RIM

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«BARDO DOS»

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Claudia se sentó sobre su regazo y él volvió a entrar en ella. "Dios... —pensó mientras le mordía el cuello—. Voy a echarla de menos."

—Te gusta ser un chico travieso, ¿verdad, Frank?

Le mordisqueó la oreja.

—Si eso significa hacértelo de esta manera... —contestó él.

—¡Oh!

—Y de esta otra —añadió por si fuera poco.

—¡Oh!

Siguieron así un par de kilómetros más. Aunque las ventanas de su góndola estaban empañadas a causa del o—furo, Gobi vio que una pareja de japoneses daban un respingo y les miraban fijamente desde un bar de cócteles que había en el noveno nivel de la estación espacial.

—No sabía que se nos podía ver desde fuera —observó Gobi, un tanto sorprendido.

—Mmm... —Claudia suspiró y se apartó de él—. Eso contribuye a dar ambiente al lugar.

—No me digas.

Ella se secó, tras lo cual llenó un cubo de agua caliente y la derramó sobre los hombros de Gobi.

—¡Uf!

Claudia se rió.

—Llega a ponerse mucho más caliente, ¿sabes? Esto no es nada.

—Lo sé.

—Con esto te quedarás a gusto y relajado. Lo prometido es deuda. Lo has hecho de maravilla ahí arriba, Frank. Estoy orgullosa de ti. ¿Lo tienes?

—¿Que si lo tengo? ¿A qué te refieres?

Claudia dejó de echarle el agua.

—La transferencia de Kazuo Harada. La tienes, ¿verdad, Frank? Tienes la conciencia de nuestro presidente. Todo ha salido bien, ¿no?

—Se me ha olvidado decírtelo.

Claudia se pudo delante de él.

—¿Decirme que, Frank? ¡¿Decirme qué?! —De pronto había endurecido la voz.

—No era Kazuo Harada. Pero pensaba que ya lo sabías.

—Has subido a la suite 2802, ¿no es así? —le preguntó en un tono cuidadosamente mesurado.

—Claro que sí. Pero no era Harada quien estaba dentro. Era otra persona.

—¿Que no era Harada?

—Oh, vamos, Claudia. Pues claro que no era él. Era un hombre mucho mayor, y estaba mucho más enfermo. Era Ryutaro Kobayashi. Estaba en su lecho de muerte.

—¿Has transferido a Ryutaro Kobayashi?

—No te hagas la sorprendida. Ya lo sabías cuando me has mandado allí. Ése era el plan desde el primer momento, ¿no? Esto supone un nuevo capítulo en la historia del espionaje industrial, Claudia. Es algo realmente excepcional.

Ella se giró para coger su yukata de la percha. Cuando se volvió de nuevo hacia él, tenía en la mano una pistola de rayos láser del tamaño de una linterna de bolsillo.

—Lo siento, Frank —dijo—. Ya es hora de que salgas del agua. Se te va a arrugar toda la piel.

—Me sorprendes, Claudia —dijo Gobi, pese a que su tono de voz no era en absoluto de sorpresa—. Me parece que estás apuntándome con algo peligroso y probablemente mortal.

Se acercó a ella.

—Te lo advierto, Frank. Esto no es una esponja. Has acertado.

—Pero creía que yo te gustaba. No hace ni siquiera una hora que me has dicho que me querías.

—Eso es cierto, Frank. Pero ahora estamos hablando de negocios.

—Vaya por Dios. —Gobi suspiró—. Con los negocios hemos topado. Siempre aparecen cuando más te lo esperas y menos te lo mereces.

—Siéntate ahí —dijo ella, señalándole con la pistola la silla giratoria que había al lado de la ventana.

—Ahora dime, Frank, ¿cuándo te has enterado de lo mío? —le preguntó casi con pesar.

—Cuando he visto a esos yakuzas en el vestuario.

—¿Qué es exactamente lo que te ha llamado la atención de ellos?

—De repente me he acordado de mis queridas Ray—Ban. ¿Puedo?

—No hagas ninguna cosa rara, Frank. Ni tampoco ninguna estupidez.

—Lo prometo.

—Adelante. — Hizo una nueva señal con la pistola—. Póntelas si así te sientes más a gusto.

—Gracias. — Gobi cogió las Ray—ban y se las puso—. Debo decirte que estas gafas de sol no son normales, Claudia. Sus cristales están graduados con inteligencia artificial: tienen una base de datos conectada, entre otras cosas.

—¿Y bien?

—Estoy preparando el material para un libro, de modo que tengo las gafas programadas para grabar cualquier cosa que pueda ser útil para mi trabajo.

—¿Y? —preguntó ella con cautela.

—Pues bien, se me había olvidado por completo que las tenía puestas durante el vuelo.

Gobi sonrió cuando vio en la expresión de Claudia que lo comprendía todo.

—¿Lo entiendes finalmente?

—¿Tienes el vuelo entero grabado?

—Exacto.

—¿Y cuando has subido a tu habitación para recogerlas, has rebobinado la grabación y la has visto?

—Más o menos. La he visto con el botón de avance rápido.

Ella sonrió.

—Muy listo. ¿Y qué has visto?

—No se trata des lo que he visto, sino de lo que he deducido luego.

—¿Y qué ha deducido luego, profesor Gobi? —La sonrisa seguía dibujada en sus labios sin que ninguna pausa para publicidad la alterara.

—Que fuiste tú quien eliminó al Butoh. —Hizo una pausa—. Pero no estabas sola.

Claudia miró por la ventana.

