Revival

Revival


VI

Página 13 de 27

VI

El tratamiento eléctrico. Una excursión nocturna.

Un patán de Oklahoma hecho una furia.

Un billete para el Mountain Express.

Jacobs tenía el taller eléctrico en West Tulsa. No sé cómo es ahora esa parte de la ciudad, pero en 1992 era una zona industrial desolada donde muchas de las fábricas parecían muertas o agonizantes. En Olympia Avenue, entró en el aparcamiento de un centro comercial casi en quiebra y estacionó frente a la Chapistería Wilson.

—Llevaba desocupado mucho tiempo, según me dijo el agente inmobiliario —explicó Jacobs. Vestía unos vaqueros descoloridos y un polo azul, llevaba el pelo lavado y peinado, y le brillaban los ojos de entusiasmo. Me ponía nervioso de solo mirarlo—. Tuve que pagar el alquiler de todo un año; aun así, me salió tirado. Entremos.

—Deberías quitar el letrero y poner el tuyo —sugerí. Lo encuadré con las manos, que me temblaban solo un poco—. «Retratos en Relámpagos, C. D. Jacobs, Propietario.» Quedaría bien.

—No me quedaré en Tulsa tanto tiempo —dijo—, y los retratos en realidad son solo una manera de mantenerme mientras llevo a cabo mis experimentos. He recorrido un largo camino desde mi época de pastor, pero aún tengo mucho camino por recorrer. No te haces una idea. Entra, Jamie. Entra.

Sacó una llave, abrió una puerta y me guio a través de un despacho sin muebles. En el linóleo mugriento se veían aún los recuadros limpios allí donde en su día descansaron las patas de un escritorio. En la pared colgaba un calendario abarquillado con el mes de abril de 1989 a la vista.

El garaje tenía el tejado de metal acanalado, y supuse que sería un horno bajo el sol de septiembre; sin embargo resultaba asombrosamente fresco. Oí el susurro del aire acondicionado. Cuando accionó una serie de interruptores —recientemente modificados, a juzgar por el aspecto improvisado de los cables que asomaban de los boquetes al descubierto donde antes debían de estar las placas—, se encendieron una docena de intensas luces. De no ser por el cemento oscurecido a causa del aceite y los fosos rectangulares donde en otro tiempo hubo dos elevadores, habría cabido pensar que era un quirófano.

—Debe de costar una fortuna el aire acondicionado en un sitio como este —comenté—. Y más con todas esas luces encendidas.

—Me sale tirado. Los aparatos de aire acondicionado los he diseñado yo mismo. Consumen poquísimo y la energía la genero yo en su mayor parte. Podría generarla toda, pero no me gustaría que la compañía de la luz de Tulsa sospechara que puenteo el contador y se presentara aquí a husmear. En cuanto a las luces… puedes rodear con la mano una de las bombillas sin quemarte. Sin sentir siquiera el calor en la piel, si a eso vamos.

Nuestros pasos reverberaron en aquel amplio espacio vacío. También nuestras voces. Era como estar en compañía de fantasmas. Solo tengo esa sensación porque estoy tenso, me dije.

—Oye, Charlie… no estarás tonteando con algo radiactivo, ¿verdad?

Hizo una mueca y negó con la cabeza.

—Nada me interesa menos que la energía nuclear. Eso es para idiotas. Un callejón sin salida.

—¿Y cómo generas la corriente?

—La electricidad engendra electricidad, si sabes lo que te traes entre manos. Dejémoslo en eso. Ven por aquí, Jamie.

Al fondo de la sala había tres o cuatro mesas alargadas con material eléctrico. Reconocí un osciloscopio, un espectrómetro y un par de objetos que parecían amplificadores Marshall pero podrían haber sido baterías de algún tipo. El equipo incluía un panel de control en apariencia averiado y varias consolas apiladas con los cuadrantes a oscuras. Gruesos cables eléctricos serpenteaban en todas las direcciones. Algunos desaparecían en el interior de contenedores metálicos cerrados que, por su aspecto, podrían haber sido cajas de herramientas Craftsman; otros formaban bucles y volvían al equipo oscuro.

Todo esto podría ser una fantasía, pensé. Equipo que solo cobra vida en su imaginación. Pero los Retratos en Relámpagos no eran ficticios. Yo ignoraba cómo los creaba; sus explicaciones habían sido imprecisas como mucho. Pero los creaba. Y aunque me hallaba justo debajo de una de aquellas luces intensas, ciertamente no parecía emitir calor alguno.

—Esto no parece gran cosa —comenté con recelo—. Me esperaba algo más.

—¡Luces intermitentes! ¡Interruptores cromados en paneles de control de ciencia ficción! ¡Telepantallas a lo Star Trek! ¡Posiblemente una cámara de teletransporte, o un holograma del arca de Noé en una cámara de niebla! —Soltó una alegre carcajada.

—Eso no —contesté, pese a que no iba muy desencaminado—. Es solo que parece un tanto… escaso.

—Lo es. He llegado todo lo lejos que puedo llegar por el momento. He vendido parte de mi equipo. Otras cosas, cosas más controvertidas, las he desmontado y las tengo guardadas. En Tulsa he trabajado bien, en especial si pensamos en el poco tiempo libre de que dispongo. Subsistir es una labor engorrosa, como imagino que ya sabes.

