Revival

Revival


XII

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—Conforme avanzaron mis estudios, los investigadores iniciaron un proceso de criba. Los centenares se redujeron a docenas. A principios de este año, las docenas se redujeron a diez. En junio, los diez se redujeron a tres.

—Se inclinó—. Buscaba al que siempre he considerado el Paciente Omega.

—Para tu última curación.

Eso pareció hacerle gracia.

—Llamémoslo así. Sí, ¿por qué no? Lo que nos lleva a la triste historia de Mary Fay, que apenas tengo tiempo de contarte antes de que nos vayamos a mi taller. —Soltó una risotada ronca que me recordó la voz de Astrid antes de curarse—. El Taller Omega, supongo. Solo que este es también una unidad hospitalaria bien equipada.

—Bajo el control de la enfermera Jenny.

—¡Vaya un hallazgo fue ese, Jamie! Rudy Kelly no habría sabido ni por dónde empezar… o habría huido carretera abajo gañendo como un cachorro con una avispa en la oreja.

—Cuéntame la historia —dije—. Aclárame en qué me estoy metiendo.

Se recostó.

—En un tiempo lejano, allá por los años setenta, un tal Franklin Fay se casó con una tal Janice Shelley. Los dos se licenciaron en filología en la Universidad de Columbia y se dedicaron a la enseñanza. Franklin era un poeta publicado; he leído su obra y no está nada mal. Si hubiera tenido más tiempo, tal vez habría llegado a ser uno de los grandes. Su mujer hizo la tesis sobre James Joyce y dio clases de literatura inglesa e irlandesa. En 1980 tuvieron una hija.

—Mary.

—Sí. En 1983 les ofrecieron plazas docentes en el American College de Dublín, como parte de un programa de intercambio de dos años. ¿Hasta aquí me sigues?

—Sí.

—En el verano de 1985, mientras tú te dedicabas a la música y yo hacía el circuito de las ferias con mi número de los Retratos en Relámpagos, los Fay decidieron viajar por Irlanda antes de volver a Estados Unidos. Alquilaron una caravana, o casa rodante, como las llaman en algunos sitios, y se pusieron en marcha. Un día pararon a comer en una taberna de County Offaly. Poco después de salir de allí, chocaron frontalmente con un camión de productos agrícolas. Los señores Fay murieron. La niña, que viajaba detrás y llevaba puesto el cinturón, resultó gravemente herida pero sobrevivió.

Era una reproducción casi exacta del accidente que había costado la vida a su mujer y a su hijo. Entonces pensé que él debía de ser consciente de ello, pero ahora ya no estoy tan seguro. A veces sencillamente nos encontramos demasiado cerca.

—Verás, iban por el carril equivocado. Mi teoría es que Franklin se había excedido con la cerveza o el vino, había olvidado que estaba en Irlanda, y había vuelto a su antigua costumbre de conducir por la derecha. Puede que eso mismo le ocurriera a un actor americano, creo, aunque no recuerdo el nombre.

Yo sí me acordaba, pero no me molesté en decírselo.

—En el hospital, sometieron a la pequeña Mary Fay a varias transfusiones de sangre. ¿Empiezas a ver adónde apunta esto? —Y cuando negué con la cabeza, añadió—: La sangre estaba contaminada, Jamie. Por el prión infeccioso que causa el síndrome de Creutzfeldt-Jacob, más conocido como la enfermedad de las vacas locas.

Más truenos. Ahora no ya un rumor, sino un estruendo.

—A Mary la criaron unos tíos suyos. Le fue bien en el colegio, llegó a ser secretaria de un bufete, se matriculó en la universidad con la intención de licenciarse en derecho, dejó la carrera después de dos semestres, y con el tiempo volvió a sus anteriores tareas de secretaria. Eso ocurrió en 2007. Llevaba la enfermedad en estado latente, y así siguió hasta el verano pasado. Entonces comenzó a sufrir síntomas que suelen relacionarse con el consumo de drogas, las crisis nerviosas, o las dos cosas. Dejó el trabajo. El dinero escaseaba, y en octubre de 2013 experimentaba también síntomas físicos: mioclonos, ataxia, ataques epilépticos. El prión, ya totalmente despierto y en plena actividad, horadaba su cerebro. Finalmente una punción dorsal y una resonancia pusieron al descubierto al culpable.