—Eso es muy interesante, Frank. Pero no tenemos mucho tiempo. Será mejor que termines tu historia. No falta mucho para que lleguemos y todavía tienes que hacer esto.

Sacó una cajita que tenía unos clips y unos cables enganchados. Gobi la miró.

—¿Ahí es donde quieres que transfiera a Kobayashi?

Ella hizo un gesto de asentimiento.

—Sí, Frank. Es un bio—ROM.

—Es más moderno que el que yo utilizo. Qué maravilla, Claudia.

—Estabas diciendo que fui yo quien eliminó al Butoh, pero que no estaba sola, ¿no, Frank?

—Sí, deberías haber visto la cara de sorpresa que se te quedó. Si quieres puedo ponerte la grabación alguna vez.

—No será necesario.

—La aeronave estuvo a punto de estrellarse por vuestra culpa, Claudia. Por tu culpa y la de cara de plata. ¿Para quién trabaja? Creía que era un matón del otro lado de la frontera, de la región de Maquiladora. Tenía su absorbedor de chi en la tabaquera. Apuntó al Butoh prácticamente en el mismo momento en que tú le eliminaste con tu abrebotellas Okidata. Fue toda una ráfaga de energía la que atravesó la cabina. Y si luego contamos los fuegos artificiales que lanzó a continuación el droide, pues, joder, normal que el yakuza latinoamericano también se sorprendiera. Apuesto a que no está acostumbrado a tanto rebufo.

—Para ser una persona a la que le han salvado la vida, no parece que te sientas muy agradecido —le reprochó Claudia.

—Tu también salvaste el pellejo.

—No me digas.

—Me lo han dicho mis Ray—Ban. Y si los dicen mis Ray—Ban, no hay nada más que decir.

—Vale, se acabaron las historias. Es hora de ponerse a trabajar.

—El Butoh me disparó a mí, cierto. Pero sólo su primer tiro. Su segundo tiro estaba programado para eliminarte a ti.

—¿A mí? ¿Porqué?

—Porque tú, Claudia, eras la única persona a bordo que

 

podía desviar la aeronave para conducirla a Estación Siete. Ése era el plan desde el primer momento y la razón por la que mi billete era para ese vuelo.

Ella se sentó delante de él. La sonrisa que había en sus labios era tan tensa como una cuerda de un samisen.

—Tienes sesenta segundos, Frank. Pero permíteme que te elogie. Eres muy bueno.

La góndola estaba dando la curva que había en el recorrido del cable. Sólo le faltaban unos pocos kilómetros para llegar a la plataforma.

—Lo que me puso sobre aviso fueron los dos curanderos que iban en la aeronave —prosiguió Gobi—. Los vi en la suite de Kobayashi. He de reconocer que pensaba que iban a transferirlo antes que yo. Te creí cuando me dijiste que era Harada quien estaba en la suite. El hombre tenía aspecto de estar muy enfermo. Parecía como si estuviera a punto de morir. Pero la verdad es que los curanderos iban en el vuelo sólo para hacer su trabajo habitual. Llevan tiempo atendiendo a Kobayashi. Vuelan a Nuevo Tokio y de allí toman la aeronave de Estación Siete. Es un buen trabajo, si puedes conseguirlo.

Claudia estaba toqueteando el bio—ROM.

—Sólo tienes que ponerte esta cinta alrededor de la frente —le dijo—. Los clips se enganchan a tus orejas. No tardaremos más que unos pocos minutos.

—Pero Kobayashi estaba perdiendo fuerzas rápidamente —continuó Gobi inexorablemente—. No le quedaba mucho tiempo, ¿verdad? Y vosotros lo sabíais. Querías que yo viniera aquí en el mismo momento que ellos para que pudiera transferir a ese pobre desgraciado antes de que la espichara.

—Se acabó el teatro masoquista —le espetó Claudia—. Haz la transferencia. Ahora.

Gobi hizo un gesto de negación con la cabeza.

—No vas a matarme, ¿verdad? —preguntó—. Si me matas, no quedará mucho que se pueda transferir.

La sonrisa con que Claudia le miró dejó helado a Gobi.

—Es ahí donde te equivocas, Frank. Esto está hecho con una tecnología nueva que probablemente no conozcas. Es un Reductor Profesional 350 DNI. Puede digitalizar las ondas cerebrales de un muerto hasta dos horas después de su muerte. De ti depende. Muerto o vivo.

—¿Y bien? ¿Qué me dices? —preguntó con una expresión que significaba: "Te quiero, pero estoy dispuesta a matarte en cualquier momento". Gobi hubo de reconocer que era muy capaz de hacerlo.

—¿Conoces el chiste de los dos acólitos zen?

La góndola estaba acercándose al perímetro del nivel 18.

—Pues bien, un acólito le dice al otro. "Coge mi roshi, por favor..."

Claudia hizo un gesto de negación con la cabeza.

—Adiós, Frank. —Quitó el seguro a la pistola—. Lo siento.

Era curioso lo tranquilo que se sentía.

Sonó un chasquido. La góndola dio una sacudida y se bamboleó violentamente. Gobi agarró la muñeca de Claudia y se la retorció.

La pistola cayó de su mano.

—Claudia —dijo Gobi con la mayor seriedad—. Escúchame. No voy a decir que lo pasado, pasado está, pero el cable que conecta esta góndola a la nave acaba de romperse. Nos dirigimos al espacio.

Una tras otra, tas góndolas funiculares fueron separándose lentamente del cable que sostenían los postes. La alta y desgarbada figura vestida con el traje espacial Kobayashi miró cómo las cápsulas se adentraban en el espacio en distintas direcciones. Luego se giró lentamente y echó a andar en dirección a la zona cubierta por la red donde estaba el campo de golf.

