Revival

Revival


III

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III

El accidente. El relato de mi madre.

El Sermón Tremebundo. Adiós.

Un día cálido y despejado de octubre de 1965, a mediados de semana, Patricia Jacobs sentó a Morrie el Lapa en el asiento delantero del Plymouth Belvedere que había sido un regalo de boda de sus padres y partió con destino al Red & White Market de Gates Falls: «Para llenar la cesta», como habrían dicho los norteños en aquellos tiempos.

A cinco kilómetros de allí, un granjero, un tal George Barton —un solterón empedernido a quien en el pueblo apodaban «George el Solitario»—, salió de su camino de acceso al volante de su furgoneta Ford F-100, con una cosechadora de patatas a remolque. Su plan era recorrer un par de kilómetros por la Interestatal 9 hasta el extremo sur de su campo. Como la velocidad máxima que podía alcanzar con la cosechadora a remolque era de veinte kilómetros por hora, circulaba por el arcén, permitiendo así pasar sin peligro a los otros vehículos en sentido sur. George el Solitario era un hombre considerado con los demás. Era un buen granjero. Era un buen vecino, miembro del consejo escolar y diácono de nuestra parroquia. También era, como contaba casi con orgullo, «pepiléptico». Aunque, se apresuraba a añadir, el doctor Renault le había recetado unas píldoras con las que controlaba los ataques «casi a la perfección». Quizá así fuera, pero aquel día tuvo uno al volante de su furgoneta.

«Probablemente no debería habérsele permitido conducir en ningún caso, excepto en los campos, tal vez —dijo el doctor Renault más tarde—, pero ¿cómo puede pedírsele que renuncie al carnet a un hombre con el oficio de George? Tampoco tenía una mujer ni hijos mayores a quienes poner al volante. Quitarle el permiso de conducir era como pedirle que vendiera la granja al mejor postor.»

No mucho después de salir Patsy y Morrie camino de Red & White, la señora Adele Parker descendió por Sirois Hill, una curva cerrada y traicionera donde se habían producido muchos accidentes a lo largo de los años. Circulaba muy despacio, y por tanto tuvo tiempo de parar —por los pelos— antes de arrollar a la mujer que, tambaleante, avanzaba por el centro de la carretera. La mujer sostenía un fardo goteante aferrado contra el pecho con un brazo. Un brazo era lo único que Patsy Jacobs podía usar, porque el otro lo tenía cercenado a la altura del codo. La sangre le corría por el rostro. Una porción de cuero cabelludo le colgaba junto al hombro, agitándose los rizos ensangrentados en la suave brisa otoñal. El ojo derecho le caía sobre la mejilla. Toda su belleza le había sido arrebatada en un instante. Es algo muy frágil, la belleza.

—¡Ayude a mi bebé! —exclamó Patsy cuando la señora Parker detuvo su viejo Studebaker y se apeó.

Más allá de la mujer ensangrentada con el fardo goteante, la señora Parker vio el Belvedere, vuelto del revés, sobre el techo, y en llamas. El morro de la furgoneta de George el Solitario estaba empotrado contra el otro vehículo. George se hallaba desplomado sobre el volante. Detrás de la furgoneta, la cosechadora volcada obstruía el paso en la Interestatal 9.

—¡Ayude a mi bebé!

Patsy le tendió el fardo, y cuando Adele Parker vio qué era —no un bebé sino un niño pequeño con la cara destrozada—, se tapó los ojos y gritó. Cuando volvió a mirar, Patsy se había postrado de rodillas, como para rezar.

Otra furgoneta apareció por Sirois Hill y casi embistió el Studebaker de la señora Parker. Era Fernald DeWitt, que había prometido ayudar a George con la cosecha ese día. Saltó de la cabina, corrió hacia la señora Parker y miró a la mujer arrodillada en la carretera. Luego se dirigió a toda prisa hacia el lugar de la colisión.

—¿Adónde va? —preguntó a voz en cuello la señora Parker—. ¡Ayúdela! ¡Ayude a esta mujer!

Fernald, que había combatido con la infantería de Marina en el Pacífico y visto allí escenas horrendas, no se detuvo, pero se volvió para contestar:

—A ella y al niño ya los hemos perdido. A George quizá no.

No se equivocaba. Patsy murió mucho antes de que llegara la ambulancia de Castle Rock; en cambio, George Barton el Solitario pasó de los ochenta años. Y nunca volvió a sentarse al volante de un vehículo de motor.

Ustedes se preguntarán: «¿Cómo sabe todo eso, Jamie Morton? En ese momento tenía solo nueve años».

Pero sí lo sé.

En 1976, cuando mi madre todavía era una mujer relativamente joven, le diagnosticaron un cáncer de ovario. Por aquel entonces yo estudiaba en la Universidad de Maine, pero me tomé libre el último semestre del segundo curso para poder estar con ella en esa etapa final. Aunque los hermanos Morton ya no éramos niños (Con se hallaba más allá del horizonte, en Hawái, investigando pulsares en el observatorio del Mauna Kea), todos volvimos a casa para acompañar a mi madre, y para ayudar a mi padre, demasiado afectado para ser útil; no hacía más que vagar por la casa o dar largos paseos por el bosque.

Mi madre quiso pasar sus últimos días en casa, a ese respecto fue muy clara, y nos turnamos para darle de comer, administrarle los medicamentos o sencillamente sentarnos a su lado. Por aquel entonces, ya era poco más que un esqueleto y estaba bajo los efectos de la morfina a causa del dolor. La morfina es una sustancia curiosa. Tiende a erosionar barreras —la famosa reticencia norteña— que de lo contrario serían inexpugnables. Me tocaba a mí acompañarla una tarde de febrero, más o menos una semana antes de su muerte. Era un día de nieve racheada y frío cortante, con un viento norte que sacudía la casa y gemía bajo los aleros, pero dentro hacía calor. Demasiado calor, de hecho. Mi padre, como recordarán, se dedicaba al negocio del fuel para calefacciones, y después de aquel temible año a mediados de los sesenta en que se vio a un paso de la quiebra, no solo consiguió prosperidad, sino incluso una moderada riqueza.

