Revival

Revival


VIII

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VIII

Espectáculo en la carpa.

Había ciento diez kilómetros desde Nederland hasta el recinto ferial del condado de Norris, por lo que Hugh y yo tuvimos tiempo de sobra para charlar, pero apenas despegamos los labios hasta que nos hallábamos al este de Denver, limitándonos hasta entonces a guardar silencio y a contemplar el paisaje. Aparte del permanente trazo de smog por encima de Arvada, era un día perfecto de finales de verano.

De pronto Hugh apagó la radio, sintonizada en KXKL, que emitía una sucesión de viejos éxitos, y dijo:

—¿Le quedó a tu hermano Conrad algún efecto residual después de arreglarle el Reve la laringitis o lo que fuera?

—No, pero eso no tiene nada de raro. Según el propio Jacobs, esa curación fue falsa, un placebo, y yo siempre he pensado que decía la verdad. Es posible que así fuera. Esos eran sus primeros tiempos, no lo olvides, cuando su idea de gran proyecto era mejorar la recepción de la televisión. Sencillamente el cerebro de Con necesitaba permiso para curarse.

—La confianza es poderosa —coincidió Hugh—. También lo es la fe. Fíjate en todos esos grupos y solistas que hacen cola para grabar un cedé pese a que ya casi nadie los compra. ¿Has investigado acerca de C. Danny Jacobs?

—Mucho. La hija de Georgia está ayudándome.

—Yo también he investigado un poco, y juraría que muchas de las curaciones son como las de tu hermano. Personas con enfermedades psicosomáticas que deciden que se han curado cuando el Pastor Danny los toca con esos anillos mágicos de Dios.

Quizá eso fuera verdad, pero después de ver actuar a Jacobs en la feria de Tulsa no me cabía duda de que había descubierto el auténtico secreto de cómo atraer al público: había que dar a los paletos alguna que otra nuez para acompañar el ruido. Estaba muy bien que apareciera una mujer declarando que se le había ido la migraña o un hombre exclamando que ya no tenía ciática, pero esas cosas eran poco visuales. No eran Retratos en Relámpagos, podría decirse.

Había más de veinte páginas web que lo desacreditaban, incluida una titulada C. DANNY JACOBS: EL ENGAÑO DE LA FE. Cientos de personas habían colgado comentarios en esas páginas, afirmando que los «tumores cancerosos» que el Pastor Danny extraía eran hígados de cerdo o tripas de cabra. Si bien estaba prohibido que los espectadores acudieran con cámaras a los oficios de C. Danny, y se confiscaba la película si alguno de los «acomodadores» veía a alguien tomando fotos, habían circulado igualmente numerosas imágenes. Muchas de ellas parecían de hecho complementar los vídeos oficiales colgados en la web de C. Danny. En otras, por el contrario, el emplasto reluciente en las manos del Pastor Danny ciertamente parecía tripas de cabra. Conjeturé que los tumores eran en efecto falsos: esa parte del espectáculo olía demasiado a truco de feria para ser otra cosa. Pero eso no significaba que todo lo que Jacobs hacía fuera falso. Prueba de ello eran esos dos hombres que viajaban en ese momento a bordo de un Lincoln Continental del tamaño de un barco.

—Tú tuviste episodios de sonambulismo y movimientos involuntarios —dijo Hugh—. Lo que, según la página de medicina WebMD, se llama mioclonías. Pasajeras, en tu caso. También la necesidad de clavarte cosas, como si en el fondo todavía desearas darle a la aguja.

—Todo cierto.

—Yo tenía lagunas de memoria mientras hablaba y me movía, como las lagunas causadas por el alcohol, solo que sin alcohol.

—Y los prismáticos —añadí.

—Ajá. Por otro lado, está la chica de Tulsa de la que me hablaste. La que robó los pendientes. El robo con fractura más descarado del mundo.

—Pensó que eran suyos porque salían en la foto que él le sacó. Seguro que andaba rondando por las boutiques de Tulsa en busca también del vestido.

—¿Recordaba haber roto la vitrina?

Meneé la cabeza. Hacía tiempo que yo me había marchado de Tulsa cuando Cathy Morse compareció en el juzgado, pero Brianna Donlin había encontrado un breve artículo sobre ella en internet. La Morse sostuvo que no se acordaba de nada, y el juez la creyó. Encargó un examen psicológico y la dejó en libertad bajo la custodia de sus padres. Después de eso Cathy Morse desapareció del mapa.