Al hombro llevaba una bolsa que aparte de los palos de golf hidráulicos contenía otro útil aparato: un arco espacial de gran potencia cargado con un shuriken explosivo lo bastante potente como para cortar un cable de acero de dos pulgadas y media de grosor.

Se deslizó en el interior del campo y, tras meter la bolsa, regresó a la cubierta.

Había sido una partida estupenda. Sí, sin duda. Todo un espectáculo.

Gobi miró por la ventana a la parte superior de la góndola. De las ganchos del mecanismo de sujeción todavía colgaba un pedazo curvado de cable.

Claudia observó los desenredados alambres del cable cortado.

—Parece que lo han hecho con un shuriken del calibre cincuenta. Si no, no habrían podido cortar un cable de acero como ése.

—Pues sí que relajan estas fuentes termales... —Gobi se sentó en el taburete y abrió la mini nevera—. Bien, veamos. Como tenemos un pequeño viaje por delante, será mejor qué echemos un vistazo a lo que hay para picar. ¿Qué tenemos? Mmm... Dos botellas grandes de Heineken—Asahi y una bolsa de calamares secos. ¿Crees que esto nos durará hasta que vengan a socorrernos?

—¿Cuánto oxígeno nos queda?

Gobi rebuscó en el fondo de la nevera y encontró unas latas de refrescos.

—¿De qué sabor la quieres? ¿De oxígeno de cuernos de ciervo? ¿De garra de oso? ¿De bilis de ballena? Vaya, vaya... Aquí pone sabor de testículos de tigre. ¿Será afrodisíaco? ¿Es esto legal? Este minibar es muy decadente.

Claudia se sentó a su lado en un taburete, se abrigó con el yukata y miró a la oscuridad del espacio.

—¿Te importaría decirme algo, Claudia?

Ella se volvió hacia él.

—¿Qué?

—¿Por qué no has ido tú misma en busca de Ryutaro Kobayashi con tu Reductor DNI o como se llame? ¿Por qué me has metido en este lío?

—Por que no podía tener acceso a él. Ya has visto los medios de seguridad con los que cuentan ahí arriba. Tenía que ser directo. Tú eres la única persona del listín telefónico que puede hacer una transferencia a distancia.

—Ya... Bueno, la próxima vez habrá más suerte.

Claudia siguió mirando fijamente por la ventana, absorta.

—¡¿Qué es esto?! —exclamó de repente, alzando la vista.

Un par de faros brillaban a lo lejos. Una aeronave estaba aproximándose a la góndola por estribor a unos dieciséis nudos de velocidad. Era un viejo arrastrero espacial, un pedazo de chatarra espacial machacada con un aspecto penoso. Parecía un trasbordador Larga Marcha—12 de fabricación china salido de un taller de aeronaves usadas de la zona económica espacial Nueva Shenzhen, en el sur de China.

Cuando la tuvieron bien a la vista, Gobi y Claudia se fijaron en que estaba pintada con colores psicodélicos. Tenía la superficie acribillada de hoyos y muescas debido al largo tiempo que había estado expuesta a las lluvias de meteoritos.

La aeronave llevaba tras de sí una larga red de arrastre que estaba llena de toda una colección de desechos espaciales y otros residuos innombrables que habían vertido los transbordadores y los satélites comerciales infringiendo la Ley Internacional contra los Vertidos de Basuras en el Espacio.

Tenía el techo cubierto por una colección de monitores de localización y rastreo. El radar estaba girando hacia donde ellos se encontraban.

—¿Qué nombre lleva la aeronave? —preguntó Claudia apremiantemente. De repente había recuperado el brío que le caracterizaba.

—Pero... ¡Que me cuelguen si no es el Greenspace II! —exclamó Gobi.

«GREENSPACE II»

La capitana Jesse Korkoran y Tomoko Kikuchi, la primera y única oficial de Jesse a bordo del arrastrero espacial Greenspace II, se aproximaron al costado de la góndola perdida.

—Vaya, vaya, ¿qué tenemos aquí, Tom? —Jesse soltó un risita al tiempo que detenía su aeronave a unos cincuenta metros de distancia—. Joder... Al parecer esa gente ha estado tomando un o—furo en el espacio. Qué envidia.

—Me entran ganas de volver a casa —comentó Tom, incorporándose en su sitio—. Me vendría bien un poco de jabón.

—Bueno, ¿qué opinas, querida? —preguntó Jesse, mirando a Tom cariñosamente—. ¿Salimos a ver si necesitan ayuda? Igual quieren que les rasquen la espalda o algo así.

Jesse tenía unos 36 años. Tenía el pelo rapado y un cuerpo grande, musculoso y con olor a almizcle. Llevaba seis años capitaneando el Greenspace II (tres de ellos en compañía de Tom Kikuchi) y nunca había visto nada parecido a esto.

Su primer oficial y amante era una joven japonesa: Tomoko, o "Tom", como ella prefería que la llamaran tanto sus amigas como sus enemigas. Era un bomboncito con el pelo corto de color platino y un arete en la nariz adornado con rubíes.

Tras trabajar durante unos ocho años para la Nissan, Tom había dejado el empleo en protesta por un vertido de cosméticos tóxicos en las islas Aleutianas. Ella pilotaba una aeronave laboratorio para unos científicos de Shisheido que estaban elaborando un nuevo tipo de bio—colorete en la atmósfera ingrávida del espacio y entonces se había producido un escape accidental del producto sobre Alaska. Luego, casualmente, una lluvia de asteroides había introducido los bio—vapores en la atmósfera de la tierra. El resultado había sido una nueva especie de osos polares rosas.

