Revival

Revival


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Con palpitaciones en la cabeza, volví la hoja. Por primera vez en muchos años deseé estar colocado. Colocado, me sería posible leer la firma que me esperaba al pie sin desear gritar.

Dice Jenny que ha consultado sus curaciones por internet y, según parece, aparte de la de ella, muchas son válidas. Sé que usted ya no va de gira por el país.

Es posible que se haya retirado, que esté enfermo o incluso que haya muerto (aunque ruego a Dios que no sea así, tanto por su bien como por el mío). Incluso si está vivo y goza de buena salud, puede que ya no lea su correo. Sé, pues, que esto es como meter un mensaje en una botella y lanzarlo por la borda, pero algo —no solo Jenny— me impulsa a intentarlo. Al fin y al cabo, a veces una de esas botellas va a parar a la orilla y alguien lee el mensaje que contiene.

Me he negado a operarme. Ciertamente es usted mi única esperanza. Sé lo endeble que es esa esperanza, y posiblemente absurda, pero como dice la Biblia: «Todo es posible para quien cree». Esperaré a tener noticias… o no tenerlas. En cualquier caso, que Dios lo bendiga y vele por su bien.

Atentamente, con toda mi esperanza,

ASTRID SODERBERG

17 Morgan Pitch Road

Mt. Desert Island, Maine 04660

(207) 555-6454

Astrid. Dios bendito.

Astrid otra vez, después de tantos años. Cerré los ojos y la vi de pie bajo la escalera de incendios, el rostro joven y hermoso, encuadrado por la capucha del anorak.

Abrí los ojos y leí la nota que Jacobs había añadido bajo la dirección.

He visto su historial y sus últimos escáneres. A este respecto puedes creerme; como he dicho en mi carta introductoria, tengo mis propios métodos. La radiación y la quimioterapia han reducido el tumor del pulmón izquierdo, pero no lo han erradicado, y han aparecido más manchas en el pulmón derecho. Su estado es grave, pero puedo salvarla. También a este respecto puedes creerme, estos cánceres son como fuego en maleza seca: avanzan deprisa. Le queda poco tiempo, y debes decidir de inmediato.

Maldita sea, si le queda tan poco tiempo, me pregunté, ¿por qué no has llamado por teléfono, o al menos me has mandado tu pacto con el diablo por correo urgente?

Pero ya conocía la respuesta. Él prefería que hubiera poco tiempo, porque no era Astrid quien le preocupaba. Astrid era un peón. Yo, en cambio, era una de las piezas de la fila de atrás. No tenía ni idea de cuál era la razón, pero sabía que era así.

La carta tembló en mis manos mientras leía las últimas líneas.

Si accedes a ayudarme mientras acabo mi trabajo el próximo verano, tu vieja amiga (y quizá tu amante) se salvará. El cáncer será expulsado de su cuerpo. Si te niegas, la dejaré morir. Naturalmente, esto te parecerá cruel, incluso monstruoso, pero si conocieras la extraordinaria trascendencia de mi trabajo, tu opinión sería otra. ¡Sí, incluso la tuya! Mis números de teléfono, tanto el fijo como el móvil, figuran abajo. A mi lado, mientras escribo esto, tengo el número de la señorita Soderberg. Si me llamas —con una respuesta favorable, claro—, yo la llamaré a ella.

La decisión está en tus manos, Jamie.

Me quedé sentado en la escalera durante dos minutos, respirando hondo y procurando que se me acompasara el ritmo del corazón. Me acordaba una y otra vez de su cadera contra la mía, mi polla palpitante y dura como las varillas corrugadas del hormigón armado, acariciándome la nuca mientras me echaba el humo del cigarrillo a la boca.

Por fin me puse en pie y subí a mi apartamento, con las dos cartas suspendidas de la mano. La escalera no era larga ni empinada, y yo estaba en buena forma a fuerza de tanto paseo en bicicleta; aun así, tuve que parar a descansar dos veces para recobrar el aliento antes de llegar a lo alto, y la mano me temblaba de tal modo que me vi obligado a sujetármela con la otra para poder introducir la llave en la cerradura.

Era un día oscuro y las sombras poblaban mi apartamento, pero no me molesté en encender las luces. Lo que tenía que hacer convenía hacerlo deprisa. Me desprendí el móvil del cinturón, me dejé caer en el sofá y marqué el número de Jacobs. El timbre sonó una sola vez.

—Hola, Jamie —dijo.

—Cabrón —contesté—. Puto cabrón.

—Yo también me alegro de oírte. ¿Qué has decidido?

¿Qué sabía de nosotros? ¿Le había contado yo algo? ¿Se lo había contado Astrid? Si no era así, ¿qué había averiguado? No lo sabía ni importaba. Advertí por el tono de su voz que preguntaba solo por puro formulismo.

Le dije que llegaría allí lo antes posible.

—Si quieres puedes venir, claro. Por mí encantado, aunque en realidad no te necesito hasta julio. Si prefieres no verla… en su estado actual, quiero decir…

—Cogeré el avión en cuanto mejore el tiempo. Si puedes hacer eso que haces antes de que yo llegue… arreglarla… curarla… adelante. Pero no la dejes marcharse de dondequiera que estés hasta que yo la vea. Pase lo que pase.

—No confías en mí, ¿verdad? —A juzgar por su tono de voz, dio la impresión de que eso lo entristecía profundamente, pero no le concedí mucha importancia. Él era un maestro en el arte de proyectar emociones.

—¿Por qué habría de confiar en ti, Charlie? Te he visto en acción.

Exhaló un suspiro. Una ráfaga de viento sacudió el edificio y silbó en los aleros.

—¿En qué parte de Motton estás? —pregunté… pero, como Jacobs, solo por puro formulismo. La vida es una rueda, y siempre vuelve al punto de partida.

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