Revival

Revival


XII

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XII

Libros prohibidos. Mis vacaciones en Maine.

La triste historia de Mary Fay.

La inminente tormenta.

Al cabo de unas seis semanas recibí un email de mi antigua compañera de investigación.

Para: Jamie

De: Bree

Asunto: Para tu información

Después de tu visita a Jacobs en el norte del estado de Nueva York, me comentaste en un email que te había mencionado un libro, De Vermis Mysteriis. El título se me quedó en la cabeza, quizá porque en el instituto estudié algo de latín, lo suficiente para entender que eso, traducido a nuestro idioma, significa Los misterios del gusano. Sospecho que es difícil abandonar el hábito de investigar Todo lo Referente a Jacobs, porque hice indagaciones al respecto. Sin decírselo a mi marido, debo añadir, porque él cree que he dejado atrás Todo lo Referente a Jacobs.

En cualquier caso, esto se las trae. Según la Iglesia católica, De Vermis Mysteriis es uno de la media docena de Libros Prohibidos, como se los llama. Tomados en conjunto se los conoce como «grimorios». Los otros cinco son El libro de Apolonio (médico en tiempos de Jesucristo), El libro de Alberto Magno (sortilegios, talismanes, conversaciones con los muertos), Lemegeton y Clavicula Salomonis (escritos supuestamente por el rey Salomón), y El grimorio de Picatrix. Este último, junto con De Vermis Mysteriis, fue presuntamente la base del grimorio ficticio de H. P. Lovecraft, titulado Necronomicón.

Pueden encontrarse ediciones de todos los Libros Prohibidos EXCEPTO DE De Vermis Mysteriis. Según Wikipedia, a principios del siglo XX, emisarios secretos de la Iglesia católica (aviso para Dan Brown) habían quemado todos los ejemplares de De Vermis, salvo seis o siete. (Por cierto, la Guardia Suiza niega ahora todo conocimiento de la existencia de ese libro.) Estos últimos se han perdido de vista, y se cree que han sido destruidos o están en manos de coleccionistas privados.

Jamie, todos los Libros Prohibidos tratan de la FUERZA, y de cómo obtenerla por medio de una combinación de alquimia (que ahora llamamos «ciencia»), matemática y ciertos rituales ocultos repulsivos. Es muy probable que todo esto sean tonterías, pero me inquieta; me dijiste que Jacobs se ha pasado la vida estudiando los fenómenos eléctricos, y basándome en sus buenos resultados con la sanación, no puedo por menos de pensar que quizá tenga en sus manos una fuerza temible. Lo cual me trae a la memoria esta antigua máxima: «Quien tenga el tigre cogido por el rabo, más vale que no lo suelte».

Un par de cosas para que reflexiones.

Primero: Hasta mediados del siglo XVII, los católicos de quienes se sabía que estudiaban la potestas magnum universum (la fuerza que mueve el universo) podían ser excomulgados.

Segundo: Según Wikipedia —aunque sin referencias que lo confirmen, debo añadir—, el pareado que más gente recuerda del Necronomicón ficticio de Lovecraft procede de un ejemplar de De Vermis al que Lovecraft tuvo acceso (con toda certeza nunca fue suyo; pobre como era, no tenía recursos para adquirir algo tan raro y valioso). El pareado es el siguiente: «Que no está muerto lo que eternamente yace, / y en los eones por venir aun la muerte puede morir».

A veces llamabas a Charles Daniel Jacobs «mi antiguo quinto en discordia». Espero que ya no tengas trato con él, Jamie. En un tiempo lejano, me habría reído de todo esto, pero en ese tiempo lejano las curaciones milagrosas en sesiones de reviviscencia me parecían sandeces.

Llámame algún día, ¿quieres? Dime que has dejado atrás Todo Lo Referente a Jacobs.

Con afecto, como siempre,

BREE

Lo imprimí y lo releí dos veces. Después busqué en Google De Vermis Mysteriis y encontré todo lo que Bree me había explicado en su mensaje, más una cosa que se había dejado en el tintero. En un blog especializado en libros antiguos que se titulaba Volúmenes arcanos de magia y encantamientos, alguien declaraba que el grimorio de Ludvig Prinn, retirado de la circulación, era «el libro más peligroso jamás escrito».

Salí del apartamento y, en la misma manzana, compré un paquete de cigarrillos por primera vez desde un breve devaneo con el tabaco en mi etapa universitaria. Como en mi edificio estaba prohibido fumar, me senté en la escalinata para encender un pitillo. A la primera calada, tosí, me mareé y pensé: Esto habría matado a Astrid, de no ser por la intervención de Charlie.

Sí. Charlie y sus curaciones milagrosas. Charlie, que tenía un tigre cogido por el rabo y no quería soltarlo.

Algo ha pasado, había dicho Astrid en mi sueño, hablando a través de una sonrisa de la que había desaparecido todo su encanto anterior. Algo ha pasado, y pronto vendrá mi madre.

Después, tras aplicarle Jacobs en la cabeza su electricidad secreta: Hay una puerta en la pared. La puerta está cubierta de hiedra. La hiedra está muerta. Ella espera. Y cuando Jacobs le preguntó de quién hablaba: No la que usted quiere.

Puedo romper una promesa, pensé a la vez que tiraba el cigarrillo. No sería la primera.

Cierto, pero esta no. Esta promesa no.

Al entrar, aplasté el paquete de tabaco y lo eché a la papelera colocada junto a los buzones. Arriba, telefoneé a Bree al móvil, preparado ya para dejar un mensaje, pero contestó. Le di las gracias por su email y le dije que no tenía intención de volver a ver a Charles Jacobs. Le mentí sin culpabilidad ni titubeos. El marido de Bree tenía razón; le convenía poner fin a Todo lo Referente a Jacobs. Y cuando llegara el momento de volver a Maine y cumplir mi promesa, mentiría a Hugh Yates por la misma razón.

