RIM

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«BARDO TRES»

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El comandante se acercó al coche, miró a Gobi con los ojos entornados y luego observó con detenimiento al hombre que tenía las cadenas de plata grapadas a la cara.

—Perdone —dijo Chadwick—. ¿Sabe cómo podemos ir al palacio imperial? Me parece que nos hemos perdido. ¿Dónde vive el Tenno? Ya sabe, el hijo del cielo. Nos espera para tomar el té. Es muy amable. ¿Podría indicarnos la dirección, por favor? ¿Migi, hidari o masugu? ¿Izquierda, derecha o todo recto? Me temo que estamos un poco desorientados.

El comandante y sus compañeros estaban en el bordillo y, aunque tenían la cara roja por el sake, estaban empalideciendo por momentos. Sus ojos empezaban a registrar descargas en el circuito.

—jMmm...! —gritó finalmente el comandante, apretando los dientes. Apoyó una mano sobre su espada y en un mismo movimiento la sacó. Su fina hoja reflejó las luces del Daimler mientras describía un arco que acababa en el brazo de Chadwick. El comandante iba a cortárselo a la altura del codo, o quizás a la del antebrazo.

—¡Ya...! —Los dos lugartenientes habían desenvainado sus espadas y habían seguido al comandante. Uno de ellos tenía una mano sobre la puerta del coche.

Gobi oyó que Chadwick le decía al latinoamericano:

—Quizás sea éste un buen momento, Víctor.

El latinoamericano hizo un gesto de asentimiento, levantó su pequeño mando a distancia y lo pulsó. Las imágenes de los oficiales del ejército imperial se movieron rápidamente. Dando marcha atrás, hizo con ellos un montaje de planos: un samurai a pie, un samurai a caballo, un monje, una mujer un niño, un perrito, un gato y finalmente un cuervo batiendo sus alas sobre el campo de ejecuciones.

Víctor dio marcha adelante y el comandante se convirtió en un niño pequeño a gatas, un escolar uniformado con una mochila, un estudiante universitario con una túnica negra con botones de latón, una muchacha riéndose tontamente, un oficinista apretujado en un vagón de metro y luego un manga en un cómic cuyas páginas se agitaban como flores de cerezo al caer al suelo.

Todo había aparecido ante los ojos de Gobi en cuestión de segundos.

—Dibujos vivos. 0, debería decir, muertos —sentenció Chadwick solemnemente mientras maniobraba para que el Daimler regresara a la calzada—. Extraordinario, ¿verdad? — —¿Qué es lo que ha ocurrido? —preguntó Gobi.

Chadwick suspiró.

—La Transmutación, amigo mío. ¿Qué demonios piensa que es todo esto entonces? ¿Realmente piensa que nos hemos caído por el borde del mundo? ¿0 que usted es una especie de Cristóbal Colón moderno que está explorando el Nuevo Mundo? Bueno, en cierto modo, eso es lo que está haciendo, pero...

—Aclárese, Chadwick.

—Dios Santo... —Chadwick tocó la bocina a un grupo de peregrinos japoneses del siglo xvi que llevaban unas mochilas a la espalda, polainas, sombreros de junco, bastones y sandalias de paja.

Se quedaron parados al borde de la carretera con la boca abierta, viendo cómo pasaba el Daimler con un rugido de motores.

—Un día de éstos voy a acabar atropellando a alguien. De veras... ¡Estos peatones! Los peores son los de la Edad Media. —Chadwick se volvió hacia Gobi y puso los ojos en blanco—. Bien, supongo que no hay razón para no ponerle en antecedentes, compañero. Sobre todo viendo que lo más probable es que todavía tarde en irse de aquí. No es conveniente que regrese y alarme al público con sus informes sobre el Interior Inescrutable, ¿verdad? Imagínese el alboroto. Manifestaciones ante el parlamento europeo, mensajes disparatados en el correo electrónico de la Casa Blanca, inquietud en la bolsa global... Dios Santo, la gente podría empezar a poner en duda los fundamentos de la realidad. ¿Cómo acabaríamos si ocurriera eso? Mal, me temo. No, nadie debe enterarse de esto. Lo contrario no sería nada bueno.

—¿Quién es usted, Chadwick, a todo esto? —saltó Gobi—. Si es que es así como se llama realmente...

—Una persona sin importancia, sin nombre y sin rostro, que cumple su deber con Dios y el mercado europeo, mantiene el camino despejado y se ocupa de que nada se nos tuerza, si sabe a lo que me refiero. Lo típico...

—¿Es usted un espía?

—Dios santo, otra idea anticuada más... Bien, en cierto modo, supongo que cabe decir que soy un espía salido del sistema operativo.

—En realidad —prosiguió Chadwick con aire desdeñoso—, no me importa reconocer que fui el primero en llegar aquí sano y salvo. Empezábamos a preguntarnos, tanto nosotros como sus amigos —sonrió a Gobi—, adonde iba a llevarnos todo este asunto. Teníamos que saber qué posibilidades teníamos, ¿sabe? Ver si nos aguardada alguna sorpresa desagradable en el camino. —Chadwick tamborileó sobre el volante con los dedos—. ¿Dónde iban los japoneses cuando desaparecían? Ésa era la pregunta más importante para nosotros. Luego había que considerar otra posibilidad. ¿Se trataba de un plan para aislar a Nuevo Nipón del resto del mundo? ¿Para aislarlo una vez más, tal como lo hicieron los sogúns? Cerraron todo a cal y canto durante más de tres siglos. No fueron muy hospitalarios, que se diga. Fue necesario que fuera vuestro capitán Perry para obligarles a abrir las puertas de nuevo. Ya sabe, los buques negros y todo eso. Abrir los mercados para que se desarrollara el libre comercio. Para que hubiera negocio.

