RIM

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«BARDO DOS»

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La cubierta de las limusinas se encontraba en el nivel 22. Aunque no tenía reserva, en realidad no necesitaba ninguna. Dio disimuladamente un neoyen al auxiliar de vuelo que había en la zona de embarque y su nombre apareció de repente entre los primeros lugares de la lista de espera.

La limusina espacial Nissan tenía capacidad para veinticuatro pasajeros. Era un elegante modelo Z—12 que hacía el viaje media docena de veces al día. El último vuelo salía a las cuatro de la tarde.

Gobi se desayunó rápidamente en el bar con un café exprés y algas con canela. También compró una copia impresa del Mainichi Daily News, que había llegado aquella mañana de Nuevo Tokio.

El titular rezaba: "Un soldado japonés perdido es descubierto en la selva tropical de Camboya 35 años después de una misión de paz de la ONU". Gobi se sentó y esperó a que comenzara el embarque.

Al parecer el vuelo iba lleno. Había unos cuantos hombres de negocios, tres o cuatro parejas en viaje novios y unos cuantos extranjeros como él. Los miró detenidamente por un momento. Parecían gaijins que volvían a las oficinas centrales de sus respectivas empresas.

"No parecen estar muy contentos de ir a Nuevo Tokio —pensó—. Es comprensible. No sólo tienen que echar los hígados trabajando, sino que su cuerpo desaparece por completo cuando acaba el día. ¡Uf!"

Uno de los gaijins, un joven australiano de pelo rubio que vestía un traje prefabricado, se acomodó en el asiento que tenía Gobi al lado.

—Buenos días, amigo —le dijo al tiempo que metía su maletín bajo el asiento—. Supongo que nos embarcarán dentro de unos minutos. ¿Para qué keiretsu trabaja usted? —preguntó.

Gobi enarcó las cejas e hizo un gesto de negación con la cabeza.

El australiano sonrió y le tendió la mano.

—Bueno, permítame que me presente. Me llamo Sandy Findehom. Soy de Melbourne. Espero que no le haya molestado que curiosee. Es una especie de juego con el que me entretengo siempre que viajo. Intento adivinar las empresas para las que trabaja la gente. Me ayuda a pasar el tiempo y a romper el hielo.

—Me llamo Frank Gobi. Soy de San Francisco —dijo Gobi, estrechándole la mano al joven.

—Es un placer, amigo. Pero no diga nada más: yo me ocupo del resto. Mitsubishi.

—No, lo siento.

—Daihatsu.

—Lo siento.

—Shisheido—Palmolive.

—Con ésta son tres fallos, me temo.

—Maldita sea. Normalmente suele ser la otra persona quien paga la ronda —dijo Findehom con una sonrisa—. Supongo que hoy no es mi día de suerte. —Hizo una pausa antes de seguir—. ¿Cuál es su grupo sanguíneo? ¿el A? ¿Es usted un pensador escrupuloso?

—No.

—Está claro que no es el O.

—En eso ha acertado.

Gobi continuó la conversación con el hiperactivo australiano, pero tenía la vista puesta en el japonés de aspecto atlético que estaba bajando en ascensor a la zona de espera.

Era Hashimoto, el brazo derecho de Tanaka que trabajaba de guarda de seguridad para Kobayashi.

El transmisor de datos que llevaba al cinturón sonó cuando cruzaba el vestíbulo en dirección al mostrador de facturación. Cruzó unas palabras con la auxiliar de vuelo y miró la lista de pasajeros.

—Que me maten si es el B: tiene usted una pinta un tanto extravagante, pero hay algo que se me escapa.

—Lo siento, Findehorn, ha vuelto a fallar. —Pero esta vez había sido a Gobi a quien se le había escapado algo.

El australiano también había estado mirando atentamente a Hashimoto. Cuál no sería la sorpresa de Gobi cuando se levantó de su silla y le dijo entre dientes:

—Le veré luego en la nave, amigo.

Findehorn cogió su maletín, fue rápidamente a la zona de embarque y trató de subir al Z—12. Uno de los auxiliares de vuelo le impidió amablemente entrar en la cubierta y le señaló el reloj. Findehorn no le hizo caso y trató de apartarlo de su camino.

La actividad en torno a la puerta de embarque llamó la atención a Hashimoto. Hizo una señal con la cabeza a dos hombres que aguardaban discretamente a cierta distancia y los tres se acercaron al australiano, que se había enzarzado en una acalorada discusión con el personal de vuelo.

—Miren, tengo que subir ahora y tomar mi medicina, ¿no lo comprenden? Me lo ha mandado el médico.

Al ver que Hashimoto se acercaba con sus dos hombres, Findehorn empujó a un auxiliar de vuelo con el maletín y corrió hacia la escalera mecánica.

—¡Deténganle!

Cuando llegó a la mitad del recorrido de la escalera y Hashimoto y sus hombres se encontraban a apenas diez metros de él, dio media vuelta y arrojó el maletín a sus perseguidores. Entonces metió la mano en el bolsillo y todo el mundo se quedó de una pieza.

Hashimoto y sus dos hombres se agacharon al ver que Findehorn sacaba una probeta y la ponía en alto.

—Se lo advierto. Esta sustancia es altamente explosiva. Toda la nave quedará destruida si dan un paso más.

En la zona de embarque se produjo un silencio estremecedor. Sólo se oían las fuertes vibraciones que producía el Z—12 en la zona de despegue.

Gobi vio entonces lo inevitable.

Findehorn mantenía el tubo en alto y seguía haciendo frente a Hashimoto y sus guardias, que se encontraban a doce pasos de él y estaban subiendo en la escalera. Pero como se encontraba de espaldas a la sala de arriba, el australiano no podía ver al hombre que estaba esperándole en lo alto de la escalera: Axel Tanaka.