—Aparta las mantas, Terence —dijo mi madre—. ¿Por qué hay tantas? Me achicharro.

—Soy Jamie, mamá. Terry está en el garaje con papá.

Retiré la única manta, dejando a la vista el camisón rosa, horrendamente alegre, bajo el que parecía no haber nada. El cabello (ya del todo canoso cuando el cáncer se cebó en ella) lo tenía ahora muy ralo, al borde de la calvicie; con los labios entreabiertos y caídos, los dientes se veían en exceso grandes y un tanto equinos. Solo sus ojos seguían siendo los de siempre. Unos ojos jóvenes y rebosantes de curiosidad dolida: ¿Qué me está pasando?

—Jamie, Jamie, eso he dicho. ¿Puedo tomar una pastilla? Hoy tengo un dolor espantoso. Nunca me he encontrado así de mal.

—Dentro de quince minutos, mamá.

Faltaban aún dos horas, pero a esas alturas yo ya no entendía qué importancia podía tener. Claire había propuesto darle el frasco entero, cosa que escandalizó a Andy; era el único hijo que había permanecido fiel a nuestra estricta educación religiosa.

—¿Quieres que mamá vaya al infierno? —había preguntado.

—No iría al infierno si se las diéramos nosotros —observó Claire, muy sensatamente a mi modo de ver—. Ella ni se enteraría. —Y luego, casi partiéndome el corazón porque era una de las frases preferidas de mi madre—: No sabe lo que se pesca. Ya no.

—No harás una cosa así —dijo Andy.

—No —respondió Claire con un suspiro. Por entonces se acercaba ya a los treinta y estaba más guapa que nunca. ¿Acaso porque finalmente se había enamorado? Si era así, qué amarga ironía—. No tengo valor para eso. Solo tengo valor para dejarla sufrir.

—Cuando esté en el cielo, su sufrimiento solo será una sombra —dijo Andy, como si eso zanjara la discusión. Para él así era, supongo.

El viento ululaba, los viejos cristales de la única ventana de la habitación temblaban, y mi madre dijo:

—Qué delgada estoy. Vestida de novia estaba preciosa, todo el mundo lo dijo, pero ahora Laura Mackenzie está delgadísima.

Torció la boca en una mueca tragicómica de pena y dolor.

Me quedaban otras tres horas en la habitación con mi madre hasta que Terry me relevara. Quizá ella durmiera durante parte de ese tiempo, pero en ese momento no dormía, y yo sentí el deseo desesperado de apartar de su mente el modo en que su cuerpo se devoraba a sí mismo. Podría haber recurrido a cualquier tema. Pero casualmente saqué a colación a Charles Jacobs. Le pregunté si sabía adónde había ido al marcharse de Harlow.

—Ay, qué horror —respondió ella—. Fue un horror, aquello que les pasó a su mujer y a su hijito.

—Sí —coincidí—. Ya lo sé.

Mi madre moribunda me miró con una expresión de aturdimiento y desdén.

no sabes nada. No lo entiendes. Fue un horror porque nadie tuvo la culpa. George Barton no la tuvo, eso desde luego. Sencillamente le dio un ataque.

A continuación me contó lo que yo ya sabía. Ella lo había oído de labios de Adele Parker, quien aseguró que jamás se le borraría de la memoria la imagen de aquella mujer agonizante.

—Lo que a mí no se me borrará nunca —dijo mi madre— es cómo gritó él en Peabody. No sabía que un hombre pudiera producir un sonido como ese.

Doreen DeWitt, la mujer de Fernald, telefoneó a mi madre y le dio la noticia. Tenía una buena razón para llamar primero a Laura Morton.

—Tendrás que comunicárselo —dijo.

Mi madre quedó horrorizada ante la idea.

—¡De eso ni hablar! ¡Me veo incapaz!

—Tienes que hacerlo —insistió Doreen, pacientemente—. Una noticia así no se da por teléfono, y excepto por Myra Harrington, esa carroñera, tú eres la vecina más cercana.

Mi madre, con su reticencia totalmente anulada por efecto de la morfina, me contó:

—Me armé de valor, pero justo cuando salía por la puerta, paré en seco. Tuve que dar media vuelta, correr al retrete y cagar.

Bajó la cuesta, cruzó la Interestatal 9 y se encaminó hacia la rectoría. No lo dijo, pero imagino que fue la caminata más larga de su vida. Llamó a la puerta, pero él no atendió de inmediato, pese a que dentro sonaba la radio.

—¿Cómo iba a oírme? —preguntó al techo mientras yo seguía allí, sentado junto a ella—. La primera vez apenas rocé la madera con los nudillos.

La segunda vez llamó con más fuerza. Jacobs abrió y la miró a través de la mosquitera. Sostenía un libro enorme, y aun después de tantos años ella recordaba el título: Protones y neutrones: el mundo secreto de la electricidad.

—Hola, Laura —saludó—. ¿Se encuentra bien? La veo muy pálida. Pase, pase.

Mi madre entró. Él le preguntó qué ocurría.

—Ha habido un accidente espantoso —contestó ella.

El semblante del reverendo traslucía cada vez más preocupación.

—¿Dick o uno de los niños? ¿Necesita que vaya yo? Siéntese, Laura, parece a punto de desmayarse.

—Los míos están bien —respondió ella—. Se trata de… Charles, se trata de Patsy. Y de Morrie.

Él dejó aquel gran libro con cuidado en la consola del recibidor. Probablemente fue en ese momento cuando ella vio el título, y no me extraña que lo recordara; en circunstancias así uno lo ve y lo recuerda todo. Lo sé por propia experiencia. Ojalá no lo supiera.

