RIM

RIM


«BARDO DOS»

Página 20 de 27

Gobi sintió un escalofrío por la columna vertebral. Aquéllas eran las primeras palabras que pronunciaba una persona en estado de coma. ¿Pero cual era el estado de coma? ¿Qué clase de sueño estaba más próximo a la vigilia?

La niña avanzó de cama en cama, desconectando a todos los niños de sus apoyos neurales. Uno a uno, los sueños que aparecían en los monitores se extinguieron. Cuando hubo acabado su tarea, la niña se sentó en una de las camas y aguardó.

"04.19.32"

Yuki hizo avanzar rápidamente la grabación.

"04:22.008"

—Empieza ahora —exclamó Yuki con voz apagada. Todos permanecieron en silencio.

Primero empezó a moverse un niño, a continuación otro y después otro más. Luego se les unieron los demás. Se agruparon, compararon sus heridas, se frotaron la frente y las manos y se sacaron la lengua.

Vieron el resplandor de algo blanco al fondo del pasillo. Era una mujer rechoncha vestida con un uniforme de enfermera que tenía el pelo y los ojos oscuros. Los niños empezaron a moverse hacia donde ella estaba. Los pies se le habían quedado pegados al suelo. No podía moverse, y menos aún hablar. Uno de los niños más grandes, que iba delante de íos demás, le hacía gestos con los dedos...

Yugi apagó la unidad y el monitor se quedó sin imagen. George Weber sacó su pitillera con una mano temblorosa. Encendió un cigarrillo de gingko sin filtro y aspiró el humo profundamente.

—Mierda —exclamó.

El resto del grupo permaneció en silencio pensando en lo que acababa de ver.

Finalmente Acción Wada habló:

—¿Qué les ocurrió a los niños, Yuki?

—Fueron descubiertos andando por el bosque, cerca del pueblo.

—¿Y?

—La gente de ese lugar es todavía muy supersticiosa. Cuando se descubrió el cadáver de la mujer, se celebró una reunión del consejo de ancianos. Consultaron a su chamán.

—¿Y bien?

Yuki se mordió el labio y a continuación volvió a pulsar el mando a distancia.

—Ésta es una grabación del discurso que pronunció el chamán en la reunión de los ancianos.

El chamán Chukchee se puso de pie en medio de la sala de juntas Satori con sus huesos, pieles y pellejos. Llevaba un espejo profético sujeto al hombro derecho. "Esto me permite ver los mundos del más allá", les dijo. Sus palabras eran traducidas automáticamente. "También me permite capturar las almas perdidas de los muertos."

Tocó las trenzas, los colgantes y las cintas que llevaba cosidas a sus traje. "Éstas son mis colas y mis alas. Me ayudan a volar a la negra montaña de la oscuridad. Allí volé para reu—nirme con los niños que en el pasado habitaban sus segundos cuerpos. Me dijeron que se los habían robado. Unos espíritus malignos vagan en su lugar. Los niños exigieron que se los devolvieran, pero los espíritus rehusaron hacerlo. "Que los niños regresen del Lugar de la Vida Futura en los cuerpos de unos perros salvajes", me dijeron entre risas.

"Se lo conté a los niños. Los espíritus de mi oca y mi agachadiza tardaron largas horas en llevarme a la casa de los ke—let en que reposaban los espíritus de los niños. "En tal caso —me dijeron los niños cuando les hube transmitido los pensamientos y las palabras de los malignos—, debes coger tu pica de dos cabezas para vengarte de los hambrientos fantasmas.""

El Chamán Chukchee meneó sus pica de dos cabezas.

"Que ningún hombre o kelet dude de la voluntad del águila hembra, que trae la justicia y la muerte a todos los seres. No seáis tímidos ante la muerte, ni orgullosos durante la vida."

El Chukchee bajó la pica.

"Oh, hijos de los Chukchees, los Buryats, los Cilyaks y los Yenisseis Ostyaks, no temáis, porque seréis vengados y volveréis a vuestros verdaderos seres."

Yuki apagó la grabación del chamán.

—Poco después, los once niños que habían encontrado andando, según se dice, "en coma" fueron destruidos y sus cadáveres quemados. Por desgracia, el médico del lugar sólo pudo realizar una autopsia.

—¿Qué descubrió? —preguntó Kubota.

Yuki estaba pálida.

—Técnicamente, el cadáver ya tenía el rigor mortis. Cuando los lugareños lo encontraron, ya llevaba siete u ocho horas muerto.

—Por amor de Dios, Acción —exclamó George Weber—. Será mejor que nada de esto llegue a la prensa. Está claro que nos arruinaríamos si se hiciera público.

—Es un lugar remoto —contestó Yuki—. En este asunto hemos conseguido controlar a los medios de comunicación. Las autoridades locales han comprendido nuestra inquietud. Y nosotros les hemos expresado nuestra gratitud como corresponde.

Weber encendió otro cigarrillo.

—Deberías haber pagado a ese cabrón lo que pedía, Acción. Nada de esto habría ocurrido...

—Por favor, George —repuso Acción Wada, mirando a Gobi con expresión de pesar—. Éste no es ni el lugar ni el momento...

—Bueno, ¿entonces para qué ha venido? Usted va a hacer algo al respecto, ¿no, profesor Gobi? —preguntó Weber enfáticamente.

—¿A qué respecto, señor Weber? —inquirió Gobi.

