Revival

Revival


XI

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Jacobs le dio unas palmadas en la mano. Sonreía, pero me pareció profundamente decepcionado por la incapacidad de ella para recordar la puerta y la ciudad. Yo no lo estaba. No quería saber qué había visto Astrid cuando la electricidad secreta de Charlie irrumpió en los recovecos más profundos de su cerebro. No quería saber qué aguardaba detrás de la puerta oculta que ella había mencionado, pero temía saberlo.

Mi madre.

Sobre el cielo de papel.

Astrid durmió toda la mañana y parte de la tarde. Cuando despertó, se declaró famélica. Eso complació a Jacobs, que indicó a Norma Goldstone que llevara a «nuestra paciente» un sándwich de pan tostado con queso y un trocito de pastel sin el glaseado. El glaseado, le pareció, podía resultar indigesto a su estómago maltrecho. Jacobs, Jenny y yo la observamos dar buena cuenta del sándwich y medio pastel antes de soltar el tenedor.

—Me comería el resto —dijo—, pero estoy llena.

—Date tiempo —recomendó Jenny.

Se había extendido una servilleta sobre el regazo y le daba ligeros tirones una y otra vez. Procuraba no mirar a Astrid mucho tiempo seguido, y en Jacobs ni posaba los ojos. Acudir a él había sido idea de ella, y no me cabe duda de que se alegraba del repentino cambio para mejor en su amiga, pero estaba claro que lo que había visto en la Sala Este le había causado una profunda conmoción.

—Quiero volver a casa —dijo Astrid.

—Bueno, cariño, no sé…

—Me siento bien, de verdad. —Astrid lanzó una mirada de disculpa a Jacobs—. No es por falta de gratitud… lo bendeciré a usted en mis oraciones durante el resto de mi vida… pero quiero estar en mi propio espacio. A menos que usted considere…

—No, no —respondió Jacobs. Sospeché que, concluido el trabajo, estaba impaciente por librarse de ella—. No hay mejor medicina que dormir uno en su propia cama, y si te marchas pronto, estarás de regreso no mucho después del anochecer.

Jenny, sin poner más objeciones, se limitó a seguir dando tirones a la servilleta. Pero antes de que agachara la cabeza, vi en su rostro una expresión de alivio. Deseaba marcharse de allí tanto como Astrid, aunque quizá no exactamente por las mismas razones.

La recuperación del color era solo parte del extraordinario cambio operado en Astrid. Permanecía erguida en su silla de ruedas; tenía los ojos despejados y expresión atenta.

—No sé cómo podré agradecérselo, señor Jacobs, y desde luego nunca podré pagárselo, pero si algún día necesita algo de mí que yo pueda darle, solo tiene que pedirlo.

—En realidad hay varias cosas. —Fue enumerándolas con los dedos nudosos de la mano derecha—. Comer. Dormir. Esforzarte en recobrar las fuerzas. ¿Puedes hacer todo eso?

—Sí, lo haré. Y nunca en la vida tocaré un cigarrillo.

Él quitó importancia a eso con un gesto.

—Tampoco te apetecerá. ¿Verdad, Jamie?

—Seguramente no —contesté.

—¿Jenny?

Ella dio un respingo, como si le hubiera pellizcado el trasero.

—Astrid debe contratar a un fisioterapeuta, o debes contratarlo tú por ella. Cuanto antes abandone esa condenada silla de ruedas, mejor. ¿Tengo razón? ¿Van por ahí los tiros, como suele decirse?

—Sí, Pastor Danny.

Jacobs arrugó la frente, pero no la corrigió.

—Hay otra cosa que podéis hacer por mí, mis buenas mujeres, y es sumamente importante: dejad mi nombre fuera de esto. Tengo mucho trabajo en los próximos meses, y lo que menos necesito es que se presenten aquí hordas de enfermos con la esperanza de ser curados. ¿Comprendéis?

—Sí —contestó Astrid.

