Requiem

Requiem


Lena

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Lena

Voy por la mitad de la escala cuando comienzan a sonar las alarmas. Un segundo después, se desencadena otra ráfaga de disparos. No hay nada coordinado en ellos: explotan con un rápido ruido entrecortado, tan cerca que resultan ensordecedores, y al instante el aire se convierte en una sinfonía de gritos, detonaciones y chillidos. Una mujer que estaba encabalgada en la pared cae hacia atrás y aterriza en el suelo con un golpe escalofriante. La sangre le brota del pecho.

Solo una pequeña parte de nuestro grupo ha conseguido escalar el muro. De repente, el aire se espesa con el humo de las armas. Se oyen gritos: Vamos, parad, moveos. ¡Quédate donde estás o te disparo! Durante un instante me quedo paralizada, balanceándome en la escala, petrificada, se me resbalan un poco las manos, apenas consigo equilibrarme para no caerme. No recuerdo cómo debo moverme. En lo alto de la escala, un regulador está cortando las cuerdas con un cuchillo.

—¡Adelante, Lena, adelante!

Julián está debajo de mí en la escala. Levanta los brazos y me empuja, haciendo que recupere el control de mi cuerpo. Comienzo a ascender de nuevo, ignorando el dolor de las manos. Mejor luchar contra los reguladores en terreno firme, donde tendremos una oportunidad: todo es mejor que estar colgados aquí, expuestos, como un pez en un sedal.

La escala se estremece. El regulador sigue trabajando enfebrecidamente con su cuchillo. Es joven, me resulta familiar y el sudor le pega el pelo rubio a la frente. Beast acaba de llegar a lo alto del muro. Se oye un ruido y un pequeño grito cuando le pega un golpe con el codo en la nariz al regulador.

El resto sucede muy rápido: Beast agarra el cuchillo del hombre con el puño y tira fuerte; el regulador cae hacia delante, sin ver, y Beast lo tira sin miramientos por la muralla, como si fuera una bolsa de basura. Su cuerpo también produce un sonido al llegar al suelo. Solo entonces lo reconozco: es un chico de los que iban a la escuela Joffrey’s Academy, alguien con quien Hana habló una vez en la playa. De mi edad: nos evaluaron el mismo día.

No hay tiempo de pensar en eso.

Dos fuertes impulsos más y llego a lo alto del muro. Me tumbo sobre el estómago apretándome fuerte contra el cemento, intentando ocupar el menor espacio posible. Compacto. La parte interior del muro está llena de andamios de cuando se construyó. Solo están completas algunas secciones del sendero para las patrullas. Hay cuerpos caídos por todas partes, gente que pelea, cuerpos enredados luchando por obtener ventaja.

Pippa va subiendo forzadamente por la escala de mí derecha. Tack se ha agazapado en un andamio para cubrirla, barriendo con su arma de derecha a izquierda, abatiendo a los guardias que nos acosan desde abajo. Detrás de Pippa va Raven, con el mango de un cuchillo entre los dientes y un arma atada a la cadera. Tiene la cara tensa, muy concentrada.

Lo percibo todo a retazos, en momentos aislados.

Guardias que corren hacia la muralla, que aparecen saliendo de garitas y naves.

Sirenas que aúllan, policía. Han respondido muy rápido a la señal de alarma.

Y por debajo de esto, se me tensan las entrañas: el paisaje de tejados y calles, la cinta gris oscuro del pavimento; Back Cove, que reluce ante mí; parques como puntos verdes en la distancia; la extensión de la bahía, más allá del borrón blanco que es el complejo de los laboratorios… Portland, mi hogar.

Durante un instante, me preocupa estar a punto de desmayarme. Hay demasiada gente, cuerpos que oscilan y se balancean por todas partes, caras contraídas y grotescas, demasiado ruido. Me arde la garganta por el humo. Una parte del andamio se ha incendiado. Y todavía no hemos conseguido que escale la muralla más que una cuarta parte de nosotros. No puedo ver a mi madre, no sé qué le ha pasado.

En ese momento, Julián llega hasta mí, me toma de la cintura y me obliga a arrodillarme.