—Por amor de Dios, Acción, ¿cuánto le has contado? —Weber puso los ojos en blanco en un gesto de exasperación.

—Lo suficiente, creo, como para que se ponga a buscar al presidente Harada.

—Harada, en efecto. ¿Pero le has hablado de Sato? Él es el cabrón que nos la ha jugado.

—Acción. —Weber miró airadamente al japonés desde el otro lado de la mesa—. Si lo que ha ocurrido en Siberia es un anticipo de lo que nos espera, ya podemos volver todos a vender ramen instantáneo en la calle. ¿Entiendes lo que estoy diciendo? ¿Has visto últimamente el valor que tienen las acciones de Satori? —balbuceó—. En la bolsa de Bombay están vendiéndolas más baratas que los futuros del betel, por amor de Dios.

Acción Wada levantó una mano.

—Ya ha quedado claro lo que tenías que decir, George. Gracias.

—Bien, ¿qué es lo que vas a hacer al respecto entonces, maldita sea?

—El profesor Gobi está perfectamente capacitado para ocuparse de este asunto —dijo Wada tranquilamente.

—¿De veras? —preguntó Weber al tiempo que encendía otro cigarrillo. Echó el humo sobre Gobi y dijo con aire retador y burlón—: De manera, profesor, que usted tiene una tesis doctoral sobre la localización de auras, ¿no es así? ¿Sabe usted quién es Sato?

Gobi le miró desde el otro lado de la mesa.

—¿Se refiere usted al tibetano?

Cuando hubo acabado la reunión en la sala de juntas, Acción Wada se acercó a Gobi.

—Me temo que le he subestimado, profesor Gobi —dijo con actitud congraciante—. ¿Puedo hablar con usted a solas en mi despacho?

—¿Puedo hablar con usted a solas en el mío?

Acción Wada parpadeó, pero luego apareció una sonrisa en sus labios.

—Excelente. Un hombre con sentido del humor lleva una espada invisible en una vaina. Puede desenvainarla y utilizarla en cualquier momento.

—Un hombre que emplea aforismos al hablar no pierde el tiempo cuando se le presenta una oportunidad.

Acción Wada frunció el ceño.

—Me temo que no conozco ese dicho.

—Sun Tzu. Está en El Arte de las bromas.

—Ah. —Volvió a sonreír—. Debo estudiar a los clásicos.

—¿De qué quiere hablar conmigo? —le preguntó Gobi.

—Prefiero decírselo en privado. Mi despacho está aquí al lado.

Gobi hizo un gesto de asentimiento y estrechó la mano a los demás miembros de la junta conforme iban saliendo de la sala. George Weber le dijo:

—Me alegro de que formes parte de nuestro equipo, Frank. Contamos contigo.

Yuki Abe le dio la mano. Sus ojos eran suaves y luminosos y su pálida mano, cálida.

—Lamento lo de su hijo —le dijo.

—Gracias, señorita Abe.

Ella le apretó la mano.

—Si hay algo que pueda hacer para ayudarle, por favor, no dude en decírmelo. —Le dio su tarjeta. Olía al perfume Señora Murasaki.

—Gracias.

—Por aquí, profesor Gobi —le urgió Acción Wada—. Salieron al pasillo y pasaron por delante de los jardineros japoneses que estaban rastrillando la arena del atrio.

Al llegar a la puerta, Acción Wada se volvió hacia una cámara de seguridad y se arregló la corbata.

—Es una combinación secreta —le dijo a Gobi con una sonrisa. La puerta se deslizó y quedó abierta.

La habitación no era grande. Tenía paneles de papel de arroz, un mándala en el techo y suelos de cemento pulido. A cada lado había sendas esculturas de acero inoxidable pintado. Estaba iluminada con luces embutidas. En torno a una mesa de pino sin barnizar había unas sobrias sillas de metal.

—Siéntese, por favor. —Acción Wada le indicó una de las sillas—. Me gustan las cosas sencillas. Y los hechos sencillos. —Gobi sacó una de las esqueléticas sillas y tomó asiento—. Quizá se deba al hecho de que mi padre era sacerdote Zen. Puede que esto le sorprenda.

Gobi aguardó.

—Tuvo un gran éxito como ejecutivo; llegó a ser el shacho principal de uno de los antiguos keiretsus. Tras la Guerra del Comercio con su hemisferio, mi padre se retiró de los negocios y pasó el resto de su vida dedicado a la contemplación. De manera que, como puede ver, profesor Gobi, somos de sensibilidades parecidas. Sólo que actualmente tenemos que cruzar el océano para poder obtener la sabiduría occidental. jJaüJaMJa!

Gobi lo miró con cara de no comprender.

—¿Té, profesor Gobi?

Gobi miró al fondo de la habitación. Allí había una pequeña vitrina colocada sobre un pie en la que se veían unos netsu—kes. Wada le siguió con la mirada.

—¿No estará usted interesado en los netsukes?

Gobi parpadeó y apartó la mirada. Aquellos netsukes estaban muertos. Mejor dicho: no habían sido activados todavía. Pero las unidades de disco ya estaban instaladas en su interior.

—Sólo en cierto tipo de netsukes —contestó Gobi.

—Ya. Usted conoce el arte japonés.

—Sí. Me encanta la delicadeza refinada y toda sutileza. Ahora déjese de tonterías, Wada. ¿Qué está dándole vueltas en la cabeza?