—¿Están muy graves? —Y antes de que ella tuviera ocasión de contestar, añadió—: ¿Están en el St. Stephen? Seguramente, es el más cercano. ¿Podemos ir en su ranchera?

El hospital de St. Stephen estaba en Castle Rock, pero, como es lógico, no era allí adonde los habían llevado.

—Charles, debe prepararse para un golpe atroz.

Él la cogió por los hombros, delicadamente, según ella, no con fuerza, pero cuando se inclinó para mirarla a la cara, le ardían los ojos.

¿Están muy graves, Laura? ¿Están heridos de gravedad?

Mi madre se echó a llorar.

—Han muerto, Charles. Lo siento mucho.

La soltó y dejó caer los brazos a los lados.

—No, no es verdad. —Era la voz de un hombre que afirma un simple hecho.

—Debería haber venido en coche —dijo mi madre—. Debería haber traído la ranchera, sí. No me he parado a pensar. He venido sin más.

—No es verdad —repitió él. Se apartó de ella y apoyó la frente en la pared—. No. —Dio tal cabezazo que tembló un cuadro cercano, una representación de Jesús cargado con un cordero—. No.

Dio otro cabezazo y el cuadro se desprendió del gancho.

Ella lo sujetó del brazo. Se lo notó inerte y flácido.

—Charles, no haga eso. —Y como si, en lugar de un hombre adulto, fuera uno de sus hijos—: Cariño, eso no.

—No. —Dio otro cabezazo—. ¡No! —Y otro más—. ¡No!

Esta vez mi madre lo agarró con las dos manos y lo apartó de la pared.

—¡Basta ya! ¡Basta ya, ahora mismo!

Él la miró, aturdido. Una marca de vivo color rojo le cruzaba la frente.

—Qué mirada —me dijo mi madre años después, en su agonía—. Me era imposible soportarla, pero no me quedaba más remedio. En cuanto uno empieza algo así, tiene que acabarlo.

»Venga a casa conmigo —propuso ella—. Le daré una copa del whisky de Dick, porque necesita algo, y sé que aquí no hay nada de eso…

El reverendo se echó a reír. Fue un sonido desconcertante.

—… y luego lo llevaré a Gates Falls. Están en Peabody.

—¿En Peabody?

Mi madre aguardó a que él lo asimilara. El reverendo Jacobs sabía qué era Peabody tan bien como ella. Para entonces, había oficiado allí en docenas de funerales.

—Patsy no puede estar muerta —dijo él con tono paciente y aleccionador—. Hoy es miércoles, el miércoles es el día del Príncipe Espagueti, eso dice Morrie.

—Venga conmigo, Charles.

Lo cogió de la mano y tiró de él, primero hasta la puerta, luego hacia el magnífico sol otoñal. Esa mañana él había despertado junto a su mujer y había desayunado frente a su hijo. Hablaron de sus cosas, como hace la gente. Nunca se sabe. Cualquier día puede ser el último, y nunca se sabe.

Cuando llegaron a la Interestatal 9 —bañada por el sol y en silencio, sin tráfico como casi siempre—, él ladeó la cabeza, como un perro, hacia el sonido de las sirenas que se dirigían a Sirois Hill. En el horizonte se veía un manchurrón de humo. Miró a mi madre.

—¿Morrie también? ¿Está segura?

—Vamos, Charlie. —(«Fue la única vez que lo llamé así», me dijo)—. Vamos, estamos en medio de la carretera.

Fueron a Gates Falls en nuestra vieja ranchera Ford, desviándose por Castle Rock. Era un recorrido al menos treinta kilómetros más largo, pero para entonces mi madre ya se había recuperado un poco de la conmoción y podía pensar con claridad. No habría pasado por el lugar del accidente ni aunque el rodeo implicara llegar hasta donde Cristo perdió el gorro.

La Funeraria Peabody estaba en Grand Street. El coche fúnebre, un Cadillac gris, se hallaba ya en el camino de acceso, y había varios vehículos aparcados junto a la acera. Uno de ellos era el descomunal Buick de Reggie Kelton. Otro, como vio mi madre con gran alivio, era una camioneta con el rótulo MORTON FUEL en el costado.

Mi padre y el señor Kelton salieron por la puerta principal cuando mi madre guiaba hacia allí al reverendo Jacobs, para entonces dócil como un niño. Miraba hacia lo alto, explicó mi madre, como si calculase cuánto faltaba para que el color de las hojas alcanzara su máxima intensidad.

Mi padre dio un abrazo a Jacobs, pero Jacobs no se lo devolvió. Se quedó inmóvil, con los brazos caídos a los lados, contemplando las copas de los árboles.

—Charlie, mi más sentido pésame —murmuró Kelton—. En mi nombre y en el de todos.

Se adentraron con él en el empalagoso aroma de las flores. El sistema de megafonía del techo emitía música de órgano, débil como un susurro y un tanto tétrica. Myra Harrington —«Gagá», como la llamaban todos en West Harlow— ya estaba allí, probablemente porque estaba escuchando por la línea colectiva cuando Doreen telefoneó a mi madre. Escuchar las conversaciones de los demás era su pasatiempo. Levantó su mole de un sofá del vestíbulo y atrajo al reverendo Jacobs hacia su enorme seno.

—¡Su querida y adorable esposa y su querido hijito! —maulló Gagá con su voz más aguda. Mi madre miró a mi padre, y cruzaron una mueca—. ¡Bueno, ahora ya están en el cielo! ¡Ese es el consuelo! ¡Salvados por la sangre del Cordero y mecidos en los brazos eternos! —Las lágrimas rodaban por sus mejillas, abriéndose paso a través de la gruesa capa de polvos rosados.

El reverendo Jacobs se dejó abrazar y consolar. Al cabo de un par de minutos («Más o menos cuando yo ya empezaba a pensar que esa mujer no pararía hasta asfixiarlo entre aquellas tetas enormes suyas», me dijo mi madre), él la empujó. No con brusquedad, pero sí con firmeza. Se volvió hacia mi padre y el señor Kelton y anunció:

—Entraré a verlos.

