Requiem

Requiem


Hana

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Hana

Llevo contados treinta y tres segundos por el reloj cuando Fred irrumpe en la cocina, con la cara colorada.

—¿Dónde está?

Tiene las axilas mojadas de sudor, y su pelo, que durante la ceremonia estaba peinado y engominado de manera tan cuidada, está hecho un desastre.

Me siento tentada de preguntarle a quién se refiere, pero sé que eso solo le pondría furioso.

—Se ha escapado —digo.

—¿Qué quieres decir? Marcus me ha dicho que…

—Me ha golpeado —digo. Espero que Lena me haya dejado una marca en la cara al darme la bofetada—. Yo… yo me he golpeado la cabeza en la pared. Y ella ha echado a correr.

—Mierda —Fred se pasa una mano por el pelo, sale al pasillo y llama a gritos a los guardias. Luego se vuelve hacia mí—. ¿Por qué demonios no has dejado que Marcus se ocupara del asunto? ¿Por qué te has quedado a solas con ella?

—Quería información —digo—. Me pareció que era más probable que me la diera estando yo sola.

—Mierda —vuelve a decir Fred. Cuanto más nervioso se pone, curiosamente, más serena me siento yo.

—¿Qué está pasando, Fred?

De pronto le pega una patada a una silla y la manda dando tumbos por la cocina.

—Un maldito caos, eso es lo que está pasando —no puede dejar de moverse; aprieta el puño y durante un instante me parece que va a venir a por mí, solo por tener algo que golpear—. Debe haber como mil personas que se están rebelando. Algunos de ellos son inválidos. Otros son solo niños… Qué tontos, qué tontos… Si supieran…

Se interrumpe cuando se acercan los guardias corriendo por el pasillo.

—Ha dejado que se escapara la chica —dice Fred sin darles una oportunidad de preguntar qué pasa. Es obvio el desprecio en su voz.

—Es que me ha golpeado —repito una vez más.

Noto que Marcus me mira. Deliberadamente evito sus ojos. Él no tiene forma de saber que he dejado que Lena se escape. No he dado ninguna pista de que la conocía. En el coche he tenido cuidado de no mirarla.

Cuando los ojos de Marcus vuelven a Fred, me permito respirar.

—¿Qué quiere que hagamos? —pregunta Marcus.

—No lo sé —Fred se frota la frente—. Tengo que pensar. Maldita sea. Tengo que pensar.

—La chica estaba presumiendo de que tenían refuerzos en la calle Essex —digo—. Ha dicho que había un inválido apostado en cada casa de la calle.

—Mierda —Fred se queda quieto un instante mirando al patio de atrás. Luego relaja los hombros—. Vale. Llamad al 1-1-1 para que envíen refuerzos. Mientras tanto, salid ahí fuera y empezad a peinar las calles. Buscad movimiento entre los árboles. Vamos a hacer salir a todos los gilipollas de esos que podamos. Yo voy enseguida.

—De acuerdo.

Marcus y Bill desaparecen por el pasillo.

Fred coge el teléfono. Yo le pongo una mano en el brazo. Se vuelve hacia mí, irritado, y cuelga.

—¿Qué quieres? —dice casi escupiendo las palabras.

—No salgas ahí, Fred —digo—. Por favor. La chica ha dicho… ha dicho que los otros estaban armados. Ha dicho que abrirían fuego en cuanto asomaras la cabeza por la puerta…

—No me va a pasar nada.

Se aparta bruscamente de mí.

—Por favor —repito. Cierro los ojos y rezo una breve plegaria a Dios. Perdón—. No vale la pena, Fred. Te necesitamos. Quédate en casa. Deja que la policía haga su trabajo. Prométeme que no vas a salir de aquí.

Se le mueve un músculo en la mandíbula. Pasa un largo instante. A cada segundo, no hago más que esperar la explosión: un tornado de metralla de madera, un túnel como un rugido de fuego. Me pregunto si dolerá.

Dios, perdóname, porque he pecado.

—Vale —dice por fin Fred—. Lo prometo —levanta de nuevo el auricular—. Solo mantente fuera de mi vista. No quiero que lo estropees todo.

—Estaré arriba —le digo. Pero ya me ha vuelto la espalda.

Paso al corredor, dejando que las puertas se cierren a mi espalda. Oigo el sonido amortiguado de su voz a través de la madera. En cualquier momento, el infierno.

Pienso en subir al piso de arriba, a la que debería haber sido mi habitación. Podría tenderme y cerrar los ojos. Estoy lo suficientemente cansada para dormir.

Pero lo que hago en realidad es abrir con cuidado la puerta trasera, cruzar el porche y bajar al jardín, con cuidado de mantenerme fuera de la vista de los amplios ventanales de la cocina. Huele a primavera, a tierra mojada y brotes nuevos. Los pájaros cantan en los árboles. Se me pega a los tobillos la hierba húmeda y me mancha el dobladillo de mi traje de novia.

Los árboles me rodean y después ya no puedo ver la casa.

No me quedaré a verla arder.

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