Los ojos de Acción Wada se ensombrecieron. Estaba verdaderamente ofendido. Bien. Un tanto a favor de la sabiduría occidental.

Abrió los ojos y fijó la mirada en Gobi.

—Si no me equivoco, usted llevó a cabo una transacción para nosotros en Estación Siete.

—Oh, debe usted referirse a lo que hice con la señorita Kato.

—Sí, sí. A eso me refiero.

—La señorita Kato lo hace muy bien —dijo Gobi—. Muchísimas gracias. Disfrute enormemente con ella. Para devolverle el favor, quisiera darle esto.

—Gracias, es usted muy generoso —respondió Acción Wada.

Gobi escribió algo en un papel y se lo entregó a Wada.

Wada lo aceptó, hizo una reverencia, lo leyó y frunció el ceño.

—¿Puedo preguntarle qué es esto?

—Por supuesto. Es el número de teléfono de una psiquiatra que hace top—less. La llamada es gratis, y ella se traslada a donde usted se encuentre. Usted le cuenta su problema y ella se ocupa de él inmediatamente. Mediante un holograma vivo, claro está.

Acción Wada arrugó el papel y lo dejó sobre la mesa.

—No es esto lo que esperaba. Usted tiene una transferencia para mí. —Sacó un netsuke del bolsillo y, señalándolo con la cabeza, dijo—: Por favor.

Gobi desarrugó el papel que había sobre la mesa.

—Dozo —dijo, ofreciéndoselo de nuevo a Wada.

Acción Wada se levantó de la mesa y empujó hacia atrás la silla.

—¿Por qué no está cooperando? —preguntó ceñudamente.

—Porque conseguirle la conciencia de Ryutaro Kobayashi no era parte del trato, por eso.

—¡Usted es una persona muy difícil, profesor Gobi!

—¿Qué quiere usted decir? Acabo de ofrecerme a compartir mi psiquiatra con usted.

Acción Wada se giró airadamente y se dirigió a la puerta a grandes zancadas.

—Será mejor que se ponga a trabajar. Encuentre a Harada —barbotó—. En Nuevo Tokio no dispone de todo el día, ya lo sabe.

Yaz estaba esperándole en el pasillo.

—¿Qué desea hacer en primer lugar, Frank—san?

—¿A Sato, el Programador...?

Los ojos de Yaz aguardaron.

—¿Hai?

—¿Llegaste a conocerlo?

—Mochiron. Por supuesto.

—¿Qué puedes decirme de él?

Yaz se quedó un momento pensando y luego arrugó la nariz en señal de desagrado.

—Es un kamikaze—zoku.

—¿Eso qué es?

—En Estados Unidos lo llaman otaku—zoku. Es lo mismo que un pirata informático, ¿no?

—Exacto.

Yaz hizo un gesto de asentimiento.

—Sato es un pirata kamikaze. ¿Lo comprende ahora? Le gusta destruir.

—¿Estás diciéndome que le gusta destruir cosas?

La risa de Yaz se asemejó a un bufido irónico.

—Antes de su llegada, Nuevo Tokio estaba bien, ¿no? Después de su llegada..., se produjo el gran terremoto.

—Eso es una coincidencia, ¿no?

—¿Una coincidencia?

—Eso significa que algo ocurre en el mismo momento pero no necesariamente por la misma razón.

A Yaz se le ensombreció el rostro.

—No— dijo haciendo un gesto de negación—. Ocurrió por la misma razón.

—¿Sabes qué aspecto tiene? ¿Hay en alguna parte una fotografía suya? Eso me ayudaría a hacerme una idea de cómo es.

—¿Una fotografía? ¿Una shashin?

—Eso es.

Fueron al fondo el pasillo, cogieron un ascensor y bajaron varios pisos.

—Por aquí —masculló Yaz. Entró en una habitación que había al fondo de un corredor que comunicaba varios cubículos. Gobi lo siguió.

—iVaya...! —exclamó Gobi mientras miraba la habitación—. El prototipo de despacho sin papeles.

—Hai —dijo Yaz—. Ni papeles, ni escritorio. —Se rió—. Ni silla.

Por una larga ventana se veía la antigua Ginza, la histórica calle comercial de Nuevo Tokio. Los neones tenían un aspecto casi nostálgico hasta que uno se daba cuenta de que eran manchas de holocolor vivo.

—Al menos tiene una ventana y una persiana —comentó Gobi.

—¿Persiana? —preguntó Yaz. Se acercó a ella y tiró del cordón. Las persiana se desenrolló. Yaz dio vueltas a la varilla con la que se regulaban las tablillas. Con la persiana bajada, la habitación quedó a oscuras y una imagen se materializó en la pantalla.

Yaz se rió.

—Persianas Satori. Decoración de interiores. —Retrocedió—. Sato, Kenji —dijo con voz queda.

Las tablillas dieron vueltas sobre sí mismas para buscar la información en la base de datos. Mientras esperaban, Yaz explicó:

—Ésta es la última fotografía que se conoce del equipo de Harada en la que están todavía todos juntos. ¿Cómo se dice? ¿Su última cena?

Apareció una imagen de un pirata otaku—zoku ataviado con una ajustada chaqueta negra de cuello alto y botones de latón. Tenía los dientes y la piel en malas condiciones y llevaba unas gafas con visor en la parte superior que tenían una pretenciosa fibra óptica enhebrada en la montura transparente. Estaba en un restaurante de sushi y tenía unos palillos en las manos. De uno de ellos colgaba un tentáculo de calamar.