Sin duda lo sabía.

—Pero sí, he hecho ciertos avances hacia mi objetivo final. Ahora necesito pensar, y no creo que pueda hacerlo con media docena de funciones cada noche.

—¿Y cuál es tu objetivo final?

También esta vez hizo caso omiso de la pregunta.

—Pasa por aquí, Jamie. ¿Te apetece un pequeño reconstituyente antes de empezar?

No estaba muy seguro de querer empezar, pero sí quería el reconstituyente, eso desde luego. No por primera vez, me planteé agarrar sin más el pequeño frasco marrón y salir corriendo. Solo que probablemente me atraparía y me lo quitaría. Yo era más joven, y casi me había recuperado de la gripe; aun así, él estaba en mejor forma. De entrada, no había sufrido una fractura múltiple de cadera y pierna en un accidente de moto.

Cogió una silla de madera salpicada de pintura y la colocó frente a una de las cajas negras que parecían amplificadores Marshall.

—Siéntate aquí.

Pero no me senté, no de inmediato. En una de las mesas había un marco, de esos que se apoyaban en una pequeña cuña situada en la parte de atrás. Me vio tender la mano hacia él e hizo ademán de impedírmelo. Pero de pronto se quedó inmóvil.

Una canción en la radio puede devolvernos el pasado con una inmediatez brutal (aunque afortunadamente pasajera): un primer beso, un buen rato con los amigos o una etapa de la vida desdichada. Siempre que oigo Go Your Own Way, de Fleetwood Mac, pienso en las últimas y dolorosas semanas de mi madre; esa primavera tenía la impresión de que sonaba por la radio cada vez que la encendía. Una foto puede ejercer el mismo efecto. Miré aquella y de repente volví a ser un niño de ocho años. Mi hermana ayudaba a Morrie a colocar piezas de dominó en el Rincón de los Juguetes mientras Patsy Jacobs tocaba Bringing in the Sheaves, meciéndose en la banqueta del piano, oscilando su cabello rubio y lacio.

Era un retrato de estudio. Patsy llevaba uno de esos vestidos con vuelo y falda hasta la pantorrilla que habían pasado de moda ya hacía años, pero a ella le quedaban bien. El niño, con pantalón corto y un chaleco de lana, estaba en su regazo. Un bucle que yo recordaba bien se erguía en la parte de atrás de su cabeza.

—Lo llamábamos Morrie el Lapa —dije a la vez que deslizaba los dedos suavemente por el cristal.

—¿Ah, sí?

No alcé la vista. Su voz trémula me indujo a temer lo que pudiera ver en sus ojos.

—Sí. Y todos los niños estábamos enamorados de tu mujer. Claire también. Creo que ella quería ser como la señora Jacobs.

Con el recuerdo de mi hermana, a mí mismo se me empañaron los ojos. Podría aducir que se debió a que estaba en un mal momento físico y rebosaba ansia, y sería verdad, pero no toda la verdad.

Me froté la cara con un brazo y dejé el marco. Cuando levanté la vista, él manipulaba un regulador de voltaje que al parecer no necesitaba ser manipulado.

—¿Nunca has vuelto a casarte?

—No —respondió—. Ni siquiera he estado cerca de eso. Patsy y Morrie eran lo único que quería. Que necesitaba. No hay un solo día que no piense en ellos, ni un solo mes que no sueñe que están bien. El sueño fue el accidente, me digo, y entonces despierto. Dime una cosa, Jamie. En cuanto a tu madre y tu hermana, ¿alguna vez te preguntas dónde están? ¿Si están?

—No. —Todo retazo de fe que pudiera haber sobrevivido al Sermón Tremebundo había acabado de desvanecerse en el instituto y la universidad.

—Ah. Ya veo. —Dejó caer el regulador y encendió el objeto que parecía un amplificador Marshall, la clase de amplificador que los grupos con los que yo tocaba rara vez podían permitirse. Emitió un zumbido, pero no como el de un Marshall. Era un sonido más grave, y casi musical—. En fin, vamos allá, ¿te parece?

Miré la silla, pero no me senté.

—Primero ibas a darme una pequeña dosis.

—Es verdad. —Sacó el frasco marrón, lo contempló por un momento y me lo entregó—. Como cabe esperar que esta sea la última vez, ¿por qué no haces tú los honores?

No tuvo que pedírmelo dos veces. Esnifé dos veces con fuerza, y habría repetido de no ser porque me arrebató el frasco. Aun así, se abrió en mi cabeza una ventana que daba a una playa tropical. Entró una suave brisa, y de pronto ya no me preocupaban los posibles efectos de aquello en mis ondas cerebrales. Me senté en la silla.

Abrió uno de los varios armarios empotrados y sacó unos auriculares maltrechos, remendados mediante esparadrapo, con las almohadillas recubiertas de malla metálica entrecruzada. Los conectó al artefacto semejante a un amplificador y me los tendió.

—Si oigo In-A-Gadda-Da-Vida, salgo por piernas —dije.

Sonrió pero guardó silencio.

Me puse los auriculares. Noté la malla fría en las orejas.

—¿Has probado esto con alguien? —pregunté—. ¿Me dolerá?

