunicados de manera permanente. En este momento, hay un sistema de seguridad que mantiene las conexiones neurales activas. Ahora están activas. Pero el sistema no puede seguir así mucho tiempo más.

—¿Sólo tenemos cuarenta y ocho horas? —Gobi la miró con expresión de estupidez.

—Lo siento, Frank —le dijo ella con voz queda—.Ya sé que tu hijo se encuentra entre los que han quedado atrapados en Tiempo de Juego.

—¿Y qué podemos hacer? —preguntó Gobi con voz severa—. Cuarenta y ocho horas no es mucho tiempo que digamos, joder.

—Hay algo, Frank... —musitó Claudia acercándose a él—. Algo que sólo tú puedes hacer.

Gobi tenía la impresión de que ya lo sabía, y no había nada que pudiera hacer al respecto.

Le tenían pillado.

—¡Que aproveche, qué caramba! —dijo la atronadora voz con acento británico—. No están para nadie, ¿verdad, tortolitos? Siento interrumpirles.

Gobi y Claudia alzaron la vista sobresaltados.

Simón Chadwick se encontraba detrás de la encargada japonesa, que estaba conduciéndolo a una mesa situada al fondo del restaurante.

—Les agradezco que hayan intercedido por mí. —El inglés sonrió a Claudia—. Incluso me han prometido una mesa al lado de la ventana. Dicen que la vista de Nuevo Nipón es realmente inolvidable desde aquí. Que disfruten de su cena.

«LA TORRE DEL HOMENAJE»

La puerta del ascensor se abrió en el decimocuarto nivel de Estación Siete y Claudia y Gobi salieron a un alquitranado alumbrado por focos y encerrado en una burbuja transparente gigante. Una redes verdes unidas como mallas interestelares proyectaban unas sombras enormes sobre la iluminada superficie del campo de golf cubierto. Aproximadamente una docena de parejas de japoneses en luna de miel vestidos con uniformes verdes Kobayashi practicaban sus golpes en las galerías. Las bolas de golf describían arcos en el aire y producían un sonido seco que resonaba en aquel espacio de clima controlado.

Gobi y Claudia bebieron agua mineral en el bar del centro deportivo mientras miraban los movimientos de los diversos jugadores de golf vestidos con trajes espaciales que había al otro lado de la burbuja gigante. Llevaban unas minibombonas de oxígeno sujetas al cinturón y sus blancas caras estaban iluminadas en el interior de los cascos. Los ayudantes espaciales los seguían con unas bolsas cerradas con cremallera en las que llevaban los palos de golf.

Se oían unos golpes secos cuando los palos hidráulicos conectaban con las bolas de alta velocidad, las cuales describían curvas en su camino hacia los oscuros hoteles flotantes.

—Es un milagro de la ingeniería espacial —explicó Claudia—. Éste es el primer campo de golf que se ha abierto en el espacio. Esos agujeros son unidades de compresión de desperdicios en órbita y están diseñados para imitar a los agujeros negros. Se tragan todo lo que les echas dentro, basura incluida.

—Vamos a ver si me aclaro —dijo Gobi con severidad, cambiando de tema—. ¿Quieres que descargue la conciencia de Harada y que luego la transfiera a otro medio?

—Ya lo has hecho antes. No debería ser tan difícil —le dijo Claudia tras girarse en su silla para ponerse de cara a él—. ¿No?

—Como ya te he dicho, depende de la cantidad de material que se quiera descargar. Si bajas la conciencia de un patán, quizá no sea muy complicado. Pero tratándose de Harada, no sé qué pensar. Se supone que es un genio.

—Sólo estamos interesados en una cosa.

—¿En qué?

—Necesitamos la clave que se utilizó para codificar el código fuente de Ciudad Satori 2.0. El presidente Harada la tiene. Ése es nuestro eslabón perdido. Consíguenoslo y podremos poner en funcionamiento Virtuópolis. De ese modo todo el mundo será liberado. Tu hijo y todos los demás. —Claudia movió el vaso para que el hielo tintineara—. La clave tiene dieciséis caracteres. Hemos probado todas las combinaciones posibles, pero no hemos sacado nada en limpio. Tenemos que conseguirla directamente de él.

Gobi la miró de hito en hito.

—Eso es como buscar una aguja en un pajar.

—Tú puedes hacerlo.

Gobi vio a los golfistas y sus ayudantes volver a la esclusa espacial. Estaban entrando. Detrás de ellos, una red verde cubría por completo el campo ingrávido de diez acres y lo sujetaba a la nave nodriza.

—¿Cómo os enterasteis? —preguntó Gobi.

—¿Enterarnos de qué?

—De que estoy realizando esa investigación. Se suponía que era secreta.

—El Grupo Satori siempre ha estado interesado en IND. La Interfaz Neural Directa es el siguiente paso. Eras una de las personas a las que había que prestar atención: un experto en la especialidad, joven y emprendedor. La lista no era tan larga. Puede que un día ganes incluso el premio Nóbel por tu contribución a la metaciencia. ¿Te gustaría eso?