Una luz resplandeció en la mano de Tanaka y Findehorn cayó por uno de los lados. La probeta salió despedida de sus manos y Hashimoto saltó hacia adelante para cogerla.

Por un momento la tuvo en su mano, pero luego se le escapó entre los dedos y cayó al suelo de la sala. El tubo estalló y su contenido se derramó por el suelo.

Gobi notó que un fuerte temblor hacía vibrar todo la sala como si fuera un pequeño terremoto. El estante de los periódicos se vino abajo y todos los ejemplares del Mainichi Daily News se desparramaron. Sin embargo el temblor no se repitió.

Tanaka se acercó a él:

—¿Tiene usted algo que declarar, profesor Gobi?

Gobi lo miró antes de responder.

—Sólo una cosa. Sayonara.

Subir finalmente a la nave fue un alivio. Los motores pivotantes del Z—12 empezaron a rugir cada vez con más fuerza y los pasajeros se apresuraron a embarcar. Como los encargados de seguridad habían estado limpiando, el vuelo se había retrasado veinte minutos. Se había producido otro arresto: el de un papú que pretendía introducir unos pájaros exóticos en Nuevo Tokio de contrabando.

¿A qué se había referido Tanaka al preguntarle si tenía algo que declarar?, se preguntó Gobi. ¿Sabía que llevaba un polizón? ¿Sabía que tenía la conciencia de Ryutaro Kobayashi?

Gobi volvió a tener la misma sensación, algo, parecido a la acidez de estómago, cerca de su tercer meridiano. Allí era donde iba a mantener oculta la conciencia del anciano hasta que decidiera qué hacer con ella. Había visualizado meterle en una caja fuerte llena de números atrasados de Ciencia Nipona y Revista de Negocios Nikkei para tenerle ocupado. En ella también podría ver a la compañía de teatro de mujeres Takarazuka e incluso dispondría de una cadena de televisión por cable.

Ryutaro Kobayashi no tenía ni idea de que su conciencia había sido transferida, y menos aún que, si bien no estaba técnicamente muerto, cabía decir que, en términos holísticos, se encontraba en el limbo.

Pero Gobi ignoraba cuánto tiempo iba a poder aguantar él aquella situación. Nunca había llegado a tales extremos en sus anteriores experimentos con transferencias. Los calambres que estaba sufriendo en torno a su hara estaban agudizándose.

Gobi oyó una voz nasal que le resultó conocida.

—Pero bueno, si es el profesor. El mundo es un pañuelo, ¿eh, profesor? Esto es un dato científico.

Produciendo un tintineo con la filigrana de cadenas de plata que llevaba sobre una mejilla, Carlos Morales, el yakuza latinoamericano, se acomodó en la butaca que había al lado de la de Gobi.

—¡Uf...! Creo que he llegado a este trasto justo a tiempo. Venía con retraso. Aunque no tanto como ese amigo suyo, ¿eh? —Carlos se rió—. Es un negocio difícil.

—¿Qué negocio? —Gobi lo miró con gesto de disgusto. No estaba muy seguro de si se alegraba de ver al latinoamericano. Quizá fuera una superstición que tenía por la última vez que habían viajado juntos.

—Era un traficante, amigo. Pero se había equivocado de sitio. No era más que un pelagatos de Queensland. Allí se creen muy listos y no quieren tratos con los peces gordos. La codicia puede acabar contigo en cualquier momento, antes que el colesterol, amigo.

El Z—12 estaba alejándose de Estación Siete. Gobi vio la red verde del campo de golf y el castillo blanco con sus muros de piedra del siglo xvi de imitación.

—Los yakuzas utilizan la estación como punto de trasbordo para la perica de los laboratorios del Triángulo. No les gusta que se metan en su negocio por la fuerza. Se creen los dueños del mercado. Es un problema de territorio. Los Kobayashi les atienden muy amablemente. Se podría decir que tienen un acuerdo de negocios. —Carlos hizo una pausa—. Claro que nunca dejan de llegar porquerías nuevas. —Se rió—. Ya sabe a lo que me refiero, cosas como Porquería 4. 0... Los australianos han estado comerciando con los chicos de la costa oeste. Ése es el motivo por el que nuestro amigo ha tenido problemas. ¿Ha oído la explosión? Era buen material. Ah, ha sido una pena haberlo perdido. —Carlos se inclinó para dirigirse a un hombre de negocios japonés que tenía la mirada clavada en las cadenas de plata de su cara—.lOiga! ¿Se puede saber qué está mirando? ¿Quiere enrollarse conmigo o qué? ¡Chotto! —El japonés apartó la mirada horrorizado—. Bueno —prosiguió Carlos—. Los zokus informáticos japoneses se han aficionado a esa nueva porquería. Recién salida de Silicon Valley. Es un alucine, amigo. En serio.

—¿Qué es?

—¿Ha oído hablar alguna vez de San Andrés 8.0?

Gobi hizo un gesto de negación con la cabeza.

—No.

—Una onza de San Andrés se vende por unos quinientos neoyenes, sin adulterar. Adulterada, puede costarte diez veces menos.

—¿Qué efecto tiene?

—El de un temblor de la falla de San Andrés sintetizado.

—¿De veras?

—Es tan nueva que ni siquiera el departamento de salud pública de Estados Unidos se ha enterado de su existencia. Pero en Nuevo Nipón está arrasando. Es una de nuestras exportaciones que más está creciendo. ¿Quiere probarla?

—Disculpen, caballeros. —La azafata del Z—12 se acercó a ellos con una bandeja—. ¿Les apetece un poco de champán?