—No te dolerá —dijo, sin contestar la primera pregunta. Como en contradicción con su respuesta, me entregó un protector bucal, de esos que a veces usan los jugadores de baloncesto, y sonrió al ver mi expresión.

—Pura precaución. Póntelo.

Me lo puse.

Del bolsillo extrajo una caja blanca de plástico no mayor que un timbre de puerta.

—Creo que…

Pero apretó un botón de la cajita, y no oí el resto.

No hubo fundido a negro, ni sensación de paso del tiempo, ni discontinuidad alguna. Solo un chasquido, muy sonoro, como si Jacobs hubiese chascado los dedos junto a mis oídos, pese a que se hallaba a un metro y medio de mí. Sin embargo, de repente, estaba inclinado sobre mí, no de pie junto al objeto que no era un amplificador Marshall. La pequeña caja blanca, el mando, no estaba a la vista, y me pasaba algo en el cerebro. Se me atascaba.

—Algo —dije—. Algo, algo, algo. Ha pasado. Ha pasado. Algo ha pasado. Algo ha pasado, pasado, algo ha pasado. Ha pasado. Algo.

—Para ya. Estás bien. —Pero no se lo veía muy convencido. Se lo veía asustado.

Los auriculares habían desaparecido. Intenté ponerme en pie y, en lugar de eso, levanté una mano, como un niño de segundo de primaria que sabe la respuesta correcta y se muere de ganas de darla.

—Algo. Algo. Algo. Ha pasado. Ha pasado, ha pasado. Algo ha pasado.

Me abofeteó, y con fuerza. Di una sacudida hacia atrás, y me habría caído de espaldas si la silla no hubiese estado colocada casi contra la mampara metálica que delimitaba el taller.

Bajé la mano, dejé de repetir palabras y me limité a mirarlo.

—¿Cómo te llamas?

Diré que me llamo algo ha pasado, pensé. Nombre de pila: Algo; apellido: Ha Pasado.

Pero no fue así.

—Jamie Morton.

—¿Segundo nombre?

—Edward.

—¿Y yo cómo me llamo?

—Charles Jacobs. Charles Daniel Jacobs.

Sacó el pequeño frasco de heroína y me lo entregó. Lo miré por un momento y se lo devolví.

—Por ahora estoy bien. Acabas de darme un poco.

—¿Ah, sí? —Me enseñó su reloj. Habíamos llegado allí a media mañana. Eran las dos y cuarto del mediodía.

—Imposible.

Mi respuesta pareció interesarle.

—¿Y eso por qué?

—Porque no ha pasado el tiempo. Solo que… supongo que sí ha pasado. ¿No?

—Sí. Hemos hablado largamente.

—¿De qué hemos hablado?

—De tu padre. De tus hermanos. Del fallecimiento de tu madre. Y el de Claire.

—¿Qué he dicho de Claire?

—Que se casó con un maltratador y, por vergüenza, lo llevó en secreto durante tres años. Al final se sinceró con tu hermano Andy, y…

—Se llamaba Paul Overton —dije—. Daba clases de lengua y literatura en un colegio pijo de New Hampshire. Andy fue hasta allí en coche, esperó en el aparcamiento, y cuando Overton apareció, Andy le dio una paliza de muerte. Todos queríamos mucho a Claire… todos, incluso Paul Everton a su manera, supongo… pero ella y Andy eran los mayores, y estaban muy unidos. ¿Es eso lo que te he contado?

—Casi palabra por palabra. Andy dijo: «Si vuelves a ponerle la mano encima te mataré».

—¿Qué más he dicho?

—Que Claire se marchó de allí, consiguió una orden de alejamiento y pidió el divorcio. Se fue a North Conway y encontró otro empleo de profesora en un colegio. Seis meses después de dictarse la sentencia definitiva de divorcio, Overton se presentó allí y la mató de un tiro en su aula mientras ella corregía unos exámenes después de clase. Luego se suicidó.

Sí. Claire muerta. Su funeral fue la última vez en que se reunió lo que quedaba de mi familia amplia, bulliciosa y por lo general feliz. Un día soleado de octubre. Después del entierro, me fui en coche a Florida por el simple hecho de que nunca había estado allí. Al cabo de un mes tocaba con El Carmín de Patsy Cline en Jacksonville. Los precios de la gasolina eran altos, el clima por norma era templado, y troqué mi coche por una Kawasaki. No fue una buena decisión, como más tarde se vio.

En un rincón del taller había una pequeña nevera. La abrió y me trajo una botella de zumo de manzana. La apuré de cinco largos tragos.

—A ver si la retienes.

Me levanté de la silla y me tambaleé. Jacobs me sujetó por el codo para que no me cayera.

—De momento va bien. Ahora cruza el taller.

Obedecí, al principio haciendo eses como un borracho, pero a la vuelta, caminaba ya normalmente. Con paso estable.

—Bien —dijo—. Ni rastro de la cojera. Volvamos al recinto de la feria. Necesitas descansar.

ha pasado algo —dije—. ¿Qué?

—Una reestructuración menor de tus ondas cerebrales, creo.

—Crees.

—Sí.

—Pero ¿no lo sabes?

