Revival

Revival


IV

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—¿Bolas muy inflamadas? —preguntó.

—¿Eh?

—Da igual. Primero tocaremos su canción.

Sabes cómo va, ¿no?

Sí lo sabía, porque el grupo tocaba muchos temas a petición del público. Y a mí me complacía la idea de hacerlo, porque ahora, cuando tenía la Kay delante, me sentía más seguro: un escudo eléctrico conectado y listo para vibrar.

Subimos al escenario. Paul tocó su acostumbrado riff con la batería para indicar que el grupo estaba de vuelta y a punto para el rock. Norm me dirigió un gesto de asentimiento a la vez que se ajustaba la correa de la guitarra pese a no necesitar ajustársela. Me acerqué al micrófono central y bramé:

—Esta es para Astrid, Wild Thing, porque la ha pedido y porque… ¡creo que te quiero!

Y aunque por lo común era tarea de Norm —su prerrogativa como líder del grupo—, marqué el tiempo para dar inicio a la canción: «Un, dos, tres, ya sabéis qué hacer». En la pista, las amigas de Astrid la zarandeaban y chillaban. Ella tenía las mejillas encendidas. Me lanzó un beso.

Astrid Soderberg me lanzó un beso.

Así que los chicos de los Rosas Cromadas tenían novias. O quizá fueran grupis. O quizá lo uno y lo otro. Cuando alguien forma parte de un grupo de rock no siempre es fácil determinar dónde está la línea entre lo uno y lo otro. Norm tenía a Hattie. Paul tenía a Suzanne Fournier. Kenny tenía a Carol Plummer. Y yo tenía a Astrid.

Hattie, Suzanne y Carol a veces se apretujaban con nosotros en el microbús cuando íbamos a nuestros bolos. A Astrid no se lo permitían, pero cuando Suzanne conseguía prestado el coche de sus padres, Astrid sí tenía autorización para viajar con las chicas.

A veces salían a la pista y bailaban juntas; la mayor parte del tiempo se limitaban a formar un estrecho corrillo y a mirar. En los intermedios, Astrid y yo dedicábamos casi todo el tiempo a besarnos, y empecé a notar el sabor a tabaco en su aliento. No me importó. Cuando ella se dio cuenta (las chicas tienen un sexto sentido para esas cosas), comenzó a fumar en mi presencia, y un par de veces me echó un poco de humo en la boca mientras nos besábamos. Con eso, se me empinó de tal modo que habría podido romper el hormigón a golpes.

Una semana después de cumplir los quince años, Astrid recibió permiso para acompañarnos en el microbús al bolo de la Liga Atlética de la Policía de Lewiston. Nos besamos durante todo el viaje a casa, y cuando deslicé la mano bajo su abrigo para ahuecarla en torno a un pecho que por entonces era poco más que un nódulo, no me la apartó como hacía antes.

—Me gusta —me susurró al oído—. Ya sé que está mal pero me gusta.

—Quizá sea por eso —dije. A veces los chicos son muy tontos.

Pasó otro mes hasta que me dejó meter la mano por debajo del sujetador, y dos hasta que me permitió explorar bajo la falda, todo el camino, pero cuando llegué al final, reconoció que eso también le gustaba. Pero de ahí no podía pasar.

—Sé que me quedaría embarazada a la primera —me susurró al oído una noche mientras estábamos aparcados y la situación se había calentado especialmente.

—Puedo conseguir algo en la farmacia. Podría ir a Lewiston. Allí no me conocen.

—Dice Carol que a veces esas cosas se rompen. A ella le pasó una vez con Kenny. Estuvo todo un mes muerta de miedo. Pensaba que nunca le llegaría la regla. Pero podemos hacer otras cosas. Eso me dijo ella.

Las otras cosas no estaban nada mal.