En un tiempo lejano dos adolescentes se enamoraron, y con vehemencia, como solo está al alcance de los adolescentes. Unos años después hicieron el amor en una cabaña en ruinas bajo el fragor de los truenos y los destellos de los rayos, todo muy a lo Victoria Holt. Con el tiempo, Charles Jacobs los libraría de pagar el precio final por sus adicciones. Yo estaba en deuda con él por partida doble. Estoy seguro de que lo comprenden, y podría dejarlo ahí, pero eso equivaldría a omitir una verdad mucho mayor: también sentía curiosidad. Dios me asista, pero deseaba estar presente cuando Jacobs abriera la caja de Pandora, estar presente y echar un vistazo dentro.

—Esta no será tu penosa manera de decirme que quieres retirarte, ¿verdad? —Hugh procuró aparentar que hablaba en broma, pero sus ojos delataron auténtica alarma.

—En absoluto. Solo quiero un par de meses libres. Quizá baste con seis semanas, si me aburro. Necesito renovar el contacto con mi familia en Maine, ahora que aún puedo. Voy ya para viejo.

No tenía la menor intención de aproximarme a mi familia en Maine. De hecho, demasiado cerca estaban ya de Monte Cabra.

—Qué va, eres un chaval —repuso, taciturno—. En otoño yo cumplo un año por cada uno de los trombones de aquella canción, la del musical Vivir de ilusión: setenta y seis. Que Mookie haya colgado las botas esta primavera ya ha sido un golpe. Si tú te fueras para siempre, seguramente tendría que cerrar. —Exhaló un suspiro—. Debería haber tenido hijos, alguien que me sucediera cuando me vaya, pero ¿esas cosas pasan? Rara vez. Cuando esperas que cojan las riendas del negocio familiar, van y te dicen: «Lo siento, papá, yo y aquel fumeta del instituto con el que no te gustaba que anduviera, nos vamos a California a fabricar tablas de surf equipadas con wifi».

—Ahora que ya te has desahogado…

—Sí, sí, vuelve a tus raíces, faltaría más. Ve a tocar El patio de mi casa con tu sobrinita y ayuda a tu hermano a reconstruir su último coche de época. Ya sabes cómo son los veranos aquí.

Y tanto que lo sabía: había menos movimiento que en un cementerio por la noche. El verano implica pleno empleo incluso para los grupos más infumables, y cuando los grupos tocan en directo en bares y en las cuatro docenas de festivales de Colorado y Utah, no contratan mucho tiempo de grabación.

—Vendrá George Damon —dije—. Ha abandonado la jubilación a lo grande.

—Sí —contestó Hugh—. El único cantante de Colorado capaz de conseguir que I’ll Be Seeing You suene como Dios bendiga América.

—Quizá el único en el mundo. Hugh, aquello de los prismáticos no ha vuelto a pasarte, ¿verdad?

Me miró con curiosidad.

—No. ¿A qué viene eso ahora?

Me encogí de hombros.

—Estoy bien. Me levanto un par de veces cada noche a echar una meadita, pero sospecho que es lo que toca a mi edad. Aunque… ¿quieres oír una cosa graciosa? Solo que a mí más bien me da miedo.

No sabía hasta qué punto quería oírlo, pero me sentí obligado. Estábamos a primeros de junio. Jacobs aún no me había llamado, pero lo haría. Me constaba que lo haría.

—He tenido un sueño recurrente. En el sueño no estoy aquí en Wolfjaw; estoy en Arvada, en la casa donde me crie. Alguien empieza a llamar a la puerta, solo que más que llamar, la aporrea. Yo no quiero ir a abrir, porque sé que es mi madre, y está muerta. Una idiotez, porque en los tiempos de Arvada aún vivía y tenía una salud de hierro, pero yo sé igualmente que es ella. Recorro el pasillo, contra mi voluntad, los pies me llevan… ya sabes cómo son las cosas en los sueños. Para entonces, ella ya está arreándole a la puerta de lo lindo, golpeando con los dos puños, o eso parece, y me acuerdo de un cuento de terror que tuvimos que leer en el instituto, en clase de literatura. Se titulaba Calor de agosto, creo.

Calor de agosto no, pensé. La pata de mono. Ese es el cuento en el que aporrean la puerta.

—Tiendo la mano hacia el picaporte, y de pronto me despierto, empapado en sudor. ¿Cómo lo interpretas? ¿Es el subconsciente, que intenta prepararme para el gran mutis final?

—Puede ser —convine, pero en mi cabeza había abandonado ya la conversación. Pensaba en otra puerta. Esta, pequeña, cubierta de hiedra muerta.

Jacobs telefoneó a primeros de julio. Yo actualizaba el software de Apple Pro en uno de los estudios. Al oír su voz, me senté ante la consola y miré a través del cristal la sala de ensayo insonorizada, vacía salvo por una batería desmontada.

—Ya pronto tendrás que cumplir tu promesa. —Arrastraba las palabras, como si hubiera bebido, aunque nunca lo había visto tomar nada más fuerte que un café cargado.

—De acuerdo. —Mantuve un tono relativamente sereno. ¿Por qué no? Era la llamada que estaba esperando—. ¿Cuándo quieres que vaya?

—Mañana. Pasado mañana como mucho. Sospecho que no te apetecerá instalarte aquí en el complejo conmigo, al menos al principio…

—Sospechas bien.

—… pero te necesitaré a no más de una hora de aquí. Cuando te llame, vienes.

Eso me llevó a pensar en otro relato de terror, uno titulado Silba y acudiré.

—De acuerdo —dije—. Pero, Charlie…

—¿Sí?