Se detuvo a pensar durante lo que se me antojó un largo rato, aunque acaso fueran solo unos segundos; tardé una semana en recuperar la noción del tiempo. Al final dijo:

—He encontrado ciertos libros importantes, que son realmente difíciles de obtener, y como consecuencia tengo un largo camino por recorrer en mis estudios. A veces eso implica correr pequeños riesgos. Solo riesgos asumibles. Te encuentras bien, ¿verdad?

Pensé que aún era pronto para saberlo, pero callé. A fin de cuentas, lo hecho hecho estaba.

—Vamos, Jamie. Tengo por delante una larga noche de trabajo, y también yo necesito descansar.

Cuando llegamos a su Bounder, intenté tender la mano hacia la puerta y una vez más la levanté verticalmente. Se me trabó el codo; era como si la articulación se hubiese convertido en hierro. Por un momento aterrador pensé que nunca volvería a bajarla, que iba a pasarme el resto de la vida con una mano en alto en aquel gesto de niño de primaria: Profe, profe, yo lo sé. Al final, se me pasó. Bajé el brazo, abrí la puerta y entré.

—Eso se te pasará —aseguró.

—¿Cómo lo sabes? Si en realidad no tienes ni idea de qué has hecho exactamente.

—Porque ya lo he visto antes.

Después de aparcar en su sitio habitual en el recinto de la feria, volvió a enseñarme el pequeño frasco de heroína.

—Puedes quedártelo si lo quieres.

Pero yo no lo quería. Me sentía como alguien que contempla un banana split minutos después de zamparse una comida de nueve platos en Acción de Gracias. Uno sabe que esa delicia rebosante de azúcar está exquisita, y uno sabe que en determinadas circunstancias la engulliría ávidamente, pero no después de un atracón. Después de un atracón, un banana split no es un objeto de deseo sino solo un objeto.

—Más tarde, puede —contesté, pero ese más tarde aún no ha llegado. Ahora que voy para viejo, con una pizca de artritis, y escribo sobre aquellos tiempos lejanos, sé que ya nunca llegará. Él me curó, pero fue una curación peligrosa, y él lo sabía; cuando alguien habla de «riesgos asumibles», la cuestión es: ¿asumibles para quién? Charlie Jacobs era un buen samaritano. También era un científico medio loco, y aquel día en el taller de chapistería abandonado, yo fui su último conejillo de Indias. Podría haberme matado, y a veces —muchas veces, de hecho— lamento que no fuera así.

El resto de esa tarde dormí. Cuando desperté, me sentí como una versión anterior de Jamie Morton, con la cabeza despejada y rebosante de vitalidad. Bajé los pies al suelo desde su cama y lo vi ponerse el traje de escena.

—Dime una cosa —pedí.

—Si tiene que ver con nuestra pequeña aventura en West Tulsa, preferiría no hablar del tema. ¿Por qué no esperamos y vemos si sigues como hasta ahora, o si recaes en el ansia…? Maldita corbata, jamás consigo hacerme bien el nudo, y Briscoe para eso es un absoluto inútil.

Briscoe era su ayudante, el individuo que hacía muecas y distraía al público cuando era necesario distraerlo.

—Quédate quieto —dije—. La estás enredando. Déjame a mí.

Me coloqué detrás de él. Alargué los brazos por encima de los hombros y le anudé la corbata. Ya sin temblores en las manos, me fue fácil. Se me habían estabilizado, igual que el andar después de los efectos iniciales de la sacudida cerebral.

—¿Dónde aprendiste a hacer eso?

—Después del accidente, cuando ya podía tenerme en pie y tocar durante un par de horas sin caerme, trabajé con un grupo que se llamaba Pompas Fúnebres. —No era nada del otro mundo, ni aquel ni ninguno de los grupos en los que yo era el mejor músico—. Nos poníamos levitas, chisteras y corbatas estrechas. El batería y el bajo se pelearon por una chica y el grupo se separó, pero yo acabé con una habilidad nueva.

—Bueno… gracias. ¿Qué querías preguntarme?

—Una cosa sobre tu número, Retratos en Relámpagos. Solo fotografías a mujeres. Me da la impresión de que así pierdes el cincuenta por ciento del mercado.

Desplegó su sonrisa más juvenil, la que exhibía cuando organizaba los juegos en el sótano de la rectoría.

—Cuando inventé esa cámara… que en realidad es una combinación de generador y proyector, como sin duda tú ya sabes… intenté en efecto retratar tanto a hombres como a mujeres. Eso fue en un pequeño parque de atracciones de Carolina del Norte, Joyland, a orillas del mar. Ya ha cerrado, pero era un sitio encantador, Jamie. Allí yo disfrutaba enormemente. Durante mi época en el paseo central del parque, que se llamaba Joyland Avenue, había una Galería de Maleantes al lado de la Misteriosa Mansión de los Espejos. Contenía siluetas de cartón con espacios recortados allí donde deberían haber estado las caras. Había un pirata, un gángster con una pistola automática, una chica dura con una metralleta, el Joker y Catwoman de los cómics de Batman. La gente ponía allí la cara y las fotógrafas ambulantes del parque… Hollywood Girls, se llamaban… les hacían la foto.

—¿De ahí sacaste la idea?