Me saqué el carnet de conducir a los dieciséis años, el único entre mis hermanos que superó el examen práctico a la primera. Se lo debí en parte a la autoescuela Driver’s Ed y, sobre todo, a Cicero Irving. Norm vivía con su madre, una rubia teñida de buen corazón con una casa en Gates Falls, pero él pasaba casi todos los fines de semana con su padre, que vivía en un mísero camping de caravanas cerca de Harlow, en Motton, al otro lado de la vía del ferrocarril.

Si teníamos un bolo un sábado por la noche, a menudo los miembros del grupo —junto con nuestras chicas— nos reuníamos en la caravana de Cicero la tarde del sábado para comer pizza. Liaban y fumaban porros, y yo, después de rehusarlos durante casi un año, me rendí y probé uno. Al principio me costó retener el humo, pero —como muchos de mis lectores sabrán por propia experiencia— con el tiempo es más fácil. Por aquel entonces nunca fumaba demasiado; lo justo para relajarme antes de la actuación. Tocaba mejor cuando conservaba en el cuerpo cierto cuelgue residual, y en aquella vieja caravana siempre nos reíamos mucho. Cuando conté a Cicero que iba a presentarme al examen de conducir a la semana siguiente, me preguntó si tenía cita en Castle Rock o en la ciudad, refiriéndose a Lewiston-Auburn. Cuando dije que era en L-A, movió la cabeza en un sagaz gesto de asentimiento.

—Eso quiere decir que te tocará Joe Cafferty. Lleva veinte años en el puesto. Yo, cuando era alguacil, iba de copas con él al Mellow Tiger de Castle Rock, en los tiempos en que Castle Rock no era aún lo bastante grande para tener un departamento de policía propio, ya me entiendes.

Costaba imaginar a Cicero Irving —entrecano, con los ojos enrojecidos, delgado como un palo de escoba, vestido casi siempre con pantalones viejos de color caqui y camisetas de tirantes— al servicio de las fuerzas del orden, pero la gente cambia; a veces suben en la escala y a veces bajan. Con frecuencia quienes descienden cuentan con la ayuda de diversas sustancias, como aquella que era tan aficionado a liar y a compartir con los compañeros adolescentes de su hijo.

—El viejo Joey casi nunca da el carnet a nadie al primer intento —comentó Cicero—. Es algo en lo que no cree por principio.

Eso yo ya lo sabía: Claire, Andy y Con habían suspendido todos con Joey Cafferty. A Terry le tocó otro examinador (quizá aquel día el agente Cafferty estaba enfermo), y aunque era un conductor excelente desde la primera vez que se sentó al volante, aquel día era un manojo de nervios y se las arregló para embestir una boca de riego al echar marcha atrás cuando intentaba aparcar en paralelo.

—Si quieres aprobar te conviene saber tres cosas —dijo Cicero a la vez que entregaba el porro que acababa de liar a Paul Bouchard—. Primero, no pruebes esta mierda hasta después del examen práctico.

—Vale.

En realidad eso fue en cierto modo un alivio. Me gustaba la hierba, pero con cada calada que daba me acordaba de la promesa que le había hecho a mi madre y ahora estaba incumpliendo… aunque me consolaba pensando que aún no fumaba cigarrillos ni bebía, lo cual me parecía todo un logro.

—Segundo, háblale de usted. «Gracias, señor» cuando subas al coche y «gracias, señor» cuando bajes. Eso le gusta. ¿Captas?

—Capto.

—Tercero, y lo más importante, córtate el puto pelo. Joe Cafferty detesta a los hippies.

Eso no me gustó ni pizca. Había dado un estirón de ocho centímetros desde que me incorporé al grupo, pero, en lo que se refería al pelo, iba con retraso. Me había costado un año dejármelo casi hasta los hombros. Además, había tenido muchas discusiones sobre eso con mis padres, que me decían que parecía un vagabundo. El dictamen de Andy era aún más contundente: «Si quieres parecer una chica, Jamie, ¿por qué no te pones un vestido?». Dios santo, no hay nada como el discurso cristiano razonado, ¿verdad?