Gobi hizo caso omiso del halago.

—¿Cómo obtuvisteis acceso a mi investigación?

Claudia sonrió.

—Si te lo cuento, ¿cooperarás? —Hizo una pausa—. Muy bien, no voy a torturarte. Si quieres saberlo, te lo diré.

—Te escucho.

—¿Te dice algo el nombre de Fujimura?

El nombre no significaba nada para él. Gobi hizo un gesto de negación con la cabeza.

—No, ¿quiénes?

—Me temo que ya no está con nosotros —respondió Claudia—. Se ha ido al Más Allá.

¿Fujimura? Pues claro. El joven estudiante japonés que padecía de leucemia avanzada. Había acudido al Arboretum y solicitado expresamente entrar en el círculo curativo de Gobi. Cuando había llegado el momento, le había pedido que le ayudara a orientarse por los bardos de la esfera posterior a la muerte. Fujimura había sido una de las primeras transferencias que Gobi había llevado a cabo con éxito.

—Ya veo que te acuerdas de él —comentó Claudia—. Trabajaba para nosotros, Frank. Era un voluntario. Hiciste un buen trabajo con él y él te lo agradece.

—¿Cómo es posible que lo sepas? Yo estaba con él cuando murió. No pudo deciros nada.

—Con tecnología primitiva, me temo —contestó Claudia—. Utilizamos un tablero Guija para comunicarnos con él. Nos confirmó tu transferencia. Ahora ya lo sabes. Vamos, acábate eso. Será mejor que nos vayamos. Ya no queda ningún jugador de golf en el campo. Es un buen momento para hacer lo que hemos venido a hacer.

—Mira, Frank —le dijo Claudia con gestos efusivos al tiempo que se cogía a uno de sus brazos. Era una turista que estaba mostrándole la vistas de Estación Siete desde la galería panorámica—. Las oficinas privadas de Ryutaro Kobayashi se encuentran en los niveles 26 y 27. Sus aposentos privados están en el 28. ¿Ves ese grupo de ventanas que tienen una luz rosada? Allí es donde vive. Dicen que tiene toda una colección de arte allí dentro. —Claudia tenía una sonrisa de oreja a oreja, pero mantenía la voz baja—.Sospechamos que Harada está detenido en el nivel 28. ¿Ves la cuarta suite que hay contando desde la parte izquierda del cilindro? Allí es. La suite

2802. —Hizo una pausa—. Allí es donde vamos a ir cuando estemos preparados. Gobi se puso pálido de repente.

—Un momento. No vamos a salir del campo de golf, ¿verdad? —preguntó sobresaltado—. Pensaba que habías dicho que íbamos a intentar captar sus señales neurales desde dentro de la zona.

—No te preocupes, no vas a perderte en el espacio —le aseguró Claudia—. Tengo la manera de ocuparme de ello. —Le dio una palmada en la mano—.

Relájate, Frank. Esto es un lugar de recreo, no una cárcel. No hay barrotes ni alambradas. Podemos salir fácilmente del perímetro sin que nos detecten. Pasaremos por el punto más lejano, donde la red está sujeta a la nave. Será casi como meterse por debajo de una red de voleibol. —Se había animado—. Ya verás.

—¿Pero cómo voy a pasear por el espacio si ni siquiera he buceado con escafandra?

—Todo irá sobre ruedas, te lo prometo. Descarga a Harada y luego transfiéremelo. A partir de ese momento me encargaré yo de todo. —Dejó una mano sobre la de Gobi y añadió—: Luego podremos pasar la noche relajándonos, Frank. A bordo hay un balneario maravilloso con fuentes termales orbitales. Te haré un masaje incluso. Hago unos masajes estupendos.

Gobi sintió un cosquilleo familiar en su segundo meridiano. Claudia había dejado ahí su huella.

—Vamos —dijo ella, ciñéndole la cintura con un brazo—. ¿Por qué no jugamos un poco a golf? —Sonrió—. ¿Quién sabe? Puede que hagas incluso un uno bajo par.

Gobi y Claudia se pusieron unos trajes espaciales Kobayashi ultraligeros de color azul.

—Es la primera vez que salgo —confesó Gobi al empleado del mostrador que les entregó su bolsa de palos—. Nunca he jugado al golf espacial.

—Ya verá como tiene la suerte del principiante —le dijo para tranquilizarle el joven japonés, que llevaba camiseta y pantalón blancos—. Simplemente siga las normas. No salga del campo. Mantenga la radio encendida. Si tiene algún problema, mandaré a un vigilante de inmediato. Le presento a Kondo—san. —El joven le señaló con la cabeza a un japonés de aspecto atlético vestido con un traje espacial negro que llevaba los pies cubiertos con unos calcetines tipo tabi que tenían una separación para el dedo gordo—. Es nuestro vigilante número uno, ¿verdad, Kondo—san? —El joven se rió.