—Espere, Charlie, todavía no —advirtió el señor Kelton—. Tiene que esperar un poco. Hasta que el señor Peabody los deje presenta…

Jacobs atravesó el velatorio, donde una anciana en un ataúd de caoba aguardaba su última aparición en público. Siguió por el pasillo hacia la parte de atrás. Sabía adónde iba; pocos lo sabían mejor que él.

Mi padre y el señor Kelton lo siguieron apresuradamente. Mi madre se sentó, y Gagá se acomodó frente a ella, su mirada encendida bajo la orla de pelo blanco. Por entonces pasaba ya de los ochenta, y cuando no tenía de visita a alguno de sus nietos o bisnietos, unos veinte en total, solo cobraba vida ante la tragedia y el escándalo.

—¿Cómo se lo ha tomado? —preguntó Gagá con un susurro teatral—. ¿Te has arrodillado con él?

—Ahora no, Myra —contestó mi madre—. Estoy agotada. Mi único deseo es cerrar los ojos y descansar un rato.

Pero no tuvo ocasión de descansar, porque en ese preciso momento se oyó un grito procedente del fondo de la funeraria, donde se hallaban las salas de embalsamamiento.

—Sonó como ese viento que sopla hoy ahí fuera, Jamie —dijo mi madre—, solo que cien veces más horrible. —Por fin apartó la mirada del techo. Y lo lamenté, porque en ese instante vi acercarse la oscuridad de la muerte por detrás de la luz de sus ojos—. Al principio lanzó solo aquel gemido de alma en pena, sin articular una palabra. Casi deseé que quedara en eso, pero no fue así. «¿Dónde está la cara? —preguntó—. ¿Dónde está la cara de mi niño

¿Quién oficiaría el funeral? Esa era una duda que me inquietaba (como quién corta el pelo al barbero). Me enteré de todo más tarde, pero no estuve presente; mi madre decidió que solo ella, mi padre, Claire y Con asistirían al funeral. A los demás podía alterarnos demasiado (sin duda estaba pensando en esos escalofriantes gritos procedentes de la sala de embalsamamiento de Peabody), y por tanto Andy se quedaría cuidando de Terry y de mí. La perspectiva no me hizo mucha gracia, porque Andy podía llegar a ser un grandísimo capullo, sobre todo cuando nuestros padres no estaban. Para ser un cristiano declarado, era muy aficionado a las quemaduras indias y los capones, de los fuertes, de esos que te hacían ver las estrellas.

El sábado del doble funeral de Patsy y Morrie no hubo quemaduras indias ni capones. Andy dijo que si nuestros padres no llegaban antes de la hora de la cena, prepararía sopa Campbell. Entretanto, veríamos la tele y nos quedaríamos callados. Acto seguido, subió al piso de arriba y ya no volvió a bajar. Por gruñón y mandón que fuera, apreciaba a Morrie el Lapa tanto como todos nosotros, y por supuesto estaba enamorado de Patsy (también como todos nosotros… excepto Con, a quien por entonces no le gustaban las chicas, y nunca le gustarían). Quizá subiera a su habitación a rezar —«Cuando vayas a orar, entra en tu aposento y, después de cerrar la puerta, ora a tu padre», aconseja san Mateo—, o quizá solo quería sentarse a pensar para intentar verle el sentido a todo aquello. Esas dos muertes no quebrantaron su fe —continuó siendo un recalcitrante cristiano fundamentalista hasta su muerte—, pero debieron de provocar una severa sacudida en ella. Esas muertes tampoco quebrantaron mi propia fe. Eso lo conseguiría más tarde el Sermón Tremebundo.

El reverendo David Thomas, de la iglesia congregacionalista de Gates Falls, pronunció el panegírico por Patsy y Morrie en nuestra iglesia, y nadie puso el menor reparo, ya que, como mi padre dijo: «No hay ni pizca de diferencia entre congregacionalistas y metodistas».

hubo reparos, en cambio, a la elección de Jacobs para el servicio fúnebre junto a la tumba en el cementerio de Willow Grove: Stephen Givens. Este era el pastor (no se hacía llamar reverendo) de la iglesia de Shiloh, donde en aquella época sus feligreses aún se aferraban a las creencias de Frank Weston Sandford, un predicador apocalíptico que animaba a los padres a azotar a sus hijos por pecados veniales («Debéis ser maestros al servicio de Cristo», les recomendaba) e insistía en la conveniencia de mantener ayunos de treinta y seis horas… incluso para los niños.

Los shiloítas habían cambiado mucho desde la muerte de Sandford (y hoy día apenas se diferencian de los otros grupos protestantes), pero en 1965 persistían numerosos rumores antiguos, alimentados por la extraña indumentaria de los miembros y por su fe expresa en la inminencia del fin del mundo. Sin embargo resultó que nuestro Charles Jacobs y su Stephen Givens llevaban años reuniéndose para tomar un café en Castle Rock y eran amigos. Después del Sermón Tremebundo, algunos en el pueblo dijeron que el reverendo Jacobs «se había contagiado de shiloísmo». Tal vez fuera así, pero según mis padres (también según Con y Claire, cuyo testimonio me inspiró más confianza), Givens mantuvo una actitud serena, reconfortante y digna durante la breve ceremonia junto a la tumba.

—No mencionó el fin del mundo ni una sola vez —dijo Claire.

Recuerdo lo guapa que estaba esa tarde con su vestido azul oscuro (lo más cercano que tenía al negro) y sus medias de adulta. También recuerdo que, en la cena, apenas probó bocado, limitándose a desplazar la comida por el plato hasta que quedó todo mezclado y parecía una cagada de perro.

—¿Qué texto de la Biblia ha leído Givens? —preguntó Andy.