Jenny asintió sin levantar la vista.

—Astrid, cuando veas a tu médico y él manifieste su asombro, como sin duda hará, solo le dirás que has suplicado a Dios una remisión y tus plegarias han sido atendidas. Su propia fe en la eficacia de la oración, o su falta de fe, nos trae sin cuidado; en cualquier caso, se verá obligado a aceptar la prueba de sus resonancias magnéticas. Eso, añadido a tu rostro sonriente y feliz. Tu rostro sonriente, feliz y sano.

—Sí, de acuerdo. Como usted diga.

—Déjame que te lleve a la suite —propuso Jenny—. Si vamos a marcharnos, mejor será que haga las maletas. —Subtexto: «Sácame de aquí». En ese sentido, ella y Charlie Jacobs tenían el mismo objetivo: para los dos iban por ahí los tiros.

—De acuerdo. —Astrid me miró tímidamente—. Jamie, ¿puedes traerme una Coca-Cola? Me gustaría hablar contigo.

—Claro.

Jacobs observó a Jenny empujar a Astrid a través del restaurante vacío en dirección a la puerta del fondo. Cuando salieron, se volvió hacia mí.

—¿Y bien? ¿Hay trato?

—Sí.

—¿Y no pillarás la alforja?

Pillar la alforja. En la jerga de los feriantes, largarse y desaparecer.

—No, Charlie, no pillaré la alforja.

—Muy bien, pues. —Tenía la mirada puesta en la puerta por donde habían salido las mujeres—. No le caigo muy bien a la señorita Knowlton ahora que he dejado el equipo de Jesús, ¿no te parece?

—Lo que pasa es que le das miedo.

Se encogió de hombros. Al igual que su sonrisa, ese gesto de indiferencia se reflejó básicamente en un solo lado.

—Hace diez años no habría podido curar a nuestra señorita Soderberg. Quizá ni siquiera hace cinco. Pero ahora las cosas se mueven deprisa. Este verano…

—Este verano ¿qué?

—¿Quién sabe? —dijo—. ¿Quién sabe?

Tú sí lo sabes, pensé. Tú sí lo sabes, Charlie.

—Mira esto, Jamie —dijo Astrid cuando llegué con su refresco.

Se levantó de la silla de ruedas y dio tres pasos vacilantes hasta la silla colocada junto a la ventana de su habitación. Se sujetó a ella para no caerse mientras daba media vuelta y se desplomó en el asiento con un suspiro de alivio y satisfacción.

—No es gran cosa, ya lo sé…

—¿Cómo que no? Es asombroso. —Le entregué un vaso de Coca-Cola a rebosar de hielo. Incluso había encajado una rodaja de lima en el borde para darle suerte—. Y cada día podrás hacer más.

Estábamos solos en la habitación. Jenny se había marchado para acabar de hacer las maletas, aunque mi impresión era que ya estaban hechas. El abrigo de Astrid se hallaba extendido sobre la cama.

—Creo que estoy en deuda contigo tanto como con el señor Jacobs.

—Eso no es verdad.

—No mientas, Jamie, te crecerá la nariz y las abejas te picarán en las rodillas. Debe de recibir por correo miles de súplicas de curación, incluso ahora. No creo que haya elegido la mía entre la pila de cartas por azar. ¿Eras tú el encargado de leerlas?

—No, de eso se ocupaba Al Stamper, el antiguo ídolo de tu amiga Jenny. Charlie se puso en contacto conmigo después.

—Y has venido —dijo ella—. Después de tantos años, has venido. ¿Por qué?

—Porque tenía que hacerlo. No puedo darte una explicación mejor, salvo que hubo un tiempo en que lo eras todo para mí.

—¿No le has prometido nada? ¿No ha habido…? ¿Cómo lo llaman…? ¿Un quid pro quo?

—En absoluto —respondí al instante. Durante mis años de adicción, me había convertido en un mentiroso consumado, y la triste realidad es que esas aptitudes nunca se pierden.

