Revival

Revival


V

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—La pierna mejoró, pero no del todo. Más adelante… por entonces formaba parte de un grupo llamado los Roqueros de Andersonville, o quizá a esas alturas se habían cambiado ya el nombre y eran los Gigantes de Georgia… El caso es que más adelante cierto individuo me dio conocer la hidrocodona. Ese fue un gran paso en la dirección correcta por lo que se refiere al control del dolor. Oye, ¿de verdad quieres oír esto?

—Claro que sí.

Me encogí de hombros, como si me trajese sin cuidado tanto si le interesaba como si no, pero soltarlo me representó todo un desahogo. Hasta aquel día, allí en la Bounder de Jacobs, no se lo había contado a nadie. En los grupos con los que había tocado, mis compañeros reaccionaban con indiferencia y miraban en otra dirección. Siempre y cuando yo siguiera presentándome, claro está, y recordara los acordes de In the Midnight Hour… lo cual, créanme, no es ingeniería aeroespacial.

—Es otro jarabe para la tos. Más potente que el hidrato de terpina, pero solo si uno sabe depurarlo. Para eso, hay que atar un cordel al cuello del frasco y hacerlo girar como un poseso. La fuerza centrífuga separa el jarabe en tres niveles. La parte buena, el extracto de hidrocodona en sí, queda en medio. Se sorbe con una cañita.

—Fascinante.

No mucho, pensé.

—Al cabo de un tiempo, como aún me dolía, empecé a pillar morfina otra vez. Un día descubrí que la heroína daba el mismo resultado y costaba la mitad. —Sonreí—. Hay una especie de mercado bursátil de la droga, ¿sabes? Cuando todo el mundo empezó a consumir cocaína en piedra, el precio del caballo cayó en picado.

—Yo no te veo la pierna tan mal —comentó con benevolencia—. La cicatriz es considerable, y salta a la vista que has perdido algo de músculo, pero no mucho. Algún médico hizo un buen trabajo contigo.

—Aún camino, eso sí. Pero tú quédate una noche de pie durante tres horas, apoyado en una pierna llena de placas y tornillos, bajo el calor de los focos y con una guitarra de cuatro kilos al hombro. Ya puedes sermonearme todo lo que quieras. Al fin y al cabo, me recogiste en mis horas bajas y supongo que te lo debo. Pero no quieras darme lecciones sobre el dolor. Eso nadie lo conoce a no ser que lo padezca.

Asintió con la cabeza.

—Como persona que ha sufrido… pérdidas…, eso puedo comprenderlo. Pero he aquí una cosa que, en el fondo, seguramente ya sabes. El dolor está en tu cerebro, y le echa la culpa a tu pierna. En ese sentido el cerebro es muy taimado.

Se guardó el frasco en el bolsillo (lo vi desaparecer con profundo pesar) y se echó al frente, su mirada fija en la mía.

—Pero creo que puedo resolver tu problema con un tratamiento eléctrico. Sin garantías, y el tratamiento quizá no cure tu anhelo mental para siempre, pero creo que puedo «crearte un espacio», como dicen en el fútbol americano.

—Curarme como curaste a Connie, imagino. Cuando aquel niño le sacudió con el bastón de esquí.

Pareció sorprenderse, pero al cabo de un momento se echó a reír.

—Te acuerdas de eso.

—¡Claro! ¿Cómo iba a olvidarme?

También recordaba que Con se había negado a acompañarme a ver a Jacobs después del Sermón Tremebundo. No fue exactamente como cuando Pedro negó a Jesús, pero no le andaba lejos.

—Una curación dudosa, Jamie, en el mejor de los casos. Muy probablemente fue el efecto placebo. A ti te ofrezco una curación real, una que provoque, o eso creo, un cortocircuito en el doloroso proceso de abstinencia.

—Ya, pero tú qué vas a decir.

—Estás juzgándome por el personaje que encarno en la feria. Pero lo que viste, Jamie, es solo eso: un personaje. Cuando no llevo mi traje de escena ni estoy ganándome la vida, procuro decir la verdad. De hecho, cuando estoy trabajando, en esencia también digo la verdad. Ese retrato asombrará a los amigos de la señorita Cathy Morse.

—Sí —dije—. Durante unos dos años, más o menos.

—Déjate de evasivas y contesta a mi pregunta. ¿Quieres curarte?

Lo que me vino a la cabeza fue la posdata de la nota que Kelly Van Dorn me había dejado por debajo de la puerta. En la cárcel al cabo de un año si no me enmendaba, había escrito. Y eso con suerte.

—Hace tres años lo dejé. —Era verdad a medias, porque de hecho me había sometido a un programa de deshabituación por medio del consumo de marihuana—. A rajatabla. Pasé por los temblores, los sudores, las diarreas. Tenía la pierna tan mal que ni renqueando podía apenas andar. Tengo dañado algún nervio.

—Eso también puedo resolverlo, me parece.

