Revival

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Campanadas nupciales. Cómo cocer una rana.

La fiesta de vuelta a casa.

«Te interesa leer esto.»

Aunque hablé con Bree muchas veces durante los dos años siguientes, en realidad no volví a verla hasta el 19 de junio de 2011, cuando, en una iglesia de Long Island, se convirtió en Brianna Donlin-Hughes. Muchas de nuestras conversaciones telefónicas tuvieron que ver con Charles Jacobs y sus inquietantes curaciones —nos enteramos de otra media docena de casos con posibles efectos secundarios—, pero con el transcurso del tiempo esas conversaciones se centraron cada vez más en su empleo y en George Hughes, a quien había conocido en una fiesta y con quien pronto compartiría vivienda. George era un dinámico abogado de empresa, afroamericano, y acababa de cumplir los treinta. No me cabía duda de que la madre de Bree se daba por satisfecha en todos los sentidos… o tan satisfecha como puede estarlo la madre soltera de una hija única.

Entretanto, la página web del Pastor Danny se había cerrado y las alusiones a él en chats se habían reducido a un simple goteo. Corrían especulaciones sobre su posible muerte o ingreso en una institución privada, probablemente bajo una identidad falsa y víctima del alzhéimer. A finales de 2010 yo había entresacado solo dos datos sólidos, ambos interesantes pero ninguno esclarecedor. Al Stamper había publicado un cedé de música góspel titulado Gracias, Jesús (entre los artistas invitados se incluía el ídolo de Hugh Yates, Mavis Staples), y The Latches estaba una vez más en alquiler a disposición de «particulares u organizaciones que reúnan los requisitos».

Charles Daniel Jacobs había desaparecido sin dejar rastro.

Hugh Yates alquiló un Gulfstream para las nupcias, y metió a bordo a todos los empleados de Wolfjaw Ranch. En la boda Mookie McDonald fue un digno representante de los años sesenta, luciendo una camisa con estampado de cachemira con mangas abombadas, pantalones pitillo, botines de ante a lo Beatle, y un pañuelo psicodélico en la cabeza. La madre de la novia estaba despampanante con un vestido antiguo de Ann Lowe, comprado en una tienda de segunda mano, y mientras se intercambiaban los votos, regó el ramillete con abundantes lágrimas. El novio parecía recién salido de una novela de Nora Roberts: alto, moreno y apuesto. Él y yo mantuvimos una amigable conversación en recepción, antes de que el grupo iniciara el indefectible tránsito de la animada charla con una copa de más al baile en plena cogorza. No tuve la impresión de que Bree le hubiera contado que yo era la carraca de faldones oxidados al volante de la cual había aprendido, aunque con toda seguridad algún día lo haría, quizá en la cama después de un rato de sexo especialmente bueno. A mí me traía sin cuidado, porque no tendría que estar presente para la inevitable mirada al techo masculina.

Los invitados de Nederland regresaron a Colorado en un avión de American Airlines, porque el regalo de Hugh a los recién casados era el uso del Gulfstream, que los llevaría a Hawái para su luna de miel. Cuando lo anunció durante los brindis, Bree chilló como una niña de nueve años, brincó y lo abrazó. Estoy seguro de que en ese momento no tenía nada más lejos de la cabeza que Charles Jacobs, y así debía ser. En cambio yo nunca dejaba de pensar en él, no del todo.

Ya entrada la noche, vi a Mookie susurrar algo al líder del grupo, un conjunto de blues-rock muy aceptable con un potente vocalista y un buen repertorio de viejas canciones. El líder asintió y me preguntó si me apetecía subir al escenario y tocar la guitarra con ellos durante un tema o dos. Me sentí tentado, pero se impuso la sensatez y rehusé el ofrecimiento. Puede que uno no sea demasiado viejo para el rock and roll, pero las facultades menguan a medida que se acumulan los años, y las probabilidades de quedar en ridículo en público aumentan.

No me consideraba exactamente retirado, pero no había tocado en directo desde hacía más de un año y solo había intervenido en tres o cuatro sesiones de grabación, todas ellas casos de máxima urgencia. No me desenvolví bien en ninguna. En una, durante la reproducción, sorprendí al batería haciendo una mueca, como si hubiera mordido algo ácido. Me vio mirarlo y dijo que el bajo sonaba desafinado. No era así, y los dos lo sabíamos. Si es ridículo que un hombre de más de cincuenta años se entretenga en juegos de alcoba con una mujer que podría ser su hija, igual de absurdo es que toque una Strat y salte por el escenario al ritmo de Dirty Water. Aun así, observé con cierto anhelo y bastante nostalgia a aquellos tipos desarrollar sus improvisaciones.

Alguien me cogió de la mano y, al volverme, vi a Georgia Donlin.

—¿Lo añoras, Jamie?

—No tanto como lo respeto —respondí—, razón por la cual estoy aquí sentado. Esos tíos son buenos.

—¿Y tú ya no lo eres?

De pronto recordé el día que entré en la habitación de mi hermano Con y oí que su Gibson acústica me susurraba. Que me decía que podía tocar Cherry, Cherry.

—¿Jamie? —Chasqueó los dedos ante mis ojos—. Vuelve, Jamie.

—Soy lo bastante bueno para divertirme —dije—, pero los tiempos de plantarme ante un público con una guitarra se han terminado para mí.

Resultó que a ese respecto me equivocaba.

En 2012 cumplí los cincuenta y seis. Hugh y su novia desde hacía muchos años me llevaron a cenar. De camino a casa recordé un cuento de viejas —es probable que lo hayan oído— sobre cómo cocer una rana. Se la pone en agua fría y empieza a aumentarse el calor. Si se hace gradualmente, la rana, tonta como es, no salta. No sé si es verdad o no, pero decidí que era una excelente metáfora del envejecimiento.