Hugh guardó silencio por un rato. También yo. Contemplamos cómo se desplegaba la carretera ante nosotros. Ahora que habíamos dejado atrás las montañas, llegaba hasta el horizonte, recta como una cuerda. Por fin dijo:

—¿Por qué lo hace, Jamie? ¿Por dinero? Va de feria en feria durante unos años y un buen día dice: «Bah, esto es calderilla; ¿por qué no pongo en marcha un ministerio sanador y voy a por la pasta gansa?».

—Puede ser, pero nunca tuve la sensación de que a Charlie Jacobs le interesara la pasta gansa. Tampoco Dios le interesa ya, a menos que haya dado un giro de trescientos sesenta grados desde que echó a perder su ministerio en mi pueblo, y yo no percibí la menor señal de sentimiento religioso cuando estaba en Tulsa. Su único interés eran su mujer y su hijo… aquel álbum fotográfico que encontré en su autocaravana estaba tan manoseado que prácticamente se caía a pedazos… y estoy seguro de que aún le interesan sus experimentos. En lo tocante a eso de la electricidad secreta, es como el señor Sapo con su automóvil.

—No te sigo.

—Está obsesionado. Puestos a adivinar, diría que necesita dinero para seguir adelante con sus diversos experimentos. Más de lo que ganaría con una barraca en el paseo central de una feria.

—O sea, ¿la sanación no es su fin último? ¿No es la meta?

Yo no lo sabía, pero dudaba mucho que la sanación fuera realmente la meta. Organizar un negocio en torno a la reviviscencia sin duda era un acto de cinismo contra la religión que él había rechazado, así como un medio para obtener dinero fácil y rápido a través de «ofrendas de amor». Sin embargo Jacobs no me había curado a mí por dinero; eso había sido la simple ayuda cristiana por parte de un hombre capaz de rechazar la etiqueta pero no los dos principios básicos del ministerio de Jesús: la caridad y la misericordia.

—No sé hacia dónde apunta Jacobs —dije.

—¿Crees que él sí?

—De hecho, sí, lo creo.

—Esa electricidad secreta… Quizá ni siquiera él sabe qué es.

Quizá ni siquiera le importaba, pensé. Lo cual era una idea temible.

La feria del condado de Norris se celebraba durante la segunda quincena de septiembre; yo había estado allí con una novia hacía un par de años, y era grande. Como corría el mes de junio, el recinto ferial estaba desierto, salvo por una única carpa de lona enorme. Muy adecuadamente, se hallaba en lo que sería el extremo más sórdido del paseo central cuando la feria estuviera en marcha: las barracas de juego amañado y los espectáculos de chicas en topless. Los amplios aparcamientos estaban llenos de coches y furgonetas, muchos de ellos trastos viejos con adhesivos en los que se leían cosas como JESÚS MURIÓ POR MÍ, YO VIVO POR ÉL. Coronando la carpa, probablemente atornillado al poste central, se alzaba un enorme crucifijo eléctrico en ascendentes listas de colores rojo, blanco y azul como las de un poste de barbería. De dentro llegaba el sonido de un conjunto evangélico electrificado y las rítmicas palmadas del público. La gente entraba aún en tropel. En su mayoría peinaban canas, pero también había jóvenes.

—Parece que se lo están pasando bien —comentó Hugh.

—Sí. Como en la canción de Neil Diamond sobre el espectáculo ambulante de la salvación del hermano Amor.

Gracias a un viento fresco procedente de las llanuras, la temperatura fuera de la carpa era de unos agradables veinte grados, pero dentro debía de haber al menos diez grados más. Vi a granjeros con peto y a sus ancianas esposas, sonrojadas y felices. Vi a hombres trajeados y a mujeres bien arregladas, como si hubiesen ido allí directamente desde sus oficinas en Denver. Había un contingente de peones chicanos en vaqueros y camisas de faena, algunos exhibiendo por debajo de las mangas recogidas lo que parecían tatuajes carcelarios. Incluso vi unas cuantas lágrimas en tinta. En la parte delantera estaba la Brigada de las Sillas de Ruedas. El conjunto de seis instrumentos se balanceaba y tocaba briosos acordes. Delante de ellos, ataviadas con voluminosas túnicas de color burdeos, se paseaban exuberantemente de un lado al otro cinco o seis nenas robustas: Devina Robinson y los Mirlos del Evangelio. Exhibían dientes blancos en rostros negros y batían palmas con los brazos en alto.

Devina, bailando, micro inalámbrico en mano, dio un paso al frente, lanzó un alarido musical como los de Aretha en su apogeo y empezó a cantar.

A Jesús llevo en el corazón,

siempre lo llevaré, siempre lo llevaré,

a la gloria voy a subir, ¡y contigo iré!

Si quisiera, podría ir ya hoy

porque, gracias a Él, limpia de pecado estoy.