—Sí. En aquella época yo me presentaba como Míster Eléctrico, un homenaje a Ray Bradbury, pero dudo que ninguno de aquellos paletos lo supiera, y aunque ya había inventado una versión rudimentaria de mi actual proyector, jamás se me había pasado por la cabeza incluirlo en el espectáculo. Básicamente utilizaba la bobina de Tesla y un generador de chispas llamado Escalera de Jacob. A vosotros, los niños, os enseñé una pequeña Escalera de Jacob cuando era vuestro pastor. Utilicé sustancias químicas para que las chispas que se elevaban cambiaran de color. ¿Te acuerdas?

Sí me acordaba.

—Gracias a la Galería de Maleantes tomé consciencia de las posibilidades inherentes de mi proyector, y creé Retratos en Relámpagos. Un número de feria más, dirás… pero a la vez me sirvió para dar impulso a mis estudios, y todavía es así. Durante mi etapa en Joyland utilizaba un telón de fondo en el que aparecía un hombre con una corbata negra cara, además de la chica guapa del traje de noche. Algunos hombres me seguían el juego, pero muy pocos, curiosamente. Sospecho que los palurdos de sus amigos se reían de ellos cuando los veían vestidos así, de punta en blanco. Las mujeres nunca se reían, porque a las mujeres les encanta vestirse de tiros largos. Larguísimos, si es posible. Y cuando ven la demostración, hacen cola.

—¿Cuánto tiempo llevas con estos bolos?

Entornando un ojo, hizo cálculos. De pronto abrió los dos como platos en una expresión de sorpresa.

—Ya casi quince años.

Meneé la cabeza, sonriente.

—Pasaste de predicador a charlatán.

En cuanto esas palabras salieron de mi boca, caí en la cuenta de que eran una crueldad, pero la idea de que mi antiguo pastor se dedicara al espectáculo aún me desconcertaba.

Sin embargo no se ofendió. Se limitó a lanzar una última mirada de admiración en el espejo al nudo perfecto de su corbata y me guiñó un ojo.

—No hay ninguna diferencia —declaró—. Tanto lo uno como lo otro consiste en convencer a paletos. Y ahora discúlpame mientras voy a vender unos relámpagos.

Dejó la heroína en la pequeña mesa situada en el centro de la Bounder. Le eché alguna que otra ojeada, incluso llegué a cogerla en una ocasión, pero no sentí el deseo de consumirla. A decir verdad, no me explicaba por qué había echado a perder una parte tan grande de mi vida por eso. Toda esa ansia desesperada me parecía de pronto un sueño. Me pregunté si todo el mundo sentía eso una vez superadas sus compulsiones. No lo sabía.

Sigo sin saberlo.

Briscoe se marchó en busca de nuevos horizontes, como es propio de los feriantes, y cuando pregunté a Jacobs si podía ocupar su puesto, accedió de inmediato. La verdad es que no había gran cosa que hacer, pero así le ahorré tener que buscar a un lugareño para subir la cámara al escenario y bajarla, entregarle la chistera y simular que se electrocutaba. Incluso sugirió que tocara unos acordes con mi Gibson durante las demostraciones. «Algo de suspense —indicó—. Algo que plante en la cabeza de esos paletos la idea de que la chica podría acabar frita de verdad.»

Eso era relativamente fácil. Saltar entre la menor y mi mayor (los acordes básicos de House of the Rising Sun y The Springhill Mining Disaster, por si les interesa saberlo) siempre augura la inminencia de una catástrofe. Me lo pasaba bien, pero pensaba que un sonoro y lento redoble de tambor habría añadido algo más.

—No le cojas demasiado apego al trabajo —me aconsejó Charlie Jacobs—. Tengo previsto marcharme. Cuando la feria cierre, Bell se quedará sin público.

—Marcharte ¿adónde?

—No estoy muy seguro, pero me he acostumbrado a viajar solo. —Me dio una palmada en el hombro—. Te lo digo para que lo sepas.

Yo ya lo sabía. Tras las muertes de su mujer y su hijo, Charlie Jacobs era en rigor un solista.

Sus visitas al taller eran cada vez más breves. Empezó a traer parte del equipo y a guardarlo en el pequeño remolque que acoplaría a la Bounder cuando reanudara su vagabundeo. Los amplificadores que no eran amplificadores no los trajo, como tampoco dos de las cuatro cajas metálicas alargadas. Me dio la impresión de que se proponía partir de cero, al margen de dónde acabara. Como si hubiera recorrido un camino hasta el final, y pretendiera probar por otro.

Yo no sabía qué hacer con mi propia vida, ahora libre de la droga (y libre de la cojera; eso también), pero viajar con el Rey del Alto Voltaje no era mi deseo. Sentía gratitud, pero dado que ya no recordaba los horrores de la adicción a la heroína (del mismo modo, supongo, que una mujer que ha tenido un hijo no recuerda los dolores del parto), no tanta gratitud como cabría pensar. Además, me daba miedo. Él y su electricidad secreta. Hablaba de ello con desmesura —«el secreto del universo», «el camino al conocimiento último»—, pero no sabía qué era en realidad, tal como un niño de dos años no sabe qué es un arma que encuentra en el armario de su padre.

Y hablando de armarios… fisgoneé, ¿vale? Y lo que encontré fue un álbum con fotos de Patsy, Morrie, y los tres juntos. Las hojas estaban muy manoseadas y desencuadernadas. No hacía falta ser Sam Spade para saber que dedicaba mucho tiempo a contemplar esas fotos, pero nunca lo vi hacerlo. Ese álbum era un secreto.