Había sido en aquel momento cuando Tom había tomado la decisión de cambiar de vida y abandonar el juego de la explotación comercial del espacio. Luego había conocido a Jesse en un bar de San Antonio y estaban juntas desde entonces.

Ahora se dedicaban a la búsqueda de basura espacial y se mantenían ojo avizor por si alguna codiciosa empresa del espacio exterior hacía algún vertido ilegal de sustancias biotécnicas u otros desperdicios tóxicos.

Jesse dio un golpe el interruptor del altavoz que llevaba el arrastrero.

—¡Oigan! —Su profunda voz resonó sobre la góndola—. Soy Jesse Korkoran, capitana del Greenspace II. Mi compañera y yo pedimos permiso para subir a bordo y enjabonarnos el culito.

El traslado de Claudia y Gobi al Greenspace II fue todo lo bien que cabía esperar dadas las circunstancias.

Jesse aproximó su aeronave a la puerta de la góndola. Luego abrió la escotilla y soltó algo parecido a la manga de una aspiradora gigante, la cual se acopló a la puerta de la cabina de la góndola.

Frank y Claudia no tuvieron más que dar unos pasos para subir a bordo del Greenspace II.

—Hola, amigos. Normalmente utilizamos este tubo para limpiar toda la mierda que vemos flotando por el espacio exterior. Espero que no os importe haber entrado por la puerta de servicio.

—Nos habéis salvado la vida —le dijo Claudia agradecida mientras miraba la cabina.

—Joder, creía que te ibas a poner emotiva conmigo —dijo Jesse con una sonrisa. Le dio la mano y a punto estuvo de romperle los huesos, pese a que había sido un apretón cordial y amistoso. La aeronave no tenía gravedad, por lo que tuvieron que hacer un esfuerzo para no perder el equilibrio—. Yo soy la capitana de este montón de chatarra —añadió—. Os presento a Tom, mi primer oficial.

—Hola, ¿qué tal? —dijo Tom con una sonrisa tímida en los labios.

Agarrándose a un asidero que había en la pared, Claudia echó un vistazo al estrecho puesto de mandos y a las habitaciones. Unas gráficas que se habían soltado flotaban en una esquina de la cabina junto con unos cuantos recipientes vacíos de comida china para llevar.

—Perdón por el desorden —se disculpó Jesse—. La asistenta viene los martes.

Gobi vio un pequeño pedazo de papel flotando al lado de su cara y lo apartó con la mano.

—Eso es de una galleta de la suerte china —explicó Jesse mientras lo cogía. Lo leyó y sonrió—. A ver qué dice: "Pronto tendrás una pequeña revelación". Vaya, vaya.

Jesse dejó que el papel se alejara flotando.

—¿Queréis alguna cosa? —Se volvió hacia Tom y preguntó—: ¿Tenemos café para nuestros invitados?

—Por supuesto, mi capitán. —Tom hizo una parodia de saludo y preguntó a Gobi y Claudia—: ¿Queréis un capuchino?

—Sí, gracias—respondió Gobi. Luego preguntó—: ¿Tenéis capuchino en el espacio? ¿Y comida china?

—Bueno, estamos bastante bien abastecidas —confesó Tom—. Nuestra ronda de servicio habitual dura unas tres semanas. Pasamos tres en el espacio y dos en la Tierra.

—Es cierto, tenemos todas las comodidades de casa —dijo Jesse con orgullo.

Claudia tenía la mirada clavada en algo que flotaba en medio del desorden cerca del techo de la cabina.

—Entiendo...—dijo.

Ruborizándose, Tom cogió el objeto de veinte centímetros de largo con dos cabezas y nervios que había llamado la atención a Claudia. Lo guardó en un cajón, pero empezó a vibrar, por lo que tuvo que apagarlo.

—Lo siento —dijo con la cara roja.

—Descuida —dijo Claudia con una sonrisa de oreja a oreja—. No os imagináis lo contenta que estoy de estar aquí. Me llamo Claudia Kato, a todo esto. Éste es el profesor Frank Gobi.

—Ya sé que es algo personal, pero ¿tenéis la costumbre de sacar el jacuzzi al espacio exterior? —preguntó Jesse—. Es una idea estupenda, pero, si no os importa que os lo pregunte, ¿cómo habéis conseguido levantar ese trasto del suelo sin derramar nada?

—Oh, no, no es eso lo que ha ocurrido —respondió Claudia entre risas—. Hemos tenido un pequeño accidente.

—Es cierto —explicó Gobi—. Ésta es una de las fuentes termales orbitales de Estación Siete.

—¿De veras? —exclamó Jesse, que por fin comprendía lo sucedido—. De manera que estabais en Estación Siete, ¿eh? ¿Trabajáis allí o qué? Tienen las instalaciones bastante limpias. No hemos recibido quejas. No arrojan muchos vertidos. Aunque de un tiempo a esta parte no sé qué leches se traen entre manos.

—No, no trabajamos allí —contestó Gobi—. De hecho, salgo por la mañana en dirección a Nueva Narita. Claudia trabaja, en unas líneas aéreas. íbamos a pasar la noche en Estación Siete y estábamos relajándonos en las fuentes termales cuando se ha roto el cable del funicular. Así es como hemos ido a parar aquí. Eso es todo lo que ha ocurrido.