A Jesús llevo en el corazón, ¡siempre lo llevaré!

Instó a los fieles a que unieran sus voces a la de ella, cosa que hicieron con entusiasmo. Hugh y yo nos colocamos al fondo, porque a esas alturas ya no quedaban asientos libres en la carpa, que probablemente tenía un aforo de más de mil personas. Hugh se inclinó hacia mí y, a gritos, me dijo al oído:

—¡Atento a esa voz! ¡Es fantástica!

Asentí con la cabeza y empecé a batir palmas. Eran cinco estrofas con muchos «siempre lo llevaré», y cuando Devina acometía ya el final, el sudor le corría por la cara, e incluso la gente en silla de ruedas cantaba con ella. Culminó la canción con otro ululato al estilo Aretha, micro en alto. El organista y el guitarra solista sostuvieron ese último acorde como si la vida les fuera en ello.

Cuando por fin acabaron, ella exclamó:

¡Que se oiga ese aleluya, gente hermosa!

Y se oyó.

¡Ahora que se oiga como si conocierais el amor de Dios!

Y entonces se oyó como si los fieles conocieran el amor de Dios.

Satisfecha a este respecto, preguntó si estaban listos para un poco de Al Stamper. El público le hizo saber que estaba más que listo.

El conjunto, atenuando el tono, tocó algo lento y sensual. Los fieles ocuparon sus asientos en las hileras de sillas plegables. Un negro calvo salió vigorosamente al escenario, acarreando sus más de ciento cincuenta kilos con exquisita soltura.

Hugh se inclinó hacia mí, ahora que podía hablar más bajo.

—Ese era de los Vo-Lites, en los setenta. Por entonces era flaco como un palo de escoba, con un pelo afro en el que habría cabido una mesita de centro. Joder, pensaba que estaba muerto. Con la de coca que esnifaba, debería estarlo.

Stamper lo confirmó de inmediato.

—Yo fui un gran pecador —confió al público—. Ahora, alabado sea el Señor, soy solo un gran glotón.

El público soltó una carcajada. Él se rio también, pero enseguida volvió a su anterior seriedad.

—Me salvé por la gracia de Jesús, y el pastor Danny Jacobs me curó de mis adicciones. Algunos de vosotros quizá recordéis las canciones seculares que canté con los Vo-Lites, y unos cuantos menos quizá recordéis las que canté cuando empecé a actuar en solitario. Hoy día canto otra clase de canciones, todas esas canciones enviadas por Dios que antes rechazaba…

—¡Alabado sea Jesús! —exclamó alguien entre el público.

—Bien dicho, hermano, alabad su nombre. Eso es lo que voy a hacer ahora mismo.

Inició Let the Lower Lights Be Burning, un himno que yo recordaba bien de mi infancia, con voz tan grave y sincera que me dolió la garganta. Para cuando ya se acercaba el final, la mayoría de los fieles cantaban con él y tenían los ojos empañados.

Interpretó dos canciones más (la melodía y el ritmo de la segunda se parecían sospechosamente a Let’s Stay Together de Al Green) y después volvió a presentar a los Mirlos del Evangelio. Ellas cantaron; él cantó con ellas; elevaron al Señor un sonido jubiloso y espolearon a los fieles hasta que todos entonaron con desenfreno «Buen Dios, vayamos hacia Jesús». Mientras los asistentes, ahora de pie, batían palmas hasta enrojecérseles las manos, las luces de la carpa se apagaron, excepto por un foco grande e intenso a la izquierda del escenario, que fue por donde apareció C. Danny Jacobs. Era mi Charlie, sin duda, y el Reve de Hugh, pero había cambiado mucho desde que lo vi por última vez.

Su voluminoso tres cuartos negro —parecido al que vestía Johnny Cash en el escenario— ocultaba parcialmente su extrema delgadez, pero su rostro enjuto delataba la verdad. Había allí también otras verdades. Creo que la mayor parte de la gente que ha sufrido grandes pérdidas en la vida —grandes tragedias— llega a una encrucijada. Quizá no en el primer momento, pero sí cuando la conmoción se desvanece. A veces unos meses después, a veces pasados unos años. Esas personas o bien se expanden como resultado de su experiencia, o bien se contraen. Si eso suena un poco a New Age, y supongo que así es, no voy a disculparme. Sé de qué hablo.