En mi adolescencia, veía a las personas de más de cincuenta años con lástima y desazón: caminaban muy despacio, hablaban muy despacio, veían la televisión en lugar de ir al cine y a los conciertos, su idea de una gran fiesta era un estofado con los vecinos, y se metían en la cama después del noticiario de las once. Pero —al igual que la mayoría de las personas de cincuenta y tantos, sesenta y tantos y setenta y tantos que gozan de una relativa buena salud— no me importó demasiado cuando me llegó el turno. Porque el cerebro no envejece, aunque sus ideas sobre el mundo puedan volverse rígidas y se dé una mayor tendencia a hablar por los codos sobre los viejos tiempos. (De esto al menos me libré, porque en mi caso esos viejos tiempos los pasé, en su mayor parte, sumido en la más desenfrenada e impenitente drogadicción.) Creo que para la mayor parte de la gente los delirios engañosos de la vida empiezan a desvanecerse a partir de los cincuenta años. Los días se aceleran, los dolores se multiplican, y el andar se hace más lento, pero hay compensaciones. Con la calma, llega la capacidad para valorar las cosas, y —en mi caso— una determinación de hacerlas bien durante el tiempo que me quedara. Eso implicó servir sopa una vez por semana en un refugio de indigentes de Boulder, y trabajar para tres o cuatro candidatos políticos con la idea radical de que Colorado no debía pavimentarse.

Salía aún con mujeres alguna que otra vez. Jugaba aún al tenis dos veces por semana y recorría en bicicleta al menos diez kilómetros diarios, lo que me permitía mantener el vientre liso y hacer fluir las endorfinas. Sí, veía unas cuantas arrugas más en las comisuras de mis labios y mis ojos cuando me afeitaba, pero en conjunto, creía yo, tenía el mismo aspecto de siempre. Esa, naturalmente, es la benévola ilusión que todos nos forjamos en nuestros últimos años. Tuve que regresar a Harlow en el verano de 2013 para comprender la verdad: yo no era más que otra rana en un cazo. La buena noticia era que de momento la temperatura solo había subido a intensidad media. La mala era que el proceso no se interrumpiría a corto plazo. Las tres verdaderas edades del hombre son la juventud, la mediana edad y ¿cómo coño me he hecho viejo tan pronto?

El 19 de junio de 2013, exactamente dos años después de la boda de Bree con George Hughes y uno después del nacimiento de su primer hijo, llegué a casa tras una sesión de grabación no precisamente estelar y encontré en mi buzón un sobre alegremente adornado con globos. El remite me sonaba: RFD #2, Methodist Road, Harlow, Maine. Lo abrí y me encontré ante una fotografía de la familia de mi hermano Terry con este pie: ¡DOS SON MEJOR QUE UNO! ¡POR FAVOR, VEN A NUESTRA FIESTA!

Dejé pasar un momento antes de abrir la invitación, fijándome en el cabello blanco de Terry, la creciente barriga de Annabelle, y los tres jóvenes adultos que ahora eran sus hijos. La niña que en otro tiempo corría riéndose entre los aspersores del jardín sin más ropa que unas holgadas bragas Smurfette ahora era una atractiva joven con un bebé —mi sobrina nieta, Cara Lynne— en los brazos. Uno de mis sobrinos, el flaco, se daba un aire a Con. El más fornido tenía un extraño parecido con nuestro padre… y conmigo, el pobre.

Abrí la invitación.

¡AYÚDANOS A CELEBRAR DOS GRANDES DÍAS

EL 31 DE AGOSTO DE 2013!

¡EL 35 ANIVERSARIO DE BODA DE

TERENCE Y ANNABELLE!

¡EL PRIMER CUMPLEAÑOS DE CARA LYNNE!

HORA: 12 DEL MEDIODÍA HASTA?

LUGAR: NUESTRA CASA PARA EMPEZAR, LUEGO EL EUREKA GRANGE

COMIDA: ¡MUCHA!

GRUPO MUSICAL: LOS ASTROS DE CASTLE ROCK

QUÉ BEBIDAS TRAER: ¡NI SE TE OCURRA! ¡CORRERÁN LA CERVEZA & EL VINO!

Debajo aparecía una nota de mi hermano. Aunque le faltaban solo unos meses para cumplir los sesenta, Terry escribía con su misma mala letra de primaria, por la que uno de sus maestros lo había mandado a casa con una nota en la que advertía «¡Terence DEBE mejorar su caligrafía!» sujeta con un clip a su boletín de calificaciones.

¡Eh, Jamie! Por favor, ven a la fiesta, ¿vale? No se aceptan excusas cuando tienes dos meses para organizar tu agenda. ¡Si Connie puede venir de Hawái, tú puedes apañártelas para viajar desde Colo! ¡Te echamos de menos, hermanito!

Dejé la invitación en la cesta de mimbre colgada detrás de la puerta de la cocina. La llamaba Cesta de Algún Día, porque contenía la correspondencia que, según creía vagamente, algún día contestaría… lo cual en realidad significaba que no lo haría nunca, como probablemente ya imaginarán. Me dije que no sentía el menor deseo de regresar a Harlow, y puede que esa fuera la verdad, pero el tirón de la familia seguía presente. Quizá Springsteen tenía algo de razón en aquel verso donde decía que nada sabe mejor que estar sangre con sangre.

Yo tenía una mujer de la limpieza llamada Darlene que venía una vez a la semana a pasar la aspiradora, a quitar el polvo y a cambiar las sábanas (tarea esta que delegaba en ella con cierto sentimiento de culpabilidad, porque en su día me habían enseñado a hacerlo yo mismo). Era una vieja taciturna, y yo procuraba ausentarme cuando ella venía. Un día, cuando regresé tras una de sus visitas, me encontré con que había sacado la invitación de la Cesta de Algún Día y la había dejado ladeada y abierta en la mesa de la cocina. Nunca antes había hecho algo así, y lo interpreté como un augurio. Esa noche me senté ante el ordenador, suspiré y envié a Terry un mensaje compuesto de dos palabras: «Contad conmigo».