—Mi amigo y yo estamos hablando. No interrumpa. —Carlos hizo una mueca y abrió la boca para mostrar toda su dentadura: sus endodoncias, sus empastes dorados al estilo morisco y sus fundas de porcelana estilo Hollywood Oeste.

La azafata se alejó apresuradamente.—

—Hai.

—Tome —dijo Carlos, metiéndole a Gobi un tubo en el bolsillo de pecho de la chaqueta—. Guarde esto para cuando no sepa cómo sacarse algo de la cabeza. Es como una explosión de nitroglicerina de Tiempo de Sueño, amigo. Por algo le llaman San Andrés. Quédeselo, amigo. Insisto.

La azafata regresó al cabo de unos segundos con una expresión de cortesía forzada.

—Iniciaremos el descenso dentro de aproximadamente diez minutos. Por favor, caballeros, tomen ahora el suero IPV. Es un requerimiento legal.

Gobi hizo un gesto de asentimiento.

—Gracias. —Cogió el paquete del IPV de su maletín, rompió el precinto y sacó el pequeño tubo de cristal que contenía el suero para la inoculación psico—viral. Varios hombres de negocios japoneses que estaban sentados cerca de él sonrieron e hicieron una reverencia cuando le vieron.

Gobi rompió la boquilla de cristal del frasco y sorbió el suero con una pajita. Sabía dulce.

—¿No va a tomar el suyo? —preguntó a Carlos.

Carlos negó con la cabeza.

—No, amigo. Mi veneno es éste. —Abrió su tabaquera, se puso una barra de shabu en la boca y empezó a chuparla. Luego echó un vistazo por la ventana y dijo—: Mire, mire, profesor. Nuevo Nipón.

«NUEVA NARITA»

Unas gotas de lluvia gigantes se pegaron a las ventanillas ovales como pestañas y soltaron un destello. Los arrozales estaban cubiertos por una capa de color verde grisáceo. La bahía parecía un calamar con un alquitranado marino encima. Las granjas de algas, amarradas las unas a las otras de forma que parecían un tablero de damas, se balanceaban a merced de las blancas olas que arrojaba la marea.

La limusina espacial Nissan se quedó un momento quieta tras aterrizar en la pista. Luego la puerta se abrió y los pasajeros empezaron a bajar al asfaltado en medio de la lluvia. Figuras ataviadas con ponchos fluorescentes y brillantes botas de goma de color negro aguardaban fuera del círculo con sus señales luminosas. La auxiliar de vuelo hacía reverencias a los pasajeros conforme bajaban de la nave.

Gobi y Carlos cruzaron la pista detrás del grupo de pasajeros en dirección a unas escaleras que conducían a un edificio con aspecto de tienda inflada. Unas gruesas cubiertas de plástico por las que se filtraba una luz química amarillenta se extendían por toda la terminal.

Gobi tenía la sensación de estar caminando por una sala de hospital.

En el interior de la terminal se apiñaban personas en pequeños y silenciosos grupos. Gobi se preguntó si serían viajeros o vivirían allí. Incluso los humeantes mostradores de los puestos donde servían macarrones y algas parecían puntos de reparto de comida. La gente formaba filas con tazones de chawan y palillos, esperando su turno.

Las conversaciones habían subido de volumen hasta convertirse en un murmullo mareante. Parecía como si el alimentador eléctrico principal se hubiera averiado y toda aquella charla estuviera siendo animada por un generador auxiliar.

Por fin había llegado. Sin embargo se sentía un tanto perdido. No sabía si habría alguien del Grupo Satori esperándole. Al fin y a cabo, le esperaban un día antes.

¿Cómo iba a trasladarse al centro para ir a la sede de Satori? ¿Cómo funcionaba todo en aquel lugar? ¿Funcionaba algo realmente?

Gobi miró las caras que le rodeaban con la esperanza de establecer contacto con ellas. Eran seres humanos y sólo Dios sabía por lo que habían tenido que pasar. Todavía tenían que pasar por ello cada día, y eso sin contar lo que les sucedía cada noche, cuando la Matriz se transmutaba. Pero eso ya lo averiguaría él por su cuenta.

Algunas de las personas que había en la terminal notaron que les miraba y respondieron ofreciéndole lo que podían. ¿Un vislumbre? ¿Pero de qué? Gobi observó que muchas de ellas ni siquiera eran japonesas. Había gente del sur y del sureste de Asia: hindús, pakistanís, bangladesíes, filipinos, indonesios, malayos e incluso turcos y mongoles.

Los pobres inmigrantes todavía se trasladaban allí en busca de una vida mejor. ¿Podían realmente ser sus vidas tan penosas en sus países de origen? Quizás era preferible desaparecer en lo desconocido a arrostrar los horrores de lo familiar.

Gobi advirtió algo curioso. La ropa que la gente llevaba parecía estar inflada. Todo estaba inflado: las hombreras, las bandas haramaki y las rodilleras. De hecho la mayoría de ellos parecía llevar células inflables sobre el cuerpo. ¿Qué clase de moda era ésa?, se preguntó Gobi. ¿Qué significaba?

—¡Joder! ¡Un terremoto, amigo! —gritó Carlos en el mismo momento en que Gobi notaba una fuerte sacudida.

Una serie de ondas vibratorias abollaron las puertas y paredes inflables del edificio de la terminal y las personas infladas, zarandeadas por el temblor, trataron de mantener el equilibrio. Las que lo perdieron y cayeron al suelo rebotaron y volvieron a ponerse en pie.

—¡Qué alucine! ¡Llevan bolsas de aire! —exclamó Carlos cuando el temblor hubo cesado—. Decidido. En cuanto llegue a la ciudad voy a comprarme uno de esos trajes para rebotar. Voy a ir directo a la tienda.