Kondo masculló algo en japonés, tras lo cual dio media vuelta y se alejó.

—Un tipo simpático —comentó Gobi.

El empleado se rió.

—Es el cinturón negro número uno del espacio, así que no se preocupen.

—Creo que ya estamos preparados —dijo Claudia, señalando con la cabeza la escotilla de la esclusa espacial—. Vamos, Frank.

El japonés les dijo en voz alta:

—Por favor, no se olviden: la bombona de oxígeno dura cuarenta y cinco minutos, pero, por favor, vuelvan dentro de media hora, ¿de acuerdo? Que disfruten.

Tras hacerles aquella advertencia, el empleado pulsó el interruptor que tenía debajo del mostrador y la escotilla se abrió con un silbido. Claudia y Gobi se pusieron sus cascos de color negro con forma de burbuja, los cerraron y entraron en la sala de espera.

Claudia indicó con el pulgar al empleado que todo iba bien. La puerta se abrió y los dos se adentraron en la iluminada negrura del espacio.

Claudia fue la primera en ponerse a flotar. Gobi la siguió y sintió una repentina oleada de emoción. Una extraña sensación de reconocimiento le invadió. "La ingravidez debe ser muy budista", concluyó. "Como en el caso del vacío, se puede navegar por ella." Soltó una risilla. "¿Quién sabe? Quizás haya sido cosmonauta en una vida anterior."

Claudia se giró.

—¿Va todo bien, Frank? —Observó sus movimientos—. Oye, ni que llevaras toda la vida haciéndolo.

—Viene una ola —dijo Gobi con una sonrisa en los labios al tiempo que ascendía para ponerse a su lado.

—Vamos a practicar unos cuantos golpes en la zona de calentamiento, allí, arriba a la derecha —dijo Claudia por si había alguna persona escuchándoles por el canal. A continuación hizo una señal en la dirección contraria, hacia el lugar en que la red verde estaba sujeta a la nave.

Gobi alzó la vista. Detrás de la gigante red flotante, los radios cilíndricos de Estación Siete parecían un trasatlántico acercándose a unos supervivientes en bote salvavidas. Entonces vio el cálido brillo de los aposentos privados de Ryutaro Kobayashi en la planta 28 y algo comenzó a ocurrir en su interior, un proceso que no podía explicar. Se trataba de algo nuevo. Una inquietante oleada de adrenalina empezó a recorrer rápidamente todo su sistema. Lo que notaba era algo gris y pegajoso, como una telaraña colgada de una rama que se le hubiera pegado a la cara.

Entonces lo comprendió. Eran datos, datos que estaban introduciéndose en su conciencia. Estaba recibiendo una señal de alguna parte, pero era demasiado débil como para que pudiera descifrarla.

"Prueba la respiración de hibernación", se dijo a sí mismo. Empezó a aspirar aire de manera muy poco profunda pero absorbiendo muchísimo, tal como le había enseñado el maestro Yang. Los latidos de su corazón comenzaron a ralentizarse automáticamente. Su energía fue reduciéndose hasta quedar concentrada en un punto diminuto del plexo solar. "Conservación absoluta del chi, Gobi. Luego tu shen podrá abandonar tu cuerpo y viajar."

Ahora se encontraba en un estado alterado de actividad. Su conciencia le precedía, como un rastreador indio en un plano astral.

Observó detenidamente el perímetro, y entonces oyó la voz. Al principio le llegaba débilmente, pero le resultaba familiar y reconocible. Era la voz de su shen.

"El camino está despejado. Pero te aguarda algo malo."

"¿Qué es?", preguntó Gobi a su shen. Pero éste (que ya le había dejado muy atrás) no respondió. Era uno de los problemas de este tipo de yoga. Se producía un retraso espacio temporal entre el plano superior y el inferior. El maestro yang le había dicho que perfeccionar el kata costaba doce años de correcto aprendizaje.

Claudia le hizo una señal para que avanzara. Estaba sorprendido de lo fácil que le resultaba ahora mantenerse a su altura. Aunque al principio no dejaba de desviarse, no tardó en aprender a navegar en las aguas del vacío.

Pronto llegaron al perímetro del campo. Una rápida inspección les permitió ver que la red de seguridad estaba construida de una forma relativamente sencilla. Iba sujeta a un cable que estaba sostenido por unas anillas clavadas al revestimiento de Estación Siete a lo largo de toda la nave. Levantando la red, uno podía deslizar su cuerpo fácilmente por debajo y salir.

Claudia sujetó las bolsas de los palos a una de las anillas y, al igual un pez que trata de escapar de una red, respiró hondo, encogió el cuerpo y pasó al otro lado.

Mientras ascendían, sus cuerpos se fundieron con las sombras del espacio.

