Revival

Revival


XI

Página 21 de 27

XI

Monte Cabra. Ella espera.

Malas noticias de Missouri.

Así las cosas, pasados poco más de seis meses desde la breve reencarnación de los Rosas Cromadas, tomé tierra una vez más en el Portland Jetport y una vez más viajé en dirección norte hacia el condado de Castle. Pero en esta ocasión no a Harlow. Cuando faltaban ocho kilómetros para mi pueblo natal, abandoné la Interestatal 9 y empecé a ascender por la carretera de Monte Cabra. Era un día cálido, pero Maine había padecido su propia ventisca de primavera hacía unos días, y por todas partes se oían los melodiosos sonidos del deshielo y las aguas de escorrentía. Los pinos y las píceas se echaban aún sobre la carretera, combadas sus ramas bajo el peso de la nieve, pero por la calzada habían pasado las máquinas y el asfalto húmedo resplandecía bajo el sol vespertino.

Me detuve durante un par de minutos en Longmeadow, emplazamiento de los picnics de los alumnos de catequesis en mi infancia, y un rato más en el desvío que conducía a Lo Alto del Cielo. No tenía tiempo de volver a visitar la ruinosa cabaña donde Astrid y yo habíamos perdido la virginidad, ni habría podido en todo caso. El acceso de grava estaba ahora asfaltado, y también por esa carretera habían pasado las máquinas quitanieves, pero impedía el paso una sólida cancela de madera con un candado del tamaño del puño de un orco ensartado al pasador. Por si eso no dejara las cosas bastante claras, en un enorme letrero se leía PROHIBIDO TERMINANTEMENTE EL PASO y SE PROCEDERÁ CONTRA LOS INTRUSOS CON TODO EL PESO DE LA LEY.

Unos dos kilómetros más adelante llegué a la garita de Monte Cabra. El paso no estaba cortado, pero había allí un guardia de seguridad con una chaqueta ligera encima del uniforme marrón. La llevaba desabrochada, quizá porque no hacía frío o quizá para que cualquiera que se detuviese viera bien la pistola enfundada al cinto. Parecía un arma grande.

Bajé la ventanilla, pero antes de que el guardia me preguntara el nombre, se abrió la puerta de la garita y salió Charlie Jacobs. El voluminoso anorak que llevaba no disimulaba el hecho de que apenas quedaba nada de él. En nuestro último encuentro estaba delgado. Ahora estaba esquelético. Mi antiguo quinto en discordia cojeaba más pronunciadamente que antes, y si bien acaso él considerara cálida y acogedora su sonrisa de bienvenida, apenas contrajo el lado izquierdo de la cara, con lo que el efecto semejó casi una mueca de desdén. El derrame cerebral, pensé.

—¡Jamie, cuánto me alegro de verte! —Tendió la mano y se la estreché… aunque no sin ciertas reservas—. La verdad es que no te esperaba hasta mañana.

—En Colorado reabren los aeropuertos deprisa después de las tormentas.

—No lo dudo, no lo dudo. ¿Puedes llevarme a la casa en tu coche? —Señaló en dirección al guardia de seguridad—. Me ha traído Sam en un carrito de golf, y en la garita hay un calefactor, pero ahora cojo frío enseguida, incluso en días tan primaverales como este. ¿Recuerdas cómo llamábamos a la nieve de primavera, Jamie?

—El fertilizante de los pobres —dije—. Vamos, sube.

Renqueando, rodeó el coche por delante, y cuando Sam intentó ayudarlo, apartó el brazo de un enérgico tirón. Algo le fallaba en la movilidad de la cara, y la cojera se acercaba más a una sucesión de bandazos, pero se lo veía bastante vigoroso a pesar de todo. Un hombre con una misión, pensé.

Montó en el coche con un gruñido de alivio, subió la calefacción y se frotó las manos nudosas ante la salida de aire del lado del acompañante como quien se calienta ante un fuego de leña.

—Espero que no te importe.

—Tú como en tu casa.

—¿Esto no te recuerda el camino de acceso a The Latches? —preguntó, todavía frotándose las manos. Emitían un desagradable sonido semejante al roce del papel—. A mí sí.

—Bueno… sí, excepto por eso.

Señalé a la izquierda, donde en otro tiempo había habido una pista de esquí de nivel intermedio llamada Vereda de Humo. O quizá fuera Recodo de Humo. Ahora uno de los cables del telesilla se había desprendido, y se veía un par de sillas semienterradas en un ventisquero que posiblemente seguiría allí durante otras cinco semanas, a menos que las temperaturas se mantuvieran altas.

—Sí, un aspecto penoso —convino—, pero no tiene sentido repararlo. Voy a retirar todos los telesillas en cuanto se funda la nieve. Diría que mis tiempos de esquiador han terminado, ¿no crees? ¿Viniste alguna vez aquí de niño, Jamie?

Sí, había ido, media docena de veces, a rastras de Con y Terry y sus amigos llaneros, pero no estaba de humor para hablar de banalidades.

—¿Está ella aquí?

—Sí, ha llegado a eso de las doce de esta mañana. La ha traído su amiga Jenny Knowlton. Contaban con venir ayer, pero la tormenta fue mucho peor al norte, en la costa. Y antes de que me hagas la siguiente pregunta, no, aún no la he tratado. La pobre está agotada. Mañana ya habrá tiempo de sobra para eso, y tiempo de sobra para que os veáis. Aunque tú puedes verla a ella hoy, si quieres, cuando cene lo poco que sea capaz de ingerir. En el restaurante hay cámaras del circuito cerrado de televisión.

Empecé a decirle lo que opinaba de eso, pero alzó una mano.