Charles Jacobs se había contraído. Su boca era un trazo pálido. Sus ojos azules refulgían, pero estaban atrapados en redes de arrugas y se veían más pequeños. En cierto modo parecían a cubierto. El alegre joven que me había ayudado a formar cuevas en Monte Calavera cuando yo tenía seis años; el hombre que había escuchado con tanta benevolencia cuando le conté que Con había enmudecido… ese hombre parecía ahora uno de aquellos maestros de escuela de los viejos tiempos en Nueva Inglaterra, a punto de azotar con la vara a un alumno recalcitrante.

De pronto sonrió, y como mínimo pude concebir la esperanza de que el joven con quien yo había trabado amistad existiera aún en algún lugar dentro de aquel voceador evangélico de feria. La sonrisa le iluminó todo el rostro. El público aplaudió. En parte por alivio, creo. Jacobs levantó las manos y luego las bajó con las palmas orientadas hacia el suelo.

—Sentaos, hermanos y hermanas. Sentaos, chicos y chicas. Estemos en comunión, unos con otros.

Se sentaron en medio de un sonoro susurro. La carpa quedó en silencio. Todas las miradas estaban puestas en él.

—Os traigo una buena nueva que ya conocéis: Dios os ama. Sí, a todos vosotros. A aquellos que han llevado vidas rectas y a aquellos que están hundidos hasta el cuello en el pecado. Os amaba tanto que entregó al único Hijo que había engendrado: san Juan, tres, dieciséis. En la víspera de su crucifixión, Su Hijo elevó una plegaria para que os librara de todo mal: san Juan, diecisiete, quince. Cuando Dios nos corrige, cuando nos envía cargas y dolencias, lo hace por amor: Hechos de los Apóstoles, diecisiete, once. ¿Y acaso no puede retirar esas cargas y dolencias con el mismo ánimo amoroso?

¡Sí, alabado sea Dios! —prorrumpió una voz exultante en la Hilera de las Sillas de Ruedas.

—Me presento ante vosotros, un hombre errante sobre la faz de América, y un receptáculo del amor de Dios. ¿Me aceptaréis, como yo os acepto a vosotros?

Alzando sus voces respondieron afirmativamente. El sudor resbalaba por mi rostro, y por el de Hugh, y por los de aquellos que teníamos a ambos lados, pero Jacobs tenía la cara seca y reluciente, pese a que el foco bajo el que se hallaba debía de calentar aún más el aire en torno a él. A eso se añadía el tres cuartos negro.

—En otro tiempo estuve casado, y tenía un hijo pequeño —explicó—. Hubo un accidente atroz, y los dos se ahogaron.

Eso fue para mí como un jarro de agua fría. Era una mentira donde no había necesidad de mentir, que yo supiera.

El público dejó escapar un murmullo, casi un gemido. Muchas mujeres lloraban, y algunos hombres también.

—Entonces le volví la espalda a Dios, y lo maldije en mi corazón. Erré por el desierto. Sí, estuve en Nueva York, y Chicago, y Tulsa, y Joplin, y Dallas, y Tijuana. Estuve en Portland, Maine, y Portland, Oregón, pero todo era lo mismo, todo era el desierto. Me aparté de Dios, pero nunca me aparté del recuerdo de mi mujer y mi hijo. Dejé de lado las enseñanzas de Jesús, pero nunca dejé de lado esto.

Levantando la mano izquierda, enseñó una sortija de oro que parecía demasiado ancha y gruesa para ser una alianza nupcial corriente.

—Me sentí tentado por las mujeres, claro que sí. Al fin y al cabo, soy un hombre, y la esposa de Putifar siempre está entre nosotros, pero yo me mantuve fiel.

—¡Alabado sea Dios! —prorrumpió una mujer. Una que seguramente se consideraba capaz de reconocer a una esposa de Putifar aunque tuviera ante los ojos a esa furcia calenturienta vestida de respetable matrona.

—Y un día, después de vencer una de esas tentaciones desacostumbradamente intensa… desacostumbradamente seductora… tuve una revelación de Dios como la que tuvo Saulo de camino a Damasco.

¡Palabra de Dios! —prorrumpió un hombre, alzando las manos al cielo (o por lo menos hacia el techo de la carpa).

—Dios me dijo que yo tenía un trabajo que hacer, y que ese trabajo consistía en librar a los demás de sus cargas y aflicciones. Se me apareció en un sueño y me dijo que me pusiera otro anillo, uno que representaría mi matrimonio con las enseñanzas de Dios a través de Su Santa Palabra y las enseñanzas de Su hijo, Jesucristo. Entonces yo estaba en Phoenix, trabajando en un número de feria impío, y Dios me pidió que me adentrara en el desierto sin comida ni agua, como cualquier peregrino del Antiguo Testamento sobre la faz de la tierra. Me dijo que en el desierto encontraría el anillo de mi segundo y último matrimonio. Me dijo que si permanecía fiel a ese matrimonio, haría mucho bien, y me reencontraría con mi mujer y mi hijo en el cielo, y nuestro verdadero matrimonio volvería a consagrarse junto a Su trono sagrado, y bajo Su sagrada luz.