Siguiendo el ejemplo de Claudia, Gobi activó los patines de muñeca magnéticos y los pasó por encima de la superficie de la nave. Qué sensación más extraña. Era como tener unas planchas de levitación magnética que te permitían deslizarte en cualquier dirección sin peligro de perder el contacto y desaparecer en las profundidades del espacio a la deriva.

A medio camino, empezó nuevamente a recibir la señal, la que había oído en un principio. Su shen estaba transmitiéndole la voz. Era el sonido de una sirena que emitía su señal desde un lugar lejano, más allá del viento espacial. Estaba llamándole a él.

Sintió un cosquilleo en los brazos, las piernas y el torso. El cuero cabelludo le picaba en el interior de su casco negro.

Gobi siguió subiendo y, cuando pasó al lado de Claudia, vio que ponía cara de asombro. Dejó atrás varias plantas de habitaciones de hotel. En una de ellas vio a una pareja desnuda haciendo el amor; en otra había un hombre de expresión triste sentado en una silla Luis XIV. En una suite, el holovisor estaba encendido, pero la habitación estaba vacía. Las figuras del juego flotaban como si estuvieran en un limbo de naturalezas muertas, como una familia de fantasmas que esperara a que regresaran los habitantes de la casa.

A Gobi se le aceleró el pulso. Venía de ahí. Ahora oía la música claramente. Ella estaba en la ventana esperándole con los brazos extendidos. Era la figura de una mujer vestida toda de blanco. Sus ojos eran como tubos termiónicos de cristal y estaban encendidos. Tenía el pelo de color cobre, al igual que la cara. Su túnica flotaba en torno a sus hombros formando grandes pliegues griegos.

Gobi se detuvo pasmado al otro lado del cristal. Los ojos de la mujer se pusieron verdes y su canción se transformó en un mensaje que daba interminables vueltas en espiral. La música se componía en su conjunto de símbolos geométricos de color pastel, los cuales se introducían rápidamente en su pedúnculo cerebral lanzando destellos.

Era una transferencia. Una carga sólida de datos que implosiones en algún lugar situado en lo más profundo de su cerebro.

Fuera cual fuese la información que contuviera la canción, ahora no podía tratar de comprenderla. No era verbal, de eso no había duda. No podía traducirlo con palabras, y menos aún comprenderlo racionalmente. Pero sabía que podía ser activado.

Corrección: sabía que se activaría en el momento adecuado.

Claudia se encontraba a su lado. Miró por la ventaba para ver qué era lo que le había cautivado. La mujer de blanco había desaparecido y la habitación estaba vacía.

Claudia le hizo un gesto que quería decir: "¡No perdamos tiempo!". Sin embargo, al ver la expresión distante que Gobi tenía en los ojos, puso cara de temor y le preguntó: "¿Estás bien?".

Pero Gobi estaba ahora siguiendo a su shen. Ya se encontraba casi allí, cerca de los niveles superiores de la estación espacial en los que Ryutaro Kobayashi tenía la sede de su keiretsu.

Entonces oyó a su shen hablar con su voz interior: "Donde el mal te aguarda".

Habían llegado a la torre del homenaje Kobayashi. No había otra manera de describir aquel lugar.

Tenía incluso una especie de foso: un canal con grandes mellas pensado para capturar y desviar cualquier meteorito perdido que pudiera chocar con el santuario de Kobayashi.

Los majestuosos aleros de la torre y sus tejas doradas hacían pensar en un castillo japonés del siglo XVI espacial. Las ventanas de los aposentos de Kobayashi estaban protegidas con travesaños de ferrocerámica reforzada construidos no sólo para rechazar los meteoritos, sino también las descargas de fuego láser.

El castillo estaba arriba y la ciudad, con sus suites de hotel, tiendas y restaurantes, abajo. Era una ciudad medieval a trescientos kilómetros sobre la tierra.

Claudia se disponía a cruzar el foso para ir al nivel 26, pero Gobi le cogió del hombro e hizo un gesto de negación con la cabeza. Ella meneó la cabeza consternada. "¿Qué ocurre ahora?"

Gobi le señaló la torre central. El tejado, que era de dos aguas, tenía en sus dos extremos sendas gárgolas coreanas que con una mueca desafiante en los labios aguardaban a que los intrusos cayeran en su trampa.

Hateya. "Guardianes mercenarios de un antiguo y poderoso bestiario", le informó su shen. "Amenaza. Pero no es el mal. Éste lo encontrarás al otro lado."

Claudia sacudió la cabeza. No le comprendía. Gobi le hizo una señal. "Mira esto."

Metió la mano en el bolsillo de velcro que tenía en el traje espacial, el cual contenía una reserva de bolas de golf. Sacó un par y activó sus detonadores. Apuntó a la ventana central del piso de Ruytaro Kobayashi y arrojó las bolas con toda su fuerza.

Claudia se encogió de miedo: "¿Qué estás haciendo?".