—¿Ése es Sato?.

—No. No es Sato. Mire —masculló Yaz. Giró la varilla con la mano y la imagen cambió. Gobi pudo ver ahora otros otakus de pelo largo en la pantalla. Estaban sentados juntos y saltaba a la vista que estaban pasándoselo bien. Al fondo del mostrador había un joven con la mirada clavada en la cámara. Sus ojos brillaban como las negruzcas cenizas de un hibachi. A su lado había una joven con una melena negra que, al caerle desordenadamente sobre la cara, le ocultaba en parte las facciones.

Sus ojos despertaron algo en el interior de Gobi. Algo que creía muerto desde hacía mucho tiempo. ¿Tenía su vida pasada una vida pasada?, se preguntó.

—Ése es Sato —dijo Yaz—, ¿Quiere que le saque un primer plano, Frank—san?

—Sí, sácame un primer plano, Yaz —respondió Gobi con una voz extraña, entrecortada—. Pero no a Sato, sino a la chica que está sentada a su lado.

Habían regresado a su apartamento de North Beach tras salir del despacho que Gobi tenía en Green Street, el del cartel • que rezaba: "Frank Gobi. Investigador Privado".

Estaban tumbados en su futón. Gobi era el único gweilo que vivía en aquella pensión china, y las ancianas damas chinas estaban ocupadas haciéndose la cena en la cocina comunitaria. Uno podía oírlas peleando, discutiendo, implorando y gritándose las unas a las otras en cantones. El especiado olor del aceite de sésamo de sus woks salía al pasillo y se colaba por debajo de su puerta. En una radio diminuta sonaba ópera China.

Hacía ya rato que habían hecho el amor y que estaban flotando sobre las ondas de la colcha, la cual tenía un dibujo llamado "olas de óxido".

La luz de la habitación era translúcida, tenue. En lugar de una lámpara, Gobi tenía un paraguas de papel transparente colocado sobre una esterilla de paja con un pequeño foco sujeto al mango de madera. El paraguas hacía sombras que parecían ideogramas con forma de pétalo sobre las paredes de estuco.

Con el sonido de las sirenas en la bahía, podrían haberse dejado llevar fácilmente por el mar abrazados el uno al otro...

Kimiko se incorporó en el futón y se estiró. Por Dios, qué hermosa era. "¿Cómo va ese dolor de cabeza?", le preguntó Gobi. Kimiko le había comentado que sufría dolores de cabeza muy a menudo. La causa, decía bromeando, era que, n fin de dar de vida a sus pequeños origamis de papel, los Impregnaba con una cantidad excesiva de su chi cerebral.

Se inclinó para besarle. La sensación fue parecida al des bordamiento del río Kamo en Kioto en el siglo xii.

—La medicina del amor es mejor que la de hierbas —bromeó Kimiko al tiempo que le pellizcaba una tetilla.

—¿Puedo ir a visitarte cuando vuelvas a Nuevo Nipón? —preguntó Gobi.

Ella puso cara de sorpresa.

—La situación es ahora muy distinta en Nuevo Nipón. —Miró las flotantes sombras de la pared como si tratara de leer algo en ellas—. No como aquí, Frank.

—La situación también es distinta aquí desde que te he conocido —le dijo él. Hablaba en serio. Había convertido su vida en una fábrica de amor y la producción aumentaba todos los días.

Gobi trazó la línea del muslo de Kimiko con la mano, como si estuviera buscando huellas dactilares. ¿Y si tuviera un amante esperándole en Nuevo Nipón? Quizá tenía más de uno...

Sin embargo sabía que estaba tomándose su petición en serio. Él no quería ser tan sólo su alocado amante gaijin de San Francisco. Quería que su yin y su yang se reunieran con regularidad... Tres meses en San Francisco y tres meses en Nuevo Tokio. La solución que mejor funcionara. También podían verse en Tailandia para olvidarse de todo. O ir en avión a Bali. 0 buscar su propio templo privado en algún lugar de India, un templo dedicado a la diosa que había permitido que se conocieran.

Aquélla era la ilusión que él tenía al menos,

Kimiko sintió en el caballete de la nariz una quemazón. "El cuerpo, como la mente, es una esponja", pensó. "Absorbe energía. Luego, cuando la expulsa, es como un proceso de purificación."

—Bueno, ¿qué me dices, Kimiko? ¿Puedo ir a visitarte o no puedo?

Ella lo miró y soltó una risilla.

—Tal vez —dijo en aquel tono de voz que ponía cuando se planteaba entregarse por completo a la lujuria.

Gobi le tocó la cadera y la meció juguetonamente hasta que ella perdió el equilibrio y cayó sobre su pecho con los senos, la cara y sus preciosos ojos.

—Vale, de acuerdo, puedes venir —respondió con voz ronca, empezando nuevamente a examinar su cuerpo. Aquella conversación sólo podía acabar de una manera—: Sí, ven, Frank. ¡Ven ahora...!

—Usted conoce a esa mujer, ¿no es así, Frank—san? —preguntó Yaz con voz queda. Había visto el dolor en los ojos del americano. No el dolor de la pérdida, sino el dolor del descubrimiento, que a veces es mucho peor.

—¿Cuándo se tomó esta fotografía, Yaz? —preguntó Gobi. Quizás estaba equivocado. Quizá todo encajaba.

El joven japonés estuvo un momento pensando.