Vieron el cielo púrpura por el tubo de vinilo transparente por el que tenían que pasar para salir. Afuera se encontraron en medio de un increíble barullo de taxis y motocicletas y un caos de jinrikishas acolchados flotantes. Oleadas de japoneses circulaban por todas partes.

Los anuncios de color verde, rojo y azul de las gigantes vallas publicitarias de neón parpadeaban sobre la confusión de la calle. Aerobuses dirigibles atestados de pasajeros alzaban el vuelo en diversas estaciones y ponían rumbo a los diferentes destinos que tenían en la ciudad.

De pie en la acera, Gobi respiró el ambiente de Nuevo Tokio por vez primera. Le electrificó. Tuvo la sensación de que las aletas de su nariz aspiraban partículas de polvo calentadas en microondas. Estornudó y a continuación tuvo un acceso de tos seca. Tendría que aprender de nuevo a respirar, sin duda.

Entretanto, el aire abrasado de iones se infiltró en su cerebro. Vio una oscura parábola que se teñía de diferentes tonalidades de verde y luego una intensa chispa de amarillo. Los colores que entraron apresuradamente en su cerebro fueron un vivido rosa informativo y un brillante ciberazul.

Fue entonces cuando comenzó el ajuste neural diferido. Fue abrumador, casi excesivo para la información sensorial de Gobi. No tenía idea de que una persona pudiera vivir, y menos aún moverse y respirar, en una atmósfera tan cargada de energía. Incluso la sensación de tener la conciencia de Kobayashi en sus entrañas no era nada en comparación con aquello.

El conjunto de la atmósfera se filtró vertiginosamente. "Flujo en crisis." Aquélla era la única forma de la que podía describir los cambios de energía que ocurrían a cada segundo a su alrededor. Le temblaba el cuerpo. ¿Cómo podía aguantar una persona aquella energía sin sufrir un colapso?

Gobi miró a Carlos. ¿Cómo se las estaría arreglando? No había tomado su suero IPV, y sin embargo era evidente que ninguno de aquellos vaivenes neurológicos le estaban afectando. Aquel yakuza latinoamericano parecía casi inhumano.

Carlos le sonrió como si le hubiera leído la mente.

—Todo es producto de la imaginación, cojones. No tardará en darse cuenta. Nada es lo que parece. —Sacó la tabaquera en que llevaba el shabu y chupó una barra de cristal—. Ya le he dicho que tengo mi propio veneno, colega.

Gobi se palpó el tubo de San Andrés 8.0 que llevaba en el bolsillo del pecho.

—¿Está seguro de los efectos que tiene esto?

Carlos le habló con seriedad.

—Permítame que le dé un consejo sobre el 8.0, amigo. Ya se enterará de cuándo es el momento de utilizarlo. Cuando empiece a sentir esos temblores en lo más profundo de su ser, sabrá que ha llegado el momento de soltar esa mierda. Es el antídoto contra el Flujo más conocido del mundo.

—¿Por qué me lo da? —le preguntó Gobi—. No lo comprendo. ¿Qué le importa a usted lo que pueda pasarme?

Carlos le dio un puñetazo de broma en el hará, donde la conciencia de Kobayashi estaba empezando a agitarse debido al contacto con la singular atmósfera de Nuevo Tokio.

—¿Quién ha dicho que esté preocupándome de sus asuntos? —Alzó la vista y añadió—: Oiga, amigo, no me había dicho que un samurai iba a venir a buscarle al aeropuerto.

«YAZ»

El japonés parecía estar haciendo surf sobre las personas que llevaban las bolsas de aire. Su atuendo era distinto al de cualquiera de ellas, observó Gobi. Tenía el pelo cortado a lo samurai, con un moño en la coronilla y una calva azul afeitada sobre la frente. Se puso delante de Gobi de un salto, con su divertido y holgado pantalón y sus zapatos de kung fu con suela de algodón. Era pequeño pero fuerte.

Lucía además un chaleco muy amplio con una hilera de botones de vídeo en la pechera que formaban un titilante collage de cambiantes mangas. Al hombro llevaba una bolsa de lona de la cual asomaba algo parecido a una flauta de bambú y en el fajín un par de sables, uno largo y uno corto.

—¿Profesor Gobi? —inquirió tras mirar la shashin de su cara que tenía en la mano. Sin mover la cabeza miró a Carlos de arriba abajo. Su cortesía no estaba exenta de una cierta aspereza.

—Doso yoroshiku —dijo Gobi haciendo una reverencia.

—Bienvenido a Nuevo Tokio —proclamó el hombre. Hablaba un inglés impecable aunque tenía un leve acento—. Me llamo Yasuf umi Sakai. Trabajo en el departamento de relaciones públicas del Grupo Satori.

Le presentó su tarjeta con ambas manos y volvió a hacerle una reverencia. Gobi la aceptó y el holomeishi se iluminó por un momento.

—Domo —dijo una vez más al extraño japonés.

—Por favor, llámeme Yaz.

—Muy bien, Yaz. Y tú llámame Frank, ¿de acuerdo?

—De acuerdo ——contestó él haciendo una reverencia—. Frank—san. —Hizo una pausa y prosiguió—: Voy a ser su acompañante durante su estancia en Nuevo Tokio. —Luego agregó—: Le esperábamos ayer. Pero su vuelo tuvo dificultades técnicas, ¿no es así? —dijo pensativamente—. Ha tenido que hacer trasbordo en Estación Siete.

—Cierto.

—¿So desu ka? —Los ojos de Yaz se posaron momentáneamente en Carlos.