—Vaya... —exclamó Tom—. Habéis tenido verdadera suerte de que pasáramos por aquí.

—No te haces a la idea.... —Claudia lanzó una mirada a Gobi.

—Pues bien, ahora que los tortolitos que se habían escapado ya están de nuevo en la jaula, ¿qué queréis que hagamos con vosotros? ¿Qué os llevemos a Estación Siete? —preguntó Jesse—. Será mejor que les informe de que estáis sanos y salvos. Estoy segura de que se alegrarán de oír la noticia. —Frunció el ceño—. ¿Hay alguien más ahí fuera que haya que ir a rescatar?

—Creo que no —dijo Claudia—. Éramos las únicas personas que quedaban en el balneario en ese momento. Estábamos haciendo el último viaje antes de que cerraran.

—Es una suerte —comentó Jesse—. Voy a llamar entonces.

—Un momento. ¿Adonde os dirigís? —le preguntó Claudia, poniéndole una mano en el hombro.

Sorprendida, Jesse colgó el transceptor y miró de arriba abajo a Claudia, que llevaba su delgado kimono ligeramente abierto por delante. Claudia no hizo ningún intento por cubrirse.

Jesse pudo ver los senos de Claudia. Le parecieron muy atractivos. Era una mujer de muy buen ver, sin duda.

—Mmm... ¿Tenías algo pensado, encanto? —preguntó con voz suave—. ¿No quieres volver a la estación?

—Bueno, no es una de mis prioridades —insistió Claudia—. ¿Adonde habéis dicho que os dirigíais?

—Aterrizaremos en Nueva Zelanda dentro de tres días. ¿No queréis bajaros en vuestra parada?

Los cálidos ojos castaños de Jesse estaban comiéndose las curvas de Claudia. Tom seguía la conversación con cara de estar divirtiéndose.

—Si a vosotras no os importa —respondió Claudia—, me quedaré a bordo y bajaré en Nueva Zelanda con vosotras. Siempre he querido visitar Nueva Zelanda.

—Sí, claro. Y apuesto a que Nueva Zelanda siempre ha querido visitarte a ti. —Jesse hizo un gesto de asentimiento—. Permíteme que le pregunte a mi compañera si tenemos víveres para tres... ¿O cuatro personas? —Jesse se volvió hacia Frank Gobi con expresión inquisidora—. ¿A usted también le apetece quedarse a bordo, señor profesor?

—Oh, no. Quedaos las tres —dijo Gobi—. Como ya he dicho, salgo por la mañana en dirección a Nueva Narita. No os importa dejarme en Estación Siete, ¿verdad?

—Por ti cualquier cosa, compañero —respondió Jesse haciendo un gesto con la cabeza. Luego miró a su amante a la cara para saber si daba su aprobación—. Mi compañera tiene que votar si tu amiga se queda o no. ¿Qué dices, Tom?

Tom estaba delante de la cafetera llenando dos tubos de café exprés. Calentar la leche le resultó más difícil.

—Oye —dijo sonriendo a la capitana Jesse Korkoran— ¿qué hay de malo en tener algún tripulante más? Cuantos más, mejor, ¿no?

—Entonces está decidido —declaró Jesse con voz atronadora, dando una palmada—. Llevaremos a nuestra amiga a Nueva Zelanda.

Gobi bebió un sorbo de su capuchino. —Mmm... Está excelente —dijo a Tom con expresión de agradecimiento—. Arigato.

—Do itashimashite —respondió ella en japonés, haciendo una reverencia.

Jesse había puesto el Greenspace II rumbo a Estación Siete. La estación espacial ya estaba a la vista, con su reluciente cilindro y sus múltiples niveles de habitaciones de hotel y oficinas. Jesse había llamado para informar de que regresaba con un huésped del hotel que habían encontrado en una cabina onsen perdida.

La torre de control de Estación Siete dio las gracias a Greenspace II y autorizó la entrada de la aeronave. Cuando Jesé preguntó si habían desaparecido otras góndolas, Estación Siete contestó que los equipos de búsqueda ya habían recuperado media docena, pero que todavía había unas pocas sin localizar.

Según Estación Siete, todo estaba bajo control. "Adelante, Greenspace II."

A Claudia la escondieron en el servicio. Iba a tener que esperar a que Gobi bajara.

—Bueno, adiós, Frank —dijo al despedirse—. Quiero que sepas que lo que he hecho antes no era nada personal. Siento un profundo respeto por ti. Te pido perdón si te he hecho daño de alguna manera. —Entonces musitó—: ¿Estás seguro de que quieres volver?

—¿Por qué no? ¿Por qué no habría de volver? —preguntó Gobi.

—No es mi intención darte ningún consejo, ¿pero no estás olvidándote de algo?

—¿De qué me estoy olvidando, Claudia?

—Has transferido la conciencia de Ryutaro Kobayashi, y eso puede ser peligroso.

—No estarás diciéndome que alguien podría querer matarme por eso, ¿verdad? —le preguntó Gobi burlonamente—. Además, no lo sabe nadie excepto tú, y tú te vas a Nueva Zelanda.

Claudia bajó la voz.

—Todavía queda tiempo. Dame a Kobayashi. Podrías convertirte en un hombre sumamente rico, Frank. Sumamente rico.

—No sé por qué, pero viniendo de ti, eso no me motiva mucho —respondió él con una sonrisa triste.

—Bueno. —Claudia se encogió de hombros—. Lo he intentado, por lo menos. Quizá volvamos a vernos alguna vez, Frank.

—Quizá.

Le besó en la mejilla.

Jesse y Tom no habían podido evitar seguir la conversación.