—Haya paz, amigo mío, no las he instalado yo. Ya estaban aquí cuando compré la finca. Seguramente las utilizaba la dirección del complejo para asegurarse de que el personal cumplía las expectativas.

Su sonrisa asimétrica reflejaba aún más sorna que antes. Tal vez fuera una impresión mía, pero lo dudo.

—¿Estás regodeándote? —pregunté—. ¿Eso estás haciendo, ahora que me tienes aquí?

—Claro que no. —Se volvió parcialmente para contemplar las cunetas nevadas en deshielo a ambos lados. Al cabo de un momento se volvió otra vez hacia mí—. Bueno. Quizá. Solo un poco. La última vez que nos vimos estuviste muy altivo. Muy soberbio.

Ahora no me sentía altivo, y desde luego no me sentía soberbio. Sentía que había caído en una trampa. Al fin y al cabo, estaba allí por una chica a la que no veía desde hacía cuarenta años. Una que se había labrado su propia perdición, paquete a paquete, en el estanco más cercano. O en la farmacia de Castle Rock, donde se podía comprar tabaco en el mostrador de la entrada. Si uno necesitaba un medicamento de verdad, tenía que ir hasta el fondo. Ironías de esta vida. Imaginé que dejaba a Jacobs en la casa y me marchaba. La idea me resultó repugnantemente atractiva.

—¿De verdad la dejarías morir?

—Sí.

Seguía calentándose las manos en la salida de aire delantera. Lo que ahora imaginé fue que le agarraba una de esas manos y le partía los dedos nudosos como si fueran bastoncitos de pan.

—¿Por qué? ¿Por qué soy tan importante para ti?

—Porque eres mi destino. Creo que lo supe la primera vez que te vi, allí arrodillado en el jardín de la entrada de tu casa, escarbando en la tierra. —Hablaba con la paciencia de un auténtico creyente. O de un loco. Tal vez en realidad no haya ninguna diferencia entre lo uno y lo otro—. Lo supe con certeza cuando apareciste en Tulsa.

—¿Qué te propones, Charlie? ¿Para qué me quieres este verano?

No era la primera vez que le hacía esa pregunta, pero había otras que no me atrevía a plantear: ¿Es muy peligroso? ¿Lo sabes? ¿Te importa?

Parecía estar pensando si decírmelo o no… pero yo nunca sabía qué pensaba, en realidad no. En ese momento asomó a la vista el complejo turístico de Monte Cabra, aún más grande que The Latches, pero feo y lleno de ángulos modernos, una degeneración del estilo de Frank Lloyd Wright. Probablemente los ricos que iban allí a divertirse en los años sesenta lo consideraban moderno, incluso futurista. Ahora semejaba un dinosaurio cubista con ojos de cristal.

—¡Ah! —dijo—. Ya hemos llegado. Te apetecerá adecentarte y descansar un poco. Yo sí que quiero descansar un poco. Me emociona tenerte aquí, Jamie, pero también me agota. Te he preparado la suite Snowe en la segunda planta. Rudy te acompañará.

Rudy Kelly era una mole de hombre en vaqueros descoloridos, un holgado blusón gris y zapatos de enfermero con suela de crepé. Era enfermero, dijo, además de ayudante personal del señor Jacobs. A juzgar por su envergadura, pensé, también habría podido ser el guardaespaldas de Jacobs. Ciertamente su apretón de manos no era el saludo flácido de un músico.

En mi infancia yo había estado en el vestíbulo del complejo; una vez incluso había comido allí con Con y la familia de uno de sus amigos (aterrorizado todo el rato ante la posibilidad de equivocarme de tenedor o mancharme la camisa), pero nunca había estado en las plantas superiores. El ascensor era una carraca ruidosa, la clase de antigualla que en las novelas de terror siempre se queda parada entre dos pisos, y decidí utilizar la escalera durante el tiempo que pasara allí, fuera cuanto fuese.

La temperatura era agradable (por efecto de la electricidad secreta de Charlie Jacobs, no me cupo duda), y vi que se habían llevado a cabo algunas reformas, pero aparentemente con poco criterio. Funcionaban todas las luces y las tablas del suelo no crujían, pero no era fácil pasar por alto el general aspecto de abandono. La suite Snowe estaba al final del pasillo, y la vista desde el espacioso salón era casi tan espectacular como la de Lo Alto del Cielo, pero el papel pintado tenía manchas de humedad en algunos sitios, y un vago olor a moho se imponía al aroma a cera de suelos y pintura reciente del vestíbulo.

—El señor Jacobs desearía que cenara con él en su apartamento a las seis —comunicó Rudy. Hablaba con tono cortés y deferente, pero tenía todo el aspecto de un recluso en una película carcelaria, y no el que planea la fuga, sino el condenado a muerte que mata a cualquier celador que intenta detener a los fugitivos—. ¿Le parece bien?

—Sí, de acuerdo —contesté, y cuando se marchó, eché el pestillo de la puerta.

Me duché —el agua caliente manaba en abundancia, y salió de inmediato— y luego saqué ropa limpia. Hecho esto y todavía con tiempo libre, me tendí en la cama de matrimonio, sobre la colcha. La noche anterior no había pegado ojo, y en los aviones nunca duermo, así que una siesta me habría venido bien, pero no pude conciliar el sueño. No paraba de pensar en Astrid: tal como era antes y tal como debía de ser ahora. Astrid, que estaba en ese mismo edificio conmigo, dos plantas más abajo.

Cuando Rudy llamó suavemente a la puerta dos minutos antes de las seis, yo estaba en pie y vestido. Cuando propuse que bajáramos por la escalera, desplegó una sonrisa que dio a entender que reconocía a un blandengue cuando lo veía.