—¿Y qué averiguaron? —le apremió Gobi.

—¡Por todos los santos! ¿Que qué averiguamos? Bien, como supongo que ya se habrá dado cuenta a estas alturas, las cosas no son lo que parecen ser. No, no son lo que parecen ser en absoluto.

—¿Qué quiere usted decir?

—Quiero decir que alguien lo ha hecho. Lo ha vuelto todo patas arriba, toda la historia humana, toda su experiencia. La existencia, amigo mío. Nada es lo que era antes.

—¿Pero qué es lo que han hecho? —insistió Gobi. Tenía la espantosa sensación de que ya conocía la respuesta.

—¿Pues qué va a ser? Han ido y lo han digitalizado todo. Al menos en esta parte del planeta. Éste es el problema, querido amigo. No les ha salido un trabajo redondo. En mi opinión lo que han hecho es hasta cierto punto una chapuza. Y' ahora tenemos a este puñetero virus acechando por todas partes. Una verdadera pejiguera, en serio. ¿Un sandwich de pepino? ¿No? ¿Seguro? Como quiera.

—¿Que lo han digitalizado todo? ¿Todo lo de aquí existe en forma digitalizada?

—Eso es lo que he intentado decirte antes, cojones, pero no me has hecho caso. —El latinoamericano cruzó las piernas—. No es lo mismo borrar a alguien que matarlo. No se extinguen. Aparecen en otra parte con otra forma. En otro estado. En cierto modo, es una especie de reciclado. Uno puede convertirse en un conejo o en una piedra o en un samurai o en el almuerzo de otra persona. No es más que un montón de bytes, tío. No te lo tomes como algo personal.

—¿Pero... Tú... y yo?

—Ah, aquí es donde se complica un poco el asunto, ¿no, querido amigo? —dijo Chadwick en tono desafiante—. Como dicen aquí: "¿Cuál es exactamente tu naturaleza Buda?". Todo se reduce a esto. Usted es un visitante en este bello lugar. Ha comprado el billete y ha hecho el viaje. ¿Qué es usted ahora? ¿El mismo Frank Gobi que todo el mundo conoce, el mismo de carne y hueso? ¿0 es sólo una versión digitalizada de su antiguo yo? ¿Importa acaso a fin de cuentas? Pase todo esto por su verificador filosófico.

Estaban cruzando el puente de Sumida y entrando en el centro financiero. Las torres keiretsu se alzaban ante sus ojos.

—Cojones, creo que ya empieza comprenderlo —dijo el latinoamericano entre risas. Su risa tenía una textura suave—. Cuando finalmente te das cuenta de lo que significa, es la mar de divertido, ¿no te parece? —añadió, dándole un golpe en el hombro—. ¿Qué eres ahora? ¿Eh? ¡Ja, ja, ja!

—¿Adonde estáis llevándome? —preguntó Gobi, incorporándose.

Chadwick metió el coche en el garaje subterráneo de una torre. Bajó varios niveles y aparcó el vehículo en un espacio que había junto a un ascensor.

—Un lugar donde ocultarle, querido amigo. Ahora estarán buscándole. Tiene el logaritmo de Kobayashi y eso es lo que quieren. ¿De lo contrario a qué vendría tanto jaleo? Pero vamos a protegerle, ¿verdad, Victor? —dijo Chadwick, guiñando un ojo—. En marcha. —Abrió la puerta trasera para que Gobi saliera—. Vamos, vamos. No tenemos mucho tiempo. Creía que ya lo sabía.

—Será mejor que me diga qué tiene pensado —dijo Gobi, negándose a moverse.

De pronto notó que algo duro le apretaba las costillas.

—Ya lo has oído. Muévete —le ordenó Carlos, haciendo presión con el arma sobre el costado de Gobi—. Déjame que te diga una cosa, cojones. Me he cargado tanto droides como humanoides, y te aseguro que cargarse humanoides es más divertido.

«DISPOSITIVOS PERIFÉRICOS PICCADILLYS.A. »

(No hay servicio al público)

 

Para ser el edificio de un keiretsu, el lugar era bastante sórdido. Los suelos y las paredes tenían aspecto desangelado, el vestíbulo no tenía ni siquiera un Matisse y los pasillos eran una serie interminable de oficinas vacías.

Subieron en ascensor hasta el piso 45.

—Bien, jovencito. Por aquí, si es usted tan amable —dijo Chadwick a Gobi, indicándole el camino con la mano.

Las luces halógenas del techo estaban en su mayor parte fundidas. Por el olor Gobi supo que detrás de varias puertas estaban guisando ramen. Una puerta se abrió una rendija y una cara se asomó a ella para retirarse inmediatamente.

—Aunque no se lo parezca, a finales del siglo pasado ésta era una de las torres de oficinas más imponentes de todas —comentó Chadwich animadamente—. Está algo maltrecha desde que empezaron las vacas flacas. Pero el alquiler es barato y se ajusta a nuestras necesidades. Es aquí mismo —dijo, deteniéndose ante una puerta con un rótulo que rezaba: "Unidades Periféricas S. A. No molesten".

Chadwick llamó a la puerta y escuchó. No se oía nada. Volvió a llamar. Se oyeron unos pasos y a continuación la puerta se abrió un centímetro y un ojo los observó. La puerta se abrió inmediatamente de par en par.

Un inglés joven con aspecto desaseado apareció ante ellos, pero no abrió la boca. Chadwick hizo una señal para que pasaran. El joven estaba sin afeitar, tenía el pelo rojizo, la cara ovalada e hinchada y los ojos bordeados de rojo.

—Ah, le presento al joven Harris —dijo Chadwick—. Acaba de llegar. Me temo que todavía no se ha adaptado. ¿Qué tal va eso, compañero?