—¡Abajo, abajo! —me grita, y caemos de rodillas en el momento en que una ráfaga de proyectiles impacta en la pared que está detrás de nosotros y nos cae encima un polvo fino y trocitos de muro. El andamio cruje y se balancea bajo nosotros. En el suelo, los guardias, que se han agrupado, empujan los soportes, intentando hacer que caiga.

Julián grita algo. Sus palabras se pierden, pero sé que me está diciendo que tenemos que movernos, que tenemos que bajar a tierra. Junto a mí, Tack está ayudando a Pippa a cruzar a este otro lado del muro. Ella se mueve con torpeza, lastrada por la mochila que carga. Durante un segundo imagino que la bomba va a estallar justo aquí —la sangre y el fuego, el humo de olor dulzón y la metralla de piedra que sale disparada—, pero en ese momento Pippa pasa sin dificultad y se pone de pie.

Justo entonces, un guardia dirige el rifle hacia ella y apunta. Quiero gritar, advertirla, pero no me sale ningún sonido.

—¡Abajo, Pippa! —Raven se lanza por encima del muro, apartando a Pippa y sacándola de la trayectoria del proyectil justo en el momento en que el guardia aprieta el gatillo.

Bang. El ruido más pequeño. Un sonido de petardo de juguete.

Raven hace un movimiento compulsivo y se tensa. Durante un instante, me parece que solo se ha sorprendido: abre la boca y los ojos de par en par. Luego comienza a tambalearse hacia atrás y me doy cuenta de que está muerta. Cae, cae, cae…

—¡No!

Tack se lanza hacia delante y la agarra por la camiseta antes de que caiga de la pared, la baja y la coloca en su regazo. La gente sigue trepando a su alrededor, bullendo como ratas por entre el andamio, pero él simplemente se queda ahí sentado, acunándose un poco, acariciándole la cara con las manos. Le limpia la frente, le aparta el cabello de la cara. Ella le mira fijamente sin ver, con la boca abierta y húmeda, los ojos abiertos en una expresión de shock, la trenza negra hecha un círculo junto a la pierna de Tack. Los labios de él se mueven, le está hablando.

Y en ese momento surge un grito en mi interior, silencioso y enorme, como un agujero negro que excava un túnel en lo más profundo de mí. No puedo moverme, no puedo hacer nada más que quedarme mirando fijamente. No es así como Raven muere, no aquí, no de esta forma, no en un endeble segundo, no sin luchar.

Bang hace la comadreja. Me acuerdo entonces del juego infantil, de cómo nos perseguíamos unos a otros por el parque, jugando a pillar. Bang. Tú la llevas.

Esto es todo un juego de niños. Jugamos con relucientes juguetes de metal y ruidos fuertes. Lo jugamos en dos bandos, como cuando éramos niños.

Bang. Me atraviesa un dolor abrasador, candente. Me llevo la mano instintivamente a la cara y me toco buscando la herida, los dedos me acarician la oreja y vuelven húmedos de sangre. Una bala me ha debido pasar rozando.

Es el shock, más que el dolor, lo que me saca del trance lo que hace que mi cuerpo se ponga en movimiento. No había pistolas suficientes para todos, aunque tengo un cuchillo, está viejo y mal afilado, pero sigue siendo mejor que nada. Lo saco con dificultad de la bolsita de cuero que llevo en la cadera. Julián va bajando del andamio, balanceándose en las barras cruzadas de metal como si fuera un mono. Un guardia intenta atrapar una de sus piernas. Julián se retuerce y le da un puntapié fuerte en la cara. El policía cae hacia atrás tambaleándose y le suelta. Julián cae el resto de la distancia hasta el suelo, hasta ese caos de cuerpos: inválidos y agentes, de los nuestros y de los suyos, que se funden en un animal enorme y ensangrentado que se retuerce.

Corro hasta el borde del sendero de la muralla y pego el salto. Los pocos segundos en que estoy en el aire, y soy un objetivo, son los más aterradores. Me siento totalmente expuesta, totalmente vulnerable. Dos segundos, tres máximo, pero me parecen una eternidad.

Caigo al suelo, casi encima de un regulador, y lo derribo al caer, se me tuerce el tobillo y me desplomo en la gravilla. Nos enredamos, por un momento mezclados, luchando por conseguir ventaja. Intenta apuntarme con su arma, pero le agarro por la muñeca y se la retuerzo hacia atrás con fuerza. Grita y suelta la pistola. Alguien le da una patada al arma y salta dando vueltas, lejos de mi alcance, hacia el caos de polvo gris.