Como su electricidad.

En la madrugada del 3 de octubre, poco antes de que la Feria Estatal de Tulsa cerrara por ese año, experimenté otro efecto secundario de la sacudida cerebral administrada por Jacobs. Este me pagaba por mis servicios (bastante más de lo que en realidad merecían esos servicios), y yo había alquilado una habitación por semanas a unas cuatro manzanas del recinto ferial. Saltaba a la vista que él quería estar solo, por más simpatía que me tuviera (si es que me la tenía), e intuí que ya iba siendo hora de devolverle la cama.

Me retiraba allí a las doce de la noche, más o menos una hora después de cerrar el tenderete, y me dormía de inmediato. Casi siempre. Sin droga en el organismo, dormía bien. Solo que aquella noche desperté dos horas más tarde en el sórdido patio de la pensión. Un gélido cuarto de luna pendía en el cielo. Debajo se hallaba Jamie Morton, desnudo excepto por un calcetín, y con un trozo de tubo de goma alrededor del bíceps. Ignoraba de dónde lo había sacado, pero, por encima del tubo, los vasos sanguíneos —cualquiera de ellos perfecto para inyectarse— estaban hinchados. Por debajo, mi antebrazo estaba blanco, frío y muy dormido.

—Ha pasado algo —dije. Tenía un tenedor en una mano (a saber de dónde había sacado también eso), y me lo clavaba una y otra vez en la parte superior del brazo, la parte hinchada. Manaba sangre al menos de una docena de pinchazos—. Algo. Ha pasado. Algo ha pasado. Madre mía, algo ha pasado. Algo, algo.

Me dije que debía parar, pero al principio no pude. No estaba fuera de control exactamente, pero sí fuera de mi control. Me acordé del Jesus Eléctrico que cruzaba penosamente el Lago Apacible por un carril oculto. Mi situación era algo así.

—Algo.

Pinchazo.

—Algo ha pasado.

Pinchazo, pinchazo.

—Algo…

Saqué la lengua y me la mordí. El chasquido sonó otra vez, no junto a mis oídos, sino en el fondo de mi cabeza. La compulsión de hablar y pincharme desapareció, así sin más. Se me cayó el tenedor de la mano. Me retiré el torniquete improvisado y sentí un hormigueo en el brazo al volver a circular la sangre.

Miré la luna, temblando y preguntándome quién, o qué, había estado controlándome. Porque había estado bajo control ajeno. Cuando volví a mi habitación (dando gracias porque nadie me viera con el pito al aire), vi que había pisado unos cristales rotos y tenía cortes de consideración en el pie. Eso debería haberme despertado, pero no había sido así. ¿Por qué? Porque no estaba dormido. Tenía la certeza de que así era. Algo me había obligado a salir de mí mismo y se había adueñado de mí, conduciendo mi cuerpo como si de un coche se tratara.

Me lavé el pie y volví a la cama. Nunca conté a Jacobs esta experiencia. ¿De qué habría servido? Habría dicho que un corte en el pie durante un paseo nocturno era un precio insignificante a cambio de la curación milagrosa de la adicción a la heroína, y habría tenido razón. Aun así:

Algo había pasado.

Ese año, la Feria Estatal de Tulsa se clausuraba el 10 de octubre. Aquella tarde llegué a la Bounder de Jacobs a eso de las cinco y media, con tiempo de sobra para afinar la guitarra y hacerle el nudo de la corbata, lo cual se había convertido en tradición. Mientras estaba en ello, llamaron a la puerta. Charlie fue a abrir con expresión ceñuda. Esa noche tenía por delante seis funciones, la última a las doce, y no le gustaba que lo interrumpieran antes.

Al abrir, dijo:

—Si no se trata de algo importante, preferiría que volviera usted más tar…

Y en ese momento un granjero con peto y el emblema de Case, la marca de maquinaria agrícola, en la gorra (un patán de Oklahoma donde los hubiera, hecho una furia) le asestó un puñetazo en la boca. Jacobs, tambaleante, retrocedió, trastabilló y se desplomó, y por muy poco no se dio con la cabeza contra la mesa del comedor, o de lo contrario posiblemente habría quedado sin conocimiento.

Acto seguido nuestro visitante irrumpió en la caravana, se agachó y agarró a Jacobs por las solapas. Era más o menos de su misma edad, pero mucho más corpulento. Y estaba colérico. Aquello podía traer complicaciones, pensé. Por supuesto ya las había, pero yo pensaba en las que terminan con una prolongada estancia en el hospital.

—¡Por tu culpa la detuvo la policía! —vociferó—. ¡Maldito seas! Ahora tendrá antecedentes, y cargará con eso el resto de su vida. Como un perro con una lata atada al rabo.

Sin detenerme a pensar, agarré un cazo vacío del fregadero y le aticé de pleno a un lado de la cabeza. No fue un golpe fuerte, pero el patán soltó a Jacobs y me miró con expresión de asombro. Las lágrimas empezaron a resbalar por los surcos a ambos lados de su considerable narigón.

Charlie, apoyándose en las manos e impulsándose con los pies, se escabulló a toda prisa. Le sangraba el labio inferior, partido por dos sitios.