—La Primera Epístola a los Corintios —contestó mi madre—. ¿Sabes ahí donde habla de que vemos en un espejo, confusamente?

—Una buena elección —dictaminó mi hermano mayor con su sabiduría.

—¿Cómo estaba? —pregunté a mi madre—. ¿Cómo estaba el reverendo Jacobs?

—Estaba… callado —respondió mi madre, visiblemente atribulada—. Meditando, creo.

—Nada de eso —dijo Claire, y apartó bruscamente el plato—. Estaba conmocionado. Se ha pasado todo el tiempo allí sentado en una silla plegable, en la cabecera de la tumba, y cuando el señor Givens le ha preguntado si echaría el primer puñado de tierra y lo acompañaría luego al pronunciar la bendición, ha seguido sentado con las manos entre las piernas y la cabeza agachada. —Empezó a llorar—. Para mí, todo esto es como un sueño, una pesadilla.

—Pero se ha levantado para echar tierra —intervino mi padre a la vez que le rodeaba los hombros con un brazo—. Al cabo de un rato, un puñado a cada ataúd. ¿No es verdad, Clari-Claire?

—Sí —contestó ella, ahora deshaciéndose en lágrimas—. Cuando ese shilohíta lo ha cogido de las manos y prácticamente lo ha levantado de un tirón.

Con no había despegado los labios, y me di cuenta de que ya había dejado la mesa. Lo vi en el jardín trasero, de pie junto al olmo del que colgaba nuestro columpio, hecho con un neumático. Estaba sujeto al tronco, con la cabeza apoyada en la corteza, y le temblaban los hombros.

Pero, a diferencia de Claire, sí había cenado. Lo recuerdo. Se comió todo el plato y preguntó si podía repetir, con voz firme y clara.

Unos predicadores invitados subieron al púlpito los tres domingos siguientes, bajo la supervisión de los diáconos, pero el pastor Givens no fue uno de ellos. Supongo que, a pesar de su actitud serena, reconfortante y digna en Willow Grove, no se lo pidieron. Además de ser reticentes por naturaleza y educación, los norteños tienen cierta tendencia a cultivar cómodamente algunos prejuicios en cuestiones de religión y raza. Tres años más tarde oí una conversación entre dos de mis profesores del instituto de Gates Falls, y uno, con indignado asombro, dijo al otro: «¿Y cómo se le ocurre a alguien matar al reverendo King? ¡Por el amor de Dios, era un buen hombre, ese negro de mierda!».

La catequesis se suspendió después del accidente. Creo que todos nos alegramos, incluso Andy, también conocido como el Emperador de los Ejercicios Bíblicos. Tan poco preparados estábamos nosotros para enfrentarnos al reverendo Jacobs como lo estaba él para enfrentarse a nosotros. Habría sido insufrible ver el Rincón de los Juguetes, donde Claire y las otras chicas entretenían a Morrie (y a ellas mismas). ¿Y quién tocaría el piano en la Hora del Canto? Supongo que habría podido encargarse alguien del pueblo, pero Charles Jacobs no estaba en condiciones de pedirlo, y en cualquier caso no habría sido lo mismo sin el cabello rubio de Patsy oscilando mientras interpretaba alegres himnos como A Sión caminamos. Su cabello rubio estaba ahora bajo tierra, en la oscuridad sobre una almohada de satén, cada día más quebradizo.

Una tarde gris de noviembre, mientras Terry y yo pintábamos con plantilla pavos y cuernos de la abundancia en nuestras ventanas, el teléfono emitió un sonido largo y otro corto: una llamada para nosotros. Atendió mi madre, habló brevemente, colgó y nos sonrió a Terry y a mí.

—Era el reverendo Jacobs. Va a subir al púlpito el domingo que viene para dar el sermón de Acción de Gracias. Qué bien, ¿no?

Años más tarde —yo iba al instituto y Claire, que estudiaba en la Universidad de Maine, estaba en casa de vacaciones— pregunté a mi hermana por qué nadie se lo había impedido. Nos hallábamos en el jardín trasero, empujando el columpio hecho con un neumático viejo. Claire no tuvo que preguntarme a quién me refería; el sermón de ese domingo había dejado una huella indeleble en todos nosotros.

—Porque hablaba de una manera de lo más sensata, creo. De lo más normal. Para cuando la gente se dio cuenta de lo que decía en realidad, ya era demasiado tarde.

Es posible, pero yo recordaba que Reggie Kelton y Roy Easterbrook lo interrumpieron casi al final, y supe que algo pasaba incluso antes de que él empezara. Porque no concluyó su lectura de las Sagradas Escrituras de aquel día con la acostumbrada frase final: Que Dios bendiga Su santa palabra. Nunca se olvidaba de eso, ni siquiera el día que lo conocí, cuando me enseñó el pequeño Jesús eléctrico que caminaba por encima de las aguas del Lago Apacible.

El texto bíblico el día del Sermón Tremebundo procedía del capítulo 13 de la Primera Epístola a los Corintios, el mismo pasaje que había leído el pastor Givens ante las dos tumbas —una grande, una pequeña— en Willow Grove: «Porque imperfecta es nuestra ciencia, e imperfecta nuestra profecía. Cuando venga lo perfecto, desaparecerá lo imperfecto. Cuando yo era niño, hablaba como niño, pensaba como niño, razonaba como niño. Al hacerme hombre, dejé todas las cosas de niño. Ahora vemos en un espejo, confusamente. Entonces veremos cara a cara. Ahora conozco de un modo imperfecto, pero entonces conoceré como soy conocido».

Cerró la gran Biblia colocada en el púlpito, no con brusquedad, pero todo el mundo oyó el golpe. Ese domingo la iglesia metodista de West Harlow estaba a rebosar, sin un solo banco libre, pero el silencio era profundo, no se oía ni una tos. Recuerdo que recé para que el reverendo consiguiera acabar bien; para que no rompiera a llorar.