—Pero, hombre, si me corto el pelo pareceré un remilgado.

—Ya lo pareces —dijo Kenny, y todos se echaron a reír.

Incluso Astrid se rio (luego apoyó una mano en mi muslo para atenuar el efecto).

—Sí —dijo Cicero Irving—, parecerás un remilgado con carnet de conducir. Paulie, ¿vas a encender ese porro o vas a quedarte ahí admirándolo?

Prescindí de la hierba. Hablé de usted al agente Cafferty. Me hice un corte de pelo de ejecutivo, que me partió el corazón y alegró a mi madre. Mientras aparcaba en paralelo, toqué el parachoques del coche de atrás, pero el agente Cafferty me dio el carnet de todos modos.

—Confío en ti, hijo —afirmó.

—Gracias, señor —respondí—. No lo decepcionaré.

Cuando cumplí los diecisiete, me organizaron una fiesta en casa, que ahora se hallaba en una calle asfaltada: el progreso. Astrid estaba invitada, naturalmente, y me regaló un suéter que había tejido ella misma. Me lo puse en el acto, pese a que era agosto y hacía calor.

Mi madre me regaló la colección de novelas históricas de Kenneth Roberts en tapa dura (que de hecho leí). Andy me regaló una Biblia encuadernada en piel (que también leí, sobre todo por fastidiar al propio Andy) con mi nombre grabado en letras doradas en la portada. La frase inscrita en la guarda era del Apocalipsis 3: «He aquí, yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él». La implicación —que yo era un apóstata— no era precisamente injustificada.

De Claire —que ahora tenía veinticinco años y ejercía de maestra en New Hampshire— recibí una elegante americana de sport. Con, siempre un tanto tacaño, me obsequió seis juegos de cuerdas de guitarra. Bueno, al menos eran Dollar Slicks.

Mi madre trajo una tarta de cumpleaños y todos cantaron la canción tradicional. Si Norm hubiese estado allí, probablemente habría apagado las velas de un soplido con su voz de roquero, pero, como no estaba, las apagué yo. Mientras mi madre distribuía los platos, caí en la cuenta de que no tenía regalos de mi padre ni de Terry, ni siquiera una corbata de flores.

Después del pastel y el helado (de vainilla, chocolate y fresa, por supuesto), vi a Terry lanzarle una mirada de soslayo a mi padre. Este miró a mi madre, y ella le dirigió una sonrisita nerviosa. Solo en retrospectiva caí en la cuenta de que había visto esa sonrisa nerviosa en el rostro de mi madre cada vez con mayor frecuencia a medida que sus hijos crecían y accedían al mundo.

—Ven al granero, Jamie —dijo mi padre, y se puso en pie—. Terence y yo tenemos un detalle para ti.

El «detalle» resultó ser un Ford Galaxie de 1966. Estaba lavado y encerado, y era tan blanco como la luz de la luna sobre la nieve.

—Dios mío —dije con voz apagada, y todos se echaron a reír.

—La carrocería estaba bien, pero el motor necesitaba un poco de trabajo —explicó Terry—. Papá y yo hemos limpiado las válvulas, cambiado las bujías, puesto una batería nueva… y toda la pesca.

—Neumáticos nuevos —añadió mi padre, señalándolos—. Negros, pero no son recauchutados. ¿Te gusta, hijo?

Lo abracé. Los abracé a los dos.

—Solo tienes que prometernos a tu madre y a mí que nunca te sentarás al volante si has bebido. Procura que un día no tengamos que mirarnos el uno al otro y decir que te regalamos algo que utilizaste para hacerte daño o hacérselo a otra persona.

—Lo prometo —dije.

Astrid —con quien compartiría poco más o menos los últimos dos centímetros de un porro al llevarla a casa en mi coche nuevo— me dio un apretón en el brazo.

—Y yo lo obligaré a cumplirlo.