Se oyeron más chillidos y exclamaciones. Una mujer con un impecable traje chaqueta, medias de color carne y modernos zapatos de tacón bajo se desplomó en el pasillo y empezó a dar testimonio en un idioma que parecía compuesto exclusivamente de vocales. El hombre que la acompañaba —marido o novio— se arrodilló a su lado, le sostuvo la cabeza con las manos, le dirigió una tierna sonrisa y la instó a seguir.

—No se cree ni una sola palabra de todo eso —dije. Yo estaba de una pieza—. Es todo mentira, de principio a fin. Por fuerza esta gente tiene que darse cuenta.

Pero no se daba cuenta, y Hugh no me oía. Subyugado, mantenía la mirada fija en el escenario. La carpa era pura algarabía, y la voz de Jacobs se elevaba por encima del bullicio, se imponía a los aleluyas por la gracia de la electricidad (y de un micrófono inalámbrico).

—Caminé todo el día. En un área de descanso encontré la comida que alguien había dejado en un cubo de basura y me la comí. Junto al sendero encontré media botella de Coca-Cola, y me la bebí. Entonces Dios me dijo que abandonara el camino, y aunque para entonces ya se echaba encima la noche, y viajeros más aptos que yo habían muerto en ese desierto, obedecí.

Para entonces debía de haber llegado ya a los barrios residenciales, pensé. Tal vez incluso a North Scottsdale, donde viven los ricos.

—Era una noche oscura, con el cielo nublado, sin una sola estrella a la vista, pero poco después de las doce, las nubes se separaron y un rayo de luna iluminó unas rocas. Me acerqué a ellas, y debajo encontré… esto.

Alzó la mano derecha. En el dedo medio lucía otra gruesa sortija de oro. El público prorrumpió en aplausos y aleluyas. Seguí buscándole sentido a todo aquello, y seguí fracasando en el intento. Había allí personas que utilizaban por norma sus ordenadores para mantenerse en contacto con sus amigos y conocer las noticias del día, personas para quienes los satélites meteorológicos y los trasplantes de pulmón eran lo más normal del mundo, personas con una esperanza de vida de treinta y cuarenta años más que sus bisabuelos. Y allí estaban, tragándose una historia en comparación con la cual Papá Noel y el Ratoncito Pérez parecían crudo realismo. Jacobs estaba dándoles mierda y a ellos les encantaba. Tuve la desalentadora impresión de que también a él le encantaba, y eso era aún peor. Aquel no era el hombre a quien yo había conocido en Harlow, ni el que me había acogido aquella noche en Tulsa. Aunque cuando pensaba en cómo había tratado al padre granjero de Cathy Morse, un hombre desconcertado y deshecho, tuve que reconocer que ya entonces iba por ese camino.

No sé si detesta a esta gente, pensé, pero sí la desprecia.

O quizá no. Quizá sencillamente le traía sin cuidado. Salvo por la cifra a la que ascendía la recaudación al final del número, claro está.

Entretanto, Jacobs continuaba con su testimonio. El conjunto había empezado a tocar mientras él hablaba, enardeciendo aún más a la multitud. Los Mirlos del Evangelio se balanceaban y batían palmas, y el público se unió a las cantantes.

Jacobs habló de sus primeras curaciones vacilantes con los anillos de sus dos matrimonios: el secular y el sagrado. De su toma de conciencia de que Dios quería que él transmitiera Su mensaje de amor y sanación a un público más amplio. De sus reiteradas declaraciones —postrado de rodillas y atormentado— de que no era digno. De que Dios le respondió que Él no le habría entregado los anillos si eso fuera cierto. Jacobs lo presentó todo como si Dios y él hubieran mantenido largas conversaciones sobre esos asuntos en alguna sala de fumadores celestial, quizá chupando sus pipas y contemplando las onduladas colinas del cielo.

Aborrecí su actual apariencia: aquel rostro enjuto de maestro de escuela y el fulgor azul de sus ojos. Aborrecí también el tres cuartos negro. En las ferias llaman «mordaza» a esa clase de chaquetón. Me enteré en el Parque de Atracciones Bell, cuando trabajaba en el número de los Retratos en Relámpagos de Jacobs.

—Rezad conmigo, ¿queréis? —preguntó Jacobs, y se arrodilló y contrajo los ojos en lo que pareció una breve mueca de dolor. ¿Reuma? ¿Artritis?