—El ascensor es del todo seguro, caballero. El señor Jacobs supervisó personalmente ciertas reparaciones, y esa vieja caja deslizante fue una de sus prioridades.

No discutí. Pensaba en que mi antiguo quinto en discordia no era ya un reverendo, no era ya un reve, no era ya un pastor. En esa etapa final de su vida, volvía a ser simplemente «señor», y le tomaba la tensión arterial un individuo que parecía Vin Diesel después de un lifting defectuoso.

El apartamento de Jacobs estaba en la planta baja, en el ala oeste. Se había puesto un traje oscuro y una camisa blanca con el cuello desabrochado. Se levantó para saludarme, esbozando su sonrisa asimétrica.

—Gracias, Rudy. ¿Le dirás a Norma que estaremos listos para cenar dentro de quince minutos?

Rudy asintió y se marchó. Jacobs se volvió hacia mí, todavía sonriente, y una vez más se frotó las manos y emitió aquel desagradable sonido semejante al roce del papel. Al otro lado de la ventana, una pista de esquí sin luces que la iluminaran ni esquiadores que surcaran la nieve de primavera descendía hacia la oscuridad, una autopista a ninguna parte.

—Será una simple sopa y ensalada, lamento decir. Dejé la carne hace dos años. Crea depósitos de grasa en el cerebro.

—La sopa y la ensalada me parecen bien.

—También hay pan, lo amasa la propia Norma. Es excelente.

—Debe de ser delicioso. Me gustaría ver a Astrid, Charlie.

—Norma les servirá la cena a ella y a su amiga Jenny Knowlton a eso de las siete. Después la señorita Knowlton le dará su medicación para el dolor y la ayudará con su higiene nocturna. Le he dicho a la señorita Knowlton que Rudy podía ayudarla en esas tareas, pero ella no ha querido ni oír hablar de ella. Por desgracia, Jenny Knowlton ya no parece confiar en mí.

Me acordé de la carta de Astrid.

—¿A pesar de que la curaste de su artritis?

—Ah, pero por entonces yo era el Pastor Danny. Ahora que me he despojado de todos esos símbolos religiosos… así se lo dije, me sentí obligado… la señorita Knowlton recela. Esas son las consecuencias de la verdad, Jamie: la gente recela.

—¿Jenny Knowlton sufre efectos secundarios?

—Ninguno. Es solo que se siente incómoda sin todas esas milagrerías a las que agarrarse. Pero ya que sacas el tema de los efectos secundarios, ven a mi estudio. Quiero enseñarte una cosa, y disponemos de un momento antes de que llegue nuestra cena.

El estudio era un rincón contiguo al salón de la suite. Tenía el ordenador encendido y en la enorme pantalla se veían aquellos mismos caballos con su interminable galope. Se sentó, con una mueca de malestar, y pulsó una tecla. Los caballos dieron paso a un sencillo escritorio azul que mostraba solo dos carpetas. Los títulos eran A y B.

Clicó en A, y apareció una lista de nombres y direcciones en orden alfabético. Pulsó un botón, y la lista empezó a desplazarse hacia arriba a velocidad media.

—¿Sabes qué es esto?

—Curaciones, supongo.

—Curaciones verificadas, todas producidas mediante la administración de corriente eléctrica en el cerebro, aunque no la clase de corriente que reconocería un electricista. Más de tres mil cien en total. ¿Me crees?

—Sí.

Se volvió a mirarme pese a que era obvio que el movimiento le causaba dolor.

—¿Lo dices de verdad?

—Sí.

Aparentemente complacido, cerró la carpeta A y abrió la B. Más nombres y direcciones, también en orden alfabético, y esta vez la lentitud del desplazamiento me permitió leer varios que reconocí. Stefan Drew, el caminante compulsivo; Emil Klein, el comedor de tierra; Patricia Farmingdale, que se había echado sal a los ojos. La lista era mucho más corta que la primera. Antes del final, vi pasar el nombre de Robert Rivard.

—Estos son los que han sufrido efectos secundarios considerables después de la curación. Ochenta y siete en total. Como creo que te dije la última vez que nos vimos, eso representa menos del tres por ciento del total. Antes la carpeta B contenía más de ciento setenta nombres, pero en muchos de esos casos los problemas han desaparecido; como diría un médico, el desenlace ha sido favorable. Tu caso es un ejemplo de ello. Abandoné el seguimiento de mis curaciones hace ocho meses, pero si lo hubiese mantenido, sin duda esta lista ahora sería aún más corta. La capacidad del cuerpo humano para recuperarse de sus males es extraordinaria. Con la debida aplicación de esta nueva electricidad en la corteza cerebral y el sistema nervioso, de hecho esa capacidad pasa a ser ilimitada.

—¿A quién intentas convencer? ¿A mí o a ti?

Soltó el aire de los pulmones con un bah de irritación.

—Lo que intento es tranquilizar tu conciencia. Preferiría que mi futuro ayudante mostrara buena disposición en lugar de renuencia.

—Estoy aquí. Cumpliré mi promesa… si puedes curar a Astrid. Debe bastar con eso.

Llamaron a la puerta con suavidad.

—Vamos —dijo Jacobs.

La mujer que entró tenía la figura oronda y matriarcal de la abuela buena de un cuento infantil y los ojos alertas propios del vigilante de seguridad de unos grandes almacenes. Dejó una bandeja en la mesa del salón y se quedó allí con las manos remilgadamente entrelazadas ante el sencillo vestido negro. Jacobs se levantó con otra mueca y se tambaleó. En mi primera actuación como ayudante suyo —en esta nueva etapa de nuestras vidas, al menos—, lo cogí por el codo y lo sujeté para que no se cayera. Me dio las gracias y salimos del estudio.