Las bolas atravesaron el perímetro del palacio Kobayashi y acto seguido se evaporaron en una nubecilla de luz parpadeante. Como no podía ser de otra manera, las figuras hateya se pusieron en acción de inmediato, disparando rayos láser por la boca. Claudia se agarró a la réplica del castillo del siglo XVI. Estaban atrapados. No podían seguir adelante, y tampoco podían regresar. Cualquier movimiento, por pequeño que fuera, daría lugar a una nueva ráfaga.

Sus ojos mostraron pánico por primera vez. Varias capas por debajo de la laqueada frialdad, el miedo se había apoderado de ella.

Gobi estaba ahora accediendo a nuevos datos en otra zona. Ante sus ojos se balanceaba un fragmento de figura geométrica de color pastel. Lo identificó como una parte de la información que le habla transferido la mujer de blanco. Lo examinó. Era un holograma con un visor infrarrojo. Con él podía analizar el mecanismo con el que funcionaban los dos guardianes hateya.

Vio los disparadores del láser en el interior de sus gesticulantes bocas. Bien, podía desarmarlos. Sabía qué tenía que hacer: separar partes del holograma. Eran digitalmente flexibles. Algodonosos pedazos de gel líquido de color rosa se separaron de la figura y flotaron como mercurio. Gobi formó con ellas un par de bolas.

Con los ojos clavados en las bestias, Gobi arrojó las esferas hacia los hateya. En cuanto llegaron a ellos, se disgregaron como si fueran de masilla y obturaron los mecanismos de los disparadores.

Desde donde Claudia se encontraba, Gobi parecía estar haciendo una especie de ridícula pantomima. Un baile Noh fuera del tiempo.

Volvió a sacudir la cabeza. ¿Qué estaba haciendo?

El holograma invisible que estaba balanceándose ante la cara de Gobi empezó a hacerse más grande. Ahora se manifestaba como dos líneas paralelas. Gobi las cogió.

Horrorizada, Claudia vio cómo Gobi se soltaba el cierre de seguridad de su cuerda y comenzaba a cruzar el foso en dirección a los niveles de Kobayashi.

En cualquier momento los rayos láser atomizarían su cuerpo. Sin embargo, las armas de los hateya permanecieron en silencio y Gobi logró cruzar la divisoria.

Se encontraba al otro lado del foso, dentro del perímetro interior del castillo y fuera de las grandes ventanas enrejadas de los aposentos Kobayashi.

El holograma chisporroteó. Lo siguió y giró hacia la izquierda. Tenía los ojos a la altura de la repisa de la ventana. Allí no había nada. Era una oficina vacía con una pared llena de ordenadores parpadeantes. En otra habitación, una sala, vio a varios técnicos de Kobayashi sentados bebiendo té verde y charlando.

Avanzando, Gobi pudo ver unos pasillos largos y oscuros con focos que iluminaban unos objetos guardados dentro de vitrinas de cristal.

Una armadura de samurai, completa con su espada, su escudo y su máscara erizada de crines blancas. Una jarra celadón de la dinastía Tang. Una estatua de dos mil años de antigüedad del período Jomón con expresión de fijeza en sus ojos vacíos. Otros objets d'art modernos. Cuadros. Un Matisse, Un De Kooning. Un Pollock. Un Picasso.

"Un momento. ¿Y esa vitrina que hay al lado de la ventana, a unos centímetros de mi cara?" Algo no encajaba. Se mantuvo un momento suspendido. Había tres estantes de cristal con filas de netsukes, las figurillas japonesas talladas en marfil.

El problema era que éstas no estaban talladas en marfil. Eran algo así como artefactos para almacenar datos hechos a imagen de los netsukes. Aquí había un oni, un demonio con pinzas de cangrejo, con una expresión de horror grabada en el rostro. Allí, un asceta peleaba con un demonio sobre una hoja de loto. También había un jabalí cogido en una trampa. Y una rata. Y un pez retorciéndose en una red...

Gobi lo comprendió de repente: "¡Dios mío! ¡Son psiques humanas!".

En aquel momento le habló su shen, con calma y en tono de imparcialidad. Gobi tuvo que recordarse asimismo que para el shen la objetividad pertenecía a un orden superior. No denotaba insensibilidad. Era simplemente la distancia que separaba el plano astral del mental.

"El algoritmo hologramático que has recibido al subir es un programa de utilidades subatómico. Debes utilizarlo para descodificar este mal. Sí, el mal tiene un algoritmo especial propio..."

A continuación el shen se dirigió a él como si fuera un guía turístico que estuviera enseñándole el museo de los condenados.

"Pase por aquí, por favor. Fíjese en la textura de este drama. Es un disparate kármico. Esto que ve aquí son almas de hombres, no sus shen, que son sus espíritus, sino sus almas. ¿Entiende la diferencia? Han sido congelados en el tiempo.

"Aquí, dentro de cada netsuke, encontrará el espacio de almacenamiento suficiente para encerrar cada pensamiento comprimido que una persona haya podido tener en los últimos veinte años..."