—Tienes dos meses, no más. A primeros de septiembre, nos despedimos pase lo que pase.

Otro silencio, pero oí su respiración, afanosa, y me acordé del sonido que emitía Astrid en su silla de ruedas.

—Eso es… aceptable. —Esho esh.

—¿Te encuentras bien?

—Sufrí otro derrame cerebral, lamentablemente. —Shufrí—. Ya no hablo con la misma claridad que antes, pero te aseguro que sí pienso con la misma claridad de siempre.

Pastor Danny, cúrate a ti mismo, pensé, y no por primera vez.

—Tengo que darte una noticia, Charlie. Robert Rivard ha muerto. ¿Te acuerdas de él, el chico de Missouri? Se ahorcó.

Shiento oírlo. —No parecía sentirlo en absoluto, ni perdió tiempo en preguntar los detalles—. Cuando llegues, llámame y dime dónde paras. Y recuerda: a no más de una hora.

—Vale —dije, y corté la comunicación.

Me quedé unos minutos allí sentado, en el estudio anormalmente silencioso, contemplando las carátulas de álbumes enmarcadas que colgaban de las paredes, y luego marqué el número de Jenny Knowlton, en Rockland. Dejó sonar el timbre una sola vez antes de contestar.

—¿Cómo está nuestra chica? —pregunté.

—Muy bien. Ha ganado peso y da paseos de un par de kilómetros a diario. Aparenta veinte años menos.

—¿Ningún efecto secundario?

—Nada. Ni ataques de epilepsia, ni sonambulismo, ni amnesia. No recuerda gran cosa del tiempo que pasamos en Monte Cabra, pero mejor así, ¿no te parece?

—¿Y tú, Jenny, qué tal?

—Estupendamente, pero ahora tengo que dejarte. Hoy estamos ocupadísimos en el hospital. Gracias a Dios, ya pronto tendré vacaciones.

—No te irás y dejarás sola a Astrid, ¿verdad? Porque no creo que eso fuera buena id…

—¡No, no, claro que no! —Percibí algo en su voz. Cierto nerviosismo—. Jamie, tengo un aviso en el busca. He de irme.

Continué sentado frente a la consola a oscuras. Contemplé las carátulas de los álbumes, en realidad hoy día carátulas de cedés, no mucho mayores que sellos de correos. Me acordé de un episodio ocurrido no mucho después del día que me entregaron mi primer coche como regalo de cumpleaños, aquel Ford Galaxie del 66. Iba en él con Norm Irving. Este me incitaba para que pisara el acelerador a fondo en el tramo de tres kilómetros de la Estatal 27 que llamábamos la Recta de Harlow. Para ver cómo respondía el coche, decía. A ciento cuarenta, el morro empezó a vibrar, pero yo no quería pasar por un gallina —a los diecisiete años, no pasar por un gallina es algo muy importante—, así que mantuve el pie en el pedal. A ciento cincuenta la vibración se suavizó. A ciento sesenta el Galaxie adquirió una ingravidez etérea, peligrosa, al disminuir el contacto con la calzada, y comprendí que había llegado al límite del control. Cuidándome muy mucho de tocar el freno —sabía por mi padre que, a gran velocidad, eso podía representar el desastre— levanté el pie del acelerador, y el Galaxie empezó a perder velocidad.

En estos momentos deseaba poder hacer eso mismo.

El Embassy Suites, cerca del Jetport, me había parecido bien cuando estuve allí la noche después de la recuperación milagrosa de Astrid, así que volví a alojarme en él. Se me había pasado por la cabeza tomar una habitación en el Castle Rock Inn durante mi tiempo de espera, pero las probabilidades de tropezarme con algún conocido —Norm Irving, sin ir más lejos— eran demasiado grandes. Si eso ocurría, casi con toda seguridad llegaría a oídos de mi hermano Terry, quien querría saber por qué estaba en Maine, y por qué no me instalaba en su casa. Esas eran preguntas a las que no deseaba contestar.

Pasó el tiempo. El Cuatro de Julio, vi los fuegos artificiales desde el paseo marítimo de Portland con otros varios miles de personas, todos lanzando exclamaciones mientras las peonías y los crisantemos y las diademas estallaban en el cielo y se reflejaban en las aguas de Casco Bay, donde se mecían entre las olas. En los días posteriores visité el zoo de York, el Museo del Tranvía de Kennebunkport y el faro de Pemaquid Point. Recorrí el Museo de Arte de Portland, donde estaba expuesta la obra de tres generaciones de Wyeth, y asistí a una función de tarde de La historia de Buddy Holly en el teatro Ogunquit: el cantante/actor principal era bueno, pero no Gary Busey. Comí langosta hasta aborrecerla. Di largos paseos por la orilla rocosa del mar. Dos veces por semana me acercaba a la librería Books-A-Million del Maine Mall y compraba libros de bolsillo, que leía en mi habitación hasta que me vencía el sueño. Llevaba el móvil a todas partes, en espera de la llamada de Jacobs, y la llamada no llegaba. En un par de ocasiones pensé en telefonear yo, y me convencí de que el mero hecho de planteármelo era un disparate. ¿Por qué dar un puntapié a un perro dormido?

Hacía un tiempo perfecto, de foto: bajo grado de humedad, cielos inofensivos y temperaturas de poco más de veinte grados un día tras otro. Cayó algún chaparrón, normalmente por la noche. Un día, a última hora, oí al meteorólogo televisivo Joe Cupo llamarlo «lluvia considerada». Añadió que aquel era el verano más hermoso que había visto en los treinta y cinco años transcurridos desde que daba el parte.