Aquel puente de la primera semana de septiembre fue memorable. Me lo pasé en grande, y me costó creer que hubiese estado a punto de negarme a ir… o de no contestar siquiera, con lo cual posiblemente habría cortado para siempre mis ya frágiles lazos familiares.

En Nueva Inglaterra hacía calor, y el descenso en avión hacia el Portland Jetport el viernes por la tarde fue anormalmente agitado a causa de las turbulencias. El viaje en coche en dirección norte, hacia el condado de Castle, fue lento, pero no a causa del tráfico. Sentí la necesidad de contemplar todos los lugares que en otro tiempo habían sido especiales para mí —las granjas, las paredes de roca, la tienda, Brownie’s, ahora cerrada y a oscuras— y maravillarme. Fue como si mi infancia siguiera allí, apenas visible bajo una lámina de plástico rayada, polvorienta y semiopaca por el paso del tiempo.

Eran más de las seis de la tarde cuando llegué a la casa, donde un nuevo anexo casi duplicaba la superficie original. En el camino de acceso había un Mazda rojo, a todas luces un coche de alquiler del aeropuerto (como mi Ford Eclipse), y en el césped una furgoneta de Morton Fuel. La furgoneta, adornada con guirnaldas de papel crepe y flores, semejaba la carroza de un desfile. En un enorme letrero apoyado contra las ruedas delanteras se leía: ¡LA PUNTUACIÓN ES TERRY Y ANNABELLE 35, CARA LYNNE 1! ¡AMBOS GANADORES! ¡HAS ENCONTRADO LA FIESTA! ¡ENTRA! Aparqué, subí por los peldaños, levanté el puño para llamar, pensé, «qué demonios, yo me crie aquí», y entré sin más.

Por un momento tuve la sensación de haber retrocedido en el tiempo a los años en que podía decir mi edad con una sola cifra. Los miembros de mi familia, apiñados en torno a la mesa del comedor igual que en los años sesenta, hablaban todos al mismo tiempo, se reían y reñían, hacían circular las chuletas de cerdo, el puré de patatas y una bandeja tapada con un paño húmedo: mazorcas de maíz, que mantenían calientes tal como hacía mi madre.

Al principio, no reconocí al distinguido caballero de pelo cano sentado al extremo de la mesa más próximo al salón, y desde luego no conocía al guaperas moreno que ocupaba la silla contigua a la suya. De pronto, ese individuo con aire de profesor emérito me vio y se puso en pie, iluminándosele el rostro, y caí en la cuenta de que era mi hermano Con.

¡JAMIE! —exclamó, y casi derribando a Annabelle de su silla, corrió alrededor de la mesa. Me estrechó entre sus brazos y me cubrió la cara de besos. Me reí y le di palmadas en la espalda. Al instante también estaba allí Terry, agarrándonos a los dos, y los tres hermanos ejecutamos una especie de torpe mitzvah tantz, y el suelo tembló. Vi que Con tenía lágrimas en los ojos, y también a mí me entraron ciertas ganas de llorar.

—¡Basta, chicos! —terció Terry, aunque él mismo seguía saltando—. ¡Acabaremos en el sótano!

Durante un rato continuamos brincando. Se me antojó que teníamos que hacerlo. Y que estaba bien. Que era bueno.

Con presentó al guaperas, que debía de tener veinte años menos que él, como «mi buen amigo del Departamento de Botánica de la Universidad de Hawái». Mientras le estrechaba la mano, me pregunté si se habrían molestado en tomar habitaciones separadas en el Castle Rock Inn. En estos tiempos, lo más probable era que no. No recuerdo cuándo me di cuenta de que Con era homosexual; posiblemente cuando él estudiaba el posgrado y yo tocaba aún Land of 1000 Dances con los Cumberland en la Universidad de Maine. Estoy seguro de que nuestros padres lo supieron mucho antes. No armaron demasiado revuelo, y por eso mismo tampoco nosotros le dimos mayor importancia. Los niños aprenden más del ejemplo mudo que de las normas expresadas, o eso me parece a mí.

Solo en una ocasión oí a mi padre mencionar la orientación sexual de su segundo hijo, a finales de los años ochenta. Imagino que me causó una gran impresión, porque corrían esos años de los que apenas recuerdo nada, y llamaba a casa lo menos posible. Quería que mi padre supiera que seguía vivo, pero siempre temía que él percibiera en mi voz mi muerte inminente, circunstancia que yo casi había aceptado.

«Rezo por Connie cada noche —dijo durante esa conversación telefónica—. Esta maldición del sida… Es como si dejaran que se propague a propósito.»

Con se había librado de eso y ahora ofrecía un aspecto muy saludable, pero no podía negarse que el tiempo pasaba por él, y menos viéndolo allí sentado junto a su amigo del Departamento de Botánica. Me asaltó el recuerdo de Con y Ronnie Paquette en el sofá del salón, hombro con hombro, cantando House of the Rising Sun e intentando armonizar, ejercicio estéril donde los hubiera.

Algo de eso debió de reflejarse en mi semblante, porque Con sonrió a la vez que se enjugaba los ojos.

—Ha pasado mucho tiempo desde que nos peleábamos por ver a quién le tocaba recoger la ropa que había tendido mamá, ¿verdad?

—Mucho tiempo —coincidí, y una vez más pensé en la rana que, en su estupidez, no se daba cuenta de que el agua de su estanque, sobre un fogón, se calentaba.

La hija de Terry y Anabelle, Dawn, se unió a nosotros con Cara Lynne en brazos. Los ojos de la niña eran de ese tono que nuestra madre llamaba Azul Morton.

—Hola, tío Jamie. Esta es tu sobrina nieta. Mañana cumple un año, y para celebrarlo está saliéndole un diente.

—Es preciosa. ¿Puedo cogerla en brazos?

Dawn sonrió tímidamente al desconocido que había visto por última vez cuando aún llevaba ortodoncia.