—¿Está tu novia metida en algún lío, Gobi? —preguntó Jesse cuando Claudia se hubo encerrado en el benjo.

—No es mi novia —contestó él.

—¿Que no es tu novia? ¡Oye, eres alucinante...! —exclamó Jesse, dándole una palmada en la espalda—. Eres un tipo bien majo.

—Si estuviera en vuestro lugar, tendría cuidado con ella —sugirió Gobi.

—Mira, querido, por eso no te preocupes, en serio. En mi relación con Tom, soy yo quien lleva los pantalones, y Claudia me parece una femme.

—Sí, una femme fátale— comentó Gobi—. Luego no digas que no te he avisado.

—Me doy por avisada.

Estaban a punto de entrar en Estación Siete. Las escotillas superiores estaban abiertas y Gobi podía ver la cubierta interior. En la esquina del hangar se encontraba el aeronave de Satori.

—¿Puedo preguntarte una cosa? —Gobi se volvió hacia Jesse, que estaba pilotando el arrastrero de basuras.

Jesse había aparcado la red de arrastre fuera de la estación espacial. La góndola desaparecida estaba atrapada en la malla y unos trabajadores de Kobayashi se disponían a recogerla.

—¿Qué tal va eso, Tom? —preguntó Jesse a su copiloto.

—Preparados para descender. Dos minutos y cuarenta y tres segundos para contacto.

—Bien. —Jesse se volvió hacia Gobi—. ¿Qué es lo que quieres saber?

—Antes has dicho que no sabes qué se traen entre manos en Estación Siete de un tiempo a esta parte. ¿A qué te referías?

—Bueno —contestó Jesse—. Hace poco recogimos unos cuerpos en nuestra redes. No llevaban ningún tipo de identificación personal, de modo que no sabemos con certeza si eran de aquí, ¿comprendes? Los encontramos mezclados con los desechos que solemos recoger en nuestro recorrido.

—¿Quiénes eran?

La capitana Jesse dejó la aeronave suspendida sobre la cubierta abierta de Estación Siete.

—¿Lista, Tom? Bájala con la misma suavidad que si estuvieras poniendo un pañal a un niño en el trasero.

—A sus órdenes, mi capitán —respondió Tom, pisando el acelerador para dar marcha atrás y descender.

Jesse se volvió hacia Gobi.

—He dicho que eran cuerpos, Gobi, pero no que fueran humanos. —Paró los motores—. ¿Alguna pregunta más, profesor?

—¿Pero parecían humanos?

—Tan humanos como tú y como yo. Eran tres, dos hombres y una mujer. Los hombres tenían, vamos a ver..., aspecto latinoamericano, unos treinta años de edad, pelo castaño, ojos marrones, un buen físico, pesarían entre setenta y setenta y cinco kilos y medirían entre uno setenta y uno setenta y cinco. La mujer era oriental, tenía veintipocos años, era femenina, esbelta, con buen tipo, y atractiva.

—Pero ¿eran droides?

—Sí, aunque yo nunca había visto unos droides parecidos. Es decir, no tenían partes mecánicas. No eran chatarra. Estaban bien acabados y tenían aspecto natural. Tenían marcas de nacimiento, ese tipo de cosas... Daban el pego. Uno de ellos tenía incluso un permiso de conducir de San Diego. Me acuerdo porque me pareció extraño.

Jesse se desabrochó el cinturón y se puso en pie. Gobi se quedó un momento en silencio. Los trabajadores de Kobayashi estaban acercándose lentamente a la aeronave ataviados con su equipo de emergencia.

—¿Qué crees que estaban haciendo en el espacio? —le preguntó Gobi.

—No tengo ni idea —respondió Jesse—. Cuando llegamos a la conclusión de que no eran humanos, Tom y yo informamos a la oficina central del descubrimiento.

—¿Y?

—Llamamos por un canal abierto, claro... ¡Hola, chicos! —Jesse saludó con la mano a los miembros del personal de servicios que estaban colocando una escalera sobre la escotilla de la nave—. Y enseguida recibimos un mensaje de Estación Siete. Nos comunicaron que casualmente acababan de captar nuestra señal y que esos "maniquíes" (así fue como los llamaron) eran de Estación Siete y nos estarían muy agradecidos si se los devolvíamos.

—¿Cómo explicaron que los droides estuvieran en el espacio?

—En realidad no nos lo explicaron. Dijeron que eran unos muñecos de prueba para el campo de golf que estaban construyendo en aquel momento y que debían de habérseles escapado por las redes de seguridad, pero que eso era precisamente lo que estaban probando, la seguridad y todo eso.

—¿Y vosotras os lo creísteis?

—Oye —dijo Jesse golpeando el pecho de Gobi con un dedo—. Como verás, no disponemos precisamente de las instalaciones adecuadas para llevar a bordo un montón de fiambres. Y lo digo sin intención de ofenderte. De manera que les devolvimos los muñecos tal como nos lo habían solicitado. No te imaginas cómo nos lo agradecieron. Tanto es así que el tipo ese, ¿cómo se llama? el jefe de seguridad, nos regaló una caja de sake por todas las molestias que nos habíamos tomado.

—Axel Tanaka.

—Tanaka, eso es. El mismo tipo que está saludándonos en este preciso momento desde la cubierta superior. ¿Lo ves? Vamos a saludarle. ¡Hola Axel!

Gobi miró por la ventana de la aeronave. Tanaka bajó por las escaleras para reunirse con ellos. Detrás de él, pisándole los talones, iban los dos forzudos que solían acompañarle.