El partido del All-Star se jugó en Minneapolis. La temporada de béisbol se reanudó, y a medida que se acercaba agosto empecé a albergar la esperanza de poder volver a Colorado sin ver siquiera a Charlie. Se me pasó por la cabeza que quizá hubiera sufrido un cuarto derrame cerebral, esta vez de consecuencias catastróficas, y permanecí atento a la sección de necrológicas del Portland Press Herald. No exactamente esperanzado, pero…

Y una mierda: sí que lo estaba. Consultaba la sección esperanzado.

En el noticiario local del 25 de julio, Joe Cupo nos informó pesaroso a mí y al resto de sus espectadores del Sur de Maine de que todo lo bueno se acababa, y la ola de calor que en esos momentos achicharraba el Medio Oeste se desplazaría hacia Nueva Inglaterra a lo largo del fin de semana. Las temperaturas rondarían los treinta y cinco grados durante la última semana de julio, y el pronóstico para agosto no pintaba mucho mejor, al menos en los primeros días. «Comprueben esos aparatos de aire acondicionado, amigos —aconsejó Cupo—. Llega la canícula, y no es por casualidad que esa palabra viene de “can”.»

Jacobs llamó esa noche.

—El domingo —dijo—. Te espero no más tarde de las nueve de la mañana.

Contesté que allí estaría.

Joe Cupo no se equivocó en cuanto al calor. Empezó a apretar el sábado por la tarde, y cuando subí a mi coche de alquiler a las siete y media del domingo por la mañana, se notaba ya el bochorno en el aire. Las carreteras estaban vacías, y tardé poco en plantarme en Monte Cabra. Mientras ascendía hacia la verja de entrada, advertí que el desvío que llevaba a Lo Alto del Cielo volvía a estar abierto, apartada ya la sólida cancela de madera.

Sam, el guardia de seguridad, me esperaba, pero no ya de uniforme. En vaqueros, sentado en la portilla trasera bajada de una furgoneta Tacoma, se comía una rosquilla. La dejó cuidadosamente en una servilleta cuando yo me detuve y se acercó a mi coche.

—Hola, señor Morton. Llega antes de hora.

—No había tráfico —contesté.

—Sí, en verano esta es la mejor hora del día para circular. La caterva de gente que sube del sur sale más tarde, camino de las playas. —Miró al cielo, donde el azul adquiría ya un blanco caliginoso—. Por mí, ya pueden asarse e ir labrándose el cáncer de piel. Yo pienso quedarme en casa, viendo el partido de los Sox inmerso en mi aire acondicionado.

—¿Le falta poco para el final del turno?

—Aquí se terminaron los turnos para todos nosotros —respondió—. En cuanto avise al señor Jacobs de que va usted hacia allí, se acabó. Misión cumplida.

—Pues que disfrute de lo que queda de verano.

Le tendí la mano. Me la estrechó.

—¿Tiene idea de qué se trae entre manos ese hombre? Puedo guardar un secreto; al fin y al cabo, estoy obligado por contrato.

—Vaya usted a saber.

Me guiñó un ojo en un gesto de complicidad y a continuación me franqueó el paso. Antes de doblar la primera curva, miré por el retrovisor y lo vi coger la rosquilla, cerrar la portilla de la Tacoma y sentarse al volante.

Se acabó. Misión cumplida.

Deseé poder decir lo mismo.

Jacobs bajó despacio y con cuidado por los peldaños del porche para recibirme. Empuñaba un bastón con la mano izquierda. La torsión en sus labios era más pronunciada que antes. Vi un solo coche en el aparcamiento, y lo reconocí: un pequeño y estilizado Subaru Outback. En la parte de atrás llevaba un adhesivo en el que se leía: SALVA UNA VIDA, Y ERES UN HÉROE; SALVA MIL, Y ERES UNA ENFERMERA. Se me cayó el alma a los pies.

—¡Jamie! ¡No sabes cuánto me alegro de verte! —«Sabes» lo pronunció «shabes». Me ofreció la mano que no tenía sujeta al bastón. Le representó un esfuerzo evidente, pero no le presté mayor atención.

—En caso de que Astrid esté aquí, va a irse, y va a irse ahora mismo —dije—. Si crees que es un farol, ponme a prueba.

—Cálmate, Jamie. Astrid está a doscientos diez kilómetros de aquí, y prosigue con su convalecencia en su acogedor nidito justo al norte de Rockland. Su amiga Jenny ha tenido la bondad de acceder a ayudarme mientras completo mi trabajo.

—Por alguna razón dudo que la bondad tenga mucho que ver con eso. Corrígeme si me equivoco.

—Vamos adentro. Aquí fuera hace calor. Ya llevarás el coche al aparcamiento después.

Pese a la ayuda del bastón, subió por los peldaños muy despacio, y viendo que perdía el equilibrio, tuve que sostenerlo. El brazo que agarré era poco más que hueso. Cuando llegamos a lo alto, jadeaba.

—Necesito descansar un momento —dijo, y se desplomó en una de las austeras mecedoras dispuestas a lo largo del porche.

Me senté en la barandilla y lo observé.

—¿Dónde está Rudy? Pensaba que tu enfermero era él.

Jacobs me obsequió con su peculiar sonrisa, más asimétrica que nunca.

—Poco después de mi sesión con la señorita Soderberg en la Sala Este, tanto Rudy como Norma presentaron sus renuncias. Hoy día realmente es muy difícil encontrar buenos ayudantes. Mejorando lo presente, claro está.

—Has contratado a Jenny Knowlton, pues.

—Sí, y créeme, he salido ganando. Todo lo que ella puede haber olvidado sobre sus funciones de enfermera es más de lo que Rudy Kelly supo jamás. Échame una mano, ¿quieres?

Lo ayudé a ponerse en pie, y entramos en el fresco interior.

—En la cocina hay zumo y pastas de desayuno. Sírvete lo que quieras y reúnete conmigo en el salón principal.