—Dios mío —dije. Antiguas imágenes de noticiarios, vistas probablemente en la habitación de algún motel mientras estaba en la carretera, empezaron a reproducirse detrás de mis ojos: una vaca en un establo lodoso, despatarrada, la cabeza a un lado, los ojos en blanco, mugiendo mecánicamente en su esfuerzo por ponerse en pie.

—Dios no puede ayudar a Mary Fay —dijo.

—Pero tú sí.

A modo de respuesta, me dirigió una mirada que no pude interpretar. Luego volvió la cabeza y escrutó el cielo cada vez más oscuro.

—Ayúdame a levantarme. No tengo intención de perderme la cita con los rayos. Llevo toda la vida esperando. —Señaló la caja de caoba que había en la mesa—. Y trae eso. Necesitaré lo que hay dentro.

—Varillas mágicas en lugar de anillos mágicos.

Pero él negó con la cabeza.

—No para esto.

Bajamos en ascensor. Llegó al vestíbulo por su propio pie, y allí se dejó caer en una de las sillas cercanas a la chimenea apagada.

—Ve al cuarto de material que hay al final del pasillo del Ala Este. Allí encontrarás un artefacto que hasta ahora venía eludiendo.

El artefacto en cuestión resultó ser una silla de ruedas antigua con el asiento de mimbre y ruedas de hierro que chirriaban como demonios. Empujando la llevé hasta el vestíbulo y lo ayudé a sentarse en ella. Tendió las manos hacia la caja de caoba y se la entregué, no sin recelo. La sostuvo acunada contra el pecho como si se tratara de un bebé, y mientras yo lo llevaba a través del restaurante y la cocina vacía, reanudó su relato con una pregunta.

—¿Adivinas por qué dejó la señorita Fay la facultad de Derecho?

—Porque enfermó.

Negó con cabeza en un gesto de visible desaprobación.

—¿Es que no atiendes? En ese momento el prión estaba aún latente.

—¿Decidió que no le gustaba? ¿No sacaba buenas notas?

—Ni lo uno ni lo otro. —Se volvió hacia mí y enarcó las cejas en actitud de viejo libertino—. Mary Fay es una de esas heroínas de los tiempos modernos: una madre soltera. El niño, que se llama Victor, tiene ahora siete años. No lo conozco… Mary no quiso que lo conociera… pero me mostró muchas fotos de él mientras hablábamos de su futuro. Me recordaba a mi propio hijo.

Habíamos llegado a la puerta que daba a la plataforma de carga, pero no la abrí.

—¿El niño tiene lo mismo que ella?

—No. Al menos por ahora.

—¿Lo tendrá?

—Es imposible saberlo con certeza, pero ha dado negativo en las pruebas de detección del prión C-J. Al menos, de momento. —Resonaron más truenos. El viento, que había empezado a levantarse, sacudió la puerta y produjo un momentáneo aullido bajo los aleros—. Vamos, Jamie. Ahora sí tenemos que irnos.

La escalera de la plataforma de carga era demasiado empinada para él con su bastón, así que lo bajé en brazos. Me asombró lo poco que pesaba. Lo coloqué en el asiento del acompañante del carrito de golf y me puse al volante. Cuando avanzamos por la grava y empezamos a descender por la pendiente cubierta de césped en la parte de atrás del complejo, sonó otro trueno. Al oeste, las nubes eran masas de color negro violáceo. Mientras las contemplaba, se escindieron relámpagos bajo sus vientres distendidos en tres puntos distintos. No existía ya la menor posibilidad de que la tormenta no nos llegara, y cuando azotase, iba a zarandear nuestro mundo.