—Puedes intentarlo, pero normalmente se pone a berrear cuando la coge alguien que no conoce.

Tomé en brazos al bebé, dispuesto a devolverlo tan pronto como empezaran los alaridos. Solo que eso no ocurrió. Cara Lynne me examinó, tendió una mano y me pellizcó la nariz. Entonces se echó a reír. Mi familia prorrumpió en vítores y aplausos. La niña, sobresaltada, miró a su alrededor, y luego volvió a posar en mí unos ojos que, habría jurado, eran los de mi madre.

Y se rio otra vez.

La verdadera fiesta, celebrada al día siguiente, contaba con poco más o menos el mismo elenco, solo que con más actores secundarios. A algunos los reconocí de inmediato; otros me resultaron vagamente familiares, y caí en la cuenta de que varios eran hijos de personas que habían trabajado para mi padre hacía mucho tiempo y ahora eran empleados de Terry, cuyo emporio había crecido: además del negocio del fuel, tenía una cadena de tiendas de abastos con locales en toda Nueva Inglaterra, llamada Morton’s Fast Shops. En su caso, la mala caligrafía no había sido óbice para el éxito.

Un equipo de catering de Castle Rock atendía cuatro parrillas, sirviendo hamburguesas y perritos calientes para acompañar un descomunal surtido de ensaladas y postres. La cerveza manaba de barriles de acero y el vino de toneles de madera. Mientras engullía una bomba calórica cargada de beicon en el jardín trasero, un vendedor de Terry —borracho, alegre y voluble— me contó que mi hermano también era dueño del parque acuático Splash City, en Fryeburg, y del autódromo de Littleton, en New Hampshire. «El circuito no da un centavo de beneficio —explicó el vendedor—, pero ya conoces a Terry: siempre le han encantado los bólidos y los coches de serie trucados.»

Me acordé de cuando Terry y mi padre, en el garaje, trabajaban en sucesivas encarnaciones del Cohete de la Carretera, vestidos los dos con camisetas mugrientas y monos de fondillos amplios, y de pronto tomé conciencia de que mi hermano, rústico y pueblerino como era, gozaba de una posición acomodada. Quizá incluso era rico.

Cada vez que Dawn acercaba a Cara Lynne, la niña tendía los brazos hacia mí. Acabé acarreándola casi toda la tarde, y al final se quedó dormida en mi hombro. Al verlo, su padre me alivió de la carga.

—No salgo de mi asombro —comentó mientras la dejaba en una manta a la sombra del árbol más grande del jardín—. Nunca le coge apego a la gente de esta manera.

—Me siento halagado —contesté, y di un beso al bebé dormido en la mejilla, enrojecida a causa de la dentición.

Se habló mucho de los viejos tiempos, una de esas charlas extraordinariamente interesantes para aquellos que habían estado presentes y soberanamente aburrida para quienes no lo habían estado. Me mantuve a distancia de la cerveza y el vino, y por tanto cuando el grupo se trasladó al Eureka Grange, a siete kilómetros de allí, fui uno de los conductores designados, y tuve que apañarme con las marchas de una enorme furgoneta King Cab, propiedad de la empresa de fuel. Hacía treinta años que no conducía con cambio manual, y los ebrios pasajeros —debían de ser una docena, contando a los siete o algo así que viajaban en la caja de la furgoneta— se tronchaban de risa cada vez que yo soltaba el embrague antes de tiempo y la camioneta daba una sacudida. Asombrosamente, ninguno de ellos se cayó por detrás.

El equipo de catering se nos había adelantado, y las mesas con comida estaban ya dispuestas a los lados de una pista de baile que yo recordaba bien. Me quedé allí contemplando el amplio suelo de madera abrillantada hasta que Con me dio un apretón en el hombro.

—¿Te trae recuerdos, hermanito?

Me acordé de cuando subí al escenario por primera vez, muerto de miedo, oliendo las oleadas de sudor que emanaban mis axilas. Y de mis padres bailando mientras tocábamos Who’ll Stop the Rain?

—Ni te imaginas —contesté.

—Creo que sí me lo imagino —dijo, y me abrazó. Al oído, me susurró de nuevo—: Creo que sí me lo imagino.

Debían de haberse reunido unas setenta personas en la casa para el almuerzo; a las siete de la tarde había el doble en Eureka Grange, n.º 7, y al local no le habría venido mal el aire acondicionado mágico de Charlie Jacobs para complementar los indolentes ventiladores del techo. Me hice con uno de esos postres que eran aún la especialidad de Harlow —trozos de fruta en conserva suspendidos en gelatina de lima— y me lo llevé afuera. Doblé la esquina del edificio a la vez que tomaba pequeños bocados con una cuchara de plástico, y allí estaba la escalera de incendios bajo la que besé a Astrid Soderberg por primera vez. Me acordé de su rostro, un óvalo perfecto, encuadrado en la capucha forrada de piel del anorak. Me acordé del sabor a fresa de su carmín. ¿Ha estado bien?, había preguntado yo. Y ella había contestado: Repítelo y te lo diré.

—Eh, novato. —Justo detrás de mí, sobresaltándome—. ¿Quieres tocar un poco esta noche?

Al principio no lo reconocí. El adolescente desgarbado y melenudo que me había reclutado para tocar la guitarra rítmica con los Rosas Cromadas tenía ahora una calva en la coronilla y las sienes plateadas, y la panza le colgaba por encima del ceñido pantalón. Me quedé mirándolo a la vez que notaba reblandecerse en mi mano la pequeña taza de papel con la gelatina.

—¿Norm? ¿Norm Irving?

Desplegó una sonrisa tan ancha como para exhibir los dientes de oro al fondo de la boca. Dejé caer la gelatina y lo abracé. Se rio y me devolvió el abrazo. Nos dijimos mutuamente que nos conservábamos bien. Nos dijimos mutuamente que había transcurrido demasiado tiempo. Y por supuesto hablamos del pasado. Norm me contó que había dejado embarazada a Hattie Greer y se había casado con ella. El matrimonio duró solo unos años, pero, superada una etapa de acritud posterior al divorcio, habían decidido dejar de lado el pasado y ser amigos. Su hija, Denise, iba ya para los cuarenta y tenía su propia peluquería en Westbrook.