Prescindí de las pastas, pero me llené un vaso pequeño de zumo de naranja de una jarra que encontré en el enorme frigorífico. Al volver a dejarla, hice una estimación de las provisiones y vi comida suficiente para unos diez días. Dos semanas si se apuraba. ¿Era ese el tiempo que íbamos a pasar allí, o Jenny Knowlton o yo tendríamos que ir a hacer una compra a Yarmouth, que seguramente era el pueblo más cercano con supermercado?

Se había dado por concluido el servicio de los guardias de seguridad. Jacobs había buscado sustituto al enfermero —lo cual no me sorprendió del todo, dado su estado de salud cada vez más incierto—, pero no para el ama de llaves, lo que implicaba que Jenny debía de estar preparándole las comidas y, quizá, cambiándole las sábanas. Estábamos solo nosotros tres, o eso pensé en ese momento.

Resultamos ser un cuarteto.

El salón principal era de cristal en su extremo norte, con vistas a Longmeadow y Lo Alto del Cielo. No veía la cabaña, pero sí atisbaba el poste de hierro que se elevaba hacia el cielo caliginoso. Observándolo, todo por fin empezó a encajar en mi cabeza… pero incluso a esas alturas muy lentamente, y Jacobs retenía la única pieza esencial que habría dejado la situación clara como el agua. Podría pensarse que yo debería haberme dado cuenta igualmente, que todas las piezas estaban ya presentes, pero era guitarrista, no detective, y en lo que se refería a razonamiento deductivo, nunca fui el galgo más rápido del canódromo.

—¿Dónde está Jenny? —pregunté.

Jacobs se había acomodado en el sofá; yo me senté frente a él en un sillón de orejas que intentaba engullirme entero.

—Ocupada.

—¿Con qué?

—Ahora mismo eso no es asunto tuyo, aunque lo será en breve. —Se inclinó hacia delante con las manos entrelazadas sobre el pomo del bastón, con aspecto de ave de rapiña. Un ave que pronto estaría demasiado vieja para volar—. Tienes preguntas. Eso lo entiendo mejor de lo que crees, Jamie: sé que tu naturaleza inquisitiva es en gran medida lo que te ha traído aquí. Tendrás las respuestas a su debido tiempo, pero probablemente no hoy.

—¿Cuándo?

—No sabría decirte, pero pronto. Mientras tanto, te ocuparás de preparar nuestras comidas y vendrás cuando te llame.

Me enseñó una caja blanca, no muy distinta de la que yo había utilizado en la Sala Este aquel otro día, solo que esta tenía un botón en lugar de un interruptor deslizante y llevaba grabado el nombre de una marca: Notiflex. Pulsó el botón y sonó un campanilleo, procedente de todas las estancias grandes de la planta baja.

—No necesitaré que me ayudes a hacer mis necesidades… para eso aún me valgo…, pero necesitaré tenerte a mi lado cuando me duche, me temo. Por si resbalo. Tendrás que hacerme friegas con una pomada en la espalda, las caderas y los muslos dos veces al día. Ah, y también traerme muchas de las comidas a mis aposentos. No porque sea perezoso, ni porque quiera convertirte en mi mayordomo personal, sino porque me canso fácilmente y necesito conservar las fuerzas. Me queda una última cosa por hacer. Es una cosa de peso, de vital importancia, y cuando llegue el momento, debo tener fuerzas para llevarla a cabo.

—Te prepararé y serviré las comidas con mucho gusto, Charlie, pero por lo que se refiere a las tareas de enfermería, daba por supuesto que sería Jenny Knowlton quien…

—Ella está ocupada, como te he dicho, así que tendrás que asumir sus… ¿por qué me miras con esa cara?

—Estaba acordándome del día que nos conocimos. Yo tenía solo seis años, pero es un recuerdo claro. Hice una montaña en la tierra…

—Así fue. También para mí es un recuerdo claro.

—… y estaba jugando con mis soldados. Una sombra se proyectó sobre mí. Levanté la vista, y eras tú. Lo que estaba pensando ahora es que tu sombra se ha proyectado sobre mí durante toda mi vida. Lo que debería hacer es marcharme de aquí ahora mismo y salir de debajo de esa sombra.

—Pero no lo harás.

—No, no lo haré. Pero te diré una cosa. También recuerdo el hombre que eras… que te arrodillaste a mi lado y participaste en el juego. Recuerdo tu sonrisa. Ahora cuando sonríes, solo veo desdén. Ahora cuando hablas, solo oigo órdenes: haz esto, haz lo otro, y después ya te explicaré por qué. ¿En qué te has convertido, Charlie?

Con visible esfuerzo, se levantó del sofá, y cuando hice ademán de ayudarlo, me rechazó con un gesto.

—Si tienes la necesidad de preguntar eso, es que un niño listo ha acabado siendo un hombre estúpido. Yo al menos, cuando perdí a mi mujer y a mi hijo, no recurrí a las drogas.

—Tú tenías tu electricidad secreta. Esa era tu droga.

—Gracias por esa valiosa percepción, pero como esta conversación carece de sentido, pongámosle fin, ¿quieres? Varias de las habitaciones de la primera planta están preparadas. Sin duda encontrarás una de tu agrado. Para el almuerzo me apetece un bocadillo de ensalada de huevo, un vaso de leche desnatada y una galleta de avena y pasas. La fibra va bien para el tránsito intestinal, según me han dicho.

—Charlie…

—Se acabó —dijo, y se encaminó, renqueante, hacia el ascensor—. Pronto lo sabrás todo. Mientras tanto, procura no juzgarme desde esa mentalidad convencional. Quiero el almuerzo a las doce del mediodía. Tráemelo a la Suite Cooper.

Me dejó allí, de momento demasiado atónito para pronunciar una sola palabra.

Pasaron tres días.