"¡Ya basta! —Un estremecimiento atravesó a Gobi hasta llegar a lo más profundo de su ser—.

¿Cuál es la raíz cuadrada de este horror? ¿Quién colecciona estas figurillas? Esto es realmente un espanto de proporciones megakármicas."

Sintió un nuevo estremecimiento, y luego Claudia, que estaba haciéndole señales frenéticamente desde el otro lado del foso, le recordó la hora que era.

Gobi consultó su reloj: faltaban veintidós minutos. Debía ir a la suite 2802. Se le estaban acabando el oxígeno y el tiempo...

Gobi se deslizó hasta el fondo de la galería, donde pudo ver unas luces.

Claudia había dicho específicamente que se trataba de la cuarta suite contando a partir del fondo. Fue flotando hasta ella y se quedó suspendido al nivel del suelo. Era una suite de gran tamaño. Las luces estaban puestas a poca intensidad. A Gobi le llamó la atención la bandeja de medicamentos que había sobre la mesilla de la cama.

En la habitación de al lado, que estaba fuertemente iluminada, un hombre fornido con el pelo rapado estaba sentado en una silla jugando con un juego portátil. Era un guardaespaldas.

Los ojos de Gobi regresaron a la habitación que estaba casi a oscuras. Aunque no podía ver su interior con mucha claridad, podía discernir una figura tumbada en la cama. No alcanzaba a distinguir si se trataba de un hombre o de una mujer. ¿Era Kazuo Harada? Iba a intentar captar algo, quizás una vibración perdida.

Entonces se abrió la puerta. Gobi se quedó estupefacto.

Los dos curanderos de California entraron en la habitación. Gobi los reconoció del viaje en aeronave. Eran los dos hombres de pelo largo y rubio y barba rizada. Todavía tenían puestas las parkas de color blanco nieve. El segundo llevaba un maletín; lo dejó en un aparador y lo abrió. Sacó un par de barras de cristal y las pasó sobre el campo de la cama como si fueran un contador Geiger.

Entonces Gobi se llevó otra sorpresa.

De pie, detrás de los dos curanderos, y con cara impasible, se encontraba Axel Tanaka, jefe de seguridad de Estación Siete. Tenía en las manos una caja electrónica. Uno de los curanderos se volvió de repente hacia la ventana por la que estaba mirando Gobi. Fue un rapidísimo golpe de intuición lo que le hizo a Gobi agachar la cabeza. Notó la inquisitiva mirada del hombre salir por la ventana y disiparse en el espacio.

Con la espalda apoyada contra la pared de debajo de la ventana, Gobi consideró todas las opciones que tenía. Tenía que actuar con rapidez. Aquellos curanderos podían ser unos abrelatas alquilados. Quizá tenían el mismo objetivo que Gobi: sondear el psique de Harada para sacar todos los sectores de conciencia que pudiesen de la misma manera que si estuvieran sacando rodajas de pina de una lata.

Por otra parte, la persona que estaba tumbada en la cama, fuera quien fuese, no se encontraba en buen estado. Gobi no había tenido el tiempo suficiente para determinar si estaba narcotizado o no. Los signos vitales que captaba eran prácticamente nulos. Aquel hombre estaba muriéndose. Era evidente. Pero los dos curanderos no podían simplemente extraerle la conciencia; antes tenían que estabilizar su situación.

Eso era lo que estaban haciendo ahora con los cristales. Gobi podía oír el potente zumbido incluso desde fuera de la habitación.

En cuanto terminaran de estabilizar su situación, lo abrirían. Tenía que actuar inmediatamente.

Gobi volvió a subir a la repisa de la ventana. Un campo de luz brillaba sobre el cuerpo de Kazuo Harada y un cordón de luz emanaba de la parte superior de su cabeza.

"Ahora o nunca."

Gobi pasó su chi como si fuera una corriente de gran potencia por cada uno de sus 72.000 nadis vitales, los delgados filamentos de la energía de la vida. La sangre, el viento y el aliento prana recorrieron su canal central y saltaron a toda velocidad por la coronilla de su cabeza hasta que conectaron con la suave luz líquida que estaba escapando por el séptimo meridiano del moribundo.

Incluso si así lo hubiera deseado, ya era demasiado tarde para echarse atrás. Fue una transferencia rápida y furiosa. No había tiempo para interacciones escrupulosas..

"¡AHORA!"

Las luces de la habitación se apagaron. Gobi salió de allí en un abrir y cerrar de ojos.

Las gárgolas coreanas estaban tranquilas y sus lásers mudos. En cuanto Gobi cruzó el foso, Claudia salió de las sombras y se acercó a él flotando.

Le miró con los ojos muy abiertos: "¿Lo tienes?". Había visto el resplandor de luz en el piso 28.

Con gesto cansado, Gobi asintió con la cabeza. Se sentía vacío y, al mismo tiempo, lleno: lleno de la conciencia del extraño cuya transferencia había hecho. En aquel momento, tenía los conocimientos de un ser antes de nacer. Todavía no comprendía el mundo en que se movía.