—Acércate. Ponte a mi lado.

Eso hice. Sin vacilación ni el menor bochorno, apoyó la mano en la bragueta de mis vaqueros.

—Fuiste muy delicado con esto —dijo—. Muchos chicos no lo habrían sido. Tú no tenías experiencia, pero sabías ser amable. También tú lo eras todo para mí. —Dejó caer la mano y me miró con unos ojos ya no mortecinos ni angustiados por su propio dolor. Ahora rebosaban vitalidad. También preocupación—. has prometido algo. Lo sé. No te preguntaré qué es, pero si alguna vez me has querido, ten cuidado con él. Le debo la vida, y me horroriza decirlo, pero creo que es un hombre peligroso. Y me parece que tú también lo crees.

No un mentiroso tan consumado como yo pensaba, pues. O acaso fuera solo que ella veía más ahora que estaba curada.

—Astrid, no tienes nada de que preocuparte.

—No sé si… ¿podrías darme un beso, Jamie? ¿Ahora que estamos solos? Soy consciente de que no ofrezco muy buen aspecto, pero…

Hinqué una rodilla en el suelo —sintiéndome otra vez como un pretendiente en una novela romántica— y la besé. No, no ofrecía muy buen aspecto, pero en comparación con el que tenía esa mañana, estaba espectacular. Aun así, no fue más que un roce entre su piel y la mía, aquel beso. No había ascuas entre las cenizas. Al menos para mí. Pero estábamos atados igualmente. Jacobs era el nudo.

Me acarició la nuca.

—Todavía este pelo tan maravilloso, blanco o no. La vida nos deja tan pocas cosas, pero a ti te ha dejado eso. Adiós, Jamie. Y gracias.

Cuando salía, me detuve a cruzar unas breves palabras con Jenny. En particular deseaba saber si vivía cerca de Astrid para supervisar su evolución.

Sonrió.

—Astrid y yo somos compañeras de divorcio. Lo somos desde que yo me mudé a Rockland y empecé a trabajar en el hospital de allí. Hace ya diez años. Cuando enfermó, me instalé en su casa.

Le di mi número de móvil y el de Wolfjaw.

—Puede que tenga efectos secundarios.

Ella asintió.

—El Pastor Danny me ha informado. El señor Jacobs, quiero decir. Me cuesta acostumbrarme a llamarlo así. Ha dicho que podía darse una tendencia a los episodios de sonambulismo hasta que las ondas cerebrales vuelvan a regularse. Entre cuatro y seis meses. He visto esos comportamientos en personas que se exceden con el Ambien y el Lunesta.

—Sí, eso es lo más probable. —Aunque otras posibilidades eran la ingesta de tierra, las caminatas compulsivas, el síndrome de Tourette, la cleptomanía y los prismáticos de Hugh Yates. Que yo supiera, el Ambien no provocaba ninguno de esos síntomas—. Pero si surge alguna otra cosa… llámame.

—¿Estás muy preocupado? —preguntó—. Dime qué debo esperar.

—En realidad no lo sé, y lo más probable es que no le pase nada. —Al fin y al cabo, así era en la mayoría de los casos, al menos según Jacobs. Y pese a lo poco que confiaba en él, debía contar con eso, porque ya era demasiado tarde para otra cosa. Lo hecho hecho estaba.

Jenny se puso de puntillas y me dio un beso en la mejilla.

—Astrid está mejor. Eso es por gracia de Dios, Jamie, al margen de lo que piense el señor Jacobs ahora que ha perdido la fe. Sin eso, sin él, estaría muerta dentro de seis semanas.

Astrid descendió por la rampa para discapacitados en su silla de ruedas, pero subió al Subaru de Jenny por su propio pie. Jacobs cerró la puerta del coche. Astrid tendió el brazo por la ventanilla abierta, le cogió la mano entre las suyas y volvió a darle las gracias.