—¿A principios de este año? Estas personas son miembros del grupo privado de Harada—san. Son programadores. Sato es el Programador jefe. Esa mujer... —Yaz la señaló con la cabeza sin dejar de observar los ojos de Gobi— es Kimiko—san.

—Sí.

—¿Es amiga suya?

—Creía que estaba muerta.

Si Yaz se sorprendió, no dio muestras de ello. Hizo un gesto de asentimiento y dijo:

—Kimiko—san era una persona muy agradable. Yasashi. Amable.

—¿Dónde está ahora?

Yaz frunció el ceño.

—Con Harada, creo. Sato dejó el grupo poco después de que se tomara esta shashin. Después de que Harada descubriera que Sato estaba vendiendo un código erróneo a otros keiretsus. Fue entonces cuando comenzaron los problemas en Nuevo Tokio y Harada se llevó a su equipo a otra parte para elaborar un antídoto. Creo.

De manera que había desaparecido con él... En cierto modo su desaparición tuvo para Gobi el efecto de una restitución. Kimiko seguía fuera de su alcance, seguía encontrándose en otra dimensión. Como la Kimiko que él había conocido.

—Mmm... —pensó Gobi en voz alta.

—¿Sí, Frank—san?

—¿Quién hizo la fotografía?

—Harada—san.

—¿Dónde la tomó?

—En Ciudad Chiba.

—¿Puedo quedarme con una copia?

—Hai, chotto matte. —Yaz giró la varilla y la unidad base imprimió una holo—shashin. Yaz se la entregó a Gobi.

Fue entonces cuando lo vio, cuando observó atentamente la imagen de Kimiko. Allí estaba, en la barra del sushi. Seguramente lo había hecho mientras esperaba a que el jefe de cocina le preparara un maguro, un tekka o un unagi. Gobi alzó la vista y miró a Yaz. En sus ojos había un brillo de esperanza que Yaz no había visto unos segundos antes.

—Creo que ya lo comprendo, Yaz.

—¿Sí, Frank—san?

—Creo que ya comprendo por qué un hombre como Kazuo Harada deseaba trabajar con un hombre como Sato. Debió de percatarse enseguida de que era un desalmado, y aun así lo mantuvo en su equipo. —Yaz miró detenidamente la shashin en un intento por descubrir la pista—. De hecho, ésa debe ser la razón por la que Sato dejó a Harada. Seguramente se dio cuenta de ello.

Yaz hizo un gesto de negación con la cabeza.

—¿Qué es lo que ve usted aquí, Frank—san?

Gobi estuvo a punto de echarse a reír.

—Mira, en la barra. Ella ha hecho pequeños origamis, sus animalitos de papel mecánicos.

Yaz alzó la vista, dudoso.

—Es una rana.

—Eso es, Yaz. —Gobi sonrió—. Medicina de rana.

—¿Nan desu ka? ¿Qué es eso?

—Kimiko estaba estudiando chamanismo maya y azteca y aprendiendo a incorporar su medicina a las figuras que hacía. La medicina de rana es muy poderosa. Se utiliza para eliminar la negatividad. De cualquier ambiente. Y de cualquier persona.

—Naruhodo. —Yaz cerró los ojos. Ahora lo comprendía—. ¿Estaba reprogramando a Sato? —Eso es, Yaz.

Yaz asintió con la cabeza.

—Kimiko—san debe ser una miko.

—¿Una miko? ¿Qué es eso?

—Un chamán japonés. ¿Cómo se dice en inglés? ¿Un médium? No puede escribir un programa, pero todo el mundo sabe que para Harada—san ella es un Programador muy importante. Ése debe ser el motivo.

Gobi tuvo que darle la razón.

—Me sorprendería si Kimiko hubiera escrito en su vida una sola línea de código. Lo hacía todo con las manos.

«LÁTIGO»

Bajaron por la cascada hasta el garaje situado en B—10, que era la cuadra en que Tomo, la motocicleta levitadora de Yaz, estaba guardada.

—Dozo —dijo Yaz, haciendo un gesto con la mano mientras Gobi subía al sidecar.

Yaz apretó el acelerador y la Haniwa se elevó como una taza sobre un platillo y avanzó balanceándose hasta llegar a la salida del garaje.

Yaz se comunicó con Gobi por los audífonos.

—A los otaku—zokus les gusta ir al restaurante de sushi donde se hizo esa fotografía. Tal vez consigamos algo de información allí.

—Me parece un buen sitio para empezar. ¿Por qué les gusta ir allí? ¿Qué tiene ese lugar de especial?

—Es muy famoso por su sushi interactivo. También sirven las bebidas mentales de diseño más moderno. ¿Le gustan las bebidas inteligentes, Frank—san?

Habían salido al espacio abierto azul grisáceo de la rotonda de Satori. Yaz inclinó la Haniwa en dirección a la aeropista de levitación magnética. Entraron en una corriente y salieron disparados hacia adelante.

—¿Bebidas inteligentes? —contestó Gobi—. Pues no. Cuando bebo, prefiero tomar algo estúpido para poder relajarme. No me gusta beber algo que es más inteligente que yo.

Yaz lo miró y sonrió.

—A mí tampoco.

—¿Que demonios es el sushi interactivo?

—Ya se enterará. —Yaz volvió a sonreír—. Durante la comida.

Yaz tiró de las riendas de Tomo y el corcel levitador cambió de carril como un experto del pachinko. El tráfico era moderado cuando entraron en la cuadrícula de carreteras de Ciudad Chiba.