—Libre de deudas, además, sin hipoteca. Tengo dos hijos de mi segunda mujer, pero, entre tú y yo, te diré que Deenie es la niña de mis ojos.

Hattie tiene uno de su segundo marido. —Se inclinó hacia mí con una lúgubre sonrisa—. Entra y sale de la cárcel. Ese chico no vale ni la pólvora que se necesitaría para mandarlo al infierno.

—¿Y qué hay de Kenny y Paul?

Kenny Laughlin, nuestro bajista, también se había casado con su novia de la época de los Rosas Cromadas, y seguían casados.

—Es agente de seguros, con oficina en Lewiston. Le va bien. Ha venido esta noche. ¿No lo has visto?

—No. —Aunque quizá sí lo había visto y no lo había reconocido. Y quizá él no me había reconocido a mí.

—En cuanto a Paul Bouchard… —Norm cabeceó—. Estaba escalando en el parque estatal de Acadia y tuvo una caída. Vivió dos días, y murió. En 1990, fue. Mejor así, probablemente. Los médicos dijeron que habría quedado paralítico del cuello para abajo si hubiera sobrevivido. Lo que llaman un «tetra».

Por un momento imaginé que nuestro antiguo batería había sobrevivido. Tendido en una cama, respirando con ayuda de una máquina, y viendo al Pastor Danny por televisión. Aparté la imagen de mi cabeza.

—¿Y Astrid? ¿Sabes por dónde anda?

—En la costa, en algún sitio al norte. ¿Castine? ¿Rockland? —Meneó la cabeza—. No me acuerdo. Sé que dejó la universidad para casarse, y sus padres se cabrearon con ella. Y seguro que se cabrearon doblemente cuando se divorció. Creo que tiene un restaurante, uno de esos chiringuitos de langosta, pero no me hagas caso. A vosotros dos os dio fuerte, ¿eh?

—Sí —contesté—. Desde luego.

Asintió.

—Amor juvenil. No hay nada en el mundo como eso. No sé si me gustaría verla hoy día, porque la Astrid Soda Burger de aquella época era pura dinamita. Pura nitro. ¿A que sí?

—Sí —contesté, acordándome de la cabaña en ruinas junto a Lo Alto del Cielo. Y el poste de hierro. Cómo resplandecía y adquiría una coloración roja cuando le caía un rayo—. Y tanto que lo era.

Por un momento guardamos silencio; luego me dio una palmada en el hombro.

—En fin, ¿qué me dices? ¿Te vienes a hacer un bolo con nosotros? Más vale que digas que sí, porque el grupo va a dar puta pena si te niegas.

—¿Tú eres del grupo? ¿De los Astros de Castle Rock? ¿Kenny también?

—Claro. Ya apenas tocamos, no como antes, pero esta vez no podíamos rechazarlo.

—¿Mi hermano Terry tiene algo que ver con esta propuesta?

—Quizá haya pensado que subirías a tocar uno o dos temas, pero no. Solo quería un grupo de los viejos tiempos, y Ken y yo somos prácticamente los únicos de aquella época que aún vivimos, que aún rondamos por este rincón perdido, y que aún tocamos. Nuestro guitarrista rítmico es un carpintero de Lisbon Falls, y el miércoles pasado se cayó de un tejado y se rompió las dos piernas.

—Uf —dije.

—Con su uf salgo yo ganando —dijo Norm Irving—. Íbamos a tocar en trío, cosa que, como sabes, puta la gracia que tiene. En cambio ahora, con tres de los cuatro Rosas Cromadas la cosa ya no está mal, teniendo en cuenta que hicimos nuestro último bolo en la fiesta de la Liga Atlética de la Policía hace más de treinta y cinco años, así que venga. La gira del reencuentro, y tal.

—Norm, no tengo guitarra.

—Yo llevo tres en la furgoneta —dijo él—. Tienes para elegir. Pero recuerda, todavía empezamos con Hang On Sloopy.

Salimos al escenario en medio de entusiastas aplausos alimentados por el alcohol. Kenny Laughlin, tan delgado como siempre pero ahora con tres lunares no precisamente favorecedores en la cara, apartó la vista de la correa de su Fender P-Bass, que estaba ajustándose, y me saludó levantando el puño. Yo no estaba nervioso, a diferencia de la primera vez que había subido a ese escenario con una guitarra en las manos, pero sí me sentí como si todo fuera un sueño especialmente vívido.

Norm ajustó la altura del micro con una sola mano, como siempre hacía, y se dirigió al público, impaciente por oír unos cuantos temas de rock and roll de sus tiempos.

—Gente, en la batería podéis leer Astros de Castle Rock, pero esta noche tenemos un invitado especial a la guitarra rítmica, y durante las próximas dos horas volveremos a ser los Rosas Cromadas. Dale caña, Jamie.

Me acordé del beso a Astrid bajo la escalera de incendios. Me acordé del microbús herrumbroso de Norm y de su padre, Cicero, sentado en el sofá hundido de su vieja caravana, liando porros con papel de fumar Zig-Zag y diciéndome que si quería sacarme el carnet de conducir a la primera, más me valía cortarme el puto pelo. Me acordé de los bolos en bailes de adolescentes en el Auburn RolloDrome, y de que nunca nos interrumpíamos cuando se desencadenaban las inevitables peleas entre los chicos del colegio Edward Little y el instituto de Lisbon, o entre los del instituto de Lewiston y el colegio St. Dom; simplemente subíamos el volumen. Me acordé de cómo era la vida antes de darme cuenta de que era una rana en un cazo.

Grité:

¡Un, dos, tres, ya sabéis qué hacer!

Le dimos caña.