Después de conducir hasta el Estanque de Harry dos veces (tuve que hacer el viaje dos veces para poder llevarlos a todos), se repitió la historia. Sentí un tirón en la mano. Era Claire. Me llevó al zaguán, tal como había hecho el día que el reverendo Jacobs utilizó su Estimulador Eléctrico de los Nervios para devolverle la voz a Connie.

—Mamá quiere que le hagas otra promesa —dijo—, pero le daba vergüenza pedírtelo. Así que le he dicho que te lo pediría yo por ella.

Esperé.

—Astrid es buena chica —continuó Claire—. Fuma, se lo huelo en el aliento, pero no por eso es mala. Y es una chica con buen gusto. Salir contigo durante tres años es prueba de ello.

Esperé.

—Además, es lista. Irá a la universidad. Así que esta es la promesa, Jamie: no la dejes embarazada en el asiento trasero de ese coche. ¿Puedes prometerlo?

Casi sonreí. Si hubiese sonreído, habría sido en un cincuenta por ciento porque me hizo gracia y en un cincuenta por ciento porque me dolió. Durante los dos últimos años Astrid y yo teníamos una palabra en clave: «receso». Significaba masturbación mutua. Yo le había mencionado los condones en varias ocasiones después de la primera vez, incluso había llegado al extremo de comprar una caja de Trojans de tres (uno lo llevaba en el billetero, los otros dos los tenía escondidos detrás del zócalo de mi habitación), pero ella estaba convencida de que el primero que utilizáramos se rompería o tendría una pérdida. Así que… receso.

—Te has enfadado conmigo, ¿verdad? —preguntó Claire.

—No —contesté—. Nunca me enfado contigo, Clari-Claire. —Y así era. La ira se la reservaba al monstruo con quien se casó, y nunca disminuyó.

La abracé y prometí no dejar embarazada a Astrid. Fue una promesa que cumplí, aunque estuvimos cerca antes de aquel día en la cabaña cercana a Lo Alto del Cielo.

En aquellos años a veces soñaba con Charles Jacobs —lo veía hincar los dedos en mi falsa montaña para formar cuevas, o pronunciar el Sermón Tremebundo con fuego azul en torno a la cabeza como una diadema eléctrica—, pero prácticamente desapareció de mi conciencia hasta un día de junio de 1974. Yo tenía dieciocho años. Astrid también.

Habían terminado las clases en el instituto. Los Rosas Cromadas teníamos un bolo detrás de otro a lo largo de todo el verano (incluidos un par en bares, donde mis padres, a regañadientes, me habían dado permiso por escrito para actuar), y durante el día yo trabajaba en la granja de los Marstellar, como el año anterior. Morton Fuel iba viento en popa, y mis padres podían permitirse pagar la matrícula en la Universidad de Maine, aunque se esperaba que yo contribuyera. Pero me faltaba aún una semana para incorporarme a mi puesto en la granja, así que Astrid y yo podíamos pasar mucho tiempo juntos. A veces íbamos a mi casa; a veces íbamos a la suya. Muchas tardes paseábamos en mi Galaxie por carreteras secundarias. Buscábamos dónde estacionar y allí… receso.

Aquella tarde nos hallábamos en una gravera a un paso de la Interestatal 9, pasándonos un porro de hierba autóctona no muy buena. El día estaba bochornoso, y en poniente se formaban nubes de tormenta. Se oyó un trueno, y debió de caer algún rayo. No llegué a verlo, pero el altavoz de la radio del salpicadero crepitó a causa de la interferencia estática, imponiéndose momentáneamente a Smokin’ in the Boys’ Room, una canción que los Rosas tocábamos ese año en todos los conciertos.

Fue en ese momento cuando el reverendo Jacobs volvió a mi memoria como un invitado tras una larga ausencia, y puse el coche en marcha.

—Apaga ese canuto —dije—. Vamos a dar un paseo.

—¿Adónde?

—A un sitio del que me habló alguien hace mucho tiempo. Si es que aún existe.