Pastor Danny, cúrate a ti mismo, pensé.

Los fieles se pusieron de rodillas con otro generalizado susurro de ropa y murmullos de exaltación. Los que estábamos de pie al fondo de la carpa hicimos lo mismo. Yo me resistí por un momento —incluso para un metodista renegado como yo, aquel número apestaba a blasfemia del mundo del espectáculo—, pero lo último que quería era atraer su atención, como había ocurrido en Tulsa.

Te salvó la vida, pensé. No debes olvidarlo.

Cierto. Y los años transcurridos desde entonces habían sido buenos años.

Cerré los ojos, no para rezar, sino por mi estado de confusión. Lamenté haber ido, pero en realidad no había tenido opción. No por primera vez lamenté haber pedido a Georgia Donlin que me pusiera en contacto con su hija experta en informática.

Ya era demasiado tarde.

El Pastor Danny rezó por los presentes. Rezó por los impedidos que querían estar allí con ellos pero no podían. Rezó por los hombres y las mujeres de buena voluntad. Rezó por Estados Unidos de América, y pidió a Dios que imbuyera de sabiduría a sus líderes. Luego fue al grano, y rogó a Dios que obrara la sanación a través de sus manos y sus anillos sagrados, conforme a Su voluntad.

Y el conjunto siguió tocando.

—¿Hay alguien entre vosotros que desee ser sanado? —preguntó, y se puso en pie con dificultad, también con una mueca de dolor. Al Stamper hizo ademán de acercarse para ayudarlo, pero Jacobs indicó al ex cantante soul que retrocediera—. ¿Hay alguien entre vosotros con pesadas cargas de las que desee aliviarse, y dolencias de las que desee librarse?

Los fieles contestaron afirmativamente a pleno pulmón. Los de las sillas de ruedas y los enfermos crónicos de las dos primeras filas lo miraban cautivados. También los que estaban en las filas de detrás, muchos de ellos demacrados y en apariencia a las puertas de la muerte. Se veían vendajes y desfiguraciones, y mascarillas de oxígeno, y miembros atrofiados, y aparatos ortopédicos. Algunos tenían convulsiones y se balanceaban descontroladamente por efecto de los frenéticos bailes que ejecutaban dentro de sus cráneos sus cerebros dañados por la parálisis cerebral.

Devina y los Mirlos del Evangelio empezaron a cantar Jesús dice que deis un paso al frente con voz tan suave como una brisa de primavera llegada desde el desierto. Los acomodadores en vaqueros bien planchados, camisas blancas y chalecos verdes aparecieron como por arte de magia. Unos cuantos comenzaron a organizar una cola en el pasillo central con aquellos que albergaban la esperanza de ser curados. Otros chalecos verdes —muchos otros— circulaban entre la gente. Estos llevaban cepillos de colecta grandes como cuévanos. Oí el tintineo de las monedas, pero era disperso y esporádico; en su mayoría, los presentes echaban billetes verdes plegados: lo que en las ferias llaman «el premio gordo». La mujer con don de lenguas volvió a sentarse en su silla plegable con la ayuda de su novio o marido. El pelo le caía suelto en torno al rostro sonrojado y exaltado y tenía la chaqueta del traje manchada.

Yo mismo me sentía manchado, pero habíamos llegado a la parte que realmente deseaba ver. Saqué un cuaderno y un Bic. Contenía ya varias anotaciones, algunas de mi propia investigación; otras, las más, por gentileza de Brianna Donlin.

—¿Qué haces? —preguntó Hugh en voz baja.

Cabeceé. Estaba a punto de iniciarse el momento de la sanación, y yo había visto en la página web del Pastor Danny vídeos suficientes para saber cómo actuaba. Esto es de la vieja escuela, había comentado Bree después de ver ella misma varios vídeos.

Avanzó una mujer en silla de ruedas. Jacobs le preguntó cómo se llamaba y acercó el micrófono a sus labios. Ella, con voz trémula, declaró ser Rowena Mintour, una maestra de escuela que había viajado hasta allí desde Des Moines. Tenía una artritis atroz y ya no podía caminar.

Anoté su nombre en mi cuaderno bajo el de Mabel Jergens, curada de una lesión en la médula espinal hacía un mes en Albuquerque.

Jacobs se metió el micrófono en un bolsillo exterior del chaquetón mordaza y, con la cabeza de la mujer entre las manos, apretó los anillos contra sus sienes y le estrechó la cara contra sí. Cerró los ojos. Movió los labios en una plegaria muda… o la letra de Here We Go Round the Mulberry Bush, a saber. De pronto la mujer se sacudió. Levantó las manos, que se agitaron como pájaros blancos. Miró a Jacobs a la cara, sus ojos muy abiertos por el asombro o por efecto de una descarga eléctrica.