—¿Obras milagros o algo así? Eso es lo que esperas que crea.

Jacobs estaba sentado en la moqueta junto a la cama. En ese momento se puso en pie.

—Por ahora ya basta. Necesitas dormir. Aún no estás bien ni mucho menos.

—Pues dame algo que me ayude.

Me lo dio sin discutir, y esnifar me ayudó. Pero no me ayudó lo suficiente. En 1992, la verdadera ayuda llegaba a través de la aguja. No había otra opción. Sencillamente no es posible hacer desaparecer esa mierda con una varita mágica.

O eso creía yo.

Me quedé en su Bounder durante casi toda una semana, viviendo a base de caldo, bocadillos y dosis de heroína administrada por vía nasal, que servían escasamente para mantener a raya los temblores más agudos. Me trajo la guitarra y el petate. En este guardaba instrumental de reserva, pero cuando lo busqué (era la segunda noche, y él volvía a presentar ante el público su número Retratos en Relámpagos) había desaparecido. Le supliqué que me lo devolviera, junto con heroína suficiente para prepararme un chute.

—No —contestó—. Si la quieres en vena…

—Solo me pincho a través de la piel.

Me miró como diciendo: Vamos, por favor.

—Si eso es lo que quieres, tendrás que buscarte el equipo adecuado tú mismo. Si no estás tan recuperado como para eso esta noche, lo estarás mañana, y por estos alrededores no te llevará mucho tiempo. Pero aquí no vuelvas.

—¿Cuándo será esa supuesta curación milagrosa?

—Cuando estés en condiciones de soportar una pequeña dosis de electricidad en el lóbulo frontal.

Sentí frío al oírlo. Bajé las piernas de la cama (él dormía en el sofá plegable) y lo observé mientras se quitaba el traje de escena, lo colgaba cuidadosamente y se ponía un sencillo pijama blanco que parecía una de esas prendas que llevaban los internos en las películas de terror ambientadas en manicomios. A veces me preguntaba si su lugar no estaría en un manicomio, y no porque se dedicara a lo que en esencia era un número de feria. A veces —sobre todo cuando hablaba de las facultades curativas de la electricidad— asomaba a sus ojos una expresión que no parecía propia de una persona cuerda. Una expresión no muy distinta de la que tenía cuando perdió el empleo por su sermón en Harlow.

—Charlie… —Así lo llamaba ahora—. ¿Estás hablándome de un tratamiento de electroshock?

Me miró seriamente mientras se abotonaba el pijama blanco de interno.

—Sí y no. Desde luego no en el sentido convencional, porque no tengo intención de tratarte con electricidad convencional. En el escenario, mis palabras suenan increíbles, porque es lo que los clientes quieren. No vienen a la feria por la realidad, Jamie; vienen por la fantasía. Pero de verdad existe una electricidad secreta, y sus utilidades son muchas. Solo que aún no las he descubierto todas, y eso incluye la que más me interesa.

—¿Quieres explicarte?

—No. He hecho varias actuaciones agotadoras, y necesito dormir. Espero que por la mañana sigas aquí, pero si no, la decisión es tuya.

—En otro tiempo habrías dicho que no hay decisiones reales, sino solo la voluntad de Dios.

—Ese era un hombre distinto. Un joven con creencias ingenuas. ¿Vas a darme las buenas noches?

Eso hice, y después me tendí en la cama que él me había cedido. No era ya predicador, pero conservaba algo de buen samaritano en muchos sentidos. No me había encontrado desnudo, como el hombre asaltado por los ladrones de camino a Jericó, pero desde luego la heroína me había robado muchas cosas. Jacobs me había dado de comer, y me había acogido y me había proporcionado caballo suficiente para evitar que enloqueciera. Ahora la duda era si yo quería o no darle la oportunidad de aplanarme las ondas cerebrales. O matarme directamente a fuerza de enchufarme megavoltios de «electricidad especial» en la cabeza.

Cinco veces, quizá diez o doce, pensé en levantarme y recorrer a rastras el paseo central hasta encontrar a alguien que me vendiera lo que necesitaba. Esa necesidad era como un taladro en mi cabeza, penetrando cada vez a mayor profundidad. Los sorbos de H administrada por vía nasal no la atajaban. Necesitaba una dosis grande, directa al sistema nervioso central. En una ocasión llegué a apoyar los pies en el suelo y a tender la mano hacia la camisa, resuelto a hacerlo de una vez por todas, pero al final volví a tumbarme, tembloroso y sudoroso, con convulsiones.

Al cabo de un rato me adormecí. Me dejé llevar, pensando: Mañana. Me marcharé mañana. Pero me quedé. Y en mi quinta mañana —creo que era la quinta—, Jacobs se sentó al volante de su Bounder, puso el motor en marcha y dijo:

—Demos un paseo.

No me quedaba otra elección, a menos que quisiera abrir la puerta y saltar, porque estábamos ya en movimiento.

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