—Hace muchos años —dijo Charlie— te expliqué que el poste de hierro en Lo Alto del Cielo atrae los rayos. Más que un pararrayos corriente, ¿te acuerdas?

—Sí.

—¿Viniste alguna vez aquí a verlo con tus propios ojos?

—No. —Mentí sin vacilar. Lo ocurrido en Lo Alto del Cielo en el verano de 1974 era algo entre Astrid y yo. Supongo que podría habérselo contado a Bree, si me hubiese preguntado por mi primera vez, pero no a Charlie Jacobs. A él jamás.

—En De Vermis Mysteriis, Prinn habla de «la inmensa maquinaria que mueve el molino del universo» y del río de fuerza que impulsa esa maquinaria. A ese río lo llama…

Potestas magnum universum —dije.

Me miró con sorpresa, alzando sus pobladas cejas hacia lo que había sido en otro tiempo el nacimiento del pelo.

—Me equivocaba sobre ti. Al final resulta que no eres tonto.

El viento soplaba a rachas. Creaba veloces ondas en el césped, que no se cortaba desde hacía semanas. Yo seguía notando caliente en las mejillas ese aire rápido. Cuando se enfriase, llovería.

—Son los rayos, ¿no? —dije—. Eso es la potestas magnum universum.

—No, Jamie. —Hablaba casi con delicadeza—. Pese a su gran voltaje, el rayo es un simple hilo de fuerza, uno de los muchos que alimentan lo que yo llamo la electricidad secreta. Pero esa electricidad secreta, por imponente que pueda ser, es en sí misma solo un afluente. Alimenta algo mucho mayor, una fuerza que escapa a la comprensión de los seres humanos. Esa es la potestas magnum universum acerca de la que escribió Prinn, y de la que espero abastecerme hoy. Los rayos… y esto —alzó la caja que sostenía en sus manos huesudas— son solo medios para alcanzar un fin.

Nos adentramos entre los árboles, siguiendo el camino que había tomado Jenny después de coger los huevos. Las ramas oscilaban por encima de nosotros; las hojas, que el viento y el granizo pronto arrancarían, mantenían una agitada conversación. Repentinamente levanté el pie del acelerador, y el carrito se detuvo de inmediato, como es propio de los vehículos eléctricos.

—Si tienes intención de abastecerte de los secretos del universo, Charlie, quizá deberías dejarme fuera de esto. Ya bastante miedo dan las curaciones. Estás hablando de… no sé… una especie de puerta.

Pequeña, pensé. Cubierta de hiedra muerta.

—Cálmate —dijo—. Sí, hay una puerta… Prinn habla de ella, y creo que Astrid también la mencionó… pero no quiero abrirla. Solo quiero mirar por el ojo de la cerradura.

—Santo Dios, ¿por qué?

Me miró con una especie de desprecio descontrolado.

—¿Al final va a resultar que sí eres un necio? ¿Cómo llamarías a una puerta que está cerrada a toda la humanidad?

—¿Por qué no me lo dices, y ya está?

Suspiró, como si me considerara un caso perdido.

—Sigue adelante, Jamie.

—¿Y si me niego?

—Entonces iré a pie, y cuando las piernas ya no me sostengan, iré a rastras.

Eso era un farol, por supuesto. No podía continuar sin mí. Pero yo entonces no lo sabía, así que seguí adelante.

La cabaña donde en su día hice el amor con Astrid había desaparecido. Donde antes se alzaba —torcida, desmoronándose sobre sí misma, llena de pintadas— había ahora un bonito chalet, blanco con molduras verdes. Tenía un recuadro de césped y vistosas flores de verano que al final del día ya no existirían, desgajadas por la tormenta. Al este del chalet, la calzada daba paso a la grava que yo recordaba de mis visitas a Lo Alto del Cielo en compañía de Astrid. Terminaba en aquella voluminosa bóveda de granito, donde el poste de hierro se alzaba hacia el cielo negro.