—Ha sido un placer —dijo él—. Basta con que recuerdes tu promesa. —Retiró la mano para ponerle un dedo en los labios a ella—. A callar.

Me agaché y le di un beso en la frente.

—Come —dije—. Descansa. Haz fisioterapia. Y disfruta de la vida.

—Recibido, capitán —contestó. Miró por encima de mí, vio a Jacobs subir lentamente por la escalinata hacia el porche y, fijando los ojos en los míos, repitió—: Ten cuidado.

—No te preocupes.

—Sí me preocuparé. —Sus ojos en los míos, llenos de solemne inquietud. Estaba envejeciendo, como yo, pero con la enfermedad expulsada de su cuerpo, vi a la chica que se plantaba ante el escenario con Hattie, Carol y Suzanne, meneando las cuatro el trasero mientras los Rosas Cromadas tocábamos Knock on Wood o Nutbush City Limits. La chica a quien había besado bajo la escalera de incendios—. Claro que me preocuparé.

Me reuní con Charlie Jacobs en el porche, y observamos el pequeño y estilizado Outback de Jenny bajar por la carretera que llevaba a la verja. Había sido un buen día para el deshielo, y la nieve se había retirado, dejando a la vista hierba que empezaba ya a verdear. El fertilizante de los pobres, pensé. Así lo llamábamos.

—¿Mantendrán la boca cerrada esas mujeres? —preguntó Jacobs.

—Sí. —Quizá no para siempre, pero sí hasta que él completara su trabajo, si de verdad estaba tan cerca de concluirlo como él sostenía—. Lo han prometido.

—¿Y tú, Jamie? ¿Cumplirás tu promesa?

—Sí.

Eso pareció satisfacerlo.

—¿Por qué no te quedas aquí esta noche?

Negué con la cabeza.

—He reservado una habitación en el Embassy Suites. Tengo el vuelo a primera hora de la mañana.

Y estoy impaciente por marcharme de aquí, igual que lo estaba por marcharme de The Latches.

No lo dije, pero estoy seguro de que él lo sabía.

—Bien. Tú estate preparado cuando te llame.

—¿Qué necesitas, Charlie? ¿Una declaración por escrito? He dicho que vendré, y lo haré.

—De acuerdo. Hemos estado rebotando el uno contra el otro como un par de bolas de billar durante buena parte de nuestras vidas, pero eso ya casi se ha acabado. A finales de julio, o mediados de agosto como muy tarde, la relación entre nosotros habrá terminado.

En eso tenía razón. Dios lo asista, tenía razón.

Siempre en el supuesto de que haya un Dios, claro.

Aun a pesar de la escala en Cincinnati, estuve de regreso en Denver al día siguiente antes de la una del mediodía: en lo que se refiere a los viajes en el tiempo, nada supera a volar hacia el oeste en avión. Encendí el teléfono y vi que tenía dos mensajes. El primero era de Jenny. Decía que había cerrado con llave la puerta del dormitorio de Astrid la noche anterior antes de acostarse, pero no se había oído nada de nada a través del vigilabebés, y cuando se levantó a las seis y media, Astrid dormía aún como un tronco.

«Al levantarse, ha comido un huevo pasado por agua y dos tostadas. Y viendo su aspecto… tengo que repetirme que no es una ilusión óptica.»

Ese era el mensaje bueno. El malo procedía de Brianna Donlin, ahora Brianna Donlin-Hughes. Lo había dejado solo unos minutos antes de aterrizar mi avión de United. «Robert Rivard ha muerto, Jamie. Desconozco los detalles.» Pero esa noche ya los tenía.

Una enfermera había explicado a Bree que la mayor parte de la gente que entraba en el Gad’s Ridge nunca salía, y así fue ciertamente en el caso del niño que el Pastor Danny había curado de distrofia muscular. Lo encontraron en su habitación, colgando de un lazo que había hecho con unos vaqueros. Dejó una nota que decía: «No puedo dejar de ver a los malditos. La cola se alarga hasta el infinito».

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