Acto seguido se puso en pie.

La multitud prorrumpió en aleluyas. Mientras la mujer abrazaba a Jacobs y le cubría de besos las mejillas, varios hombres lanzaron sus gorras al aire, cosa que yo había visto en las películas pero nunca en la vida real. Jacobs la agarró por los hombros, la volvió de cara a los espectadores —todos estupefactos, sin excluirme a mí— y se buscó el micrófono con la desenvoltura experta de un viejo feriante.

—¡Camina hacia tu marido, Rowena! —exclamó Jacobs al micrófono con voz atronadora—. ¡Camina hacia él y alaba a Jesús a cada paso! ¡Alaba a Dios a cada paso! ¡Alaba Su sagrado nombre!

Ella, tambaleante, se dirigió hacia su marido, abriendo los brazos para mantener el equilibrio y llorando. Un acomodador con chaleco verde mantuvo la silla de ruedas cerca de ella por si le flaqueaban las piernas… pero no lo hicieron.

Aquello prosiguió durante una hora. La música no se interrumpió en ningún momento, ni dejaron de circular los acomodadores con hondas cestas para las ofrendas. Jacobs no curó a todo el mundo, pero puedo asegurar que sus recaudadores desplumaron a aquellos paletos hasta que no les quedaron más que las tarjetas de crédito, sin duda con el límite superado. Muchos de los miembros de la Brigada de las Sillas de Ruedas no pudieron levantarse después del contacto de los anillos sagrados, pero media docena de ellos sí lo hicieron. Anoté todos los nombres y taché aquellos que después del contacto sanador de Jacobs parecían tan jodidos como antes.

Una mujer con cataratas declaró que veía, y bajo las intensas luces realmente dio la impresión de que el velo lechoso había abandonado sus ojos. Un brazo torcido se enderezó. Un bebé gemebundo con algún tipo de defecto cardíaco dejó de llorar como si se hubiera accionado un interruptor. Un hombre ayudado de muletas, con la cabeza gacha, se arrancó el collarín que llevaba y lanzó a un lado las muletas. Una mujer aquejada de la enfermedad pulmonar obstructiva crónica dejó caer la mascarilla de oxígeno. Declaró que podía respirar fácilmente y la opresión en el pecho había desaparecido.

Muchas de las curaciones eran imposibles de cuantificar, y muy probablemente algunas eran cebos. Por ejemplo, el hombre con úlceras que afirmó que por primera vez en tres años no le dolía el estómago. O la mujer con diabetes —una pierna amputada por debajo de la rodilla— que dijo que volvía a notar las manos y los dedos del pie que le quedaba. Un par de enfermos de migraña crónica que atestiguaron que ya no sentían dolor, alabado sea Dios, ya no sentían el menor dolor.

Anoté los nombres de todos modos y —cuando los dijeron— las localidades y los estados de los que procedían. Bree Donlin sabía lo que se hacía, se había interesado en el proyecto, y yo quería darle la mayor información posible en la que basarse.

Esa noche Jacobs solo extrajo un tumor, y ni siquiera me planteé anotar el nombre de ese individuo, porque vi que Jacobs se llevaba las manos rápidamente bajo el chaquetón mordaza antes de aplicar los anillos mágicos. Lo que mostró al público extasiado y sobrecogido tenía, a mi juicio, el sospechoso aspecto de un hígado de ternera comprado en un supermercado. Se lo entregó a uno de sus ayudantes con chaleco verde, que lo metió en un tarro y lo hizo desaparecer apresuradamente.

Por fin Jacobs anunció que el tacto sanador se había agotado por esa noche. No sé hasta qué punto eso era verdad, pero desde luego él sí parecía agotado. De hecho, muerto de cansancio. Aún tenía el rostro seco, pero la tela de la camisa se le adhería al pecho. Cuando se apartó de los fieles que no habían tenido oportunidad de recibir el tratamiento y se dispersaban ya de mala gana (muchos sin duda lo seguirían al próximo acto de reviviscencia), dio un traspié. Al Stamper estaba allí para sujetarlo, y esta vez Jacobs aceptó la ayuda.

—Recemos —dijo Jacobs. Le costaba respirar, y no pude evitar preocuparme ante un posible desmayo o un paro cardíaco allí mismo—. Demos gracias a Dios a la vez que le ofrecemos nuestras cargas. Después de eso, hermanos y hermanas, Al y Devina y los Mirlos del Evangelio nos despedirán con una canción.