Fuera el calor era sofocante y, con tal humedad, una continua calima enturbiaba el horizonte. Dentro del complejo se estaba fresco y a gusto. Yo preparaba las comidas, y aunque él se reunió conmigo para la cena la segunda noche, tomó todas las demás en su suite. Yo oía el televisor a todo volumen cuando se las llevaba, lo cual inducía a pensar que también su oído se deterioraba. Al parecer, era especialmente aficionado al Canal Meteorológico. Cuando yo llamaba a la puerta, siempre apagaba el televisor antes de indicarme que entrara.

Aquellos días fueron mi introducción a la labor práctica de la enfermería. Jacobs aún era capaz de desvestirse y abrir el grifo para su ducha matinal (tenía un taburete de inválido para sentarse mientras se enjabonaba y enjuagaba). Yo me quedaba sentado en la cama, esperando a que él me llamara. Entonces, apagaba el grifo, lo ayudaba a salir y lo secaba. Su cuerpo era un triste vestigio de lo que había sido en sus tiempos de pastor metodista y, más tarde, feriante. Las caderas sobresalían como los huesos de un pavo de Acción de Gracias desplumado; cada costilla proyectaba una sombra, sus nalgas no eran mucho mayores que galletas. Debido al derrame cerebral, todo se desplomaba a la derecha cuando yo lo ayudaba a volver a la cama.

Le hacía friegas con Voltaren para aliviar sus dolores y molestias; luego iba a por sus pastillas, que guardaba en un estuche de plástico casi con tantos compartimentos como teclas tiene un piano. Para cuando acababa de tomárselas todas, el Voltaren ya le había hecho efecto, y podía vestirse él mismo, salvo por el calcetín del pie derecho. Ese tenía que calzárselo yo, pero siempre esperaba a que se pusiera el calzoncillo. Yo no tenía el menor interés en ver ante mis ojos su envejecido pito.

—Bien —decía cuando el calcetín le ceñía ya la descarnada espinilla—. De lo demás me ocupo yo. Gracias, Jamie.

Siempre me daba las gracias, y el televisor volvía a encenderse tan pronto como se cerraba la puerta.

Fueron días muy, muy largos. La piscina estaba vacía, y hacía demasiado calor para pasearse por el recinto. Pero el complejo contaba con un gimnasio, y cuando no leía (había una biblioteca de tres al cuarto, surtida básicamente de obras de Erle Stanley Gardner, Louis L’Amour y Libros Abreviados del Reader’s Digest), me ejercitaba en medio de aquel esplendor solitario y climatizado. Corría kilómetros en la cinta, pedaleaba kilómetros en la bicicleta estática, subía peldaños y más peldaños en el simulador de escaleras, hacía flexiones de brazos con las mancuernas.

La única cadena de televisión que captaba en mi suite era el Canal 8, en su emisión desde Poland Spring, y la recepción era mala, generando tanta nieve que la imagen apenas se veía. Lo mismo ocurría con el aparato que ocupaba toda la pared en el Salón Puesta de Sol. Supuse que había una antena parabólica en algún sitio, pero solo Charlie Jacobs estaba conectado a ella. Pensé en preguntarle si era posible compartirla, pero lo descarté. Quizá habría accedido, y yo ya había aceptado todo lo que tenía intención de aceptar. Los regalos de Charlie llegaban siempre con el precio en una etiqueta.

A pesar de todo ese ejercicio, seguía durmiendo fatal. Mi antigua pesadilla, ausente durante años, regresó: los miembros muertos de mi familia sentados en torno a la mesa del comedor en nuestra casa, y una tarta de cumpleaños enmohecida que generaba insectos enormes.

Desperté poco después de las cinco la mañana del 30 de julio con la sensación de que había oído algo en el piso de abajo. Llegando a la conclusión de que era un sonido residual de mi sueño, volví a tenderme y cerré los ojos. Empezaba a adormilarme cuando el ruido se repitió: un estropicio amortiguado, como de cacharros de cocina.

Me levanté, me puse unos vaqueros y corrí escaleras abajo. La cocina estaba vacía, pero alcancé a ver por la ventana a alguien que descendía por la escalera de atrás, a un lado de la plataforma de carga. Cuando salí, Jenny Knowlton se sentaba al volante de un carrito de golf con una calcomanía en el costado donde se leía: COMPLEJO TURÍSTICO DE MONTE CABRA. En el asiento contiguo había dejado un tazón con cuatro huevos.

—¡Jenny! ¡Espera!

Arrancó, y entonces vio que era yo y me sonrió. Yo estaba dispuesto a concederle un sobresaliente por el esfuerzo, pero en realidad esa sonrisa no era gran cosa. Aparentaba diez años más que en nuestro anterior encuentro, y sus acusadas ojeras llevaban a pensar que no era yo el único con problemas de insomnio. Ya no se teñía, y al menos cinco centímetros de pelo cano asomaban bajo el negro lustroso del tinte.

—Te he despertado, ¿no? Perdona pero la culpa es tuya. El escurridor está lleno de cazos y sartenes, y le he dado un codazo sin querer. ¿Es que tu madre no te enseñó a usar el lavavajillas?

La respuesta a eso era no, porque nunca tuvimos lavavajillas. Mi madre sí me enseñó, en cambio, que resultaba más fácil dejar que las cosas se secaran al aire siempre y cuando no hubiera demasiadas. Pero la limpieza en la cocina no era de lo que yo quería hablar.

—¿Qué haces aquí?

—He venido a por huevos.

—Ya sabes que no me refiero a eso.

Ella apartó la vista.

—No puedo decírtelo. Lo he prometido. De hecho, he firmado un contrato. —Se rio sin ganas—. Dudo que tuviera validez ante un tribunal, pero me propongo cumplirlo de todos modos. Estoy en deuda, igual que tú. Además, pronto lo sabrás.