—¿Por qué no te metes con alguien de tu tamaño? —pregunté. Una argumentación poco razonada, lo sé, pero es curioso cómo revive uno el patio del colegio cuando se ve envuelto en un conflicto así.

—¡Acabó en el juzgado! —exclamó en dirección a mí con aquel acento de Oklahoma que recordaba a un banjo desafinado—. ¡La culpa es de ese mamón! ¡Ese mamón de ahí, ese que se arrastra como un recondenado cangrejo!

Dijo «recondenado». De verdad lo dijo.

Dejé el cazo en la cocina y le mostré las manos vacías. Hablé con mi tono más tranquilizador.

—No sé de quién me habla, y estoy seguro de que… —Por poco no dije «Charles»—. Estoy seguro de que Dan tampoco lo sabe.

—¡Mi hija! ¡Mi hija Cathy! ¡Cathy Morse! Él le dijo que el retrato era gratis, por subir al escenario, ¡pero de gratis nada! Ese recondenado retrato le ha salido muy caro. Le ha arruinado la vida, el dichoso retrato.

Con cautela, le rodeé los hombros con un brazo. Pensé que quizá me sacudiera, pero ahora que había desahogado su rabia inicial solo se lo veía triste y desconcertado.

—Vamos afuera —propuse—. Buscaremos un banco a la sombra, y puede contármelo todo.

—¿Quién es usted?

Estuve a punto de contestar el ayudante del señor Jacobs, pero eso no quedaba muy convincente. Mis años en el mundo de la música acudieron en mi ayuda.

—Su agente.

—¿Ah, sí? ¿Puede darme una indemnización? Porque eso es lo que quiero. Solo la minuta del abogado casi me ha llevado a la ruina. —Señalaba Jacobs con el dedo—. ¡Por ti! ¡Por tu culpa!

—No… no tengo la menor idea… —Charlie se enjugó la sangre del mentón con la palma de la mano—. No tengo la menor idea de qué me habla, señor Morse, se lo aseguro.

Había conseguido llevar a Morse hasta la puerta, y no quería perder el terreno ganado.

—Tratemos este asunto al aire libre.

Me permitió guiarlo afuera. Había un puesto de bebidas en el extremo del aparcamiento reservado al personal, con mesas oxidadas a la sombra de parasoles de lona hechos jirones. Le pedí una Coca-Cola grande y se la entregué. Derramó un par de dedos en la mesa y a continuación se bebió la mitad del vaso de papel a grandes tragos. Lo dejó y se apretó la frente con la base de la mano.

—Nunca he aprendido a no tomarme así una bebida fría —comentó—. Es como si te hundieran un clavo en la cabeza, ¿no?

—Sí —dije, y me acordé de mí mismo bajo la exigua luz de la luna, desnudo, hincándome las púas de un tenedor en la parte superior del brazo, hinchada de sangre. Algo había pasado. A mí, y por lo visto también a Cathy Morse.

—Cuénteme cuál, según parece, es el problema.

—El retrato que ese hombre le dio, ese es el puñetero problema. Cathy llevaba el retrato casi a todas partes. Sus amigas empezaron a burlarse de ella, pero le daba igual. Decía a la gente: «Así soy yo en realidad». Una noche intenté sacarle la idea de la cabeza, y su madre me dijo que lo dejara, que ya se le pasaría. Y pareció que así era: mi hija dejó el retrato en su habitación, no sé, dos o tres días. Se fue a la academia de peluquería sin el retrato. Pensamos que aquello ya había acabado.

No fue así. El 7 de octubre, tres días antes, su hija había entrado en la joyería J. David, en Broken Arrow, un pueblo al sudeste de Tulsa. Llevaba una bolsa de supermercado. Los dos dependientes la reconocieron, porque había estado allí varias veces desde su momento estelar en el número de Jacobs en la feria. Uno de ellos le preguntó qué deseaba. Cathy, sin mediar palabra, pasó junto a él y fue a la vitrina donde guardaban la quincalla más cara. De la bolsa sacó un martillo, que utilizó para romper el cristal superior de la vitrina. Indiferente al estruendo de la alarma y a dos cortes tan graves como para necesitar puntos («Y le dejarán cicatrices», se lamentó su padre), metió la mano y sacó unos pendientes de diamantes.

«Son míos —dijo la chica—. Hacen juego con el vestido.»

Cuando Morse apenas había concluido su relato, aparecieron dos muchachos de anchas espaldas con la palabra SEGURIDAD estampada en sus camisetas negras.

—¿Algún problema? —preguntó uno de ellos.

—No —contesté, y no lo había. Contar el episodio le había servido para acabar de desahogar la rabia, y era mejor así—. El señor Morse ya se iba.

Se levantó, aferrado a los restos de su Coca-Cola. La sangre de Charlie Jacobs se secaba en sus nudillos. Se la miró como si no supiera de dónde había salido.

—Echarle a la poli encima no serviría de nada, ¿verdad? —preguntó—. Solo le sacó un retrato, dirían. Diantre, incluso era gratis.

—Vamos, caballero —instó uno de los guardias de seguridad—. Si le apetece visitar la feria, con mucho gusto le estamparé el sello en la mano.