Myra Harrington —Gagá— estaba en el primer banco, y aunque me daba la espalda, imaginé sus ojos centelleantes de avidez, semienterrados en las cuencas carnosas y amarillentas. Mi familia ocupaba el tercer banco, como siempre. Mi madre mantenía un semblante sereno, pero advertí que tenía las manos —ese día enfundadas en unos guantes blancos— cerradas alrededor de su gran Biblia en rústica con fuerza suficiente para doblarla formando una U. Claire se había mordisqueado los labios hasta quitarse el carmín. El silencio entre el final de la lectura del texto bíblico y el principio de lo que en Harlow se conoció a partir de entonces como el Sermón Tremebundo no pudo durar más de cinco segundos, diez a lo sumo, pero a mí se me antojó que se prolongaba eternamente. Él, tras el púlpito, tenía la cabeza inclinada sobre la enorme Biblia de contornos dorados. Cuando por fin alzó la vista y mostró su rostro tranquilo y plácido, un ligero suspiro de alivio se elevó de entre los fieles allí reunidos.

—Este ha sido un momento difícil y angustioso para mí —dijo—. No necesito decíroslo; esta es una comunidad muy unida, y todos nos conocemos. Vosotros me habéis tendido la mano de todas las formas posibles, y siempre os estaré agradecido. Quiero dar las gracias especialmente a Laura Morton, que me comunicó la noticia de mi pérdida con tanta ternura y consideración.

Inclinó la cabeza en dirección a mi madre. Ella le devolvió el gesto y alzó una mano enguantada para enjugarse una lágrima.

—He dedicado mucho tiempo a la reflexión y el estudio entre el día de mi pérdida y la mañana de este domingo. Me gustaría añadir que también a la oración, pero, aunque me he puesto de rodillas una y otra vez, no he percibido la presencia de Dios, y por tanto he tenido que conformarme con la reflexión y el estudio.

Silencio entre los fieles. Todas las miradas puestas en él.

—Fui a la biblioteca de Gates Falls en busca de The New York Times, pero como en la hemeroteca de allí solo tienen el Weekly Enterprise, me enviaron a Castle Rock, donde archivan el Times en microfilm… «Buscad y hallaréis», nos dice san Mateo, y qué razón tenía.

El comentario fue acogido con unas pocas risas, apenas audibles, pero enseguida se apagaron.

—Fui un día tras otro. Examinaba los microfilmes hasta que me dolía la cabeza, y quiero daros a conocer algunas de mis averiguaciones.

Sacó unas cuantas fichas del bolsillo de la chaqueta de su traje negro.

—En junio del año pasado tres pequeños tornados azotaron el pueblo de May, en Oklahoma. Aunque se produjeron daños materiales, nadie resultó muerto. Los vecinos acudieron en tropel a la iglesia baptista para entonar cantos de alabanza y ofrecer oraciones de acción de gracias. Mientras estaban allí, un cuarto tornado, un monstruo F5, se abatió sobre May y derrumbó la iglesia. Murieron cuarenta y una personas. Otras treinta resultaron heridas de gravedad, incluidos varios niños que perdieron brazos y piernas.

Pasó esa ficha a la última posición de la pila y fijó la mirada en la siguiente.

—Puede que algunos recordéis esto otro. En agosto del año pasado un hombre y sus dos hijos salieron a remar en el lago Winnipesaukee. Llevaban al perro de la familia. El perro se cayó del bote, y los dos niños saltaron a rescatarlo. Cuando el padre vio que los hijos corrían peligro de ahogarse, saltó también y, sin querer, volcó el bote. Murieron los tres. El perro llegó a nado a la orilla. —Alzó la vista e incluso sonrió por un momento: fue como si el sol asomara a través de una cortina de nubes un día frío de enero—. Intenté averiguar qué fue del perro, si la mujer que perdió a su marido y a sus hijos lo conservó o lo sacrificó, pero no había información al respecto.

Lancé una mirada furtiva a mis hermanos. Terry y Con solo parecían perplejos, pero Andy estaba lívido de horror, ira, o ambas cosas. Tenía los puños apretados sobre el regazo. Claire lloraba en silencio.

Siguiente ficha.

—Octubre del año pasado. Un huracán azotó la costa cerca de Wilmington, en Carolina del Norte, y murieron diecisiete personas. Seis eran niños de la guardería de una parroquia. A un séptimo se lo dio por desaparecido. Su cadáver fue hallado al cabo de una semana en un árbol.

Siguiente.

—Esta noticia guarda relación con una familia de misioneros que atendía a los pobres proporcionándoles comida, medicamentos y el Evangelio en lo que antiguamente fue el Congo belga y ahora es, creo, Zaire. Eran cinco. Fueron asesinados. Aunque el artículo no lo mencionaba… como es sabido, solo algunas noticias son aptas para publicarse en The New York Times… sí se insinuaba que tal vez los asesinos tenían tendencias caníbales.

Se produjo un murmullo de desaprobación, con Reggie Kelton en el centro. Jacobs lo oyó y levantó una mano en lo que fue casi un gesto de bendición.

—Quizá no sea necesario que entre en más detalles… los incendios, las inundaciones, los terremotos, los disturbios, los homicidios… aunque bien podría hacerlo. El mundo se estremece con ellos. Aun así, leer esas noticias me proporcionó cierto consuelo, porque demuestran que no estoy solo en mi sufrimiento. El consuelo es pequeño, no obstante, porque tales muertes, como las de mi mujer y mi hijo, parecen crueles y arbitrarias. Jesucristo ascendió a los cielos en cuerpo y alma, se nos dice, pero con excesiva frecuencia nosotros, los pobres mortales, aquí en la tierra nos quedamos sin nada más que repulsivas masas de carne mutilada y esa pregunta permanente y reverberante: ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?