—Ahora descanse —dio Yaz—. Llegaremos dentro de media hora.

Mientras atravesaban los cañones del centro de Nuevo Tokio, Gobi no pudo evitar maravillarse al ver desaparecer los rascacielos en la niebla como si fueran dibujos de tinta.

En las afueras el cielo era gris con franjas de color azul oscuro. Un silencio absoluto se cernía sobre la ciudad como un pensamiento no expresado.

Gobi observó que las torres estaban comunicadas mediante puentes que colgaban a diferentes alturas. Sin embargo, al fijarse mejor, se dio cuenta de que los principales enlaces entre los edificios eran puentes levadizos fuertemente blindados que se podían levantar y bajar a voluntad.

—Parecen castillos —comentó Gobi, pensando en la copia del castillo de Osaka que había en las plantas superiores de Estación Siete.

—Son los casillos de los keiretsus. —Yaz hizo una señal con la cabeza y añadió—: Éste es el del grupo Sumitomo.

—Oh.

Pasaron bajo el puente levadizo y describieron una espiral bajo las banderas de Sumitomo que ondeaban sobre los muros del castillo.

—¿Cómo es? —preguntó Gobi a Yaz mientras la vista de la ciudad desaparecía vertiginosamente bajo sus pies.

—¿Cómo es qué?

—¿Qué ocurre por la noche cuando la ciudad cambia?

Yaz aceleró y subió a un carril de nivel superior. Guardó silencio por un momento y luego dijo:

—¿Por qué lo pregunta? —Su voz sonó como un chasquido por el canal—. Es diferente para cada persona. Diferente para usted y diferente para mí.

Yaz aceleró la marcha y Tomo salió disparado hacia adelante.

—Frank—san —dijo Yaz con indecisión.

—¿Sí?

—Creo que alguien está siguiéndonos.

—No se vuelva —advirtió Yaz a Gobi—. Mire su escáner trasero. Es la Miata Barracuda que tenemos detrás.

Gobi enfocó el reflejo cóncavo que tenía dentro de su casco encima de la ceja derecha.

No cabía duda: un vehículo que parecía una Barracuda estaba esquivando limpiamente el tráfico, primero introduciéndose en la cuadrícula de vehículos que había delante y luego saltando por encima de ellos como si fueran bancos de atunes.

De pronto la Barracuda se puso justo detrás de ellos y empezó a arrancar chispas del parachoques trasero de Tomo. Alarmados, Yaz y Gobi dieron un respingo en sus asientos. Vieron dos cabezas con el pelo rapado de igual manera y unos ojos tan inexpresivos como tacos de billar. .Sus músculos abultaban en los baratos trajes de seda de Hong Kong que llevaban.

—Yakuzas —murmuró Yaz sin cambiar la dirección del levitador magnético.

Aceleró y Tomo salió disparado hacia adelante.

Los yakuzas desaparecieron de vista en la contracorriente, pero poco después reaparecieron al lado del levitador magnético. Ahora corrían el uno junto al otro.

—¡Chikisho! —exclamó Yaz. Se inclinó y sacó un látigo de la alforja. Era largo, negro y espinoso. Con una sola sacudida, golpeó limpiamente el parabrisas de la Barracuda.

Los yakuzas se quedaron un instante con la boca abierta y luego agacharon la cabeza. Pero el látigo había dañado el parabrisas, que ahora tenía la superficie surcada por miles de grietas, como el hueso de un oráculo al ponerlo al fuego.

La Barracuda perdió el rumbo y se deslizó por la valla de seguridad arrojando un chorro de chispas.

Los yakuzas circularon a ciegas durante un minuto hasta que por fin lograron romper la pantalla desde dentro y arrancar los trozos del marco para poder ver a dónde iban.

Para entonces Yaz ya se había metido a toda velocidad en un túnel que comunicaba los feudos de dos keiretsus. Tomó una rampa de salida y aguardó debajo del paso elevado.

Durante unos minutos observaron cómo los vehículos que salían rodeaban la cuadrícula de levitación magnética.

Yaz apretó una de las teclas de su teclado numérico y Gobi vio aparecer en la consola unas imágenes parpadeantes. Era una vista aérea de la aeropista. Yaz había conseguido acceso al sistema de vigilancia que había instalado en el túnel para que pudieran ver los vehículos que iban y venían. Al principio no vieron señales de la Barracuda, pero luego Yaz la descubrió en un lado del terraplén. Los yakuzas habían aparcado para esperar pacientemente a que Tomo reapareciera.

—¡Chikisho! —volvió a exclamar Yaz. Quitó los frenos y el levitador magnético se alejó de la corriente direccional. Afortunadamente Yaz tenía buenos reflejos. El Honda Peugeot que había delante de ellos se había detenido súbitamente: su conductor se había quedado inconsciente a causa de una explosión.

Yaz soltó un silbido.

—Están lanzando granadas con onda expansiva.

Los escombros de los conductores de ferrocerámica y los radares de cambio de carril estaban esparcidos en torno a ellos como juguetes rotos. El tráfico que venía en dirección contraria frenaba al llegar al punto donde los yakuzas habían dejado su explosiva tarjeta de visita meishi.

Yaz aprovechó la confusión para volver a conectar a Tomo y se coló detrás de un camión portacontenedores de veinticinco metros de largo que llevaba un cargamento completo de ramen de memoria.