En mi mayor.

Toda esta mierda empieza por mi.

En los años setenta quizá habríamos actuado hasta la una, la hora del toque de queda. Pero ya no eran los setenta, y a las once estábamos bañados en sudor y extenuados. No importó; por orden de Terry, la cerveza y el vino se habían retirado a las diez, y la multitud, ya sin alcohol, se redujo rápidamente. Los que quedaban, en su mayoría, habían vuelto a sus asientos, conformándose con escuchar pero demasiado cansados ya para bailar.

—Tocas muchísimo mejor que antes, novato —dijo Norm mientras dejábamos nuestros instrumentos.

—Tú también. —Lo cual era mentira en igual medida que Tienes un aspecto estupendo. A los catorce años jamás habría creído que llegaría el día en que sería mejor guitarrista de rock que Norman Irving, pero ese día había llegado. Me dirigió una sonrisa como diciendo que sabía de sobra que era mejor no hacer comentarios. Kenny se reunió con nosotros, y los tres miembros supervivientes de los Rosas Cromadas nos fundimos en un abrazo que en nuestros tiempos en el instituto habríamos descrito como «mariconada».

Terry se acercó a nosotros, junto con Terry hijo, su primogénito. Mi hermano tenía aspecto de cansado, pero también se lo veía sumamente feliz.

—Oye, Con y su amigo han llevado a Castle Rock a unos cuantos que estaban demasiado trompas para conducir. ¿Acercarías tú a Harlow a unos cuantos más en la King Cab si te cedo a Terry hijo como copiloto?

Dije que lo haría con mucho gusto, y después de un último «hasta la vista» a Norm y a Kenny (acompañado de aquellos extraños apretones flácidos característicos de los músicos), recogí a mi cargamento de borrachines y me puse en marcha. Por un rato, mi sobrino me dio indicaciones que apenas necesitaba, ni siquiera en la oscuridad. Pero para cuando descargamos a las dos o tres últimas parejas en Stackpole Road, él ya había callado. Lo miré y vi que, apoyado en la ventanilla del acompañante, dormía profundamente. Lo desperté cuando regresamos a la casa de Methodist Road. Me dio un beso en la mejilla (que me conmovió más de lo que él podía imaginar) y entró a trompicones en la casa, donde posiblemente dormiría hasta el mediodía del domingo, como son propensos a hacer los adolescentes. Me pregunté si acaso ocupaba mi antigua habitación, y llegué a la conclusión de que seguramente no; debía de estar instalado en el nuevo anexo. El tiempo lo cambia todo, y quizá está bien así.

Colgué las llaves de la King Cab en el tablero en el vestíbulo, me dirigí hacia mi coche de alquiler y vi luces en el granero. Me acerqué a echar un vistazo. Dentro estaba Terry. Ya sin el atuendo de fiesta, vestía un mono. Su juguete nuevo, un Chevrolet SS de finales de los sesenta o principios de los setenta, resplandecía bajo las luces del techo como una joya azul. Estaba encerándolo.

Alzó la vista cuando entré.

—No podría dormirme todavía. Demasiada excitación. Le sacaré brillo a esta belleza durante un rato y luego me retiraré a la cama.

Deslicé la mano por el capó.

—Es precioso.

—Lo es ahora, pero tendrías que haberlo visto cuando lo conseguí en una subasta en Portsmouth. La mayoría de los compradores consideraron que era chatarra, pero yo pensé que podía rescatarlo.

—Revivirlo —dije. Sin dirigirme en realidad a Terry.

Posó en mí una mirada pensativa y al cabo de un momento se encogió de hombros.

—Podría llamarse así, supongo, y en cuanto le instale una transmisión nueva, ya casi lo tendré a punto. No se parece mucho a los Viejos Cohetes de la Carretera, ¿verdad?

Me eché a reír.

—¿Te acuerdas de cuando el primero volcó y quedó patas arriba en el autódromo?

Terry alzó la vista al techo.

—En la primera vuelta. El puto Duane Robichaud… ese se sacó el carnet en Sears, mucho me temo.

—¿Sigue por aquí?

—No, murió hace diez años. Diez como mínimo. Un cáncer en el cerebro. Para cuando se lo detectaron, el pobre desdichado ya no tenía remedio.

Supón que yo fuera un neurocirujano, había dicho Jacobs aquel día en The Latches. Supón que yo te dijera que tus probabilidades de morir en el quirófano eran del veinticinco por ciento. ¿No te operarías?

—Qué duro.

Asintió.

—¿Te acuerdas de lo que decíamos cuando éramos pequeños? ¿Qué es duro? La vida. ¿Qué bebida? Una Coca-Cola. ¿Cuánto cuesta? Quince centavos. Solo tengo diez. Qué duro. ¿Qué es duro? La vida. Y así una y otra vez.

—Sí, me acuerdo. Por entonces nos parecía broma. —Vacilé—. ¿Te acuerdas mucho de Claire, Terry?

Echó el paño de encerar a un cubo y se acercó a la pila a lavarse las manos. En su día allí había habido solo un grifo, de agua fría; ahora, en cambio, había dos. Los abrió, cogió una pastilla de Lava y empezó a enjabonarse. Hasta los codos, como nos había enseñado nuestro padre.

—Cada puto día. También me acuerdo de Andy, pero no tan a menudo. Eso fue lo que llamamos el orden natural de las cosas, supongo, aunque quizá habría vivido un poco más si no hubiese sido tan aficionado al cuchillo y el tenedor. Lo que le pasó a Claire, en cambio… eso estuvo mal, joder. ¿Entiendes?

—Sí.

Se apoyó en el capó del SS, sin fijar la vista en nada en particular.

—¿Te acuerdas de lo guapa que era? —Meneó la cabeza lentamente—. Nuestra preciosa hermana. Aquel cabrón… aquella bestia… la privó de los años que aún le quedaban por delante, y luego tomó el camino del cobarde. —Se frotó la cara con la mano—. No deberíamos hablar de Claire. Me emociono.