»He leído las Sagradas Escrituras toda mi vida, primero sentado en las rodillas de mi madre, luego en catequesis, y más tarde en la facultad de Teología, y puedo deciros, amigos míos, que en ningún lugar de las Escrituras se aborda directamente esa pregunta. Lo más que se acerca la Biblia es en este texto de Corintios, donde san Pablo viene a decir: “No sirve de nada preguntar, hermanos míos, porque en todo caso no lo entenderíais”. Cuando Job se lo preguntó al propio Dios, recibió una respuesta aún más contundente: “¿Estabas tú presente cuando creé el mundo?”. Lo que, en el vocabulario de nuestros feligreses más jóvenes, se traduciría como: “Pírate, chaval”.

Esta vez no hubo risas.

Nos examinó con un asomo de sonrisa en las comisuras de los labios, formándose rombos azules y rojos en su mejilla izquierda por efecto de la luz que penetraba a través del vitral.

—Se supone que la religión ha de ser nuestro consuelo cuando llegan los malos tiempos. Dios es nuestra vara y nuestro cayado, declara el Gran Salmo; estará con nosotros y nos sostendrá cuando recorramos inevitablemente el Valle de la Sombra de la Muerte. Otro salmo nos asegura que Dios es nuestro refugio y nuestra fortaleza, aunque las personas que murieron en esa iglesia de Oklahoma podrían rebatir la idea… si aún tuvieran bocas con que rebatirla. Y ese padre y sus dos hijos, los que se ahogaron al intentar rescatar a la mascota de la familia… ¿preguntaron a Dios qué pasaba allí? ¿A qué venía aquello? ¿Y acaso Él contestó «Os lo diré dentro de unos minutos, muchachos», mientras el agua llenaba sus pulmones y la muerte oscurecía sus mentes?

»Hablemos claramente de lo que quiso decir san Pablo al referirse a las confusas imágenes de ese espejo. Quería decir que debemos aceptarlo todo por una cuestión de fe. Si nuestra fe es fuerte, iremos al cielo, y lo comprenderemos todo cuando lleguemos allí. Como si la vida fuera una broma, y el cielo el lugar donde por fin se nos explica el desenlace cósmico.

En esos momentos se oían tenues sollozos femeninos y murmullos masculinos de descontento, estos más acusados. Pero nadie se había marchado ni se había levantado aún para advertir al reverendo Jacobs que debía sentarse porque se adentraba en el terreno de la blasfemia. Todavía estaban atónitos.

—Cuando me cansé de investigar las muertes aparentemente caprichosas y a menudo en extremo dolorosas de los inocentes, consulté distintas ramas del cristianismo. ¡Caramba, amigos míos, me sorprendí de tantas como hay! ¡Vaya una Torre de Doctrinas! Católicos, episcopalianos, metodistas, baptistas (tanto de la vieja escuela como de la nueva), los seguidores de la Iglesia de Inglaterra, los anglicanos, los luteranos, los presbiterianos, los unitarios, los testigos de Jehová, los adventistas del séptimo día, los cuáqueros, los shakers, los ortodoxos griegos, los ortodoxos orientales…, los shilohítas, no nos olvidemos de ellos, y medio centenar más.

»Aquí en Harlow todos tenemos líneas telefónicas colectivas, y me parece que la religión es la mayor línea colectiva de todas. Imaginad cómo deben de saturarse las líneas de comunicación con el cielo los domingos por la mañana. ¿Y sabéis qué es lo que me fascina? Todas y cada una de las Iglesias consagradas a la doctrina de Jesucristo se consideran las únicas que en realidad tienen línea directa con el Todopoderoso. Y caramba, eso que ni siquiera he mencionado a los musulmanes, los judíos, los teósofos, los budistas o aquellos que veneran a la propia América tan fervientemente como, durante ocho o diez años de pesadilla, los alemanes veneraron a Hitler.

Fue justo en ese momento cuando la gente empezó a marcharse. Primero solo unos cuantos de la parte de atrás, con la cabeza gacha y los hombros encorvados (como si hubieran recibido un rapapolvo), luego cada vez más. El reverendo Jacobs no parecía darse cuenta.

—Algunas de esas diversas sectas y confesiones son pacíficas, pero las más numerosas, las que han tenido más éxito, se han erigido sobre la sangre, los huesos y los gritos de aquellos que han tenido la desfachatez de no inclinarse ante su idea de Dios. Los romanos echaron a los cristianos a los leones; los cristianos descuartizaron a quienes consideraron herejes, hechiceros o brujas; Hitler sacrificó a millones de judíos ante el falso dios de la pureza racial. Millones han muerto en la hoguera, a tiros, en la horca, en el potro, envenenados, en la silla eléctrica o despedazados por perros… todos en nombre de Dios.

Mi madre sollozaba de forma audible, pero no la miré, no pude. Estaba paralizado. Por el horror, sí, desde luego. Tenía solo nueve años. Pero junto a eso sentía también una incipiente y desenfrenada exultación, la sensación de que por fin alguien me decía la verdad sin adornos. Parte de mí albergaba la esperanza de que se interrumpiera; la mayor parte de mí deseaba con intensidad que continuara, y mi deseo se cumplió.

—Jesucristo nos enseñó a poner la otra mejilla y a amar a nuestros enemigos. Eso predicamos hipócritamente, pero cuando recibimos un golpe, casi todos nosotros lo devolvemos por duplicado. Jesús expulsó a los mercaderes del templo, pero todos sabemos que esos artistas del dinero fácil nunca tardan mucho en volver; si alguna vez habéis participado en una emocionante partida de bingo en la parroquia o habéis oído a un predicador radiofónico pedir dinero, sabéis a qué me refiero exactamente. Isaías profetizó que llegaría el día en que se forjarían arados con las espadas, pero en nuestra actual edad de las tinieblas, se han forjado bombas atómicas y misiles balísticos intercontinentales.

Reggie Kelton se puso en pie. Estaba tan rojo como pálido mi hermano Andy.