Astrid dejó el resto del porro en una caja de caramelos Sucrets y la escondió debajo del asiento. Recorrí un par de kilómetros por la Interestatal 9 y luego doblé hacia el oeste por la carretera del Monte Cabra. Allí, voluminosos árboles se alzaban muy cerca de la calzada a ambos lados, y la brumosa luz del sol desapareció tras los nubarrones.

—Si estás pensando en el complejo turístico, no nos dejarán entrar —advirtió Astrid—. Mis padres ya no son socios. Dijeron que tenían que ahorrar si yo voy a ir a la universidad en Boston. —Arrugó la nariz.

—No vamos al complejo turístico —dije.

Dejamos atrás Longmeadow, donde solíamos organizar la barbacoa anual en catequesis. La gente lanzaba miradas nerviosas al cielo a la vez que recogía sus mantas y sus neveras y volvía apresuradamente a sus coches. Los truenos eran ahora más fuertes, como carromatos cargados a través del cielo, y vi caer un rayo al otro lado de Lo Alto del Cielo. Empecé a sentir cierta euforia. Hermoso, había dicho Charles Jacobs aquel último día. Hermoso y aterrador. Dejamos atrás un indicador donde se leía GARITA MT. CABRA 2 KM POR FAVOR MUESTRE SU CARNET DE SOCIO.

—Jamie…

—Debería haber un desvío hacia Lo Alto del Cielo —dije—. Quizá ha desaparecido, pero…

No había desaparecido, y seguía siendo de grava. Accedí a una velocidad un poco excesiva, y el Galaxie derrapó primero a un lado y luego al otro.

—Espero que sepas lo que estás haciendo —dijo Astrid. No parecía asustada por estar avanzando directamente hacia una tormenta de verano; parecía más bien interesada y un poco excitada.

—Eso mismo espero yo.

La pendiente aumentó. Las ruedas de atrás del Galaxie perdían tracción en la grava suelta de vez en cuando, pero en general permanecía estable. Cinco kilómetros más allá del desvío, los árboles desaparecieron y allí surgió Lo Alto del Cielo. Astrid ahogó una exclamación y se irguió en el asiento. Pisé el freno y el coche se detuvo entre los crujidos de la grava. A la derecha había una vieja cabaña con el techo hundido, cubierto de musgo, y las ventanas rotas. Una maraña de pintadas, en su mayoría tan descoloridas que eran ilegibles, cubría los costados grises. Al frente y por encima de nosotros se elevaba un gran promontorio de granito. En la cima, tal como Jacobs me había dicho hacía media vida, un poste de hierro apuntaba hacia las nubes, ahora negras y aparentemente tan bajas que podían tocarse. A nuestra izquierda, hacia donde Astrid miraba, se extendían hacia el mar montes y campos y kilómetros de bosque verde grisáceo. En esa dirección todavía brillaba el sol, envolviendo el mundo en su resplandor.

—¡Dios mío! ¿Esto ha estado siempre aquí? ¿Y nunca me has traído?

—Yo tampoco había venido nunca —respondí—. Mi antiguo pastor me dijo…

Solo llegué hasta ahí. Un reluciente rayo cayó del cielo. Astrid lanzó un grito y se llevó las manos a la cabeza. Por un momento —extraño, terrible, prodigioso— tuve la impresión de que el aire había sido sustituido por aceite eléctrico. Sentí erizarse el vello por todo mi cuerpo, incluso el más fino de la nariz y las orejas. A continuación sonó el chasquido, como si procediera de los dedos de un gigante invisible. Un segundo rayo destelló y alcanzó el poste, confiriéndole el mismo color azul vivo que yo había visto alrededor de la cabeza de Charles Jacobs en mis sueños. Tuve que cerrar los ojos para no quedarme ciego. Cuando volví a abrirlos, el poste despedía un brillo rojo cereza. Como una herradura en una forja, había dicho el reverendo, y en efecto así era. Retumbó el trueno posterior.