—No me siento del todo bien, señor. El aterrizaje ha sido un tanto brusco. Los parámetros no estaban bien fijados. Tengo un pie un poco más corto que el otro.

Harris arrastró torpemente los pies, que llevaba enfundados en unas zapatillas.

—Bueno —dijo Chadwick haciendo un gesto de asentimiento—. Estoy seguro de que sólo se trata de una incomodidad temporal. —Se volvió hacia sus invitados y, frotándose las manos, dijo—: Adelante, adelante. Víctor, ¿serías tan amable de acompañar al profesor Gobi a la otra habitación? Buen chico. Ahora vamos nosotros. Si no le importa, Harris, quiero hablar con usted antes de comenzar.

El latinoamericano empujó ligeramente a Gobi para que echara a andar.

—Ya lo has oído. Muévete.

Entraron en una habitación pequeña y sin ventana. Gobi miró en torno a sí. Había un jergón, un escritorio, un par de sillas y una pantalla de lámpara colgada. En una esquina había una cajón que parecía una sauna portátil.

Víctor Velázquez le apuntó con su arma.

—Siéntate —le ordenó—. Ponte incómodo.

Gobi se sentó en una silla desvencijada y miró al hombre que llevaba las cadenas de plata en la cara. Iban a matarle, no le cabía duda. Ésta era una forma de pensamiento que no requería subtítulos.

El latinoamericano sonrió, y las cadenas de plata de su cara tintinearon.

—Fin de trayecto, ¿eh, compadre? ¿Quién iba a imaginarse —dijo describiendo un círculo con su arma para indicar el cuarto— que ibas a acabar en una ratonera como ésta, en una torre keiretsu? No somos nada... No hay que darle más vueltas cuando llega el momento. ¿No es cierto? Eso es lo que solía decirme mi madre.

Pero Gobi ya le había hecho una lectura, y había llegado el momento de jugar aquella carta.

—Tú no has tenido madre. Ése es tu problema, Víctor, ¿no? ¿0 te llamas Carlos? No lo sé, aunque en realidad no es que importe mucho.

El latinoamericano suspiró e hizo un gesto de negación con la cabeza.

—¿A qué me dices eso ahora? —Estaba mirando a Gobi de una forma extraña—. ¿Te gusta hacer daño a la gente?

Gobi lo miró atentamente. Era un hombre pequeño. De constitución frágil, tirando a escuálido, pero en forma como un gallo de pelea. La malla de plata que le tapaba la cara podía ser un simple adorno, claro. Un apéndice físico retro—post—modemo—primitivo inspirado por la moda yakuza. 0 también podía ser una especie de muro de Berlín psíquico que separaba sus dos naturalezas.

—Acéptalo, Víctor. Eres un droide. Eres lo que más odias.

El latinoamerciano volvió a suspirar. Se palpó los bolsillos de su abrigo de células inf lables y sacó su cajita de shabu. La abrió con una sola mano y se llevó una barra de cristal a los labios.

—Te perdono —le dijo a Gobi, tras esnifar un poco de shabu—; vas a morir dentro de poco y sufres una enajenación transitoria. ¡Eso es lo que tienes, una enajenación transitoria, joder! —le gritó.

—¡Caramba! —Chadwick entró en la habitación seguido de Harris—. ¿Ocurre algo? ¿Víctor? ¿Algún problema?

—Nada que no pueda solucionarse. Será mejor que te ocupes ahora de tu chico. Es hora de purgarle el cráneo.

—¿Te ha dicho el profesor Gobi algo que te haya molestado, Víctor? —le preguntó Chadwick.

—Simplemente le he indicado algo que ya debe ser evidente para ti —dijo Gobi dirigiéndose a Chadwick—. Este hombre es un droide. 0, más bien, este droide es un hombre. —Se encogió de hombros—. Me rindo. No sé qué viene antes.

Gobi no tuvo tiempo para agacharse. Víctor le asestó un golpe en la cara con su pistola. Vio estrellas en su cabeza y un hilillo de sangre empezó a caer de su boca.

—¡Víctor! —Chadwick se interpuso en el camino del latinoamericano cuando éste se disponía a darle un segundo golpe a Gobi en la cabeza—. ¡Déjalo!

—Te tomas las cosas a pecho, ¿eh, cabroncete? —dijo Gobi gimiendo desde el suelo. Su shen flotaba en una esquina de la habitación como un observador imparcial. Sobre la corteza cerebral de Víctor había una masa de energía oscura enrollada que parecía un tormenta eléctrica. El inglés estaba tranquilo, como en una tarde lluviosa en el Soho tras una pinta de cerveza. Llevaba el aura alrededor de su cuarto meridiano como si fuera una bufanda gris moteada, Tenía una mano en el bolsillo.

—Ya le has hecho bastante daño por el momento, Víctor —dijo Chadwick con una sonrisa, como si estuviera iltndo condescendiente con un alumno por el que se siente predilección pero que es poco disciplinado—. Te he pedido que vigilaras al profesor Gobi, no que le reordenes las neuronas, Da la casualidad de que estoy muy interesado en ellas. Ayúdale a levantarse, Harris.

—Pero ¿qué es esto? —exclamó Víctor, retrocediendo al ver la pistola que Chadwick tenía en la mano—. ¿No me irás a decir que eso es para mí? ¿O acaso es algo que has encontrado en el bazar de Akihabara?