—Debe usted sentarse, reverendo. Está fuera de sí.

El reverendo Jacobs no se sentó.

—¿Y qué recibimos a cambio de nuestra fe? ¿De los siglos durante los que hemos entregado a tal o cual iglesia nuestra sangre y nuestros tesoros? La certeza de que nos espera el cielo al final del camino y, cuando lleguemos allí, se nos explicará el desenlace del chiste y diremos: «¡Ah, sí! Ahora lo pillo». Esa es la gran recompensa. Nos lo inculcan desde nuestros primeros días: ¡cielo, cielo, cielo! ¡Allí veremos a los hijos que hemos perdido, allí nuestras queridas madres nos estrecharán entre sus brazos! Esa es la zanahoria. ¡El palo con el que nos pegan es el infierno, el infierno, el infierno! Un Sheol de condenación y tormento eternos. Decimos a niños tan pequeños como mi querido hijo perdido que se arriesgan al fuego eterno si roban un caramelo o mienten acerca de cómo se han mojado los zapatos nuevos.

»No existen pruebas de estos destinos después de la vida, ninguna base científica, sino solo la fe desnuda, unida a nuestra intensa necesidad de creer que todo tiene sentido. Pero cuando estuve en la sala del fondo de la Funeraria Peabody y contemplé los restos destrozados de mi hijo, que quería ir a Disneylandia mucho más que ir al cielo, tuve una revelación. La religión es el equivalente teológico de los seguros fraudulentos, en los que uno paga la prima un año tras otro, y un día, cuando necesita las prestaciones por las que ha pagado tan… y perdón por el juego de palabras… religiosamente, descubre que la compañía que ha aceptado su dinero en realidad no existe.

Fue entonces cuando Roy Easterbrook se puso en pie, mientras la iglesia se vaciaba ya por momentos. Era una mole de hombre, sin afeitar. Vivía en una herrumbrosa caravana, en un pequeño camping del lado este del pueblo, cerca de la vía del ferrocarril de Freeport. Por regla general, solo acudía a la iglesia en Navidad, pero ese día había hecho una excepción.

—Reverendo —dijo—. Oí decir que en la guantera de su coche había una botella de alpiste. Y según contó Mert Peabody, cuando se inclinó sobre su mujer para empezar a trabajar, olía igual que un bar. Ahí tiene, pues, la razón. Ahí tiene el sentido. ¿Le falta valor para aceptar la voluntad de Dios? Bien, pero deje en paz a los demás. —Dicho esto, Easterbrook dio media vuelta y salió con su andar premioso.

Jacobs calló en el acto. Se quedó inmóvil, agarrado al púlpito, los ojos resplandecientes en el rostro pálido, los labios tan apretados que la boca se desdibujó.

Entonces se puso en pie mi padre.

—Charles, es mejor que baje del púlpito.

El reverendo Jacobs sacudió la cabeza como para despejársela.

—Sí —dijo—, tiene razón, Dick. En todo caso, diga lo que diga, las cosas no cambiarán.

Pero sí cambiaron. Para un niño sí cambiaron.

Retrocedió, miró a su alrededor como si ya no supiera dónde estaba y volvió a dar un paso al frente, aunque ya no quedaba nadie para escucharlo, salvo mi familia, los diáconos de la iglesia y Gagá, todavía instalada en la primera fila con los ojos desorbitados.

—Solo una cosa más. Venimos de un misterio, y hacia un misterio vamos. Quizá hay algo ahí, pero me juego lo que sea a que no es Dios tal como lo entiende ninguna Iglesia. Fijaos en el balbuceo de credos en conflicto y os daréis cuenta. Se anulan mutuamente y no dejan nada. Si queréis la verdad, una fuerza superior a vosotros, mirad el rayo: mil millones de voltios cada uno, y cien mil amperios de corriente, y temperaturas de casi treinta mil grados centígrados. En eso hay una fuerza superior, os lo aseguro. Pero ¿y aquí, en este edificio? No. Creed lo que os venga en gana, pero os diré lo siguiente: detrás de las imágenes confusas de ese espejo de san Pablo, no hay nada más que una mentira.

Abandonó el púlpito y se dirigió hacia la puerta lateral. La familia Morton permaneció inmóvil, sumida en la clase de silencio que debe de experimentar la gente después del estallido de una bomba.

Cuando llegamos a casa, mi madre entró en el gran dormitorio del fondo, dijo que no quería que la molestaran y cerró la puerta. Se quedó allí el resto del día. Claire preparó la cena, y comimos en silencio casi todo el tiempo. En algún momento Andy empezó a citar un pasaje de la Biblia que desmentía totalmente las afirmaciones del reverendo, pero mi padre le mandó cerrar el pico. Andy vio que mi padre tenía las manos profundamente hundidas en los bolsillos y echó la cremallera.

Después de la cena, mi padre fue al garaje, donde andaba trasteando con el Cohete de la Carretera II. Por una vez, Terry —por lo común, su leal ayudante, casi su acólito— no lo acompañó, así que fui yo… no sin cierta vacilación.

—Papá, ¿puedo hacerte una pregunta?

Tumbado en una plataforma rodante bajo el Cohete, sostenía una lamparilla enrejada en una mano. Solo asomaban las piernas, enfundadas en un pantalón caqui.

—Supongo que sí, Jamie. A menos que tenga que ver con el puñetero desastre de esta mañana. Si es así, mejor será que también cierres el pico. Esta noche no quiero saber nada de eso. Mañana ya habrá tiempo de sobra. Tendremos que presentar una petición ante la Conferencia Metodista de Nueva Inglaterra para que lo despidan, y ellos tendrán que planteárselo al obispo Matthews de Boston. Es un puto desastre, y si alguna vez dices a tu madre que he pronunciado esa palabra delante de ti, me molerá a palos.

Yo ignoraba si mi pregunta tenía que ver con el Sermón Tremebundo o no; solo sabía que debía hacérsela.

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