¿Quieres marcharte de aquí? —pregunté a pleno pulmón. Tuve que levantar la voz para oírme yo mismo por encima del zumbido en los oídos.

¡No! —contestó ella también a gritos—. ¡Entremos allí! —Y señaló los restos desmoronados de la cabaña.

Pensé en decirle que estaríamos más seguros en el coche —recordando vagamente el principio de que los neumáticos de caucho actuaban como toma de tierra y lo protegían a uno de los rayos—, pero en Lo Alto del Cielo había habido millares de tormentas, y la vieja cabaña seguía en pie. Cuando echamos a correr hacia ella cogidos de la mano, comprendí que existía una buena razón para eso. La barra de hierro atraía los rayos. Al menos así había sido hasta ese momento.

Cuando llegamos a la puerta abierta, empezó a granizar, trozos de hielo del tamaño de guijarros que resonaban en el granito.

—¡Ay, ay, ay! —chilló Astrid… pero a la vez se reía.

Entró como una flecha. Yo la seguí en el preciso momento en que un rayo destellaba de nuevo, como artillería en un campo de batalla apocalíptico. Esta vez lo precedió una detonación en lugar de un chasquido.

Astrid me cogió del hombro.

¡Mira!

Me había perdido la segunda acometida de la tormenta contra el poste de hierro, pero sí vi claramente qué ocurrió a continuación. Varias bolas de fuego de San Telmo rebotaron y rodaron pedregal abajo. Media docena. Se esfumaron una tras otra.

Astrid me abrazó, pero eso no bastó. Entrelazó las manos por detrás de mi cuello y trepó a mí, rodeándome la cadera con los muslos.

—¡Es fantástico! —exclamó.

El granizo se convirtió en lluvia, y esta cayó torrencialmente. Lo Alto del Cielo quedó oculto tras la cortina de agua, pero no perdimos de vista el poste de hierro, porque lo alcanzó un rayo tras otro. Emitía un resplandor azul o morado, después rojo, después el brillo desaparecía, y entonces caía otro rayo.

Esa clase de lluvia casi nunca duraba demasiado. Cuando amainó, vimos que, más abajo, la pendiente de granito se había convertido en un río. Seguía el estruendo de los truenos, pero perdía furia y quedaba en simple mal genio. Oímos correr el agua por todas partes, como si la tierra susurrara. Al este todavía brillaba el sol, por encima de Brunswick, Freeport y Jerusalem’s Lot, donde vimos no uno ni dos arco iris sino media docena, entrelazados como anillos olímpicos.

Astrid se volvió hacia mí.

—Tengo que decirte una cosa —anunció. Hablaba en voz baja.

—¿Qué? —De pronto tuve la certeza de que ella echaría a perder ese momento transcendental diciéndome que teníamos que romper.

—El mes pasado mi madre me llevó al médico. Dijo que no quería saber si tú y yo íbamos muy en serio, que eso no era asunto suyo, pero sí necesitaba saber que yo me andaba con cuidado. Así lo expresó. «Lo único que has de decir es que las quieres porque tienes unas reglas muy dolorosas e irregulares», eso dijo. «Como verá que te acompaño yo, no pondrá inconveniente.»

Estuve un poco lento, supongo, y me dio un puñetazo en el pecho.

—Píldoras anticonceptivas, memo. Ovral. Ahora ya no hay peligro, porque he tenido una regla desde que empecé a tomarlas. He estado esperando el momento idóneo, y si no es este, nunca lo será.

Aquellos ojos luminosos suyos fijos en los míos. De pronto bajó la mirada y se mordió el labio.

—Pero no… no te dejes llevar, ¿vale? Piensa en mí y sé tierno. Porque tengo miedo. Según me contó Carol, la primera vez duele un horror.

Nos desvestimos el uno al otro —totalmente, por fin— mientras el cielo clareaba y el sol asomaba y el murmullo del agua empezaba a desvanecerse. Ella tenía los brazos y las piernas bronceados y el resto del cuerpo tan blanco como la nieve.

