Requiem

Requiem


Hana

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Hana

¿Quieres saber mi profundo y terrible secreto? En la escuela dominical, yo copiaba en los exámenes.

Nunca pude engancharme con el Manual de FSS, ni siquiera de niña. La única parte que me interesaba algo era «Leyendas y Agravios», que está llena de cuentos folclóricos sobre el mundo anterior a la cura. Mi relato favorito, La historia de Salomón, es este:

Hubo una vez, en tiempos de la enfermedad, dos mujeres y un bebé que comparecieron ante el rey. Cada una alegaba que el niño le pertenecía. Ambas se negaban a entregárselo a la otra y defendieron su caso apasionadamente, alegando que morirían de dolor si la criatura no les era devuelta.

El rey, cuyo nombre era Salomón, escuchó sus declaraciones y anunció que había encontrado una solución justa.

Cortaremos al bebé en dos —dijo—, y de ese modo cada una de las dos tendrá una parte.

Las mujeres estuvieron de acuerdo en que era una solución justa, así que se trajo al verdugo, quien con su hacha cortó al niño limpiamente en dos mitades.

Y la criatura no lloró ni emitió ningún sonido, y las madres presenciaron el acto y desde entonces, durante mil años, hubo una mancha de sangre en el suelo del palacio, que no se pudo limpiar ni diluir con ninguna sustancia de la tierra

Yo debía tener unos ocho o nueve años la primera vez que leí ese fragmento, pero verdaderamente me dejó muy impresionada. Durante días no pude quitarme de la mente la imagen de aquel pobre bebé. No hacía más que verlo partido en dos en el suelo de baldosas, como una mariposa sujeta por un alfiler bajo el cristal.

Eso es lo magnífico de la historia. Es real. Lo que quiero decir es que, incluso si no sucedió de verdad (y hay mucho debate en torno a la sección de «Leyendas y Agravios» y sobre su precisión histórica), de cualquier manera muestra el mundo tal como es. Me acuerdo de que me sentía como aquella criatura: desgarrada por los sentimientos, dividida en dos, atrapada entre los deseos y la lealtad.

Así es el mundo enfermo.

Así era para mí, antes de ser curada.

Exactamente dentro de veintiún días, estaré casada.

Da la sensación de que mi madre podría echarse a llorar, y yo casi espero que lo haga. Solo la he visto llorar dos veces en mi vida: una cuando se rompió el tobillo y la otra el año pasado, cuando salió y se encontró con que los manifestantes habían escalado la verja, echado a perder nuestro césped y destrozado por completo su bello automóvil.

Al final solo comenta:

—Estás muy guapa, Hana.

Y después:

—Te queda un poco ancho de cintura, eso sí.

La señora Killegan (Llámame Anne, dijo sonriendo afectadamente la primera vez que vino para una prueba) da vueltas en silencio alrededor de mí, poniendo alfileres y haciendo ajustes. Es alta, de un rubio desvaído y un aire demacrado, como si a lo largo de los años se hubiera tragado accidentalmente alfileres y agujas de coser.

—¿Seguro que prefieres la manga corta ajustada?

—Seguro —contesto, justo en el momento en que mi madre dice:

—¿Te parece que le hace demasiado juvenil?

La señora Killegan, Anne, hace un expresivo gesto con una mano larga, huesuda.

—La ciudad entera estará mirando —comenta.

—El país entero —la corrige mi madre.

—Me gustan así las mangas —digo, y por poco añado: Es mi boda. Pero eso ya no es verdad, no desde los incidentes de enero, con la muerte del alcalde Hargrove. Ahora mi boda pertenece a la gente. Eso es lo que todo el mundo lleva semanas diciéndome. Ayer recibimos una llamada del Servicio Nacional de Noticias preguntando si se podía compartir con ellos la cobertura del acontecimiento… o si podían enviar su propio equipo de televisión para cubrir la ceremonia.

En este momento, más que nunca, el país necesita símbolos.

Estamos de pie ante un espejo de tres lados, y el ceño de mi madre se refleja desde tres ángulos distintos.

—La señora Killegan tiene razón —dice tocándome el codo—. Veamos cómo te quedan las de tres cuartos, ¿vale?

Sé que no debo discutir. Tres reflejos asienten a la vez: tres muchachas idénticas con idénticos mechones de cabello rubio trenzado, vestidas con tres trajes blancos idénticos que llegan al suelo. A estas alturas, ya casi no me reconozco. El traje de novia me ha transfigurado, al igual que las luces brillantes del probador. Durante toda mi vida he sido Hana Tate.

Pero la muchacha del espejo no es Hana Tate. Es Hana Hargrove, futura esposa del futuro alcalde y un símbolo de todo lo positivo del mundo curado.

Un sendero y un camino para cada persona.

—Déjenme ver lo que tengo en la trastienda —dice la señora Killegan—. Te vamos a poner un estilo diferente, solo para que puedas comparar.

Se aleja por la gastada moqueta gris y desaparece en el almacén. Por la puerta abierta, veo docenas de vestidos cubiertos de plástico que cuelgan de las perchas, sin vida.

Mi madre suspira. Llevamos ya dos horas aquí y estoy empezando a sentirme como un espantapájaros: rellena, cosida y cubierta de pinchazos. Mi madre está sentada en un taburete gastado cerca de los espejos, sosteniendo su bolso remilgadamente en el regazo para que no toque la moqueta.