—Quiero saberlo ya.

—Tengo que marcharme, Jamie. Él no quiere que hablemos. Si se enterara, se pondría hecho una furia. Solo necesitaba unos cuantos huevos. Si veo otro tazón de Cheerios o Frosted Flakes, me echaré a gritar.

—A menos que te hayas quedado sin batería en el coche, podrías haber ido al supermercado Food City de Yarmouth y haber comprado allí todos los huevos que quisieras.

—No debo salir de aquí hasta que esto termine. Tú tampoco. No me preguntes nada más. Tengo que cumplir mi promesa.

—Por Astrid.

—Bueno… además paga mucho por un poco de trabajo de enfermera, lo suficiente para retirarme. Pero sobre todo lo hago por Astrid, sí.

—¿Quién cuida de ella mientras tú estás aquí? Más vale que haya alguien. No sé qué te ha contado Charlie, pero algunos de sus tratamientos sí tienen efectos secundarios, y pueden ser…

—Está bien atendida, por eso no te preocupes. Tenemos… buenas amigas en la comunidad.

Esta vez su sonrisa fue más vigorosa, más natural, y al menos vi clara una cosa.

—Sois amantes, ¿no? ¿Astrid y tú?

Pareja. No mucho después de que se legalizara el matrimonio homosexual en Maine, acordamos una fecha para oficializarlo. Entonces ella enfermó. Solo puedo decirte eso. Ahora me voy. No puedo ausentarme mucho rato. Te he dejado huevos de sobra, descuida.

—¿Por qué no puedes ausentarte mucho?

Movió la cabeza en un gesto de negación, sin mirarme a los ojos.

—Tengo que irme.

—¿Estabas ya aquí cuando hablamos por teléfono?

—No… pero sabía que vendría.

La observé descender poco a poco por la pendiente en el carrito de golf, cuyas ruedas dejaron surcos en el rocío, las gotas relucientes como diamantes. Esas piedras preciosas no durarían mucho; el día apenas había empezado, y yo notaba ya el sudor en los brazos y la frente a causa del calor. Desapareció entre los árboles. Yo sabía que si bajaba hasta allí, encontraría un camino. Y si seguía el camino, llegaría a una cabaña. Aquella en la que había yacido pecho con pecho, cadera con cadera, en compañía de Astrid Soderberg en otra vida.

Poco después de las diez de esa mañana, mientras leía El misterioso caso de Styles (una de las novelas preferidas de mi difunta hermana), resonó en la planta baja el campanilleo del avisador de Jacobs. Subí a la Suite Cooper, esperando no encontrarlo tumbado en el suelo con la cadera rota. No tenía por qué preocuparme. Ya vestido, miraba por la ventana apoyado en su bastón. Cuando se volvió hacia mí, le brillaban los ojos.

—Creo que hoy podría ser nuestro día —anunció—. Estate preparado.

Pero no lo fue. Cuando le llevé la cena —sopa de cebada y un sándwich de queso—, el televisor estaba en silencio y no abrió la puerta. Con el tono de un niño antojadizo, me ordenó a gritos que me marchara.

—Tienes que comer, Charlie.

—¡Lo que necesito es paz y tranquilidad! ¡Déjame!

Volví a subir a eso de las diez, sin más intención que acercar el oído a la puerta lo justo para oír el parloteo de su televisor. En caso de oírlo, le preguntaría si no le apetecía al menos una tostada antes de que yo me retirase. El televisor estaba apagado, pero Jacobs, despierto, hablaba con esa voz demasiado alta que parecen utilizar siempre por teléfono aquellos que están quedándose sordos.

—¡Ella no debe irse hasta que yo esté listo! ¡Tú asegúrate de que así sea! Para eso te pago, ¿no? ¡Pues ocúpate de lo tuyo!

Problemas, y con Jenny, me pareció al principio. De un momento a otro decidiría que estaba harta y quería irse a otra parte. Volver a la casa de la costa que compartía con Astrid muy posiblemente. Pero de pronto pensé que tal vez era la propia Jenny con quien hablaba. Y en tal caso ¿cómo podía interpretarse eso? Lo único que acudió a mi cabeza fue el significado que solía tener el verbo «irse» para las personas de la edad de Charlie Jacobs.

Me alejé de la suite sin llamar a la puerta.

Lo que él había estado esperando —lo que todos habíamos estado esperando— llegó al día siguiente.

El campanilleo sonó a la una, no mucho después de subirle yo el almuerzo. La puerta de la suite estaba abierta, y cuando me acerqué, oí hablar al acostumbrado experto en meteorología acerca de las altas temperaturas registradas en el golfo de México y de lo que eso auguraba para la próxima temporada de huracanes. De repente su voz se vio interrumpida por una sucesión de desapacibles zumbidos. Cuando entré, vi una banda roja al pie de la pantalla. Desapareció sin darme tiempo a leerla, pero reconozco una alerta meteorológica cuando la veo.

Durante una ola de calor, los fenómenos atmosféricos extremos implicaban tormentas, las tormentas implicaban rayos, y los rayos, para mí, implicaban Lo Alto del Cielo. Para Jacobs también, de eso no me cabía la menor duda.

Estaba una vez más totalmente vestido.

—Hoy no es una falsa alarma, Jamie. Las células de tormenta están ahora en el norte del estado de Nueva York, pero se desplazan hacia el este y siguen intensificándose.

El zumbido sonó de nuevo, y esta vez sí pude leer el texto de la banda: ALERTA METEOROLÓGICA PARA LOS CONDADOS DE YORK, CUMBERLAND, ANDROSCOGGIN, OXFORD Y CASTLE HASTA LAS 2.00 DEL 1 DE AGOSTO. PROBABILIDAD DE INTENSAS TORMENTAS: 90%. ESTAS TORMENTAS PUEDEN PROVOCAR LLUVIAS TORRENCIALES, VIENTOS HURACANADOS, GRANIZO DEL TAMAÑO DE PELOTAS DE GOLF. SE RECOMIENDA EVITAR LAS ACTIVIDADES AL AIRE LIBRE.