Por el carril vecino iba un autobús lleno de programadores de pueblo que se disponían a hacer una excursión erótica por los antros de perdición virtual de Ciudad Chiba. Gobi pudo ver la expresión de inquietud que tenían en el rostro cuando miraban por la ventana.

Una impaciente ráfaga de fuego yakuza dirigida a Tomo fue a dar al autobús. Una grasienta cortina de humo negro empezó a salir del lado que había recibido el impacto. Las llamas lamían su techo carbonizado.

Yaz soltó una maldición entre dientes.

—¡Están disparando sin contemplaciones!

Con un silbido staccato de láser, la Barracuda se colocó a su lado, abriendo agujeros en el fuselaje del levitador magnético.

Un yakuza les apuntó por un momento con su Magnum láser como queriendo dar a Yaz la oportunidad de examinar su cañón crestado antes de acabar con él.

Yaz le dio un fustazo con su látigo. El yakuza soltó un grito al salir por la cabina cogido de la muñeca, rígido por los doce mil voltios que estaban atravesando su cuerpo.

Con otro golpe de látigo, Yaz soltó al yakuza en el aire. Éste rebotó varias veces sobre la carretera y luego salió disparado del carril elevado.

Entonces oyeron otra explosión detrás.

—¡Tienen refuerzos! —le gritó Gobi a Yaz. Éste miró rápidamente por encima del hombro y vio que dos cabezas rapadas con gafas periféricas y unos hombros tan grandes como los lomos de una vaca de Kobe estaban dándoles alcance.

—¡Cójase fuerte, por favor! —Yaz hizo una reverencia para pedir disculpas y puso los rotores del levitador magnético a una velocidad vertiginosa. Luego inclinó la motocicleta y de repente echaron a correr sobre la valla de seguridad. El sidecar se alzó en el aire y Gobi se vio suspendido a una altura de diez pisos sobre las calles de Nuevo Tokio.

—¡No se suelte!—gritó Yaz.

El levitador magnético se elevó sobre la valla, saltó sobre una fila de vehículos y cayó derrapando sobre el techo de un camión portacontenedores que tenía la misma longitud que una pequeña pista de aterrizaje. La motocicleta y el sidecar se escoraron y resbalaron por toda su superficie.

Justo delante de ellos, en la cuadrícula de levitación magnética, había una rampa que cruzaba la aeropista. Parecía que iba a barrerlos del camión como si fueran moscas sobre una mesa.

La moto corrió a toda velocidad por la pista de aterrizaje móvil y alzó el vuelo. Por unos segundos Tomo surcó el aire atravesando una serie de vectores magnéticos no registrados y luego entró en una corriente individual. Con un suspiro metálico, describió una espiral y aterrizó en la cuadrícula de levitación magnética de la aeropista superior.

Las dos Barracudas forcejearon cuanto pudieron en las profundidades, pero pronto se perdieron en las rápidas corrientes, que las arrastraron al interior de las enormes fauces del Vacío.

Con dos cilindros dañados, Tomo llegó a Ciudad Chiba a duras penas. Yaz aparcó en una callejuela bajo un charco de neones azules y rojos que caían gota a gota de un chisporroteante cartel de Caramelos de Menta Mental Morinaga.

Cuando Yaz apagó a Tomo, su motor se estremeció y los músculos de su armazón sufrieron un espasmo.

—¿Se encuentra bien? —preguntó Yaz a su pasajero. Gobi hizo un gesto de asentimiento. Estaba respirando profundamente y la energía chi recorría sus doce canales. Tenía que recuperar la sincronía con su cuerpo tras aquel viaje.

—¿Y tú? —preguntó Gobi conteniendo la respiración.

Yaz frunció el ceño.

—Estoy bien. —Se había arrodillado para mirar de cerca los daños. Un pedazo de cilindro se arrugó en sus manos como si fuera el envoltorio de un caramelo—. Un golpe más y sayonara.

Yaz hizo una mueca y tiró el resto del cilindro al suelo.

—¿Quiénes eran esos individuos?

Gobi expulsó el aire. Bien, pensó, respirando hondo una vez más. Ya estaba conectado a tierra.

—Malos conductores —respondió Yaz con asco.

—¿Por qué piensas que querían matarnos?

—A usted no querían matarlo. —Yaz hizo un gesto de negación con la cabeza—. Querían capturarlo. A mí podían matarme sin ningún problema. Sólo soy el conductor. No soy importante.

—¿Qué te hace pensar eso?

—Eran dos Barracudas trabajando juntas. Un trabajo de profesionales. Primero una Barracuda aborda a la víctima y neutraliza el vehículo en la aeropista. Luego la segunda captura al objetivo. Se han producido muchos secuestros de este tipo.

Yaz colocó las katanas en su fajín mientras miraba a ambos lados de la callejuela.

—Por lo general, Frank—san, este tipo de secuestros... —Tenía cara de perplejidad.

—¿Sí?

—Los yakuzas actúan de esta manera cuando secuestran a un gran jefe japonés, como por ejemplo un presidente de empresa, un director o un gran shacho. —Yaz miró fijamente a Gobi y frunció el ceño—, Pero usted no es un gran Shacho, Frank—san.

"No, no lo soy", pensó Gobi. "Pero creo que sé dónde puedo encontrar uno." Había estado dirigiendo parte de su energía chi a Kobayashi, cuya conciencia estaba palpitando dentro de la caja fuerte de su hará.