Su vello púbico era oro fino, que acentuaba su sexo más que ocultarlo. En el rincón, donde el tejado seguía entero, había un colchón viejo; no éramos los primeros en utilizar aquella cabaña para lo que se utilizó ese día.

Ella me guio al penetrarla y de repente me detuvo. Le pregunté si pasaba algo. Dijo que no, pero prefería hacerlo ella misma.

—Aguanta, cariño. Tú aguanta.

Aguanté. Aguantar era un martirio, pero era también maravilloso. Levantó la cadera. Entré un poco más. Ella repitió el movimiento y volví a entrar un poco más. Recuerdo que miré el colchón y vi el viejo dibujo descolorido, y manchurrones de mugre, y una única hormiga que avanzaba penosamente. Y que ella levantó otra vez la cadera. Penetré del todo y ahogó una exclamación.

—¡Dios mío!

—¿Te duele? Astrid, ¿te…?

—No, es maravilloso. Creo que… ahora puedes hacerlo.

Lo hice. Lo hicimos.

Ese fue nuestro verano del amor. Lo hicimos en varios sitios —una vez en el dormitorio de Norm en la caravana de Cicero Irving, donde le rompimos la cama y tuvimos que volver a montarla—, pero sobre todo recurrimos a la cabaña de Lo Alto del Cielo. Era nuestro sitio, y escribimos nuestros nombres en una de las paredes, entre otros centenares. Sin embargo no hubo ninguna otra tormenta. No aquel verano.

En otoño fui a la Universidad de Maine, y Astrid a la Universidad de Suffolk, en Boston. Supuse que esa sería una separación pasajera: que nos veríamos en vacaciones, y que en algún otro momento borroso del futuro, cuando los dos estuviéramos licenciados, nos casaríamos. Una de las pocas cosas que he aprendido desde entonces sobre las diferencias fundamentales entre los sexos es esta: los hombres hacen suposiciones; las mujeres, rara vez.

El día de la tormenta, mientras volvíamos a casa en coche, Astrid dijo: «Me alegro de que tú hayas sido el primero». Le dije que yo también me alegraba, sin pararme siquiera a pensar qué se insinuaba detrás de eso.

No hubo ninguna gran escena de ruptura. Sencillamente nos fuimos distanciando, y si existió un arquitecto de esa gradual extinción, fue Delia Soderberg, la madre guapa y discreta de Astrid, que era invariablemente amable conmigo pero siempre me miraba como un tendero examina un billete de veinte dólares sospechoso. Quizá es bueno, piensa el tendero, pero tiene algo… raro. Si Astrid se hubiera quedado embarazada, tal vez mis suposiciones sobre nuestro futuro se habrían hecho realidad. Y bueno, quizá incluso hubiéramos sido muy felices: tres niños, un garaje para dos coches, piscina en el jardín, todo lo demás. Pero no lo creo. Creo que los continuos bolos —y las chicas que siempre rondan en torno a los grupos de rock— habrían causado nuestra ruptura. Volviendo la vista atrás, debo pensar que los recelos de Delia Soderberg estaban justificados. Yo era un billete de veinte falso. Bastante aceptable para entrar en muchos sitios, tal vez, pero no en su tienda.

Tampoco hubo una gran escena de ruptura con los Rosas Cromadas. El primer fin de semana que volví a casa de la universidad, en Orono, toqué con el grupo en la Asociación de Veteranos el viernes por la noche y en el Scooter’s Pub de North Conway el sábado. Sonamos tan bien como siempre, y a esas alturas nos embolsábamos ya ciento cincuenta por bolo. Recuerdo que fui el cantante solista en Shake Your Moneymaker y toqué un solo de armónica más que decente.

Pero cuando regresé a casa en Acción de Gracias descubrí que Norm había contratado a un nuevo guitarrista rítmico y cambiado el nombre del grupo, que ahora se llamaba los Caballeros de Norman.