—Dios Santo, no es nada tan tecnológico —objetó Chadwick—. Es una Walther P88. Me gustan mucho más las antiguas armas de fuego mecánicas, ¿a ti no? Con ellas evitas que alguien te fastidie el sistema electrónico del disparador y te cause un sinfín de problemas. Me pasó una vez en Hong Kong, en el 99. Dos caballeros de las Tríadas se me acercaron con un estiletes. Debería haberlo sospechado, porque no se arredraron al ver mi Smith & Lazer. Lo que pasaba, naturalmente, era que uno de ellos tenía uno de estos artilugios, una especie de busca. Sonrió, lo apretó y me atascó el gatillo. Una situación difícil de narices. Tuve que pelear con uñas y dientes para salir de ésa. Para mí no hay James Bond que valga: no pienso cometer ese error nunca más. Yo no. Me quedo con un arma de verdad. Esos juguetitos no son para mí —añadió señalando con la cabeza el láser Colt con el que Víctor estaba apuntándole al abdomen. Con una sonrisa que no tardó en desaparecer, el yakuza apretó el gatillo. No ocurrió nada—. Luego compré uno de estos artilugios en el Centro Comercial Dorado de Kowloon —prosiguió Chadwick sin interrumpirse—. Me sorprendió ver lo baratos que eran.

Con la mano izquierda, sacó del bolsillo un tubo de plástico que emitía rayos infrarrojos. Estaba encendido.

—Incluso amortigua el sonido.

Los tres disparos llevaron a Víctor de espaldas hasta el otro lado de la habitación. Su abrigo se infló de inmediato y él quedó tumbado en el suelo como un tótem volcado.

—Una verdadera lástima. —Los ojos de Chadwick fueron de la despatarrada figura de Víctor a Gobi—. No cabe duda de que ha pulsado el botón equivocado, querido amigo —dijo, con expresión de reproche—. No conviene insultar a estos híbridos, ¿sabe, Gobi? Son demasiado sensibles. —Hizo un gesto de desaprobación y añadió—. De todos modos, Víctor ha estado a punto de echar por tierra toda la operación. Es asombroso el orgullo con el que salen hoy en día... Me acuerdo de cuando el ego que tenían no era más que vapor artificial. Pero bueno... —Chadwick suspiró—, aquí estamos, todos menos uno, claro está, y hay trabajo que hacer. ¿Ha—rris?

—Sí, señor.

—¿Tiene todo preparado?

—¡Señor!

—Entonces pongámonos manos a la obra, ¿de acuerdo? Está a punto de amanecer. Ahora se consigue la mejor recepción, cuando las energías son más activas —le explicó a Gobi con una sonrisa—. Cuando las dos Matrices están más cerca la una de la otra.

—Es una lástima lo del pobre Víctor —se lamentó Chadwick, mientras Harris empujaba un carrito con una caja negra en dirección a Gobi.

Gobi estaba sentado en la silla con las manos esposadas por detrás.

—Perdone, señor, tengo que sujetar esto a su cabeza —se disculpó el joven inglés, que se había puesto una bata blanca de laboratorio. Le echó el pelo hacia atrás y le puso el artilugio sobre la cabeza. Parecía una corona de electrodos y clips.

—Sí, era un droide. Sí, es cierto, aunque fue un placer trabajar con él —recordó Chadwick—. A decir verdad, ha dado en el clavo, Gobi. Es usted muy perspicaz. Poca gente se habría dado cuenta. Víctor salió del programa de investigación secreto que dio lugar a la organización del VBI. Fue incubado en un sistema Toshiba Cray... No llegó a conocer a su madre, pero ella lo sabía todo sobre él, puede usted estar seguro... Eso bastó para que el pobre niño tuviera un complejo espantoso al hacerse mayor. El padre, la persona que inseminó el remembrión, ya sabe, el embrión de memoria sólo de lectura, estaba muy bien situado en el antiguo buró. Él también era un clon genético, por cierto. Imagínese el efecto que tuvo todo esto en la educación del pobre Víctor. Su madre era un Cray y su padre un pariente lejano, por decirlo de alguna manera... Caramba, Harris, ¿qué problema hay ahora?

—Perdone, señor. —Harris se ruborizó—. Acabo de hacer una prueba. Parece que tenemos una pequeña dificultad técnica. Creo que se trata de la misma con la que tropecé yo durante mi entrada.

—¿Y puede decirme en qué consiste esa dificultad?

—Al parece hay una fluctuación bastante grande en el campo energético. Creo que el problema está en este edificio. La energía está consumiéndose a un ritmo impresionante. Si mira el ohmímetro, sabrá de qué estoy hablando.

Chadwick echó un vistazo al aparato.

—Caramba, a esa aguja parece que le ha dado un ataque, ¿no? ¿No puede hacer algo al respecto? ¿No puede utilizar la energía auxiliar? Haga algo, ¿de acuerdo, Harris? No nos queda mucho tiempo.

—Estoy intentándolo, señor.

—Bueno, eso és realmente alentador—dijo Chadwick, irritado—. ¿Por dónde iba, a todo esto? —le preguntó a Gobi, que estaba observándoles en silencio.

Gobi había entrado en el protocolo de respiración en hibernación aprobada por el maestro Yang y su shen estaba en el pasillo buscando alguna vía de escape. Estaba pasando por muchísimas oficinas vacías.

En una de ellas, la famillia de un oficinista ronin estaba acostada en unosfutones desperdigados. Los niños estaban soñando en fila, como gorriones atravesados por una broqueta yakitoh. Era el síndrome de katta takaki. Como consecuencia de la gran crisis del 22, la dirección del grupo había despedido al ejecutivo. Pero sólo en teoría, ya que él se había quedado fielmente en la oficina y su familia se había trasladado a ella, estableciéndose en la planta 45.

Gobi bajó al nivel de abajo del rascacielos. Aquello era diferente. E interesante. Una comunidad de ocupantes había tomado posesión de una planta y había instalado en ella unos ordenadores viejos pero sin utilizar pertenecientes a un grupo inmobiliario en bancarrota. Era una operación del mercado gris. Las aproximadamente dos docenas de intocables ban—gladesís e hindúes estaban transfiriendo residuos de software a uno de los ordenadores, cebándolo como si fuera un horno.