—Ni hablar —respondió Morse—. Mi familia ya ha tenido suficiente de esta feria. Me marcho a casa. —Hizo ademán de irse, pero se dio la vuelta—. Dígame, ¿ese hombre lo ha hecho antes? ¿Ha trastornado a otros tal como ha trastornado a mi Cathy?

Algo ha pasado, pensé. Algo, algo, algo.

—No —dije—. En absoluto.

—Como que usted lo diría si lo hubiera hecho… siendo su agente y tal.

A continuación se marchó, con la cabeza gacha, sin volver la vista atrás.

En la Bounder, Jacobs se había cambiado la camisa manchada de sangre y se aplicaba hielo envuelto en un paño de cocina contra el labio inferior, ya menos hinchado. Escuchó con atención mientras le contaba lo que Morse me había explicado y después dijo:

—Vuelve a hacerme el nudo de la corbata, ¿quieres? Ya llegamos tarde.

—Eh —contesté—. Eh, eh, eh. Tienes que arreglárselo también a ella. Tal como me lo arreglaste a mí. Con los auriculares.

Me lanzó una mirada peligrosamente próxima al desprecio.

—¿Tú te crees que su querido papaíto me dejaría acercarme a menos de un kilómetro? Además, el problema de esa chica… la compulsión… se le pasará por sí solo. Lo superará, y cualquier abogado que se precie convencerá al juez de que estaba fuera de sí. Saldrá del paso con un tirón de orejas.

—Nada de esto es precisamente nuevo para ti, ¿verdad?

Se encogió de hombros, vuelto aún hacia mí pero sin mirarme ya a los ojos.

—Ha habido efectos secundarios alguna que otra vez, sí, aunque nunca nada tan espectacular como ese intento de robo con fractura.

—Aprendes sobre la marcha, ¿no? Todos tus clientes son en realidad conejillos de Indias. Solo que no lo saben. Yo fui un conejillo de Indias.

—¿Ahora estás mejor o no?

—Sí. —Salvo por algún que otro episodio nocturno de autoapuñalamiento, claro.

—Pues hazme el nudo.

Estuve en un tris de negarme. Me había enfadado con él —para colmo, había salido furtivamente por la parte de atrás y avisado a Seguridad—, pero estaba en deuda con él. Me había salvado la vida, lo cual era bueno. Ahora yo llevaba una vida ordenada, y eso era aún mejor.

Así que le hice el nudo de la corbata. Ofrecimos el espectáculo. De hecho, lo ofrecimos seis veces. La gente prorrumpió en exclamaciones durante los fuegos artificiales de clausura de la feria, pero no tan sonoras como cuando Dan el Retratista de los Relámpagos obraba su magia. Y cuando cada una de las chicas se miró ensoñadoramente en el telón de fondo mientras yo cambiaba de la a mi, me pregunté cuál entre ellas descubriría que había perdido una pequeña porción de su mente.

Un sobre asomaba en la puerta. «Déjà vu una vez más», como habría dicho el ex jugador de béisbol Yogi Berra. Solo que en esta ocasión no me había meado en la cama, la pierna quirúrgicamente recompuesta no me dolía, no estaba pillando la gripe, ni me inquietaba la necesidad de apropiarme de material. Me agaché, lo cogí y lo abrí.

Mi quinto en discordia no era dado a las despedidas sensibleras, eso debo reconocérselo. El sobre contenía un billete de Amtrak, a su vez en un sobre, con una hoja de papel de carta prendida mediante un clip. Esta tenía escritos un nombre y una dirección de la localidad de Nederland, en Colorado. Debajo, Jacobs había anotado tres frases: Este hombre te proporcionará un trabajo, si lo quieres. Está en deuda conmigo. Gracias por hacerme el nudo de la corbata. CDJ.

Abrí el sobre de Amtrak y encontré un billete de ida de Tulsa a Denver en el Mountain Express. Me quedé mirándolo largo rato, pensando que quizá si lo devolvía, me reembolsaran el coste. O que podía utilizarlo y apearme en Denver para ir a la bolsa de trabajo de allí. Aunque me llevaría un tiempo volver a cogerle el tono a eso. Se me habían reblandecido los dedos y había perdido el tranquillo. También debía tenerse en cuenta el asunto de la droga. Cuando uno sale a la carretera, hay droga en todas partes. La magia se desvanecía de los Retratos en Relámpagos después de unos dos años, había dicho Jacobs. ¿Cómo podía yo saber que no ocurriría lo mismo con la cura de la adicción? ¿Cómo podía yo saberlo si él mismo no lo sabía?

Esa tarde fui en taxi a la chapistería que Jacobs tenía alquilada en West Tulsa. Estaba abandonada y totalmente vacía. No quedaba ni un insignificante trozo de cable en el suelo oscurecido por la grasa.

Algo me pasó aquí, pensé. La duda era si volvería a ponerme o no aquellos auriculares modificados en caso de tener la oportunidad. Llegué a la conclusión de que sí, y en cierto modo que no acabé de entender, eso me ayudó a tomar una decisión con respecto al billete. Lo utilicé, y cuando llegué a Denver, tomé el autobús a Nederland, a considerable altitud en la vertiente occidental de las Montañas Rocosas. Allí conocí a Hugh Yates, y mi vida empezó por tercera vez.

Ir a la siguiente página

Report Page