—Le presento al señor Morales —dijo Gobi—. Salimos en el mismo vuelo de los Estados Unidos. Casualmente también hemos cogido la misma aeronave que venía de Estación Siete a Nueva Narita.

—Moshi moshi. —El latino saludó a Yaz con la mano. Sus cadenas de plata tintinearon.

En el rostro de Yaz se dibujó una expresión divertida casi imperceptible.

—Ah, habla usted muy bien japonés. —A continuación puso cara de preocupación y preguntó con aire servicial—: ¿Ya sabe cómo ir a Nuevo Tokio? ¿Va a venir alguien a buscarle? —Yaz miró a la gente que se apretaba en la acera.

—No, viajo solo —respondió Carlos con voz pastosa—. ¿Podría llevarme usted? Le estaría muy agradecido. Si quiere que le diga la verdad, me he dejado el Nihongo en el barrio.

—Ah... —Yaz puso cara de pesar e hizo una reverencia—. Lo lamento profundamente. Sólo tengo espacio para un pasajero.

—Sólo para un pasajero. ¿En qué ha venido? ¿En patinete?

Yaz alzó el brazo derecho. La manga se le cayó, y Gobi pudo ver que tenía un guante sujeto al antebrazo. Yaz se lo acercó a la boca y exclamó:

—¡Tomo! ¡Koi!

Al cabo de unos segundos, una de las motocicletas de aspecto más asombroso que Gobi hubiera visto jamás llegó estruendosamente al bordillo con los dispositivos de empuje en pleno funcionamiento. Era una Haniwa Magnética 1000.

Gobi sólo había visto una en un catálogo de Neiman—Seibu. Tenía dirección asistida y sidecar. Además era binavegacional, lo cual significaba que, aparte de circular por carreteras normales, podía alcanzar velocidades de vértigo en las autopistas de levitación magnética.

—Dozo. —Yaz hizo un gesto a Gobi—. Ésta es Tomo —dijo al tiempo que daba una palmada a la motocicleta en la cabeza—. Mi caballo bólido. Va a ser él quien nos va a llevar a la ciudad. Por favor, suba a bordo.

Los ojos infrarrojos embutidos de Tomo registraron las coordenadas corporales de Frank Gobi y ajustaron automáticamente el asiento del sidecar para dar cabida a sus largas piernas. Sólo faltaba que sus dos orejas radar se alzaran y que su cabeza se girase para mirar el tráfico. Incluso emitía una especie de relincho.

Gobi subió al sidecar y puso su maletín bajo el asiento.

—Bueno, supongo que ha llegado el momento de decir sayonara —le dijo a Carlos—. Buena suerte.

—Eh, un momento. ¿Cómo voy a la ciudad, amigo? —preguntó el latinoamericano en tono de protesta.

—Para los viajeros habituales ése es el mejor método —dijo Yaz, señalando la estación de dirigibles.

Había filas de personas con bolsas de aire esperando para coger los autobuses de helio que iban al centro de la ciudad. Algunos estaban despegando, mientras que otros flotaban sobre el asfaltado del aparcamiento. Los que habían abierto las puertas a los pasajeros tenían las escalerillas infladas colgadas sobre el suelo.

—Conque sí, ¿eh...? No se cansen demasiado —les aconsejó Carlos en tono enojado al tiempo que echaba a andar en dirección a la estación de autobuses de helio con su bolso al hombro.

Yaz se puso en la cabeza su casco estilo samurai y subió a la silla de Tomo.

—Su casco está sobre el tablero —le informó a Gobi.

La máquina se puso en marcha con un rugido y brincó un segundo sobre la calle. Luego, con la misma elegancia que si hubiera alzado las patas, la motocicleta levitadora comenzó a abrirse camino por las calles de acceso y salió a la mañana inyectada en sangre de Nuevo Tokio.

—Yo—ordenó Yaz cuando su corcel llegó a la salida. Entonces soltó las riendas y la moto salió disparada como una bala.

—He notificado a la oficina que está en camino —le dijo Yaz—. Están esperándole.

No habían pasado más que unos minutos desde que habían salido de Nueva Narita cuando ya estaban corriendo a toda velocidad a través de una apretada área de poblaciones geodésicamente interconectadas construidas a ambos lados de la autopista de levitación magnética. En el interior del casco que llevaba Gobi había un transmisor y un ojo de navegación que le permitía tener una visión por escáner de 360 grados.

Pilas de arrozales elevados flotaban en el aire como si fueran naipes barajados y congelados. Los vehículos y los camiones levitadores avanzaban a velocidades que rondaban los 325 kilómetros por hora, de manera que el tráfico discurría tranquilamente.

Aunque el casco de Gobi tenía aire acondicionado, todavía podía notar el acre sabor de los iones. Parecía como si se hubieran escapado de una parrilla gigante escondida bajo la superficie de la tierra.

Unos montículos inmensos punteaban el paisaje hasta donde llegaba la Vista. Gobi supuso que serían ciudades subterráneas.

De pronto la autopista descendió. Sorprendido, Gobi se dio cuenta de que estaban viajando por las entrañas de una de las ciudades subterráneas. La autopista de levitación magnética elevada se había convertido de repente en una arteria transparente.

Volaban por un tubo a una altura de aproximadamente treinta pisos sobre el nivel base. A ambos lados del tubo se veían hileras de rascacielos internos que se extendían sobre parques y centros urbanos de trabajo y ocio. Los dirigibles circunnavegaban el corazón abierto de la ciudad de los montículos.

Gobi podía ver a los pasajeros que se dirigían al trabajo, agarrados a las correas de mano y aplastados en las apreturas de la hora punta. Al parecer, los residentes de la ciudad interior llevaban una ropa diferente a la de la gente de las bolsas de aire que había visto en la superficie. Los hombres vestían de una forma más parecida a la de Yaz, Algunos llevaban el pelo al estilo samurai; otros lo tenían recogido en trenzas y llevaban amuletos, joyas y unos pantalones holgados que parecían faldas.