—Lo siento, tío —dijo, y se encogió de hombros—. Las ofertas se amontonaban, y yo no puedo trabajar con un trío. Batería, bajo, dos guitarras: eso es el rock and roll.

—Vale —dije—, lo entiendo.

Y en efecto así era, porque él tenía razón. O casi. Batería, bajo, dos guitarras y todo empieza por mi.

—Mañana por la noche tocamos en el Ragged Pony de Winthrop, por si quieres apuntarte. ¿Como artista invitado o algo así?

—Paso —contesté.

Había oído al nuevo guitarra rítmico. Era un año menor que yo, y ya tocaba mejor; era capaz de rascar los acordes como un cabrón. Además, así podría pasar la noche del sábado con Astrid. Y eso hice. Sospecho que por entonces ella ya salía con otros —era demasiado guapa para quedarse en casa—, pero era discreta. Y afectuosa. Fue un buen día de Acción de Gracias. No eché en absoluto de menos a los Rosas Cromadas (o los Caballeros de Norman, nombre al que nunca tendría que acostumbrarme, lo cual ya me parecía bien).

Bueno. Ya se sabe.

Casi en absoluto.

Un día no mucho antes de las vacaciones de Navidad, me dejé caer por el Bear’s Den, en el Memorial Union de la Universidad de Maine, para tomar una hamburguesa y una Coca-Cola. Al salir, me detuve a mirar el tablón de anuncios. Entre la morralla de tarjetas que anunciaban la venta de libros de texto, la venta de coches y peticiones para viajar a distintos destinos, encontré lo siguiente:

¡BUENA NOTICIA! ¡Los Cumberland se juntan de nuevo! ¡MALA NOTICIA! ¡NOS FALTA UN GUITARRISTA RÍTMICO! ¡Somos un GRUPO DE VERSIONES ORGULLOSO! Si sabes tocar a los Beatles, los Stones, los Badfinger, los McCoys, los Barbarians, los Standells, los Byrds, etcétera, ven a la habitación 421, Cumberland Hall, y trae tu guitarra. Si te gustan Emerson, Lake and Palmer, o Blood, Sweat and Tears, que te den por el c**o.

Para entonces yo tenía una Gibson SG de color rojo intenso, y aquella tarde, después de clase, me acerqué al Cumberland Hall, donde conocí a Jay Pederson. Debido a las restricciones de ruido durante las horas de estudio, tocamos en su habitación al estilo raqueta de tenis. Más tarde esa noche nos conectamos en la zona de esparcimiento de la residencia. Sacudimos aquel sitio durante media hora, y conseguí el puesto. Él era mucho mejor que yo, pero yo ya estaba acostumbrado a eso, al fin y al cabo había empezado mi carrera en el rock and roll con Norm Irving.

—Estoy pensando en cambiarle el nombre al grupo y llamarlo los Calefactores —dijo Jay—. ¿Qué te parece?

—Siempre y cuando me quede tiempo para estudiar durante la semana y repartáis con justicia, por mí como si os llamáis los Gilipollas del Infierno.

—Un buen nombre, a la altura de Doug y los Requetechiflados, pero dudo que nos salieran muchos bailes de instituto. —Me tendió la mano, se la cogí, y nos dimos el clásico apretón flácido—. Bienvenido a bordo, Jamie. Ensayo el miércoles por la noche. Preséntate a tocar o sé convencional.

Yo era muchas cosas pero convencional no era una de ellas. Fui a tocar. Durante casi dos décadas en una docena de grupos y un centenar de ciudades, me presenté a tocar. Un guitarrista rítmico siempre encuentra trabajo, incluso si lleva tal cuelgue que apenas se tiene en pie. En esencia, todo se reduce a dos cosas: tienes que presentarte y tienes que ser capaz de tocar un acorde en mi.

Mis problemas empezaron cuando dejé de presentarme.

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