¡Estaban reciclando vertidos tóxicos de software en la red de Nuevo Nipón! La primitiva operación que Gobi había presenciado en Ciudad Chiba no era nada en comparación con esto. Allí los intocables quemaban los residuos en hogueras...

Una infointocable vestida con un sari grungese detuvo en seco. Llevaba en ambas manos unas unidades de disco duro portátiles como si fueran cubos que acabara de llenar en el pozo del pueblo.

—¡Hari om! —gritó. Debía de ser una sensible si había notado su presencia.

El shen de Gobi se acercó flotando al ordenador. De manera que esto era lo que estaba absorbiendo toda la energía del edificio... El ordenador parecía una olla a presión, estaba a punto de estallar.

—Víctor subió rápidamente de categoría, ¿sabía? —le dijo Chadwick a Gobi entre gruñidos. Estaba arrastrando el cuerpo del latinoamericano desde donde había caído al cajón que parecía una sauna. Abrió el cajón y dejó el cuerpo de Víctor apoyado sobre el banco que había dentro. Luego cerró el cajón, de tal forma que la cabeza de Víctor asomaba por la apertura de la parte de arriba.

Chadwick giró unos botones.

—Harris, ¿para dónde feon estas coordenadas? ¿Para Londres o para Bruselas?

—Para la oficina central señor.

—Allí deberían aceptarlo. Lo mandaremos por fax. Que se ocupen ellos de él. Luego les mandaré una nota.

—Muy bien, señor. —Harris no parecía muy convencido—. ¿Es necesario hacerlo ahora, señor? La alimentación de energía no va muy bien. *

—Maldita sea, Harris. Cada día que pasa se parece usted más a un ludista. ¿Acaso no tiene fe en la abrumadora superioridad de nuestra tecnología?

—Perdone, señor. Es la pierna. Tengo la derecha por lo menos cinco centímetros más corta que la izquierda. Algo se perdió en la transmisión. Me siento un poco inválido, señor.

Chadwick se volvió hacia Gobi y dio una palmada a la máquina para que se fijara en ella.

—British Telecom. Bio—Fax. ¿Qué será lo próximo que se les ocurra? —Le guiñó un ojo—. Adiós, Víctor.

Saludó con la mano, estuvo firme durante unos segundos y Juego apretó el interruptor. Un brillo verde bañó la cara de Víctor. La boca se le abrió y los empastes de oro relucieron en medio de la niebla verde. La máscara de plata verde se arrugó. Una vaharada de vapor salió de repente por el cuello de su abrigo. Luego desapareció.

—Ya se ha puesto en marcha. Transferencia de archivo acabada.

Chadwick, que estaba sentado en la silla desvencijada delante de Gobi, se inclinó y dijo:

—Oh, trabajó por cuenta libre durante una temporada. Para el SNI. El Servicio de Naturalización e Inmigración. Victor era un cazarrecompensas. Como en las viejas películas del oeste —dijo entre risas—. Trabajaba en el cinturón de Maquiladora: desde Tijuana y San Isidro hasta la frontera de Matamoros y Brownsville. Fue así como nos fijamos en él. Era uno de los mejores. Caramba, Gobi, está usted un poco pálido. ¿Le apetece una taza de té? ¿No...? ¿Pero qué le sucede, Harris? Deje de incordiar.

—Lo siento señor. Ya casi he acabado. Vamos a tener que improvisar con los cables de la corriente, aunque no creo que haya ningún problema.

—Siga, Harris. A propósito, voy a indicar todo esto en mi informe. Como le iba diciendo, Gobi, apenas se informó sobre... —Chadwick soltó una risilla—. A decir verdad, no se informó en absoluto. El SNI decidió mantenerlo en secreto y los medios de comunicación de usted respondieron muy amablemente. Les dieron a elegir unos cuantos escándalos a los que podrían hincar el diente si no hablaban de lo otro.

El inglés sonrió.

—Pero empezó a producirse un tráfico espantoso de droides por toda la frontera, ¿sabe usted? Droides salidos de la fábrica Kobayashi de Baja California. Al principio la calidad dejaba bastante que desear. Encargados de piscina, criados, jardineros, trabajadores inmigrantes, droides desecha—bles... —prosiguió Chadwick en tono desdeñoso—. Victor mejoró su técnica gracias a todo el tiempo que se dedicó a buscarlos y a recoger sus cajas de chi. Hasta que un día descubrió que estaba cruzando la frontera una generación nueva. Eran diferentes. Eran droides con currículos, referencias, tesis doctorales, masters. Algunos tenían incluso ambiciones políticas y bases de datos llenas de listas de partidarios acaudalados. Tus amigos espabilaron y empezaron a prestarles atención. Algunos de estos droides empezaron a ser elegidos para ocupar puestos en los ayuntamientos de algunas poblaciones —continuó—. Otros tenían la mirada puesta en la carrera por el senado. Todo empezaba a presentar un cariz un tanto sospechoso, ¿sabe usted a lo que me refiero? Fue entonces cuando Víctor fue redutado por el Buró Virtual de Investigación. —Chadwick volvió a reclinarse y las patas de la silla crujieron—. El buró se formó con una cierta prisa, casi como la Oficina de Servicios Estratégicos de Dulles durante la Segunda Guerra Mundial. —Agitó su Walther P88 en el aire—. Se suponía que este ejercicio de Nuevo Tokio iba a ser nuestra pequeña operación conjunta, ¿sabe? Los chicos de Bruselas iban a trabajar mano a mano con los amigos de Washington. Iban a ir detrás de las líneas enemigas y todas esas zarandajas. Ahora voy a tener que informar que el agente especial Velázquez ha caído en el ejercicio del deber. —Chadwick puso cara de abatimiento ante aquella idea.

—Listo, señor.