Iba a tener que hacer algo con Kobayashi pronto. La energía atrapada empezaba a supurar y pronto se extendería sobre su alma como la gangrena.

«EL RESTAURANTE DE AMA»

—Éste es el restaurante de Ama —dijo Yaz.

Gobi se quedó con la mirada fija en el muro de televisores apagados que había al fondo del callejón. En el suelo había un montón de bio—chips enmohecidos, y un parpadeante canalón de fibra óptica recorría la callejuela en toda su extensión antes de desaparecer alcantarilla abajo.

—¿El restaurante de Ama? —Gobi pensaba que la pared era una valla publicitaria que se había quedado sin electricidad.

—El restaurante de sushi que frecuentan los zokus. ¿Entramos, Frank—san? Aunque antes debemos anunciarnos.

Yaz sacó su flauta de bambú de su bolsa de lona.

—Es un sintetizador shakuhachi —le explicó a Gobi. Inclinó la cabeza y empezó a tocarla. Asombrosamente, el inerte muro respondió a sus notas. La música hizo aparecer maravillosas imágenes de pájaros, templos, nubes y diosas, detalles de las pinturas de oro para biombos de Muromachi, secuencias de antiguas películas de samurais en blanco y negro y una colección entera de conciencia manga perteneciente a un Japón que había existido mucho antes de la creación de Nuevo Nipón.

Cuando hubo terminado, Yaz se quedó quieto, con la cabeza inclinada, a la espera de las críticas. Tenía un aspecto imponente.

Las figuras se disolvieron y en la pared apareció la imagen gigante de una rubicunda mujer japonesa ataviada con las túnicas de una cortesana del siglo xi.

El pelo, largo y negro, le caía sobre los hombros como una cascada, y las mejillas las llevaba maquilladas con colorete. Aunque sus ojos eran de un intenso color negro, estaban iluminados por dentro con fuego. La boca la tenía levemente abierta y revelaba unos dientes elegantemente ennegrecidos.

La mujer dio una delicada palmada con las manos, que eran blancas como las de una muñeca, y dijo:

—¡Sólo un hombre puede tocar de una forma tan maravillosa! ¡Yazu—san, o—sashiburi desu—ne! —Volvió a inclinarse—. Hacía tanto tiempo que no te oíamos tocar la flauta.

Yaz respondió con una reverencia. El muro de televisores volvió a apagarse excepto en una esquina, donde apareció la imagen de una puerta. Yaz empujó la imagen y la puerta se abrió.

Entraron.

—¡Dozo irrashaimassen! ¡Bienvenidos!

Era la mujer que habían visto en la pantalla de la callejuela.

—Tu interpretación va a quedar incorporada al banco de memoria del muro para que los clientes puedan disfrutar de ella en el futuro.

—Es una honra para mí.

—¿Quién es tu amigo? —Ama se volvió hacia Gobi con una sonrisa en los labios.

—Te presento a Frank—san. Es de San Francisco.

—Vaya, viene usted de muy lejos. Por favor, siéntase usted como en su propia casa. Por aquí.

—No me habías dicho que eras un cliente habitual —le dijo Gobi a Yaz en voz baja mientras seguían a la propietaria al interior de su establecimiento.

—Sólo he venido unas pocas veces, Frank—san. Tienen un banco de imágenes muy interesante. Siempre se puede encontrar algo nuevo.

—Dozo. —Ama les indicó dos sillas de la barra del sushi.

La decoración era estilo "cueva rústica". A lo largo de las paredes había acuarios. Una monja budista con una bolsa de electrodos a la espalda estaba comiendo un tazón de arroz en una esquina. Un individuo peludo que tenía aspecto de ser un aborigen Ainu de Hokkaido estaba bebiendo a solas en la otra punta de la barra. En la cara tenía implantadas unas cegadoras gafas blancas como si fueran un visor. Varios otakus conversaban en voz baja en los reservados del fondo.

El jefe de cocina les llevó unas humeantes toallas oshibori para que se refrescaran. Era un hombre flaco de mediana edad con la cara larga y una perilla que consistía en unos escasos pelos negros. En la cabeza llevaba la banda de electrodos que distinguía a los jefes de cocina de los restaurantes de sushi tradicionales.

—Hola —dijo mientras limpiaba la barra—, ¿qué les apetece comer hoy?

—¿Qué es el sushi interactivo? —preguntó Gobi a Yaz en voz baja.

—Ah, es la especialidad de la casa —le explicó Yaz—, Usted come pescado, y el pescado le come a usted.

—¿Qué?

—¿Hay algún problema, Yazu—san? —preguntó Ama.

—Es la primera vez que viene —le explicó Yaz.

—¿Ah sí? —Ama hizo un amable gesto de asentimiento con la cabeza y luego preguntó—. ¿Quieres que le explique en qué consiste?

—No, gracias, ya lo hago yo. —Yaz se volvió hacia el jefe de cocina—. Para empezar queremos algo de atún, luego algo de oreja marina, un poco de caballa y anguila. ¿Cuál es el plato del día?

—Erizo de mar.

—Excelente. Un poco de erizo también. Y sake caliente.

—Hai. —El jefe de cocina hizo una reverencia y se retiró para preparar lo que habían pedido.

—Escucha, Yaz, no sé qué pensar de este sitio. ¿Es un restaurante de sushi normal o qué?

Ir a la siguiente página

Report Page