El chi de Gobi tenía la conciencia extraña en su luz umbilical. "No tardará en nacer", pensó.

Claudia le dio una palmada en el hombro:

"Enhorabuena".

Entonces señaló el indicador de la bombona de oxígeno. Se encontraba en la zona roja de peligro. Tenían oxígeno para ocho minutos.

Él hizo un gesto de asentimiento. Metieron los patines de muñeca en una ranura de la pared y se pusieron en marcha.

Cuando llegaron a la red verde gigante, Claudia la abrió y Gobi se deslizó por debajo de ella como si estuviera bajando por una rampa.

Gobi se encontraba a medio camino cuando se dio cuenta de que sucedía algo realmente grave. En aquel momento sintió una tremenda presión en el pecho. El dolor era tan intenso que por un momento perdió el sentido. Cuando volvió en sí, se dio cuenta de que estaban apretándole implacablemente desde el otro lado de la red. Por un instante se preguntó si no se habría cruzado en el camino de alguna máquina. Un cabestrante o algo parecido.

Cuando llegó al otro lado, comprendió qué estaba sucediendo. Las pinzas que le habían asido tan despiadadamente pertenecían a un par de fuertes piernas, que estaban apretándole como si fueran unas tijeras.

Por fin vio la cara del hombre. Era Kondo, el vigilante japonés. Sus ojos eran tan fríos y negros como peones de go pulidos. Movió repentinamente las manos sobre el pecho de Gobi y le arrancó las bombonas de oxígeno. ¡Ah...!

Gobi sintió que se desmayaba de nuevo. De pronto apareció Claudia con uno de los palos de golf hidráulicos en la mano. Gobi vio en cámara lenta que lo estrellaba sobre el vigilante como si fuera una katana japonesa. ¡Zas!

La cabeza de Kondo cayó bruscamente hacia atrás y Gobi pudo alejarse flotando como si fuera un globo desinflado con el tubo del oxígeno, que ahora ya no le valía para nada, colgado de la espalda.

Kondo se abalanzó sobre Claudia moviendo las manos como unas cuchillas. Ella se defendió con los brazos y luego le lanzó una patada baja a la entrepierna. Él se apartó dando un salto mortal y le dio una patada nada más caer. Le acertó en las costillas. Claudia salió disparada contra la red.

Kondo sacó a continuación un shuriken de la manga y apuntó a Claudia con él. La diminuta sierra circular rasgó la red. Durante unos segundos Claudia estuvo sujeta por una camisa de fuerza de mallas verdes y luego desapareció en la oscuridad que se extendía afuera.

A Gobi apenas le quedaba CO2 reciclado. "Sigue respirando al estilo hibernación", le instó el maestro Yang. "Don Main Far." Gobi oyó aquella orden como si se encontrara en un sueño lejano. "Tu cuerpo debe ser completamente transparente al flujo de chi."

La impasible cara de Kondo se asomó a la burbuja ahumada del casco de Gobi. El vigilante empezó a meterlo a rastras en el campo de golf. ¿Adonde estaba llevándole?

Por el rabillo de ojo, Gobi vio que estaban acercándose a algo que daba vueltas. Desde donde estaba, podía distinguir el complicado mecanismo de uno de los agujeros negros miniatura que había en órbita.

Gobi notó el tirón en su traje cuando el compresor empezó a calentar su elemento succionador. Kondo le tenía inmovilizado por la cabeza y estaba tirando de él hacia el agujero negro. Avanzaban centímetro a centímetro.

De repente todo acabó.

Kondo lo soltó. Incluso pareció que le hacía una reverencia, amablemente, como el portero de un club nocturno barato.

En un primer momento el agujero negro succionó sólo un pedazo del casco de Kondo del tamaño de una moneda. Luego el resto de su burbuja de cristal se resquebrajó.

Claudia lo había hecho perfectamente. Había colocado la bola totalmente cargada sobre su tee geosincrónico y luego la había golpeado con el hierro hidráulico. La bola había surcado el espacio y había explotado a un centímetro bajo la corteza cerebral de Kondo.

La explosión le hizo girarse sobre sus talones. Se desplomó sobre las rodillas y su cara se introdujo en el agujero. Más de la mitad de su cuerpo había desaparecido ya. El agujero negro estaba comiéndoselo como un sandwich. Claudia se acercó a Gobi y le empujó suavemente hacia adelante agarrándole uno de los hombros con una mano y colocando la otra en la parte inferior de su espalda. Luego hizo una pausa para insertar su tubo de oxígeno en su casco y él respiró todo lo que pudo sin atragantarse. Sólo pensaba en salvarse.

Llegaron a la esclusa y ella llamó para que les dejaran pasar a la sala de espera.

Gobi alzó la vista y la miró lánguidamente desde el banco en el que ella le había ayudado a reclinarse.