—Norma, te presento a Jamie Morton. Se quedará con nosotros como mínimo hasta mañana a la hora del desayuno, y regresará para una estancia más larga este verano.

—Encantada —dijo, y tendió la mano.

Se la estreché.

—No sabes hasta qué punto ese apretón de manos representa una victoria para Norma —explicó Jacobs—. Desde la infancia ha sentido una profunda aversión por el contacto con la gente. ¿Verdad que sí, querida? No era un problema físico, como comprenderás, sino psicológico. En todo caso, está curada. Me parece interesante, ¿a ti no?

Le dije a Norma que era un placer conocerla y retuve su mano un momento más de lo necesario. Advertí su creciente desazón y la solté. Curada, pero no totalmente. También eso era interesante.

—Dice la señorita Knowlton que llevará a su paciente a cenar un poco antes esta noche, señor Jacobs.

—De acuerdo, Norma, gracias.

Se marchó. Comimos. Pese a ser una cena ligera, la noté pesada en el estómago. Tenía los nervios a flor de piel. Jacobs comía despacio —como para provocarme—, pero por fin dejó a un lado su tazón de sopa vacío. Parecía a punto de coger otra rebanada de pan, pero de pronto consultó su reloj y se apartó de la mesa.

—Acompáñame —dijo—. Creo que es hora de que veas a tu vieja amiga.

En la puerta de enfrente, al otro lado del pasillo, se leía el rótulo PROHIBIDO EL PASO A TODO AQUEL AJENO AL COMPLEJO. Jacobs me guio a través de una amplia oficina con escritorios desnudos y estantes vacíos. La puerta del despacho estaba cerrada con llave.

—Aparte de los guardias de la compañía de seguridad que proporciona vigilancia en la verja las veinticuatro horas del día, los siete días de la semana, mi personal se reduce a Rudy y Norma. Y aunque confío en los dos, no veo necesidad de tentarlos. Y la tentación de espiar a los incautos es poderosa, ¿no te parece?

No contesté. No sé si habría podido. Tenía la boca seca como una alfombra vieja. Había allí una docena de monitores en total, dispuestos en tres hileras de cuatro. Jacobs pulsó el botón de la CÁMARA 3, RESTAURANTE.

—Creo que esta es la que nos interesa —dijo, alegre, como una combinación entre el Pastor Danny y el presentador de un concurso de televisión.

Pareció pasar una eternidad hasta que cobró forma en la pantalla una imagen en blanco y negro. Era un restaurante espacioso, con cincuenta mesas como mínimo, pero solo una estaba ocupada. Había dos mujeres, pero al principio solo vi a Jenny Knowlton, porque Norma, inclinada para servirles sus tazones de sopa, tapaba a la otra. Jenny, morena, de alrededor de cincuenta años, era guapa. La vi mover los labios en un «Gracias» mudo. Norma asintió con la cabeza, se irguió, se apartó de la mesa, y vi lo que quedaba de la primera chica que amé.

Si esto fuera una novela romántica, quizá yo diría algo así: «Aunque forzosamente cambiada por el paso de los años y un tanto consumida por los estragos de la enfermedad, conservaba su belleza esencial». Ojalá pudiera, pero si empezara a mentir ahora, todo lo que he contado hasta el momento dejaría de tener valor.

Astrid era un carcamal en silla de ruedas; su rostro, un saco pálido de carne desde el que unos ojos oscuros contemplaban apáticamente la comida, que a todas luces no le interesaba. Su compañera le había puesto un holgado gorro de punto —una especie de boina escocesa—, pero se le había desplazado a un lado de la cabeza, dejando a la vista una calva cubierta de pelusa blanca.

Cogió la cuchara con una mano descarnada, toda tendones, y volvió a dejarla. La mujer morena la animó. La criatura pálida asintió. Con el gesto, la boina se le cayó, pero Astrid no pareció darse cuenta. Hundió la cuchara en la sopa y se la llevó lentamente a la boca. Casi todo el contenido se perdió en el camino. Sorbió lo que quedaba, con un mohín en los labios que me recordó la manera en que el difunto Bartleby aceptaba el trozo de manzana de mi mano.

Me flaquearon las rodillas. Si no hubiese habido una silla ante los monitores, me habría desplomado en el suelo. Jacobs permaneció de pie a mi lado, sus manos nudosas entrelazadas a la espalda, balanceándose con un amago de sonrisa en el semblante.

Y como este es un relato verídico, y no una novela romántica, debo añadir que sentí un furtivo alivio. Nunca tendría que cumplir mi pacto con el diablo, porque era imposible que esa mujer en silla de ruedas se recobrara. El cáncer es el pitbull de las enfermedades, y tenía a Astrid entre sus fauces, mordiendo y desgarrando. No cejaría hasta hacerla pedazos.

—Apágalo —susurré.

Jacobs se inclinó hacia mí.

—¿Cómo dices? Mi oído ya no es el de an…

—Me has oído perfectamente. Apágalo.

Lo apagó.

Estábamos besándonos bajo la escalera de incendios de Eureka Grange, n.º 7 mientras la nieve caía en remolinos. Astrid me echaba el humo del cigarrillo en la boca mientras deslizaba la lengua primero por mi labio superior y después por dentro, acariciando ligeramente el contorno de mi encía. Yo le apretaba un pecho con la mano, aunque era poco lo que notaba debido al grueso anorak.

Bésame eternamente, pensé. Bésame eternamente para que no tenga que ver adónde nos han llevado los años y en qué te has convertido.