Jenny, vestida con una blusa de flores y un pantalón blanco de nailon de Enfermera Nancy, aguardaba en la escalera de entrada con los brazos cruzados debajo de los pechos y las manos ahuecadas en torno a los codos, como si tuviera frío. Un estetoscopio le colgaba del cuello. Me detuve ante los peldaños y rodeé el carrito por delante hasta donde Jacobs, con grandes esfuerzos, intentaba apearse. Jenny bajó y me ayudó a ponerlo en pie.

—¡Ya están aquí, gracias a Dios! —Tenía que levantar la voz para hacerse oír por encima del viento, cada vez más intenso. Pinos y píceas se inclinaban y se doblegaban ante él—. ¡Pensaba que al final no vendrían! —Sonó un trueno, y al resplandecer el posterior relámpago, ella se encogió.

—¡Adentro! —insté a gritos—. ¡Ahora mismo!

El viento era ya más frío, y mi piel sudorosa registró el cambio en el aire con la precisión de un termómetro. La tormenta llegaría en cuestión de minutos.

Llevamos a Jacobs escaleras arriba, uno a cada lado. El viento agitaba en remolinos el fino cabello que le quedaba. Sostenía aún el bastón y estrechaba la caja de caoba contra el pecho en actitud protectora. Oí un traqueteo, miré hacia Lo Alto del Cielo y vi rodar la rocalla, desprendida del granito por las acometidas de los rayos de tormentas anteriores; el viento la arrastraba pendiente abajo y la lanzaba al vacío por el borde del precipicio.

Ya dentro, Jenny fue incapaz de cerrar la puerta. Yo sí lo conseguí, pero tuve que emplearme a fondo. Una vez cerrada, el aullido del viento disminuyó un poco. Oí crujir los huesos de madera del chalet, pero parecía robusto. No creía que fuéramos a salir volando, y el poste de hierro atraería cualquier rayo cercano. O eso esperaba.

—Hay media botella de whisky en la cocina. —Jacobs jadeaba pero por lo demás se lo veía tranquilo—. A menos que te lo hayas pulido, ¿eh, Jenny?

Ella negó con la cabeza. Pálida, tenía los ojos abiertos como platos y le brillaban, no por las lágrimas, sino por el terror. Se sobresaltaba a cada trueno.

—Tráeme un sorbo —me dijo Jacobs—. Un dedo bastará. Y sírvete uno para ti y otro para Jenny. Brindaremos por el éxito de nuestra empresa.

—No quiero una copa, ni quiero brindar por nada —dijo Jenny—. Solo quiero que esto acabe. Fue una locura por mi parte meterme en algo así.

—Vamos, Jamie —exhortó Jacobs—. Trae tres. Y deprisita. Tempus fugit.

La botella estaba en la encimera, junto al fregadero. Saqué dos vasos de zumo y serví un poco en cada uno. Yo bebía muy rara vez, por temor a que el alcohol me llevara de nuevo a la droga, pero en ese momento lo necesitaba.

Cuando regresé al salón, Jenny había desaparecido. El destello azul de un rayo iluminó las ventanas; las lámparas y las luces del techo parpadearon y al cabo de unos segundos volvieron a alumbrar con toda su intensidad.

—Ha tenido que ir a ver a nuestra paciente —informó Jacobs—. Yo me beberé el suyo. A menos que lo quieras tú, claro está.

—¿Me has mandado a la cocina para poder hablar con ella, Charlie?

—Qué idea tan absurda.

La mitad ilesa de su cara sonrió; la otra mitad permaneció seria y atenta. Sabes que miento, parecía decir esa mitad, pero ahora ya es tarde. ¿No?

Le entregué uno de los vasos y dejé el que correspondía a Jenny en una mesa auxiliar situada junto al sofá, donde alguien, con buen gusto, había dispuesto unas revistas en abanico. Me asaltó la idea de que posiblemente yo había penetrado en el cuerpo de Astrid por primera vez allí donde se encontraba esa mesa. Aguanta, cariño, había dicho ella. Es maravilloso.

Jacobs levantó el vaso.

—Brindo por…

Apuré el mío sin darle tiempo a acabar.