En aquel momento le pareció bellísima. Ella se quitó el casco como un profesor de kendo al final de una clase y, tras sacudir su larga melena negra, se pasó los dedos por la sedosa cascada de cabellos. Entonces lo miró con una expresión en los ojos que denotaba al mismo tiempo dulzura, preocupación y profundo alivio.

—Descansa —le instó dulcemente.

Durante unos minutos Gobi respiró ávidamente el aire con olor a limón.

—Ya estoy bien —le dijo al tiempo que se levantaba del banco—. Gracias, Claudia.

Ella le besó en la frente tiernamente.

—Te quiero, Gobi —musitó.

—¿Han disfrutado con el juego? —preguntó el ayudante, una vez hubieron devuelto los equipos en el mostrador. Observó el traje perforado de Gobi y su botella de oxígeno rota sin hacer comentario alguno.

—Fue exactamente como usted dijo —le contestó Gobi—. Tuvimos la suerte de los principiantes.

«ONSEN»

Los baños góndola orbitales iban y venían cada pocos minutos de la cubierta del balneario. El recorrido de las fuentes termales funiculares rodeaba el cilindro central de Estación Siete.

Ataviada con un kimono yukata rosa con motivos florales, Claudia esperaba impacientemente a Gobi. Estaba retrasándose.

Lo vio acercarse por la plataforma con una chaqueta happi azul oscuro sobre su yukata verde. Calzaba zoris. Claudia no pudo evitar sonreír.

—Pareces un peregrino —dijo—. O un yakuza.

Gobi sacó sus gafas Ray—Ban y se las puso.

—Me tenías preocupada —dijo ella—. ¿Qué ha pasado?

—Oh, he subido a mi habitación para coger la gafas.

—¿Las gafas de sol? ¿Hay algo que debería saber? —Miró alrededor—. Esto no es Miami Beach precisamente.

—Ni tampoco Guam —dijo él con una sonrisa—. Ni las islas Salomón. Ni Waikiki.

—¿Te encuentras bien, Frank? No lo cojo. —Su cara reflejaba perplejidad.

—Cuando he ido al vestuario, he pasado por la sauna y he visto unos yakuzas sentados dentro.

—¿Y?

—Nada. Llevaban gafas, eso es todo. Me han hecho pensar en las mías. Supongo que esta estación espacial debe resultarles un lugar un tanto inhóspito, ¿no crees? Vienen aquí de vacaciones del Triángulo Dorado.

Ella metió una mano en una de sus mangas y le tocó el brazo.

—Eres demasiado impresionable, Frank. ¿Qué te importan a ti esos yakuzas?

—Supongo que despiertan al niño malo que llevo dentro, Claudia.

—¡Qué extraño eres!

El encargado del balneario se acercó a ellos y les hizo una reverencia.

—Konbanwa. Cerramos las fuentes termales a las once. Ustedes son los últimos clientes.

Agarró su góndola y ésta se detuvo momentáneamente,

—Hai, dozo.

Subieron a bordo. Cuando la escotilla de la esclusa espacial se abrió, la góndola inició dé golpe su pausada órbita de cuarenta y cinco minutos en torno a la estación espacial.

—Sólo a los japoneses se les podía haber ocurrido una cosa así —comentó Gobi con admiración—. Un o—furo orbital. Un onsen astral. Es realmente ingenioso.

—¡Oh! ¡Mira! —exclamó Claudia. Una resplandeciente estrella fugaz pasó rápidamente ante ellos, como si fuera un abanico adornado con joyas que alguien hubiera abierto y cerrado de repente—. Me ha parecido una buena idea. —Claudia se inclinó para besarle en los labios—. Quítate el yukata.

— A sus órdenes, mi capitán —respondió él.

Ella ya había colgado el suyo de un gancho.

—Vamos, voy a enjabonarte ahí —le dijo, señalando un pequeño taburete que había sobre el suelo embaldosado al lado de la bañera hundida.

El cuerpo de Claudia era una escultura de marfil perfecta: era esbelto pero tenía las curvas en todos los lugares correctos. Se inclinó para llenar el cubo de plástico con agua del o—furo. Gobi contuvo la respiración. Era preciosa.

—Oh, Frank —dijo al girarse y verle. Se abrazaron. Ella notó lo duro que estaba y jugó con él mientras él le besaba el cuello.

—Eres un chico travieso.

—Pero a ti te gusta, ¿verdad?

—Me encanta —exclamó entre risas—. Voy a echarte de menos.

—No me digas —dijo él mientras le enjabonaba por atrás.

Sus manos recorrieron su espalda y acariciaron las curvas de sus nalgas—. ¿Cuánto?

—Muchísimo... —musitó a su oído mientras los dedos de Gobi se deslizaban por el lubricado tercer raíl de su afeitada vulva.

—Siéntate —le ordenó ella. Él se sentó en el diminuto taburete que había en el suelo embaldosado y el agua cayó sobre la bañera. La góndola seguía su camino con un zumbido.

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