Pero ningún beso se prolonga eternamente. Echó atrás la cabeza y vi el rostro ceniciento encuadrado por la piel de la capucha, los ojos apagados, la boca desencajada. La lengua, antes en mi boca, la tenía negra y despellejada. Había besado a un cadáver.

O quizá no, porque los labios se desplegaron en una sonrisa.

«Algo ha pasado —dijo Astrid—. ¿No, Jamie? Algo ha pasado, y pronto vendrá mi madre.»

Sobresaltado, desperté y ahogué un grito. Me había ido a la cama en calzoncillos, pero ahora estaba desnudo y de pie en el rincón. Tenía el bolígrafo de la mesilla de noche en la mano derecha y me lo hincaba en el antebrazo izquierdo, donde se formaba una pequeña pero creciente constelación de puntos azules.

Lo dejé caer al suelo y, tambaleante, retrocedí.

El estrés, pensé. Fue el estrés lo que provocó los prismáticos de Hugh en la sesión de reviviscencia en el condado de Norris, y esta noche también ha sido el estrés. Además, tampoco es que te hayas echado sal a los ojos. Ni que al recobrar el conocimiento te hayas descubierto fuera engullendo tierra.

Eran las cuatro y cuarto, esa funesta hora de la madrugada en que es demasiado tarde para volver a dormirse y demasiado temprano para levantarse e iniciar el día. Saqué un libro de la menor de mis dos bolsas de viaje, me senté junto a la ventana y lo abrí. Mis ojos aceptaron las palabras igual que mi boca había aceptado la sopa y la ensalada de Norma: sin saborearlas. Al final desistí en el empeño y me quedé mirando la oscuridad, en espera del amanecer.

Tardó mucho en llegar.

Desayuné en la suite de Jacobs… si puede llamarse desayuno a una única tostada y media taza de té. Charlie, por su parte, dio buena cuenta de un tazón de fruta, unos huevos revueltos y una generosa ración de patatas fritas caseras. Flaco como estaba, costaba saber dónde metía todo eso. En la mesa contigua a la puerta había una caja de caoba. Contenía, me dijo, sus instrumentos de sanación.

—Ya no uso anillos. No los necesito, ahora que ha concluido mi trayectoria en el mundo del espectáculo.

—¿Cuándo vas a empezar? Quiero acabar con esto y marcharme de aquí.

—Muy pronto. Tu vieja amiga se pasa el día amodorrada, pero duerme poco por la noche. Esta noche pasada ha debido de ser especialmente difícil para ella, porque indiqué a la señorita Knowlton que le retirara los analgésicos de medianoche: deprimen las ondas cerebrales. Lo haremos en la Sala Este. Es mi preferida a esta hora del día. Si tú y yo no supiéramos que Dios es una invención lucrativa y autosostenible de las iglesias de este mundo, la luz de la mañana casi bastaría para devolvernos la fe. —Se inclinó y me miró muy serio—. No es necesario que participes en esto, ya lo sabes. Anoche vi lo alterado que estabas. En verano necesitaré tu colaboración, pero esta mañana pueden ayudarme Rudy o la señorita Knowlton. ¿Por qué no vuelves mañana? Déjate caer por Harlow, visita a tu hermano y a su familia. Creo que, si te vas ahora, cuando vuelvas verás a una Astrid Soderberg totalmente distinta.

En cierto modo era eso precisamente lo que temía, porque Charlie Jacobs, desde que se marchó de Harlow, se había convertido en un profesional del engaño. Como Pastor Danny, mostraba hígados de cerdo y declaraba que eran tumores extraídos. No era ese un currículo que inspirara mucha confianza. ¿Podía estar plenamente seguro de que esa mujer maltrecha en silla de ruedas era de verdad Astrid Soderberg?

El corazón me decía que sí lo era; la cabeza aconsejaba a mi corazón que me anduviera con cuidado y no me fiara de nada. La tal Knowlton bien podía ser una cómplice; un «gancho», en la jerga de los feriantes. La siguiente media hora sería un suplicio, pero yo no tenía intención de escabullirme y dejar que Jacobs simulara una curación falsa. Para urdir el engaño necesitaba por supuesto a la verdadera Astrid, pero no podía descartarse que Jacobs, después de sus muchos años lucrativos en el mundo de las reviviscencias, se hubiera granjeado la complicidad de mi antigua novia, sobre todo si esta pasaba estrecheces en su vejez.

Una posibilidad poco probable, sin duda. En el fondo todo se reducía a que yo, debido a cierto sentido de la responsabilidad, me sentía obligado a presenciar aquello que con toda certeza tendría un final amargo.

—Me quedo.

—Como gustes. —Sonrió, y aunque el lado afectado de su boca seguía sin cooperar, esta vez no se percibió la menor sorna en su expresión—. Será un placer volver a trabajar contigo. Igual que en los viejos tiempos en Tulsa.

Llamaron suavemente a la puerta. Era Rudy.

—Las mujeres esperan ya en la Sala Este, señor Jacobs. La señorita Knowlton dice que están listas, que cuando usted quiera. Ha añadido que cuanto antes mejor, porque la señorita Soderberg siente un gran malestar.

Acompañé a Jacobs por el pasillo hasta el Ala Este, con la caja de caoba bajo el brazo. Allí me falló momentáneamente el valor y, quedándome en la puerta, dejé entrar a Jacobs.

Él no se dio cuenta. Centraba toda su atención —y su considerable carisma— en las dos mujeres.

—¡Jenny y Astrid! —exclamó efusivamente—. ¡Mis dos damas preferidas!

Jenny Knowlton respondió a su mano extendida con un contacto simbólico, que me bastó para ver que tenía los dedos rectos y en apariencia libres de artritis. Astrid no intentó siquiera levantar la mano. Encorvada en la silla de ruedas, lo escrutaba. Una mascarilla de oxígeno le cubría la mitad inferior del rostro, conectada a una bombona que tenía en un carrito a su lado.