Me miró con expresión de reproche y se tomó el suyo de un trago, todo menos una gota que le resbaló por el lado paralizado de la boca.

—Te resulto odioso, ¿verdad? Lamento que opines así. Más de lo que imaginarás nunca.

—Odioso no, espeluznante. Cualquiera que anduviese jugueteando con fuerzas que no comprende me resultaría espeluznante.

Cogió el vaso de Jenny. El cristal amplió el lado paralizado de su cara.

—Podría discutírtelo, pero ¿para qué molestarse? La tormenta se nos echa encima, y cuando el cielo se despeje, nuestra relación habrá acabado. Pero al menos ten la hombría de admitir que sientes curiosidad. Eso es en gran medida lo que te ha traído hasta aquí. Quieres saber. Tanto como yo. Tanto como Prinn. La única que está aquí contra su voluntad es la pobre Jenny. Ha venido a pagar una deuda de amor. Lo que le otorga una nobleza de la que nosotros carecemos.

La puerta situada a sus espaldas se abrió. Me llegó un tufo a habitación de enfermo: orina, loción corporal, desinfectante. Jenny la cerró al salir, vio el vaso en la mano de Jacobs y se lo quitó. Tragó el contenido con una mueca y se le marcaron los tendones del cuello.

Jacobs se inclinó sobre el bastón y la examinó atentamente.

—¿He de suponer que…?

—Sí.

Retumbó un trueno. Jenny lanzó un breve grito y soltó el vaso vacío. Este cayó en la moqueta y rodó.

—Vuelve con ella —ordenó Jacobs—. Jamie y yo iremos enseguida.

Jenny volvió a entrar en la habitación de enfermo sin mediar palabra. Jacobs se volvió de cara a mí.

—Atiéndeme bien. Cuando entremos, verás una cómoda a tu izquierda. En el cajón de arriba hay un revólver. Me lo proporcionó Sam, el guardia de seguridad. No preveo que necesites utilizarlo, pero si se da el caso, Jamie… no te lo pienses dos veces.

—¿Por qué demonios iba yo…?

—Hemos hablado de cierta puerta. Es la puerta a la muerte, y tarde o temprano todos nosotros menguamos, nos reducimos a mente y espíritu, y en ese estado reducido atravesamos la puerta, dejando atrás nuestros cuerpos como guantes vacíos. A veces la muerte es por causas naturales, una bendición que pone fin al sufrimiento. Pero con mucha frecuencia se presenta como un asesino, rebosante de crueldad sin sentido y carente de toda compasión. Mi mujer y mi hijo, arrebatados en un accidente estúpido y absurdo, son un buen ejemplo de eso. Tu hermana es otro. Son tres entre millones. Durante gran parte de mi vida he arremetido contra aquellos que pretenden explicar esa estupidez, esa aberración, con palabrería sobre la fe y cuentos de hadas sobre el cielo. Esas tonterías nunca me han reconfortado, y estoy seguro de que tampoco te han reconfortado a ti. Y sin embargo… hay algo.

, pensé justo cuando un trueno estallaba con fuerza y proximidad suficientes para sacudir los cristales de las ventanas en sus marcos. Ahí hay algo, detrás de la puerta, y algo pasará. Algo espantoso. A menos que yo lo impida.

—En mis experimentos he atisbado indicios de ese algo. He visto su forma en todas las curaciones realizadas por la electricidad secreta. Intuyo su presencia incluso en los efectos secundarios, algunos de los cuales tú has observado. Son los fragmentos residuales de una existencia desconocida más allá de nuestras vidas. Todo el mundo se pregunta en algún momento qué hay al otro lado del muro de la muerte. Hoy, Jamie, lo veremos con nuestros propios ojos. Quiero saber qué les pasó a mi mujer y a mi hijo. Quiero saber qué nos deparará el universo a todos nosotros cuando esta vida termine, y me propongo averiguarlo.

—No nos corresponde a nosotros verlo. —Mi conmoción era tal que apenas me salía la voz, y no tuve la seguridad de que me hubiera oído en medio de semejante vendaval, pero sí lo hizo.