Esta vez no intentó arrodillarse, pero los fieles sí lo hicieron, incluidos unos cuantos que probablemente nunca habían imaginado que volverían a arrodillarse en su vida terrena. Se repitió aquel etéreo susurro de ropa, que casi ahogó las arcadas que se oían junto a mí. Me volví justo a tiempo de ver la espalda de Hugh con su camisa a cuadros desaparecer entre las cortinas de la entrada de la carpa.

Lo encontré de pie bajo una farola a unos cinco metros, doblado por la cintura y con las manos apoyadas en las rodillas. La noche había refrescado considerablemente, y el charco entre sus pies despedía un tenue vapor. Cuando me acerqué, todo su cuerpo se sacudió y el charco se agrandó. Al tocarle el brazo, lo apartó de un tirón y se tambaleó, casi cayendo en su propio vómito, lo que habría implicado un fragante viaje de regreso a casa.

La mirada de pánico que me dirigió fue la de un animal atrapado en un incendio en el bosque. De pronto se relajó y se irguió, sacando del bolsillo trasero un anticuado pañuelo ranchero. Se enjugó la boca con él. Le temblaba la mano. Estaba pálido como el papel. Sin duda eso se debía en parte a la dura luz de la farola, pero no era solo por eso.

—Perdona, Jamie. Me has asustado.

—Ya me he dado cuenta.

—Ha sido por el calor, supongo. Vámonos de aquí, ¿vale? Para ahorrarnos las aglomeraciones de la salida.

Se encaminó hacia el Lincoln. Le toqué el codo. Lo apartó. Más exactamente, dio un respingo.

—¿Qué te ha pasado realmente?

En un primer momento no contestó, limitándose a seguir hacia el extremo del aparcamiento, donde tenía estacionada su barcaza de Detroit. Permanecí a su lado. Alargó el brazo hacia el coche y apoyó la mano en el capó húmedo por el relente, como para reconfortarse.

—Ha sido un prismático. El primero en mucho, mucho tiempo. He sentido que iba a venirme mientras curaba a ese último, el hombre que ha dicho que quedó paralizado de cintura para abajo en un accidente de tráfico. Cuando se ha levantado de la silla, todo se ha aguzado. Todo se ha vuelto más claro. ¿Entiendes?

No lo entendía, pero asentí como si lo hiciera. A nuestras espaldas los fieles batían palmas jubilosamente y cantaban Cuánto amo a mi Jesús a pleno pulmón.

—Luego… cuando el Reve ha empezado a rezar… los colores. —Me miró. Le temblaban los labios. Aparentaba veinte años más—. Eran mucho más intensos. Lo hacían pedazos todo.

Tendió la mano y me cogió de la camisa con tal fuerza que me arrancó dos botones. Era el agarrón de un hombre que se ahoga. Tenía los ojos muy abiertos y una expresión de horror en la mirada.

—Después… todos esos fragmentos han vuelto a unirse, pero los colores no desaparecían. Danzaban y ondeaban como la aurora boreal en una noche de invierno. Y la gente… ya no era gente.

—¿Qué era, Hugh?

—Hormigas —susurró—. Hormigas enormes, de esas que solo deben de existir en bosques tropicales. Marrones y negras y rojas. Lo miraban con ojos muertos y les goteaba de la boca ese veneno suyo, el ácido fórmico. —Tomó aire en una larga y entrecortada inhalación—. Si vuelvo a ver algo así, me quitaré la vida.

—Pero ya ha pasado, ¿no?

—Sí. Ha pasado. Gracias a Dios.

Sacó las llaves del bolsillo y se le cayeron al suelo. Las recogí.

—Ya conduciré yo.

—Sí. Conduce tú. —Hizo ademán de dirigirse al asiento del acompañante y de pronto me miró—. Tú también, Jamie. Me he vuelto hacia ti, y estaba al lado de una hormiga enorme. Te has vuelto… me has mirado…

—Hugh, eso no ha ocurrido. Apenas te he visto salir.

Pareció no oírme.

—Te has vuelto… me has mirado y creo que intentabas sonreír. Estabas rodeado de colores, pero tenías los ojos muertos, como los demás. Y veneno en la boca.

No dijo nada más hasta que llegamos a la enorme verja de madera a la entrada de Wolfjaw. Estaba cerrada, y me disponía ya a bajarme del coche para abrirla.

—Jamie.

Me volví y lo miré. Había recuperado el color, pero solo un poco.

—No me menciones nunca más su nombre. Nunca. Si lo haces, tu trabajo aquí se habrá acabado. ¿Queda claro?

Quedaba claro. Pero eso no significaba que yo fuera a dejarlo correr.

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