—Gracias, Harris. Bien hecho. No tardaremos nada, Gobi. No sabe usted cómo me alegro de que haya decidido cooperar con nosotros en la transferencia. No le hará ningún daño, de veras. Anímese, querido amigo. —Chadwick le dio una palmada en el hombro—. Tengo que confesarle una cosa, caramba, y no sé si voy a tener otra oportunidad, así que será mejor que lo haga ahora. Fui yo quien intentó acabar con usted en Estación Siete, ¿sabe? Fui yo quien trató de torpedear aquella góndola en la que usted iba con la preciosa señorita Kato. Creía que era un pistolero que trabajaba a sueldo para nuestros adversarios. Pero Víctor me sacó de mi error. No sabía que era un valor oculto. Oculto incluso para sí mismo, al parecer. Pobre Víctor. Me perdona, ¿verdad, Gobi? jCaramba! ¡Gobi!

—Apártese, señor —dijo el joven Harris—. Voy a apretar el interruptor...

Fue entonces cuando el ordenador del nivel 43 de la torre de oficinas explotó y Gobi salió dando vueltas al Vacío, llevándose su shen. Había encontrado una vía de escape y estaba utilizándola.

—Creo que lo hemos perdido, señor.

—Maldita sea.

—¿Señor?

—¿Qué, Harris? Estoy pensando.

—Alguien está llamando a la puerta.

—¿Qué? ¿A esta hora?

—Ve a ver quién es. Si es'uno de esos desgraciados de al lado, dile que se vaya.

Harris regresó poco después.

—Es una mujer, señor. Va vestida con un sari.

—Por todos los demonios, Harris. ¿Esto es lo que viene a decirme? ¿Acabamos de perder a nuestro amigo en el sistema, se nos escapa entre los dedos, y viene usted a decirme lo que lleva puesto una maldita mujer? ¿Un sari ha dicho?

—Sí, señor. Parece ser uno de los intocables del piso de abajo.

—¿Y bien?

—No estoy muy seguro, señor. Pero tiene una especie de tubo con una sustancia de aspecto nocivo.

—Dígale que no queremos nada. "No hay servicio al público." Lo pone bien claro en la puerta.

—Sí, señor. Pero dice que nos pertenece a nosotros.

—¿Qué? ¿No será uno de esos recicladores que se dedican a vender de puerta en puerta, verdad?

—Es posible, señor. Trabajan con esos ordenadores de abajo. Dice que estaban cargando uno y que se ha producido una explosión. Quizás esté todo relacionado, señor.

—Vamos a echar un vistazo, Harris. Nunca se sabe, ¿verdad?

Los dos hombres fueron a la antesala y se asomaron al vestíbulo.

—Creía que había dicho que llevaba un sari, Harris —dijo Chadwick, mirando en torno a sí cautelosamente.

—Hace un momento estaba aquí, señor.

En aquel momento salió de las sombras un joven japonés.

—He pensado que quizás estuvieran interesados en esto.

Les mostró un tubo que contenía una sustancia brillante que parecía agua de mar.

—¡Caramba! ¿Quién es usted? —preguntó Chadwick con la mirada clavada en el tubo pero receloso ante el aplomo y la seguridad en sí mismo que mostraba el hombre—. ¿Y qué es eso que tiene ahí? ¡¿Qué es?!

Dentro del tubo de plástico, sobre un montón de cenizas, había un objeto arrugado de color verde plateado.

Víctor.

—Lamento que su fax no haya llegado a su destino. —El joven japonés hizo una reverencia—. Tendrán que intentar mandarlo de nuevo.

Luego desenvainó su katana virtual y la blandió con la mano derecha. Era una valiosísima reliquia familiar. Una Mu—nemasa Mitsubishi.

—¿Puedo pasar? —preguntó cortésmente.

«AL OESTE DEL VACÍO»

Había una cantidad enorme de ciberchutney. Gobi oyó el ruido sordo de los tazones tibetanos. El retumbo del Vacío y los truenos le parecían tan suaves como una pluma que le hiciera cosquillas en la oreja. Todas las emociones del planeta eran resucitadas, como sueños ambarinos, en pulsaciones de color. Oyó trocitos de sonidos. Pedazos de conversaciones celulares del siglo pasado, como cortinas de encaje digitaliza—das ondeando sobre ventanas de vidas antiguas. Sturm und Drang, el redoble de tambores y las furiosas trompetas. Luego se oía una parte de la alocución de Adolf Hitler en el mitin de Nuremberg y a continuación la voz monótona y nasal de Guillermo el Conquistador y los melifluos tonos de la reina Isabel la Católica, susurrándole algo a una dama de compañía a través de un pañuelo perfumado...

Capas y más capas de voces, música, multitud de datos, imágenes arrojadas como calor del tripudo fogón de la imaginación...

Sinfonías inacabadas sacadas de la basura. Números equivocados. Pedidos de comida para llevar. Apasionados tonos de marcar, llamadas de desesperación, auriculares colgados airadamente, largos e íntimos paseos por los cables de la memoria, el correo por voz de los aborígenes en Tiempo de Sueño...

Todo contenido en aquel sobre que, con un gran sello pegado, navegaba por el espacio.

Los ángeles que trabajaban en el campo se inclinaron sobre sus azadas cuando pasó a su lado. Los diablillos que jugaban en la orilla del río buscaron refugio en los arbustos. Las mugientes vacas avanzaban pesadamente por un camino lleno de baches y las tórtolas zureaban a la sombra de un plátano.

Gobi seguía dando vueltas. Al llegar al fondo de la nada, giró hacia el oeste hasta que vio los chapiteles de Ciudad Satori, sin luz y cerradas. Vio bulevares vacíos, semáforos corroídos, bancos de datos invisibles y paquetes abandonados de la autopista de la información: Mazdas de memoria, Ci—berchryslers, Toyotas con pantallas táctiles...