Jenny dijo algo a Jacobs, en voz inaudible, y él movió la cabeza en un vigoroso gesto de asentimiento.

—Sí, no perdamos tiempo. Jamie, ¿serías…? —Echó un vistazo a su alrededor, vio que yo no estaba allí y me dirigió una seña impaciente.

No me separaban más de diez o doce pasos del centro de la sala, bañada por la resplandeciente luz de primera hora de la mañana, pero se me antojó que tardaba mucho tiempo en recorrer esa distancia. Fue como si caminara bajo el agua.

Astrid me lanzó una mirada con la expresión de indiferencia de alguien que concentra toda su energía en hacer frente al dolor. Sin reconocerme en apariencia, se limitó a fijar la vista de nuevo en el regazo, y yo sentí alivio por un momento. Pero de pronto volvió a alzar la cabeza. Quedó boquiabierta tras la mascarilla transparente. Se llevó las manos a la cara y, sin querer, se apartó la mascarilla. Fue una reacción de incredulidad solo en parte, creo; sobre todo fue de horror, por el hecho de que yo la viera en ese estado.

Podría haberse escondido detrás de sus manos más tiempo, pero no tenía fuerzas para ello y las dejó caer en el regazo. Lloraba. Sus ojos, humedecidos por las lágrimas, recuperaron cierto aspecto juvenil. Cualquier duda que yo pudiera haber albergado sobre su identidad se disipó. Era Astrid, desde luego. Seguía siendo la chica a quien yo había querido, atrapada ahora en el cascarón decrépito de una mujer vieja y enferma.

—¿Jamie? —Tenía la voz ronca de una grajilla.

Posé una rodilla en el suelo, como un pretendiente a punto de declararse.

—Sí, cariño, soy yo.

Le cogí una mano, se la volví y le besé la palma. Tenía la piel fría.

—Tienes que irte. No quiero que me… —un silbido acompañó su inhalación—… que me veas así. No quiero que nadie me vea así.

—No te preocupes. —Porque con la ayuda de Charlie te pondrás mejor, quise añadir, pero me abstuve. Porque ya no había ayuda posible para Astrid.

Jacobs había apartado a Jenny y conversaba con ella, concediéndonos un momento de intimidad. Lo horrendo de Charlie era que a veces podía mostrar ternura.

—El tabaco —comentó ella con aquella voz ronca de grajilla—. ¡Vaya una manera absurda de matarse! Y yo sabía que no me convenía, con lo cual es aún más absurda. Todo el mundo sabe que no le conviene. ¿Quieres oír algo gracioso? Todavía tengo ganas de fumar. —Se echó a reír, y eso dio pie a un arranque de tos áspera que le causó manifiesto dolor—. Entré a escondidas tres paquetes. Jenny los encontró y se los llevó. Como si a estas alturas eso pudiera cambiar algo.

—Calla —dije.

—Lo dejé. Durante siete meses lo dejé. Si el bebé hubiera vivido, quizá lo habría dejado para siempre. Algo… —Tomó aire con un profundo resuello—. Algo nos engaña. Eso creo.

—Me alegro mucho de verte.

—Eres un mentiroso maravilloso, Jamie. ¿A ti de qué te libró, este hombre?

No contesté.

—Bueno, da igual. —Había deslizado la mano hacia mi nuca, tal como hacía cuando nos besábamos, y por un momento espantoso pensé que quizá intentara besarme con aquella boca moribunda—. Has conservado el pelo. Lo tienes espeso y precioso. Yo lo he perdido. La quimio.

—Volverá a crecerte.

—No, ya no. Esto… —Miró a su alrededor. Su respiración silbaba como el juguete de un niño—. Es un tiro al aire. Un tiro errado.

Jacobs volvió con Jenny.

—Es hora de ponerse manos a la obra. —A continuación, dirigiéndose a Astrid—: No tardaremos, querida, y no sentirás dolor. Es previsible que pierdas el conocimiento, pero la mayor parte de la gente no se da cuenta.

—Espero perderlo para siempre —dijo Astrid, y esbozó una débil sonrisa.

—Vamos, vamos, eso ni lo pienses. Nunca ofrezco garantías absolutas, pero creo que dentro de poco te sentirás mucho mejor. Empecemos, Jamie. Abre la caja.

Eso hice. Contenía dos gruesas varillas de acero rematadas de plástico negro, cada una encajada en su concavidad forrada de terciopelo, y un mando de color blanco con un interruptor deslizante en la parte superior. Parecía idéntico al que Jacobs había utilizado el día que Claire y yo le llevamos a Con. Se me pasó por la cabeza la idea de que, de las cuatro personas presentes en la sala, tres eran idiotas y una estaba loca.

Jacobs extrajo las varillas de sus alojamientos y juntó las puntas de plástico negro.

—Jamie, coge el mando y desliza ese interruptor solo un poco. Casi nada. Oirás un clic.

Cuando lo hice, apartó las puntas. Saltó una brillante chispa azul, y se oyó un mmmm breve pero potente. No procedía de las varillas, sino del extremo opuesto de la sala, como una extraña forma de ventriloquía eléctrica.

—Excelente —dijo Jacobs—. Estamos listos. Jenny, tienes que apoyar las manos en los hombros de Astrid. Tendrá espasmos, y no queremos que acabe en el suelo, ¿verdad?

—¿Dónde están los anillos sagrados? —preguntó Jenny. Se la veía a cada momento más recelosa.