Las mujeres lucían faldas y, en la parte de arriba, unas prendas con forma de tubo cruzadas de fajas. Su peinado preferido era al parecer un rodete horizontal decorado con horquillas de adorno.

Los niños se dirigían apresuradamente al colegio con mochilas a la espalda. Había perros en las calles, pequeños spitzes blancos y akitas miniatura de pelo rojo.

Las tiendas, que tenían los escaparates abiertos, ofrecían toda una variedad de productos, desde fruta y verdura hasta artículos electrónicos. El ambiente que se respiraba era casi de comunidad. Gobi vio incluso el ondulado rótulo de una casa de baños de barrio.

Cuando llegaba a alguna de las salidas del tubo, Yaz no frenaba, sino que seguía cabalgando velozmente sobre su corcel de levitación magnética. Era la viva imagen de un jinete mongol corriendo por las estepas a lomos de un poni empapado de sangre.

El tubo transparente por el que corrían subió de repente por una pendiente de noventa grados y Tomo salió a la superficie por algo parecido a una tapa de registro gigante. Una fuerte corriente a chorro les empujó hacia arriba y Gobi tuvo la sensación de ser un corcho saltando sobre la espuma de una ballena.

Contuvo la respiración. Por fin habían llegado al centro de Nuevo Tokio, el corazón del panel de circuitos de Rim.

Gobi veía olas y olas de torres.

Algunas tenían quinientos pisos de altura y se elevaban a una altura que casi superaba la de la atmósfera de la tierra.

Vio el famoso rascacielos Aerópolis, que, aunque no era diferente a la imagen de postal que era famosa en todo el mundo, sí resultaba mucho más imponente. Como si fuera un esquelético monte Fuji construido con tubos vivos, aquel volcán hecho por el hombre palpitaba y respiraba mostrando una sobrecogedora simetría entre la vida y muerte. Medio millón de personas vivían en sus pisos superiores y se trasladaban de un vector a otro.

"Nacimiento, vida y muerte son botones de ascensor que se aprietan azarosamente —pensó Gobi, como una persona que filosofa en sueños—. Las formas de vida intercambian energía y ADN con la misma facilidad que si fueran tarjetas comerciales.

"Cuando bajas de la planta 230 no eres la misma persona que sube a la 101. En la planta 403 entras como un ser totalmente distinto. Sin embargo la energía que se emplea en la transformación sigue siendo la misma, la misma que hay entre todas las plantas y todos lo seres. La misma que te sube a lo alto y que te baja al pie del eje."

Ésta era la visión de Gobi, que almacenó en una ininterrumpida corriente de datos. Le aterraba y al mismo tiempo le daba energía.

Oyó entonces resonar en los cañones un viento agudo, pero pronto se dio cuenta de que se trataba del ronco eco producido por los turbopropulsores del bólido Haniwa de Yaz, que había descendido a una altitud de crucero. A continuación avanzaron tranquilamente por la iluminada avenida del histórico bulevar Cinza, con sus pintorescas boutiques de moda y el antiquísimo teatro Kabuki.

Tomo, el caballo levitador, relinchó cuando Yaz lo detuvo ante la resplandeciente torre Satori y su famosísimo logotipo.

—Hai, Gobi—san. Ya hemos llegado —dijo Yaz al bajar de la silla—. La junta directiva está esperándole arriba, en la sala de juntas.

«SATORI»

Gobi entró en un atrio que parecía invadido por una selva tropical y se paró sin saber hacia dónde ir.

—Frank—san.

—¿Sí?

—Por aquí, por favor. —Yaz señaló una cortina de agua que había en el centro def vestíbulo.

Gobi alzó la vista y miró la cascada que caía desde la cumbre de la torre Satori, que se encontraba a treinta pisos de altura sobre el vestíbulo.

Por todas partes crecían lianas, árboles, palmeras y arbustos en un caótico abandono. En los niveles superiores Gobi pudo ver nubes en movimiento.

—¿Hay que entrar en la cascada?

—Hai. —En los labios de Yaz había una sonrisa guasona—. Por favor.

Gobi siguió a su guía japonés por el puente colgante que conducía al interior de la cascada. Un deflector inteligentemente escondido impidió que se mojaran.

Fue como entrar en una pajarera tropical. Bandadas de periquitos de vivos colores surcaban velozmente el aire entre los árboles, gorjeando mientras volaban. Los chillidos de los guacamayos, los loros y los minas resonaban estridentemente en el atrio.

Una reluciente cortina de mariposas de color añil ondeó como una cubierta de vlnilo orgánica y luego se disipó en la neblina ante sus mismísimos ojos.

El puente conducía aun vestíbulo privado situado en el corazón de la cascada. Allí, un estrecho cilindro de cristal les aguardaba con la puerta abierta.

—Pase, por favor—le indicó Yaz.

El ascensor subió por la palpitante ducha de espuma. Gobi comprendió que aquello formaba parte del ritual de purificación para los invitados que llegaban.

—Esta cascada ha sido importada de Brasil —le informó su leal guía turístico.

—¿So desu ka? —En el vestíbulo Gobi se había fijado en una placa que rezaba: "En recuerdo de las cataratas de Iguazú, Brasil, 2006 A. de C."—. De modo que éste es el Edificio Satori de Kazuo Harada, famoso en el mundo entero —comentó, subrayando verbalmente las palabras clave mientras iniciaba una rápida búsqueda con la base de datos de sus Ray—Ban:

¡Click!: "Biodatos: Kazuo Harada, nacido el 26 de enero de 1946. (¡Click!) La fotografía muestra al famoso hombre con su melena blanca y sus gafas de diseño".