Gobi siguió avanzando. Dejo atrás el Mundo Adulto de Satori y su lívido paisaje de coitus interruptus, sus lingams sin liberar y sus yonis desunidos, los orgasmos no registrados de los muertos que resonaban en karezzas no cantadas...

Sintió la abrasadora explosión nuclear del parque de la muerte y estuvo a punto de perder pie en el espacio. Pasó por el País del Karaoke, un autocine gigante de actuaciones silenciosas, voces en el limbo, el aliento que pedía las canciones era ahora un susurro helado atrapado en un tono menor.

Aun así, Gobi pudo oír un zumbido. Procedía de un lugar lejano, aunque no demasiado lejano. Era sólo una débil señal que seguían emitiendo.

—Os saluda cordialmente el Rey Alfonso Aserioso, vuestro disc—jockey más endiablado, desde Red FM Tierra Baldía... A todas las resistentes almas que todavía están escuchándonos os informamos que vamos a cerrar pronto. En cuanto acabemos este programa... Mientras tanto, jque siga la música! Eso sí, ha sido algo fantástico mientras ha durado. Ya se sabe, todo lo bueno tiene que acabar... Éste es el último boletín que nos ha llegado de Ciudad Virtual: los sectores 11,12,18 y 19 han quedado desconectados. Sí, chicos, es una pena. Os estoy agradecido por haberme mandado vuestras impresiones. Os deseo lo mejor allí donde hayáis migrado. Espero que seáis muy felices. También tengo que daros el último pronóstico del tiempo. Sol y temperaturas suaves en las tierras bajas de Tiempo de Juego, nieve y precipitaciones en el Bután Virtual, en el Homolaya y el Heterolaya. Esto acaba de llegar, y me da escalofríos tener que decirlo: se han visto más ro—langs. Están bajando en tropel por las montañas. No hay manera de controlar a los virus buenos, y tampoco a los malos, ¿eh? No bajéis la guardia, felices campistas y alpinistas virtua

les si es que todavía queda alguno de vosotros ahí arriba.

Esos muertos vivientes son más malos que un Zapato de la

Tierra rabioso...

Gobi vio las cumbres nevadas de los Himalayas en el horizonte y los rayos del sol, que brillaban como el reflejo gigante que lanza la herida de una hoguera a punto de apagarse. La noche no tardaría en cubrir aquel lugar.

Tocó tierra en un sendero y echó a andar.

«EL CHICO KUNDALINI»

El Chico Kundalini había sido atrapado en medio del tsunami. Le había cogido totalmente desprevenido en un alud de luz junto con sus amigos Tony Allabanza, Zack Ganbaggio, Skater yDruidDan.

Ahora se encontraba solo.

El Chico estaba patinando en la realidad virtual con su grupo de amigos en el Anexo del País Interfaz. Tony estaba haciendo unos picados de frente superalucinantes con cambios de posición y Zack unos deslizamientos de frente con vueltas de 360 grados que eran algo fuera de serie. Druid Dan se dedicaba a hacer el vago como de costumbre.

La rampa era lisa y no tenía muchos llanos, de manera que cuando le tocó su turno puso en tierra su patín con una caída de paracaídas y se raspó el tobillo.

En aquel preciso momento, el mundo entero había explotado encima de él. Recordaba que había atravesado el hormigón como un cuchillo una barra de pan.

Sus amigos habían desaparecido de la imagen congelada y él no había visto adonde habían ido. Y ahora esto Miró en torno a sí. ¿Dónde estaba? Montañas, nieve, valles. Mierda...

Ojalá tuviera su patín. Nunca había tenido la sensación de que la gravedad temblara en Tiempo de Juego. Llevaba sus zapatos de rueda de carretilla elevadora y cuando había caído.... jUf! Aún sentía el escozor bajo las almohadillas.

"Oye, se suponía que en Tiempo de Juego uno no sentía dolor salvo en la cabeza."

Ahora le dolía cabeza de tal modo que parecía como si un grifo dejara caer canicas directamente sobre su cerebro.

¿Cómo iba a regresar? Qué situación más estúpida. El sistema había sufrido un colapso. Había ocasiones en que fallaba un poco, pero nunca le había ocurrido esto.

Un momento... ¿Lograría regresar alguna vez? ¿No sería esto algo parecido a lo de Canal Emmanuel, el asunto con el que tanto le había dado la lata su padre?

"Tranquilo. Claro que vas a salir —pensó—. Es sólo una cuestión de tiempo. Notarán tu ausencia y mandarán a alguien a buscarte."

¿Qué era esa música? Sonaba como una cascada electrónica. Como el canturreo de un glaciar...

"No te vuelvas", se dijo a sí mismo.

Hacía rato ya que el Chico tenía la sensación de que estaban siguiéndole.

"No sé en qué consiste este juego. Ni siquiera sé en qué nivel estoy. Ojalá tuviera a mi genio Satori. Me diría en qué sector estoy, las reglas que tiene y las pequeñas sorpresas que me aguardan en él. Pero lo he perdido en la explosión. ¡Maldita sea!"

El Chico se paró en seco.

—Pero ¡¿qué demonios...?!

El Chico Kundalini se quedó pasmado.

—No te preocupes.

Oyó decir detrás de sí. De manera que era cierto: alguien había estado siguiéndolo.

Dio media vuelta. Era una chica. Tendría trece o catorce años, aunque no podría asegurarlo. Llevaba una piqueta de montañero y una bolsa al hombro de un chaquetón que parecía de piel de yak. Su gorro tenía orejeras. En los pies llevaba unas Doc Dalais, unas botas que agarraban muy bien en la vida futura.

—Perdona, no era mi intención asustarte —dijo ella—. Sólo quería asegurarme de que no eras uno de ellos.