No jodas, Sherlock, pensé.

—Es imposible que estas células se disipen o cambien de rumbo —informó Charlie. Habló con la serenidad propia de la locura o de la absoluta certeza—. Imposible. Ella no aguantará mucho más, y yo estoy demasiado viejo y enfermo para empezar otra vez con otra persona. Quiero que traigas un carrito de golf a la plataforma de carga contigua a la cocina, y estate preparado para ponerte en marcha en cuanto te avise.

—Para ir a Lo Alto del Cielo —dije.

Esbozó su sonrisa ladeada.

—Vete ya. Debo seguir con atención estas tormentas. Están produciendo más de cien rayos por hora en la zona de Albany, ¿no es prodigioso?

No era esa la palabra que yo habría elegido. No recordaba cuántos voltios generaba, según él, un único rayo, pero me constaba que eran muchos.

Millones.

El campanilleo de Charlie volvió a sonar poco después de las cinco de la tarde. Mientras subía, una parte de mí albergaba la esperanza de verlo alicaído y colérico; otra parte sentía esa deplorable curiosidad de siempre. Pensé que era esta la parte que quedaría satisfecha, porque el día se oscurecía deprisa por poniente y se oía ya el rumor de los truenos, lejano pero cada vez más cerca. Un ejército en el cielo.

Jacobs seguía exaltado, pero el entusiasmo —prácticamente le salía a borbotones— le confería un aspecto mucho más joven. Tenía la caja de caoba en la mesa rinconera. Había apagado el televisor para concentrarse en su portátil.

—¡Fíjate en esto, Jamie! ¡Es hermoso!

En la pantalla aparecía la previsión de las condiciones meteorológicas de esa tarde ofrecida por la Administración Nacional Oceánica y Atmosférica. Mostraba un cono cada vez más concentrado de colores rojos y anaranjados que pasaba directamente por encima del condado de Castle. La evolución horaria prevista indicaba que la probabilidad más alta de tormenta se produciría entre las siete y las ocho. Eché una ojeada al reloj y vi que eran las cinco y cuarto.

—¿No lo es? ¿No es hermoso?

—Si tú lo dices, Charlie.

—Siéntate, pero antes tráeme un vaso de agua, si eres tan amable. Tengo cosas que explicarte, y creo que tenemos el tiempo justo. Aunque querremos ir cuanto antes, sí, claro que querremos. Como dirían en las ferias, querremos pillar la alforja. —Soltó una carcajada.

Fui a buscar una botella de agua a la mininevera y la serví en un vaso de Waterford: para los huéspedes de la Suite Cooper, solo bastaba lo mejor. Tomó un sorbo y chasqueó los labios en una expresión de satisfacción, un sonido correoso del que yo podría haber prescindido. Retumbaron los truenos. Dirigió la mirada hacia el fragor con la sonrisa de un hombre expectante ante la llegada de un viejo amigo. Después depositó la atención nuevamente en mí.

—Gané mucho dinero en mi papel de Pastor Danny, como ya sabes. Pero en lugar de gastarlo en aviones privados, casetas de perro con calefacción y accesorios de baño chapados en oro, destiné el mío a dos cosas. Una fue la privacidad: ya he soportado a paganos con el nombre de Jesús en los labios más que suficientes para toda una vida. La otra fue las agencias de investigación privada, una docena en total, lo mejor de lo mejor, en una docena de las principales ciudades de Estados Unidos. Les encargué que localizaran y siguieran el rastro a ciertas personas que padecían ciertas enfermedades. Dolencias comparativamente poco comunes. Ocho de esas enfermedades en total.

—¿Personas enfermas? ¿No las tratadas por ti? Porque es eso lo que me dijiste.

—Bueno, también siguieron el rastro a una muestra representativa de personas curadas… no eras tú él único interesado en los efectos secundarios, Jamie… pero esa no era su misión principal. En el transcurso de los últimos diez años han encontrado varios cientos de esos desafortunados pacientes y me han enviado información actualizada con regularidad. Al Stamper se ocupaba de los expedientes hasta que dejó de trabajar para mí; desde entonces me encargo yo mismo. Muchas de esas desventuradas personas ya han muerto; otras las han sustituido. El hombre nace para la enfermedad y el dolor, como bien sabes.

Yo no contesté, pero los truenos sí. Al oeste el cielo, muy oscuro, rebosaba malas intenciones.

—Conforme avanzaron mis estudios…

—¿Un libro titulado De Vermis Mysteriis formaba parte de tus estudios, Charlie?

Pareció sorprenderse, pero enseguida se relajó.

—Bravo por ti. De Vermis no solo ha formado parte de mis estudios; ha sido la base. Prinn enloqueció, ¿sabías? Acabó sus días en un castillo alemán, estudiando abstrusas cuestiones matemáticas y comiendo bichos. Se dejó crecer las uñas, se las clavó en la garganta una noche y murió a la edad de treinta y siete años, dibujando ecuaciones en el suelo de su habitación con sangre.

—¿En serio?

Se encogió de hombros en uno de sus gestos asimétricos, que acompañó de una sonrisa asimétrica.

—¿Quién sabe? Un cuento con moraleja si es verdad, pero las biografías de visionarios como ese las escribieron personas interesadas en asegurarse de que nadie más seguía su camino. Personas religiosas, en su mayor parte, supervisoras de la Compañía de Seguros Celestial. Pero eso dejémoslo por ahora; ya hablaremos de Prinn otro día.

Lo dudo, pensé.

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