¡Click!: "Referencia Edificio Satori, Ginza Cuatro, Chuo—ku, Nuevo Tokio, Nuevo Nipón".

¡Click! Tomas interiores / exteriores.

"Al acabar el siglo, cuando se hizo evidente que la selva tropical brasileña estaba dañada deforma irreparable, Kazuo Harada, presidente y fundador del Grupo Satori, organizó lo que sería conocido con el nombre de "Traslado Urgente de la Selva Tropical" —¡Click!—. El traslado fue una de las misiones de rescate botánicas más atrevidas de la historia de la ecología mundial.

"Más de ochenta mil hectáreas de selva tropical que, aunque todavía sobrevivían, ya estaban condenadas a desaparecer, fueron enviadas a los países receptores de todo el mundo para ser trasplantadas. Una pequeña parte—¡Click!— fue a parar al atrio del Edificio Satori, el cual fue declarado oficialmente "reserva mundial".

"Este traslado supuso el comienzo de un nuevo capítulo en la vida de Kazuo Harada. Fue su periodo filantrópico, o "periodo boddhisatva", como pasó a ser conocido entre los historiadores de los keiretsus."

¡Click! Portada de la revista Time: "Kazuo Harada el chamán global, 2 de junio de 2002".

"Poco después, el magnate multimediático japonés empezó a concentrarse en la elaboración de productos de consumo cuyo propósito era elevar la conciencia humana a lo que él llamó "el siguiente nivel de evolución humana y planetaria". Kazuo Harada ha descrito esta visión en su éxito de ventas: Un planeta, un producto"

¡Click! Fuente: Almanaque Imidas Dow Jones, 2009.

Gobi podría haber seguido obteniendo datos sobre Ha—rada (se disponía a descargar su listado del directorio "Servicio de identificación de personas que sirven a la tierra"), pero en aquel momento el ascensor llegó a la última planta.

Yaz se había fijado en las letras ambarinas que habían aparecido en las Ray—Ban de Gobi y se había acercado aún más a él para echar un vistazo. No hay nada peor que el que alguien trate de mirar por encima de tu nariz cuando estás descargando datos. Éste era el mayor defecto que Gobi le veía al sistema. Era casi tan desagradable como que alguien mirara por encima de tu hombro para leer tu periódico.

Cuando llegaron a la planta 30, Gobi sonrió a Yaz y se guardó las gafas en el bolsillo del pecho.

—Dozo. —Yaz mantuvo la puerta abierta para que él pudiera pasar. Habían salido de Brasil y ahora estaban de nuevo en Nuevo Nipón. Gobi vio que se encontraban en un jardín de rocas estilo japonés bajo un tragaluz abovedado.

Dos guardas de seguridad de Satori vestidos de jardinero japonés se acercaron a ellos. Uno sostenía un rastrillo y el otro un par de tijeras de jardín. Los dos hicieron una reverencia a Yaz. Él les respondió con otra reverencia y entregó a uno de ellos sus dos espadas de samurai.

Los dos guardas hicieron a continuación una reverencia a Gobi y le cachearon con las manos. Eran muy buenos, pensó. Su energía era perfecta, intensa y azul. Fue una lectura del sexto meridiano de alta calidad.

Cuando hubieron acabado, hicieron una nueva reverencia y se pusieron de nuevo a rastrillar la blanca gravilla y a podar los setos del jardín japonés.

Una puerta metálica de color gris se abrió suavemente y pasaron al interior de una sala de juntas iluminada únicamente por un círculo de focos embutidos en el techo que había sobre una mesa trapezoidal.

En torno a la mesa había ocho personas (una mezcla de japoneses y extranjeros) sentadas rígidamente en unas sillas de cromo con el respaldo alto.

Cuando Gobi entró en la sala, Acción Wada dijo:

—Bienvenido a Nuevo Tokio, profesor Gobi. Por fin nos conocemos personalmente.

Acción Wada estaba sentado con rigidez en el centro de la mesa. Físicamente parecía más compacto de cómo lo recordaba Gobi de su primer contacto por línea. Llevaba una camisa de papiro egipcio arrugado y un traje blanco Vesubio de diseño. Tenía la frente más amplia y los hombros más anchos de lo que su holoide había proyectado. Sin embargo, su mirada era igual de penetrante.

—La última vez que hablamos la conexión que tuvimos dejó bastante que desear. —Wada sonrió malignamente al tiempo que se acariciaba la mandíbula en un gesto burlón pero indulgente—. Siéntese, por favor.

Un asistente de Satori surgió de entre las sombras para acercarle una silla. Gobi tomó asiento y miró a la colección de caras que le observaban en silencio.

—Querría presentarle a los miembros de nuestra junta. —Acción Wada señaló con la cabeza al grupo reunido. Luego hizo un gesto con la mano y dijo—: George Weber, director de las Américas...

Un americano de pelo canoso y aspecto de patricio le guiñó un ojo con aire campechano y le dijo:

—Me alegro de que haya podido venir, Frank.

Wada continuó por orden.

—Tetsuo Miura, director de recursos humanos y de la división de robótica de Satori...

Un japonés sonriente le hizo una reverencia.

—Hyacatha Wong, directora de la división de la Gran China...

Hyacathia Wong era una mujer de aire dinámico. Vestía un mono color verde jade y llevaba al cuello una figura de jade tallada de Kwan Yin colgada de una pesada cadena de oro. Le saludó con la cabeza.

—Kubota—san, jefe del Instituto Satori de Tecnología, que es nuestro centro de investigación.