—¿Vas a decirme que no piensas a diario en tu hermana Claire? ¿Que no te preguntas si aún existe en algún sitio?

No contesté, pero él asintió como si lo hubiese hecho.

—Claro que sí, y pronto tendremos las respuestas. Mary Fay nos las dará.

—¿Cómo va a hacerlo? —Me sentía los labios dormidos, y no a causa del alcohol—. ¿Cómo, si la curas?

Con la mirada que me lanzó parecía preguntarme si de verdad estaba tan en la inopia.

No puedo curarla. Esas ocho enfermedades que he mencionado fueron elegidas porque ninguna se puede tratar con la electricidad secreta.

El viento arreció hasta convertirse en un grito, y los primeros embates dispersos de lluvia azotaron la fachada oeste de la casa con tal fuerza que sonaron como guijarros arrojados.

—Jenny ha apagado el respirador de Mary Fay cuando veníamos del complejo. Lleva muerta casi quince minutos. Se le está enfriando la sangre. El ordenador que hay dentro de su cráneo, dañado por la enfermedad de la que ha sido portadora desde la infancia pero aun así maravilloso, se ha quedado a oscuras.

—Crees… realmente crees… —No pude acabar. No salía de mi asombro.

—Sí. He necesitado años de estudio y experimentación para llegar a este punto, pero sí. Utilizando los rayos como camino hacia la electricidad secreta, y la electricidad secreta como vía hacia la potestas magnum universum, me propongo traer a Mary Fay de vuelta a cierta forma de vida. Me propongo descubrir la verdad de lo que hay al otro lado de la puerta que lleva al Reino de la Muerte. Lo descubriré por boca de alguien que ha estado allí.

—Estás loco. —Me volví hacia la puerta—. No participaré en esto.

—Si realmente quieres marcharte, no puedo impedírtelo —dijo—, aunque salir con una tormenta como esta sería una temeridad. ¿Servirá de algo decirte que seguiré adelante sin ti, y que eso pondrá en peligro la vida de Jenny, además de la mía? Qué ironía, si ella muriera tan poco después de salvarse Astrid.

Me volví de espaldas. Tenía la mano en el picaporte; la lluvia martilleaba en la puerta. Un rayo estampó un breve rectángulo azul en la moqueta.

Puedes averiguar qué ha sido de Claire. —Ahora hablaba en voz baja, tierna y aterciopelada, la voz del Pastor Danny en su versión más persuasiva.

La voz de un demonio tentador.

—Tal vez incluso consigas hablar con ella… oírle decir que te quiere. ¿No sería maravilloso? Siempre en el supuesto de que esté todavía ahí como entidad consciente, claro… ¿y no quieres saberlo?

Destelló otro relámpago, y de la caja de caoba, a través de una rendija en el cierre, salió un asomo de luz emponzoñada, de color morado verdoso, presente por un momento, extinto al segundo siguiente.

—Por si te sirve de consuelo, la señorita Fay accedió a prestarse a este experimento. La documentación está en perfecto orden, incluida una declaración jurada que me otorga poderes para interrumpir a mi arbitrio todas las «medidas heroicas», como se las llama. A cambio de esa breve y totalmente respetuosa utilización de sus restos mortales, el hijo de Mary quedará bajo la tutela de un generoso fondo fiduciario que le permitirá llegar hasta bien entrada la vida adulta. Aquí no hay víctimas, Jamie.

Eso dices tú, pensé. Eso dices tú.

Reverberó un trueno. Esta vez oí un leve chasquido justo antes del rayo. Jacobs también.

—Ha llegado la hora. Entra en la habitación conmigo o vete.

—Entraré —dije—. Y rezaré para que no pase nada. Porque esto no es un experimento, Charlie. Esto es obra del diablo.

—Piensa lo que quieras y reza cuanto gustes. Quizá tengas más suerte de la que he tenido yo… aunque la verdad es que lo dudo.

Abrió la puerta y lo seguí a la habitación donde había muerto Mary Fay.

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