—Será mejor que te quedes a bordo con la princesita, ¿te importa, querida? —aconsejó Jesse a Tom.

—En absoluto, mi capitán —respondió Tom con una sonrisa al tiempo que abría la escotilla.

—No tardaré mucho, querida. —Jesse sacó a duras penas sus gruesas caderas por la escotilla—. ¿No vienes, profesor? —preguntó volviéndose hacia Gobi—. Aquí hay un pequeño comité de bienvenida y supongo que habrá venido expresamente por ti.

—Estoy justo detrás de ti —contestó Gobi.

Jesse respiró hondo el aire con olor a hibisco y bajó por la escalera. Era una mujer fuerte y hermosa, con su pelo rapado, sus anchas espaldas y su mono de color añil. La imagen que ofrecía con sus setenta sólidos kilos de peso, las manos apoyadas en las caderas y los musculosos brazos extendidos se correspondía exactamente a la del duro capitán de nave espacial.

—¿Cómo va eso, señor Tanaka? —dijo a modo de saludo.

—Capitán Korkoran, bienvenida a Estación Siete—respondió Tanaka—. Quisiera darle las gracias en nombre de esta estación espacial por traer a los pasajeros sanos y salvos y por recoger la góndola. Ha hecho un trabajo excelente.

Gobi descendió a la cubierta. Se sentía algo desnudo con los pies descalzos y el ligero yukata que se había puesto en el balneario.

—Estamos a su disposición para lo que necesiten —dijo Jesse—. Es una satisfacción para nosotras. Pero está usted equivocado, señor Tanaka. Sólo le traigo a un pasajero: el señor profesor.

Tanaka y sus hombres se cruzaron una mirada.

—Me temo que no le entiendo bien del todo —dijo Tanaka a Jesse—. El profesor Gobi y la señorita Claudia Kato estaban juntos cuando la góndola se separó de Estación Siete. ¿Está usted segura de que cuando rescató al profesor Gobi no había otra persona a bordo?

—Me temo que no, señor Tanaka. Sólo estaba este caballero en cueros. No conozco a ninguna Claudia Kato.

Tanaka frunció el ceño.

—Entonces debe haberse producido algún malentendido. Hashimoto —dijo dirigiéndose a uno de sus hombres con voz tono gutural sin apartar la mirada de Jesse y Gobi—, ¿qué dice el libro de vuelo?

Hashimoto levantó el transmisor de datos que llevaba en la cartuchera y leyó en la pantalla:

—Aquí consta que dos huéspedes, un hombre y una mujer, han embarcado la góndola 8 a las once menos cuarto de la noche para realizar el último viaje previsto del día. —Alzó la vista y miró a Gobi con unos ojos que parecían briquetas de carbón listas para ser encendidas.

—Ya ve, capitán Korkoran —dijo Tanaka con un tonillo siniestro en la voz—. Debe haber cometido un error de cálculo mientras realizaba su operación de rescate. ¿Le importa si Hashimoto echa un vistazo dentro de su nave? La dirección no sólo se sentiría muy molesta, sino que además tendría problemas legales si uno de nuestros huéspedes desapareciera de Estación Siete por las buenas. Comprenda nuestra posición.

Hashimoto ya había empezado a subir por la escalera que conducía a la cabina del Greenspace.

—Nadie ha cometido ningún error excepto usted, señor Tanaka. Y nadie va a subir a bordo sin mi permiso. Según el estatuto de la convención espacial, la aeronave Greenspace // está amparada por una inmunidad diplomática absoluta.

—Quizá podamos hablar de este asunto más tarde en mi despacho, capitán Korkoran —contestó Tanaka secamente con una sonrisa.

—Chotto —dijo Tom a Hashimoto al verle en lo alto de la escalera. Estaba apuntándole a la garganta con un arpón espacial—. ¿Vas a alguna parte? —Hashimoto se quedó de una pieza. Bajó unos cuantos escalones y miró a Tom con gesto ceñudo—. Eso esta mejor, chavalote —añadió Tom—. Este arpón sirve para coger los paquetes de basura demasiado grandes que se arrojan al espacio. Me parece que tú respondes a la descripción.

Hashimoto descendió a la cubierta con gesto sombrío y se volvió hacia Tanaka para recibir nuevas órdenes.

—Está bien, Hashimoto. Quédate donde estás —ordenó Tanaka.

—Una decisión inteligente, Tanaka —dijo Jesse, moviendo la cabeza en un gesto de aprobación—. Me gustan los hombres que piensan con el cerebro y no con la próstata. Ahora, si nos disculpan, tenemos que volver al trabajo, así que nos largamos. Profesor —dijo volviéndose hacia Gobi—, ¿está todo a su satisfacción? Todavía puede venirse con nosotros, si lo desea. La oferta sigue en pie.

—Gracias, capitán. No se preocupe por mí. Le estaré siempre agradecido.

—¿Está seguro?

Gobi le dirigió un saludo con la mano.

Haciendo un gesto con su cabeza de platino, Tom le dijo a Gobi:

—Cuídate, colega.

—Bien, chicos, les dejo que se ocupen de sus asuntos. Adiós. —Jesse dio media vuelta y subió por la escalera. Guiñó un ojo a Tom al entrar en la aeronave y cerró bien escotilla firmemente.

—Vaya, profesor Gobi —dijo Tanaka mientras se apartaban de la nave—. Se diría que tiene usted la costumbre de aparecer siempre donde hay líos.

—Quizá sólo sea una coincidencia.