—Esto es mejor que los anillos. Mucho más potente. Más sagrado, si quieres llamarlo así. Las manos en los hombros, por favor.

—¡No la electrocute!

Con su voz áspera de grajilla, Astrid dijo:

—Esa es la última de mis preocupaciones, Jen.

—Eso no pasará —aseguró Jacobs, adoptando su tono profesoral—. Es imposible que pase. En la terapia electroconvulsiva… los tratamientos de choque, para utilizar el término lego… los médicos emplean hasta ciento cincuenta voltios, provocando así un gran ataque epiléptico. Estas, en cambio… —Entrechocó las varillas—. Incluso a plena potencia, apenas moverían la aguja del amperímetro de un electricista. La energía que pretendo usar… energía presente en esta sala, a nuestro alrededor en este mismo momento… no puede medirse con instrumentos corrientes. En esencia es incognoscible.

«Incognoscible» no era una palabra que yo deseara oír.

—Hágalo ya, por favor —dijo Astrid—. Estoy muy cansada, y tengo una rata en el pecho. Una rata en llamas.

Jacobs miró a Jenny. Esta vaciló.

—En la reviviscencia no fue así. Ni mucho menos.

—Quizá no —concedió Jacobs—, pero esto es reviviscencia. Ya lo verás. Apoya las manos en sus hombros, Jenny. Prepárate para hacer fuerza. No le harás daño.

Ella obedeció.

Jacobs depositó su atención en mí.

—Cuando aplique las puntas de las varillas a las sienes de Astrid, desliza el interruptor. Cuenta los clics a medida que avance. Cuando llegues al cuarto, para y espera mis instrucciones. ¿Listos? Allá vamos.

Colocó las puntas de las varillas en las concavidades a los lados de la frente de Astrid, donde palpitaban delicadas venas azules. Con una vocecilla remilgada, Astrid dijo:

—Me alegro mucho de volver a verte, Jamie.

Luego cerró los ojos.

—Es posible que las sacudidas sean muy fuertes, así que estate atenta y sujétala bien —advirtió Jacobs a Jenny. Después—: Adelante, Jamie.

Deslicé el interruptor. Clic… y clic… y clic… y clic.

No pasó nada.

Desvaríos de viejo, pensé. Al margen de lo que haya hecho en el pasado, ya no puede…

—Súbelo otros dos clics, si eres tan amable. —Habló con sequedad y aplomo.

Obedecí. Todavía nada. Con las manos de Jenny en los hombros, Astrid estaba aún más encorvada. Dolía oír su respiración sibilante.

—Uno más —indicó Jacobs.

—Charlie, casi he llegado al final de…

—¿Es que no me has oído? ¡Uno más!

Deslicé el interruptor. Se produjo otro clic, y esta vez el zumbido en el extremo opuesto de la sala fue mucho más sonoro, no mmmm sino MMMOUUU. No hubo ningún destello, que yo viera (o al menos que recuerde), pero por un momento quedé igualmente deslumbrado. Fue como si una carga de profundidad hubiera estallado en lo más hondo de mi cerebro. Creo que Jenny Knowlton gritó. Borrosamente, vi a Astrid sacudirse en la silla de ruedas, un espasmo tan intenso que arrojó a Jenny —no precisamente un peso ligero— hacia atrás y casi la derribó. Astrid estiró las piernas consumidas, las relajó y volvió a estirarlas. Empezó a sonar una estridente alarma de seguridad.

Rudy irrumpió en la sala, seguido de cerca por Norma.

¡Te he dicho que apagaras ese condenado artefacto antes de empezar! —vociferó Jacobs en dirección a Rudy.

Los brazos de Astrid se elevaron como pistones, uno delante mismo del rostro de Jenny cuando esta volvió a apoyar las manos en sus hombros.

—Lo siento, señor Jacobs…

¡Apaga eso, imbécil!

Charlie me quitó de las manos el mando y deslizó de nuevo el interruptor a la posición inicial. Ahora Astrid emitía una sucesión de sonidos semejantes a arcadas.

¡Pastor Danny, se está ahogando! —exclamó Jenny.

—¡No digas estupideces! —replicó Jacobs con las mejillas encendidas, los ojos brillantes. Aparentaba veinte años menos—. ¡Norma, llama a la garita! ¡Diles que la alarma se ha disparado por accidente!

—¿Tengo que…?

—¡Ve! ¡Ve! ¡Maldita sea, VE!

Se fue.

Astrid abrió los ojos, solo que en las cuencas no había ojos, sino dos bolas blancas protuberantes. Se agitó otra vez en convulsiones mioclónicas y, pataleando, se deslizó hacia delante en el asiento. Agitó los brazos como un nadador que se ahoga. La alarma seguía bramando. Sujeté a Astrid por las caderas y la empujé hacia atrás en la silla para que no acabara en el suelo. La entrepierna de su pantalón se había oscurecido, y percibí un fuerte olor a orina. Cuando alcé la vista, vi brotar espumarajos por una de las comisuras de sus labios. La espuma resbalaba desde el mentón y caía en el cuello de la blusa, oscureciéndola también.

La alarma cesó.

—Gracias a Dios por estos pequeños favores —dijo Jacobs. Se inclinó hacia delante y, apoyando las manos en los muslos, observó las convulsiones de Astrid con interés pero sin preocupación.

¡Necesitamos un médico! —exclamó Jenny—. ¡No puedo sujetarla!

—Bobadas —respondió Jacobs. Tenía en la cara una media sonrisa, la única que le era posible—. ¿Esperabas que fuera fácil? Es un cáncer, por Dios. Dale un minuto y estará…

—Hay una puerta en la pared —dijo Astrid.