Entonces la veo a apenas treinta centímetros de distancia. El regulador la ve al mismo tiempo y ambos nos lanzamos a por ella a la vez. Él es más grande que yo, pero también más lento. La tengo en mi mano y cierro los dedos en torno al gatillo un segundo antes que él, así que su puño solo conecta con la tierra Ruge enfurecido y se lanza contra mí. Giro el arma hacia arriba, le pego en un lado de la cabeza, oigo el crujido cuando la pistola choca con su sien. Se queda flojo y yo me pongo en pie rápidamente antes de que me aplaste.

Me sabe la boca a polvo y a metal y ha empezado a martillearme la cabeza. No veo a Julián. No veo a mi madre ni a Colin ni a Hunter.

Y a continuación, una explosión de mortero, que levanta piedra y polvo blanco. El impacto casi me hace caer. Al principio me parece que una de las bombas debe haberse activado accidentalmente y miro alrededor buscando a Pippa, intentando despejar mi cabeza del pitido, del polvo que pica y asfixia, justo a tiempo de ver cómo se escurre entre dos garitas sin que la vean y se dirige al centro de la ciudad.

A mi espalda, uno de los andamios cruje y empieza a derrumbarse. Aumentan los gritos. Hay manos que tiran de mí mientras todo el mundo se lanza hacia delante, intentando salir de la trayectoria de caída. Lenta, muy lentamente, con un gemido, la estructura se tambalea y luego acelera el movimiento y choca contra el suelo, haciéndose pedazos, atrapando bajo su peso a quienes no han tenido suerte.

La pared tiene ahora un enorme agujero en su base; me doy cuenta de que esto debe haber sido obra de una bomba de tubería, una detonación improvisada por la Resistencia. El dispositivo de Pippa habría partido la pared en dos.

Con todo, es suficiente: los que faltaban de nuestra gente entran por la brecha en tropel, una corriente de personas que se han visto obligadas a vivir fuera, que han sido desposeídas de todo, a las que se ha etiquetado como enfermas, y en este momento entran en Portland como un torrente. Los guardias, una línea desordenada de uniformes de color azul y blanco son tragados por la marea, tienen que retroceder, se ven forzados a salir corriendo.

He perdido a Julián. Ya no tiene sentido intentar encontrarle solo puedo rezar para que esté a salvo y para que consiga salir indemne de esta confusión. No sé tampoco lo que le ha pasado a Tack. Parte de mí tiene la esperanza de que se haya retirado al otro lado de la muralla con Raven, y durante un instante imagino que la ha llevado de vuelta a la Tierra Salvaje, que ella despertará. Abrirá los ojos y se dará cuenta de que el mundo ha sido reconstruido como ella deseaba.

O quizá no despertará. Tal vez está ya en un peregrinaje distinto y se ha ido a buscar a Blue de nuevo.

Me abro paso hacia el lugar donde vi desaparecer a Pippa, luchando por respirar en el aire cargado de humo. Una de las garitas de los guardias está en llamas. Me acuerdo de la vieja placa de matrícula que encontramos, medio enterrada en el lodo, durante nuestra migración desde Portland el invierno pasado.

Vive libre o muere.

Me tropiezo con un cuerpo. Se me sube el estómago a la boca, durante una décima de segundo se apodera de mí la oscuridad, enredada en mi estómago como el pelo de Raven en la pierna de Tack. Ella está muerta, Dios mío, pero trago y respiro hondo y sigo adelante, sigo luchando y peleando. Queríamos la libertad para amar. Queríamos la libertad para elegir. Pues ahora tenemos que luchar por ella.

Por fin consigo salir de donde se lucha. Me escabullo hasta alcanzar la zona situada más allá de las garitas de los guardias, echo a correr por el sendero de grava que las separa, en dirección al pequeño grupo de árboles que rodea Back Cove.

Me duele el tobillo cada vez que apoyo el peso, pero no me detengo. Me limpio la oreja rápidamente con la manga y me parece que ya ha dejado de sangrar.

Puede que la Resistencia tenga una misión en Portland, pero yo tengo la mía propia.

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