Un hombre diminuto con ojeras saltó de su silla como si fuera un panda al que hubieran pinchado con un tenedor.

—Y la mujer que se encuentra a su izquierda es Yuki Abe, directora de la división de redes multimedia. Ya le he presentado a todos, creo.

—Encantado.

Gobi saludó a todos con la cabeza, pero sus ojos seguían fijos en Abe. "¿La división de redes multimedia?", pensó, tratando de recordar el historial de Satori que había consultado. "Eso incluye Virtuópolis, ¿no? Lo cual significa que Yuki Abe es la responsable de las operaciones de Ciudad Satori."

Gobi la miró con detenimiento por un momento. Era una mujer atractiva que rondaría los cuarenta años de edad. Lucía un vestido de seda Yamamoto color malva y un collar de perlas blancas en torno a su pálida garganta.

"Las gráficas son asombrosas —pensó Gobi—. Calidad Mikimoto de verdad. Una persona sólo podría darse cuenta de que son imitaciones de aspecto y tacto si se fijara en la costumbre que tiene de tocárselas. Las perlas parpadean cuando lo hace."

—Estoy seguro de que el profesor Gobi se hace cargo de lo urgente que es para nosotros localizar a nuestro presidente —reiteró Acción Wada dirigiéndose a los miembros de la junta—. Lamentablemente, su hijo se encuentra entre las personas que se quedaron atrapadas cuando se produjo el colapso de Tiempo de Juego.

El fornido japonés hizo una pausa de unos segundos para que todos chasquearan la lengua e hicieran gestos de compasión a Gobi.

—Yuki. —La voz de Acción Wada resonó repentinamente en la sala de juntas—. ¿Podrías darnos el último informe sobre la situación en Ciudad Satori?

—Me temo que no es muy bueno —respondió Yuki con voz reposada—. El tiempo está acabándose en los tres sectores. Seis Gobiernos, los de Estados Unidos, Francia, Gran Bretaña, Alemania, Gran Rusia e India han enviado equipos de neuroprogramadores para trabajar sobre el terreno en nuestro nodo central de la Isla de Man. Por el momento no han tenido éxito. —Hizo una pausa—. Nuestra interfaz en realidad virtual sigue siendo impenetrable. Calculamos que a menos que Virtuópolis se estabilice, dentro de dieciocho horas habremos llegado al punto límite. En ese momento está previsto que el primer grupo de usuarios entre en Omega.

—¿Omega? —exclamó Gobi con una voz más áspera de lo que esperaba.

—Le ruego me perdone... —Yuki inclinó la cabeza durante un momento—. Omega significa destrucción de sistemas. Cuando esto ocurra, se producirá una reinicialización automática de Virtuópolis y todas la conciencias conectadas de ese nivel quedarán borradas.

—¿Cuál es el total de destrucciones en este momento? —preguntó bruscamente Acción Wada, girando sobre su silla para mirar a la directora de frente.

—712 —respondió Yuki—. Todos los usuarios destruidos hasta el momento eran adultos, de edades entre 18 y 82 años. La mayoría de ellos estaban desarrollando actividades sexuales en Mundo Adulto cuando ocurrió el colapso. —Carraspeó—. Actualmente 3.816 niños se hallan en diferentes estados de coma. La mayoría tiene entre 4 y 16 años.

—Gracias, Yuki. —Acción Wada apartó la mirada de ella—. Ahora...

—Hay una cosa más, Wada—san.

Wada volvió a girar sobre su silla.

—Sí, ¿de qué se trata?

Yuki titubeó.

—¿Deseas añadir algo?

—Se ha producido una novedad —dijo ella finalmente.

—¿Y bien? ¿De qué se trata?

—No sé muy bien cómo explicarlo. Eso es parte del problema.

—Inténtalo, por favor —insistió Wada irónicamente—. Adelante.

—Será mejor que les muestre unas imágenes de vídeo... Todavía las están analizando. Las hemos grabado en un pequeño hospital del este de Siberia, cerca de la población de Yakutsk. Lo captó una cámara de seguridad.

Yuki apuntó con un mando a distancia a un monitor apagado. La imagen cobró vida con un chisporroteo.

Gobi vio una fila de camas con niños conectados a unidades portátiles de realidad virtual. La calidad de la instalación distaba de ser tan buena como la Unidad de Realidad Virtual para Adolescentes de Alta Bates. El reloj de la grabación marcaba las 04.12.12.

—Observen esto —dijo Yuki—. La tercera cama contando a partir del fondo. La niña pequeña. Tendrá unos ocho años.

En la sala no había nadie a excepción de los niños, los cuales estaban soñando en un estado de coma por línea. En la planta no había ninguna enfermera. De pronto en la cama que había indicado Yuki se vio un movimiento leve, apenas discernible. De una bata de hospital surgieron unos brazos delgados; los dedos estaban crispados como pequeñas zarpas.

En la sala de juntas se oyó a alguien contener la respiración. Había sido Hyacathia Wong. Nadie más emitió sonido alguno. Gobi, que estaba atónito viendo las imágenes, oyó el ruido seco de la silla de Acción Wada al girar.

Su cara era como la de un pájaro hasta que abrió los ojos. ¿Dónde estaban los ojos de la niña? Tenía el pelo castaño y rizado y la cara dulce como la dorada luz de sol, pero los ojos habían sido borrados de la pantalla. No veían nada. Las piernas salieron de la cama como una navaja. Los pies desnudos se apoyaron en el linóleo y el albornoz cayó hasta los tobillos. La niña se detuvo y miró a sus compañeros, que seguían durmiendo. Entonces reconoció a uno. Era una amiga. "¡Verushka! ¡Verushka!", gritó una voz diminuta.

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