También yo me emocioné. Claire, a quien yo, por su edad, había considerado una especie de madre de respaldo. Claire, nuestra preciosa hermana, que nunca hizo daño a nadie.

Cruzamos la puerta del jardín, escuchamos las chicharras cantar entre la hierba alta. A finales de agosto y principios de septiembre era cuando más fuerte cantaban, como si supieran que se acababa el verano.

Terry se detuvo al pie de la escalera, y vi que aún tenía los ojos empañados. Aquel había sido un buen día para él, pero largo y estresante en todo caso. Yo no debería haber mencionado a Claire al final de la jornada.

—Quédate a dormir, hermanito. Hay un sofá cama.

—No —dije—. Le prometí a Connie que desayunaría con él y su pareja en el hotel por la mañana.

Pareja —repitió, y alzó los ojos al cielo—. Ya.

—Vamos, vamos, Terence. No te me vayas al siglo pasado. Hoy día pueden casarse en diez o doce estados, si quieren. Incluido este.

—Bah, eso a mí me da igual. Quién se casa con quién no es asunto mío, pero ese tío pareja lo que se dice pareja no es, piense lo que piense Connie. Reconozco a un gorrón a una hora lejos. Por el amor de Dios, pero si Connie le dobla la edad.

Eso me llevó a pensar en Brianna, a quien yo le doblaba largamente la edad.

Abracé a Terry y le di un beso en la mejilla.

—Mañana nos vemos. A la hora del almuerzo, antes de salir hacia el aeropuerto.

—Eso. Ah, Jamie, otra cosa. Esta noche te has superado con la guitarra.

Le di las gracias y me dirigí al coche. Abría ya la puerta cuando pronunció mi nombre. Me volví.

—¿Te acuerdas del reverendo Jacobs aquel último domingo en el púlpito? ¿Cuando dio lo que luego llamamos el Sermón Tremebundo?

—Sí —contesté—. Lo recuerdo muy bien.

—En ese momento fue tal conmoción para todos nosotros que lo atribuimos al dolor por la pérdida de su mujer y su hijo. Pero ¿sabes una cosa? Cuando me acuerdo de Claire, pienso que me gustaría encontrar al reverendo y estrecharle la mano. —Terry tenía los brazos cruzados sobre el mono, robustos como los de nuestro padre—. Porque lo que ahora pienso es que, para decir esas cosas, hacía falta mucho valor. Lo que ahora pienso es que tenía razón en todas y cada una de sus palabras.

Puede que Terry se hubiera enriquecido, pero seguía siendo ahorrativo, y en el almuerzo del domingo comimos las sobras del catering. Durante casi toda la comida sostuve a Cara Lynne en el regazo, dándole bocaditos de esto y aquello. Cuando llegó la hora de marcharme y se la devolví a Dawn, la niña tendió los brazos hacia mí.

—No, cielo —dije, y le besé la frente asombrosamente tersa—. Tengo que irme.

La niña solo sabía una docena de palabras, o algo así —una de ellas, mi nombre—, pero he leído que su nivel de comprensión es mucho mayor, y entendió lo que le decía. Arrugó la carita, tendió otra vez los brazos y se le arrasaron en lágrimas aquellos ojos azules que eran del mismo tono que los de mi madre y mi difunta hermana.

—Vete ya —dijo Con—, o tendrás que adoptarla.

Así que me fui. De regreso a mi coche de alquiler, de regreso al Portland Jetport, de regreso al Denver International, de regreso a Nederland. Pero seguía pensado en esos brazos regordetes extendidos, y en esos ojos empañados de color Azul Morton. Cara Lynne tenía solo un año, pero deseaba que me quedara más tiempo. Así es como sabemos que estamos en casa, creo, por mucho que nos hayamos alejado de ella o por más tiempo que hayamos pasado en otro lugar.

Nuestra casa es el sitio donde quieren que nos quedemos más tiempo.

Durante marzo de 2014, cuando casi todas las chicas que se exhibían en las pistas de esquí habían abandonado Vail, Aspen, Steamboat Springs y nuestra propia estación de monte Eldora, llegaron noticias de que se avecinaba una ventisca atroz. Nuestra porción del famoso Vórtice Polar había dejado ya precipitaciones de nieve de cuatro centímetros en Greeley.

Me quedé en Wolfjaw durante la mayor parte del día, ayudando a Hugh y a Mookie a atrancar puertas y ventanas en los estudios y la casa grande. Seguí allí hasta que el viento empezó a levantarse y del cielo plomizo cayeron los primeros copos. De pronto salió Georgia, vestida con chaquetón de faena, orejeras y una gorra con el emblema de Wolfjaw Ranch. Venía con claro ánimo reprensivo.

—Manda a esos hombres a su casa —instó a Hugh—. A menos que quieras que se queden atrapados en el arcén de la carretera hasta junio.

—Como la Expedición Donner —comenté—. Pero yo nunca me comería a Mookie. Está demasiado duro.

—Venga, vosotros dos, largo —ordenó Hugh—. Basta con que comprobéis las puertas de los estudios antes de coger la carretera.

Eso hicimos, y por si acaso, comprobamos también el granero. Incluso dediqué un momento a repartir trozos de manzana, pese a que Bartleby, mi preferido, había muerto hacía tres años. Para cuando dejé a Mookie en su pensión, nevaba copiosamente y el viento soplaba a cincuenta kilómetros por hora o más. En el centro de Nederland no había un alma, los semáforos oscilaban y la nieve se apilaba ya ante las puertas de las tiendas, que habían cerrado antes de hora.

—¡Vete a casa cuanto antes! —aconsejó Mookie, levantando la voz para hacerse oír por encima del viento. Se había atado el pañuelo en torno a la nariz y la boca, con lo que parecía un anciano forajido.