—¿Uno de quién? —Le había dado un susto y eso era algo que no le gustaba.

—¿Todavía no has visto a ninguno? Debes de ser nuevo.

—Perdona —dijo el Chico tan cortésmente como pudo—, pero ¿de qué estás hablando? ¿Y por qué estás siguiéndome?

—Lo siento —repitió ella, quitándose los guantes térmicos y tendiéndole una mano—. Me llamo Sherpa. Sherpa O'Shaughnessy. En realidad, Sherpa es mi apodo aquf, en el País de las Montañas. En casa me llamo Devi. Dime, ¿eres nuevo?

—Me llamo Trevor Gobi. Pero me llaman el Chico Kundalini. ¿De manera que esto es el País de las Montañas?

—Sí. Tiene algunos elementos de acción: encontrar al Yeti, ese tipo de cosas. Pero en su mayor parte consiste en alpinismo de alta montaña. ¿Ves esos picos? —Se giró y se los señaló como si fuera una guía turística—. ¿Los conoces? Yo me los sé de memoria.— el Dhaulagiri, el Annapurna, el Shisha—pangma, el Cho Oyu, el Everest. Y, naturalmente, el Kanchen—junga. Es ese de ahí.

—Eso está muy bien —dijo el Chico—. Pero lo que quiero saber es qué demonios son esas cosas.

—Es desagradable, ¿verdad? —dijo Sherpa con expresión pensativa—. Este lugar está cambiando. Ha dejado de ser atractivo para los alpinistas.

Sobre el sendero había suspendida una enorme telaraña de color gris de la que parecían colgar unas máscaras de goma. Caras con gesto ceñudo, mejillas estiradas, bocas abiertas...

—jQué asco! —exclamó Trevor haciendo una mueca—. A mí me parecen cabezas reducidas.

—Son salvapantallas humanos.

—¡¿Qué?!

—En realidad son todo lo que queda de un grupo de alpinistas. Los vi hace un par de días en este sendero. Creo que se habían perdido.

—¿De qué estás hablando? —preguntó Trevor, aterrorizado—. ¿Qué les ha ocurrido?

—Ya decía yo que eras nuevo... Vienes de otra parte, ¿verdad? Por aquí ha estado apareciendo todo tipo de gente extraña procedente de otros sectores. De todos modos, respondiendo a tu pregunta, desde que se produjo eso, ya sabes, el colapso, han estado bajando de las tierras altas.

—¿Quién ha estado bajando? —preguntó Trevor, pasmado.

—Los ro—langs, Kundalini. Los mutantes ambulantes. Están acercándose aquí.

Lejos de allí se produjo un estruendo que lo ahogó todo. La luz del horizonte resplandeció estroboscópicamente, liberando unos tajos enormes de corriente orgónica que sacudieron la falda de la montaña. Rocas procedentes del precipicio que había arriba cayeron ladera abajo y fueron a parar a la sima.

Sherpa se había quedado quieta como una estatua. Tenía la mirada fija en un punto situado en el horizonte.

—Oh, Dios mío. Ahí va el Kanchenjunga. Este lugar está saltando en pedazos. Ya no le queda mucho tiempo.

Sherpa se sirvió de su piqueta para quitar la telaraña del sendero. Haciendo un esfuerzo por vencer su repugnancia, Trevor Gobi pasó al lado de lo que quedaba de los alpinistas.

—Es horrible —dijo—. ¿Qué hacemos ahora? ¿Dónde podemos ir?

—Todo este sector va a saltar por los aires en cualquier momento. Eso es lo que acaba de suceder allí —respondió Sherpa señalando el lugar dónde había estado el Kanchenjunga hasta hacía poco—. Los dibujos están disgregándose. La única posibilidad que tenemos es intentar pasar al otro lado. ¿Ves eso de ahí?

Trevor se protegió los ojos del resplandor. Vio una cordillera de montañas y una burbuja detrás de ella que brillaba como el hielo.

—¿Es la frontera de Tiempo de Juego?

—Sí, si la pasamos, podemos empezar el descenso hacia Virtualópolis. Si es que todavía queda algo, claro está. Es probable que esto esté ocurriendo en todas partes.

—¿Qué quieres decir?

—¿No sabes qué está sucediendo, Trevor?

—No..., no lo tengo muy claro —dijo, bajando los ojos y mirándose las zapatillas.

—¿Cuantos años tienes?

—Diez y tres cuartos.

—Pues ya tienes edad para saber la verdad. Es hora de dejarse de juegos y de hablar en serio. Esto es como Tiempo Final. ¿Saben tus padres que estás aquí?

Trevor hizo un gesto de negación con la cabeza.

—Estoy segura de que sí lo saben.

—No pueden saber dónde estoy. Ni yo mismo lo sé exactamente.

—Vamos, Trevor. Siguiendo por el sendero hay un teléfono público. Al menos puedes intentar mandar un mensaje. Hay un tablero de mandos en Tierra Baldía que probablemente siga conectado por línea. Transmitirán tus mensajes por medio del tablón de anuncios. Así es como lo he hecho yo. He mandado un mensaje a mi hermana.

Anduvieron en silencio durante un rato.

—Sé que debo de estar soñando —dijo Trevor—. Una vez que tenía fiebre tuve un sueño parecido.

—No estás soñando.

—Pero mi cuerpo está allí. Es mi mente la que está andando.

—Supongo que todo depende de tu definición de soñar.

—Sé cuál es mi definición de pesadilla: esto. ¿Cómo es que conoces tan bien este lugar?

—No es la primera vez que vengo.

—¿Eres una alpinista?

—No, por Dios —replicó Sherpa—. Vengo aquí a recoger muestras.

—¿Qué clase de muestras?

—Muestras de las hierbas y plantas que crecen aquí.

—¿Por qué las recoges?

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