—No lo creo —repuso Tanaka bruscamente mientras miraban cómo la gabarra psicodélica despegaba de la cubierta—. Prefiero considerarlo una forma de sincronía negativa.

«LA CASA DE TENGU»

¿Sería al fin y al cabo una forma de sincronía negativa? Gobi no dejaba de dar vueltas en el futón geosincrónico de su suite, preguntándose qué habría querido decir Tanaka al hacer aquel comentario. ¡Qué apropiado parecía ahora!

Como un narcoléptico que pugna entre seguir despierto y quedarse profundamente dormido, Gobi no sabía qué hacer con la transferencia. Despierto o dormido, el problema seguía siendo el mismo. La conciencia secuestrada de Kobayashi estaba a punto de estallar bajo el cuarto meridiano de su corazón. Las costillas le ardían en el pecho como brasas de nomeolvides.

Gobi gemía cuando notaba que su corazón cedía. Nunca había retenido el prana de otra persona durante tanto tiempo. Se habían juntado dos flujos vitales: el suyo y el de Kobayashi. Sus karmas eran ahora siameses. Eran gemelos, hermanos de sangre, hermanos de chi. ¿O sería sólo una ilusión suya?

De repente, apareció una abertura dentro de una abertura y el sistema de Gobi sintió la descarga de los datos de Kobayashi. En realidad estaba llenándole de energía como una oleada de kundalini.

Gobi se quedó tendido en su futón sin poder hacer nada, empapando las sábanas de sudor mientras los datos saltaban sobre su pecho. Vio que sobre su yukata se producían unas pequeñas explosiones eléctricas de color azul y pensó que su corazón iba a derretirse. Sin embargo éste tenía incorporado su propio protector para las subidas de tensión, y Gobi se libró de la muerte dual.

Unos pequeños tengus, los cibertrasgos japoneses de nariz roja y larga y sonora carcajada, corrían por el tatami de la habitación dando vueltas y más vueltas. Prisionero de sus propios fuegos artificiales, todo lo que Gobi podía hacer era mirarlos.

Cuando amaneció, la energía de Kobayashi ya había empezado a calmarse y estaba regresando a su corazón.

Gobi descansó por un breve espacio de tiempo. Luego el dolor comenzó de nuevo. ¿Era su dolor o el de Kobayashi? Lo absurdo de la idea le hizo reír. ¿Qué más daba? Entonces se dio cuenta de que el dolor le había atenazado para servirle de guía. Era como un manual práctico para el cuidado y la alimentación del huésped que temporalmente iba a tener en su interior. Contenía todos los secretos y estrategias para ocuparse de su confinamiento con éxito.

"Domina el dolor de Kobayashi y le dominarás a él. Domina tu propio dolor y podrás perdonarte a ti mismo por lo que has hecho. Por lo que estás haciendo."

Gobi se quedó por fin dormido. Profundamente dormido.

Estaba sentado en su despacho, encima de la panadería italiana de North Beach. Atendiendo clientes tal como había aprendido a hacerlo en la escuela psíquica para investigadores privados: con los pies encima del escritorio, un antifaz sobre los ojos, sumido en un profundo trance, escuchando con los auriculares una cinta hemisincrónica del instituto Monroe. En primer lugar vino el espíritu de un preindígena americano para cobrar el alquiler. Luego, una dama noble de la dinastía Tang que echaba en falta un precioso broche de jade. A continuación una mujer italiana del siglo xvi que sospechaba que su marido tenía un lío con una sirvienta del siglo dieciocho. Entonces entró él. Un anciano japonés con un andrajoso abrigo a cuadros, una mugrienta bufanda al cuello y un grasiento sombrero tirolés que parecía salido de una cuba de aceite para freír. Como el sueño era muy vivido, Gobi lo reconoció enseguida. Sobre sus legañosos ojos llevaba unas gafas amarillas y de su garganta salía un sonido parecido a un estertor.

—¿Qué puedo hacer por usted? —le preguntó Gobi.

El japonés le miró con tanta fijeza que Gobi comprendió que ya lo sabía o, cuando menos, que debía de sospechar algo al respecto.

—Se trata del caso de una persona desaparecida —dijo el anciano finalmente.

—¿Y bien? —Gobi aguardó.

El anciano recorrió rápidamente el despacho con la mirada, como si fuera a encontrar por casualidad lo que estaba buscando en alguna esquina de la habitación. Luego su mirada volvió a posarse en Gobi.

—Un hombre ha desaparecido. Quiero encontrarle.

—¿Sabe cómo se llama?

El japonés toqueteó el ala de su sombrero tirolés.

—No lo recuerdo exactamente.

—¿Y cómo espera que lo localice si ni siquiera sabe su nombre?

El anciano suspiró.

—Tan pronto me acuerdo como me olvido de él. —Entonces sonrió—. Ah, sí. Ya lo tengo. Eso es. Kobayashi. Ryutaro Kobayashi. ¿Puede ayudarme a encontrarlo, señor?

«SALIDA»

Hora de irse.

La primera limusina de Nueva Narita estaba previsto que saliera dentro cuarenta y cinco minutos. Las mil y una abrasadoras agujas de la ducha reanimaron a Gobi. Después de bombardearse a sí mismo con agua helada durante sesenta segundos más, su cerebro derecho y su cerebro izquierdo volvieron a entablar relaciones. Las infernales pesadillas que había tenido aquella noche se habían desvanecido por el momento.

Ahora había en su frente un espacio en claro, como un monitor de televisión apagado. Gobi se vistió rápidamente, cogió su maletín y avanzó por el pasillo a grandes zancadas hasta llegar al ascensor.

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