Seguí su recomendación, notando en el coche a lo largo de todo el camino las embestidas del viento, como empujones de un matón malhumorado. Arremetió contra mí aún más fuerte mientras subía por el camino de acceso, arrebujándome con el cuello del abrigo para protegerme el rostro, que llevaba bien afeitado y sin la preparación debida para cuando el invierno de Colorado decidía ponerse serio. Necesité las dos manos para tirar de la puerta de la portería después de entrar.

Miré en el buzón y vi una única carta. La saqué, y me bastó un vistazo para identificar al remitente. La caligrafía de Jacobs era ahora vacilante y poco nítida, pero aún reconocible. La única sorpresa fue el remite, escrito en el anverso: «Lista de correos, Motton, Maine». No era mi pueblo, pero estaba a un paso. Demasiado cerca para mi tranquilidad, a mi modo de ver.

Me golpeteé la palma de la mano con el sobre y a punto estuve de seguir mi primer impulso, que fue romperlo en pedazos, abrir la puerta y echarlos al viento. Todavía me imagino rompiéndolo —todos los días, a veces todas las horas—, y me pregunto qué habría cambiado si lo hubiera hecho. Pero le di la vuelta. Allí, al dorso, con la misma letra inestable, vi una única frase: «Te interesa leer esto».

No me interesaba, pero abrí igualmente la carta. Extraje una hoja plegada en torno a un sobre de menor tamaño. Escrito en el anverso del segundo sobre, rezaba: «Lee mi carta antes de abrir esta». Eso hice.

Dios me asista, eso hice.

4 de marzo de 2014

Querido Jamie:

He conseguido tu dirección de correo electrónico, tanto la particular como la del trabajo (como ya sabes, tengo mis métodos), pero soy ya un viejo, con costumbres de viejo, y considero que los asuntos personales de importancia deben tratarse por carta y, siempre y cuando sea posible, escribirse de puño y letra. Como ves, a mí aún me es posible escribir de mi «puño y letra», aunque no sé si por mucho tiempo. Tuve un derrame cerebral menor en otoño de 2012 y otro, bastante más grave, el verano pasado. Espero que sepas disculpar mi deplorable caligrafía.

Tengo otra razón para dirigirme a ti por carta. Es muy fácil borrar los mensajes de correo electrónico y, en cambio, un poco más difícil destruir una carta en la que una persona ha trabajado afanosamente con la pluma y la tinta. Añadiré una línea al dorso del sobre para aumentar las posibilidades de que leas esto. Si no recibo respuesta, tendré que enviar un emisario, y eso no quiero hacerlo, porque el tiempo apremia.

Un emisario. Eso me daba mala espina.

La última vez que nos vimos, te pedí que fueras mi ayudante. Te negaste. Vuelvo a pedírtelo, y confío en que esta vez accedas. Debes acceder, ya que ahora mi trabajo está en su última etapa. Solo falta el experimento final. Tengo la certeza de que saldrá bien, pero no me atrevo a actuar solo. Necesito ayuda e, igual de importante, necesito un testigo. Créeme cuando te digo que, en este experimento, tú te juegas tanto como yo.

Crees que te negarás, pero te conozco bien, viejo amigo, y tengo la convicción de que cuando leas la carta adjunta, cambiarás de idea.

Con todo mi aprecio,

CHARLES D. JACOBS

El viento ululaba; la nieve azotaba los cristales de la puerta con un sonido como el de la arena fina. Pronto cortarían la carretera a Boulder, si no estaba ya cortada. Sostuve el sobre de menor tamaño a la vez que pensaba algo ha pasado. No quería saber qué era, pero me parecía ya demasiado tarde para echarme atrás. Me senté en la escalera que subía a mi apartamento y abrí el adjunto al mismo tiempo que una ráfaga de viento más violenta que las otras sacudía el edificio. La letra era tan vacilante como la de Jacobs y las líneas se inclinaban hacia abajo, pero la reconocí al instante. ¿Cómo no iba a reconocerla? Había recibido cartas de amor, algunas de ellas bastante tórridas, escritas con esa misma letra. Se me revolvió el estómago, y por un momento temí vomitar. Agaché la cabeza y, con la mano libre, me tapé los ojos y me apreté las sienes. Cuando se me pasó el mareo, casi lo lamenté.

Leí la carta.

25 de febrero de 2014

Apreciado Pastor Jacobs:

Es usted mi última esperanza.

Eso parece una locura, pero así es. Intento ponerme en contacto con usted a instancias de mi amiga Jenny Knowlton. Es enfermera diplomada y dice que jamás ha creído en las curaciones milagrosas (aunque sí cree en Dios). Hace unos años asistió a una de sus sesiones de reviviscencia sanadora en Providence, Rhode Island, y usted le curó la artritis, que padecía hasta tal punto que apenas podía abrir y cerrar las manos y estaba «enganchada» al OxyContin. Me explicó: «Me dije que iba para oír cantar a Al Stamper, porque tenía todos los discos de su época con los Vo-Lites, pero en el fondo debía de saber para qué había ido allí en realidad, porque cuando él preguntó si alguien quería sanarse, me puse en la cola». Según ella, cuando usted le tocó las sienes con los anillos, no solo le desapareció el dolor de las manos y los brazos, sino también la necesidad de tomar OxyContin. Dar crédito a esto me costó más aún que creerme lo de la curación de la artritis, porque donde vivo mucha gente consume ese fármaco y me consta que es muy difícil «sacudirse el hábito».

Pastor Jacobs, tengo cáncer de pulmón. Perdí el pelo durante la radioterapia, y con la quimio vomitaba continuamente (he perdido treinta kilos), pero al final de esos tratamientos infernales, el cáncer seguía allí. Ahora el médico quiere que me someta a una operación para extirparme un pulmón, pero mi amiga Jenny me obligó a sentarme y dijo: «Voy a contarte una verdad muy dura, cariño. En general, cuando optan por eso ya es demasiado tarde, y lo saben, pero lo hacen igualmente porque es la única posibilidad que les queda».

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