No hablaba ya con voz ronca. Los ojos reaparecieron en las cuencas… pero no simultáneamente, sino primero uno y después el otro. Cuando volvieron a estar en su sitio, fue a Jacobs a quien miraron.

—La puerta no se ve. Es pequeña y está cubierta de hiedra. La hiedra está muerta. Ella espera al otro lado, sobre la ciudad rota. Sobre el cielo de papel.

La sangre no puede enfriarse, en realidad no, pero tuve la sensación de que la mía sí se había enfriado. Algo ha pasado, pensé. Algo ha pasado, y pronto vendrá mi madre.

—¿Quién? —preguntó Jacobs. Le cogió una mano. La media sonrisa había desaparecido—. ¿Quién espera?

—Sí. —Astrid fijó los ojos en los de él—. Ella.

—¿Quién? Astrid, ¿quién?

Al principio Astrid no dijo nada. Al cabo de un momento tensó los labios en una horrenda sonrisa que dejó al descubierto todos sus dientes.

—No la que usted quiere.

Él la abofeteó. Astrid torció la cabeza a un lado. La saliva salió despedida. Dejé escapar una exclamación de sorpresa y le agarré la muñeca cuando alzó la mano para repetirlo. Se lo impedí, pero con esfuerzo. Era más fuerte de lo que le correspondía. Era esa clase de fuerza que surge de la histeria. O de la furia acumulada.

¡No puede pegarle! —gritó Jenny. Soltó los hombros de Astrid y rodeó la silla de ruedas para encararse con él—. Pedazo de chiflado, no puede pegar…

—Basta ya —intervino Astrid con voz débil pero lúcida—. Basta ya, Jenny.

Jenny miró a su alrededor. Abrió los ojos como platos ante lo que vio: un delicado toque de color rosa asomaba a las mejillas pálidas de Astrid.

—¿Por qué le levantas la voz? ¿Ha pasado algo?

, pensé. Ha pasado algo. Desde luego que ha pasado algo.

Astrid se volvió hacia Jacobs.

—¿Cuándo va a hacerlo? Más vale que se dé prisa, porque el dolor es muy… muy…

Los tres la miramos fijamente. No, los cinco. Rudy y Norma habían vuelto a entrar sigilosamente en la Sala Este y observaban desde la puerta.

—Un momento —dijo Astrid—. Esperad un momento.

Se tocó el pecho. Ahuecó las manos en torno a los restos consumidos de sus senos. Se apretó el estómago.

—Ya lo ha hecho, ¿no? Sé que lo ha hecho, porque no me duele. —Tomó aire y lo dejó escapar con una risotada de incredulidad—. ¡Y puedo respirar! ¡Jenny, puedo respirar otra vez!

Jenny Knowlton se arrodilló, se llevó las manos a la cabeza y empezó a recitar el Padrenuestro tan deprisa que parecía un disco de 45 rpm reproducido a 78. Otra voz se sumó a la suya: la de Norma. También estaba de rodillas.

Jacobs me dirigió una mirada de perplejidad fácil de interpretar: ¿Lo ves, Jamie? Yo hago todo el trabajo y el Gran D se lleva todo el mérito.

Astrid intentó abandonar la silla de ruedas, pero sus piernas consumidas no la sostuvieron. La alcancé antes de que cayera de bruces y la rodeé con los brazos.

—Todavía no, cariño —dije—. Estás muy débil.

Me miró boquiabierta mientras la acomodaba de nuevo en el asiento. La mascarilla de oxígeno se había enredado y le colgaba al lado izquierdo del cuello, olvidada.

—¿Jamie? ¿Eres tú? ¿Qué haces aquí?

Miré a Jacobs.

—Es normal una pérdida de memoria a corto plazo después del tratamiento —explicó—. Astrid, ¿puedes decirme quién es el presidente?

Pareció desconcertada ante la pregunta, pero contestó sin vacilar.

—Obama. Y Biden es el vicepresidente. ¿De verdad estoy mejor? ¿Durará?

—Lo estás y sí, durará, pero ahora no te preocupes por eso. Dime…

—¿Jamie? ¿De verdad eres tú? ¡Qué blanco tienes el pelo!

—Sí —contesté—, desde luego tira a blanco. Escucha a Charlie.

—Yo estaba loca por ti —dijo—, pero aunque supieras tocar, nunca bailaste muy bien si no estabas colocado. Cenamos en el Starland después del baile de graduación y tú pediste… —Se interrumpió y se lamió los labios—. ¿Jamie?

—Estoy aquí.

—Puedo respirar. Puedo respirar de verdad. —Lloraba.

Jacobs chasqueó los dedos ante sus ojos como un hipnotizador en el escenario.

—Concéntrate, Astrid. ¿Quién te ha traído aquí?

—J-Jenny.

—¿Qué cenaste anoche?

—Supa. Supa y ensalada.

Jacobs volvió a chasquear los dedos ante los ojos anegados. Al oír el chasquido, ella parpadeó y dio un respingo. Mientras la miraba, me dio la impresión de que los músculos se tensaban y fortalecían bajo su piel. Era prodigioso y horrendo.

Sopa. Sopa y ensalada.

—Muy bien. ¿Qué es la puerta en la pared?

—¿La puerta? No…

—Has dicho que estaba cubierta de hiedra. Has dicho que había una ciudad rota al otro lado.

—No… no lo recuerdo.

—Has dicho que ella espera. Has dicho… —Jacobs escrutó su cara de incomprensión y exhaló un suspiro—. Da igual. Necesitas descansar, querida.

—Supongo —contestó Astrid—, pero en realidad lo que me gustaría hacer es bailar. Bailar de alegría.

—Lo harás a su debido tiempo.

Ir a la siguiente página

Report Page