Este establecimiento siempre ha sido la mejor tienda de trajes de novia de Portland, pero aquí también se dejan sentir los efectos de los incidentes, y de las drásticas medidas de seguridad que el gobierno ha aplicado después. Prácticamente todo el mundo anda peor de dinero, y se nota. Una de las bombillas superiores está fundida y la tienda tiene cierto olor a moho, como si no se limpiara desde hace tiempo. En una pared, una mancha de humedad ha hecho que el papel empiece a abombarse, y antes me he fijado en que uno de los sofás tenía un cerco marrón. La señora Killegan me ha visto mirándolo y ha echado un chal por encima.

—La verdad es que estás muy guapa, Hana —dice mi madre.

—Gracias —digo. Sé que estoy muy guapa. Puede que suene presuntuoso, pero es la verdad.

Esto, también, ha cambiado desde la cura. Antes, aunque la gente me decía siempre que yo era guapa, nunca lo sentía. Pero después de la operación se derrumbó un muro en mi interior. Ahora veo que sí, que soy sencilla e indiscutiblemente hermosa.

Además, ahora ya no me importa en absoluto.

—Ya estamos —la señora Killegan vuelve de la trastienda sosteniendo en un brazo varios trajes en fundas de plástico. Me trago un suspiro, pero no con la suficiente rapidez. Ella me pone una mano en el hombro—. No te preocupes, querida —me dice—. Encontraremos el vestido perfecto. De eso se trata, ¿verdad?

Consigo componer una sonrisa con mis músculos faciales, y la chica guapa del espejo la compone conmigo.

—Por supuesto —digo.

El vestido perfecto. El enlace perfecto. Una vida perfecta de felicidad.

La perfección es una promesa y la garantía de que no nos equivocamos.

La tienda de la señora Killegan está en Old Port y, cuando salimos a la calle, me llegan los aromas familiares a alga seca y madera vieja. Está despejado, pero sopla un viento fresco desde la bahía. Unos cuantos barcos se balancean en el agua, casi todos pesqueros o mercantes. De lejos, los palos de amarre manchados de excrementos de gaviota parecen juncos que crecen en el agua.

La calle está vacía, salvo por dos reguladores y Tony, nuestro guardaespaldas. Mis padres decidieron contratar un servicio de seguridad justo después de los incidentes, cuando el padre de Fred Hargrove, el alcalde, fue asesinado y cuando se decidió que yo dejara la universidad y me casara cuanto antes.

Ahora Tony viene con nosotros a todas partes. Cuando tiene el día libre, manda a su hermano Rick como sustituto. Tardé un mes en distinguirlos. Ambos tienen el cuello gordo y corto y la cabeza afeitada, brillante. Ninguno de los dos habla mucho y, cuando hablan, nunca tienen nada interesante que decir.

Ese era uno de mis mayores miedos respecto a la cura: que la operación de alguna forma me iba a desenchufar e iba a inhibir mi capacidad de pensar. Pero sucede lo contrario. Ahora pienso con mayor claridad. De algún modo, hasta siento con mayor claridad. Antes sentía de una manera febril, me invadían el pánico, la ansiedad y los deseos encontrados. Había noches en que casi no podía dormir, días en que sentía que mis entrañas estaban tratando de salirse por mi garganta.

Estaba infectada. Ahora, la infección ha pasado.

Tony nos esperaba apoyado en el coche. Me pregunto si ha estado en esa posición las tres horas que hemos pasado en la tienda de la señora Killegan. Al acercarnos, se endereza y le abre la puerta a mi madre.

—Gracias, Tony —dice—. ¿Ha habido algún problema?

—No, señora.

—Bien.

Mi madre se sienta en el asiento de atrás y yo la sigo. Hace dos meses que tenemos este coche. Sustituye al que fue destrozado y, pocos días después de traerlo, mi madre salió de la tienda de ultramarinos para descubrir que alguien había escrito en la pintura la palabra CERDO con una llave. En secreto, pienso que la verdadera motivación de mi madre para contratar a Tony es su deseo de proteger el coche nuevo.

Cuando él cierra la puerta, el mundo de fuera de los cristales tintados adquiere un color azul oscuro. Tony sintoniza la radio hasta dar con el Servicio Nacional de Noticias. Las voces de los comentaristas me resultan familiares y reconfortantes.

Apoyo la cabeza en el respaldo y observo cómo el mundo comienza a moverse. He vivido siempre en esta ciudad y tengo recuerdos casi de cada calle y de cada esquina. Pero en este momento también me parecen lejanos, a salvo en el pasado. Hace una vida, solía sentarme en esas mesas de picnic con Lena, jugando a atraer a las gaviotas con migas de pan. Hablábamos de volar. Hablábamos de escapar. Eran cosas de niños, como creer en unicornios y en la magia.

Nunca pensé que ella llegara a hacerlo de verdad.

Siento un calambre en el estómago. Me doy cuenta de que no he comido nada desde el desayuno. Debo tener hambre.

—Una semana muy ajetreada —dice mi madre.

—Sí.

—Y no te olvides, el Post quiere hacerte una entrevista esta tarde. —No me había olvidado.

—Ahora solo tenemos que encontrarte un vestido para la toma de posesión de Fred, y habremos terminado. ¿O has decidido ponerte el amarillo que vimos la semana pasada en Lava?

—Aún no estoy segura —digo.

—¿Qué quieres decir con que no estás segura? La toma de posesión es dentro de cinco días, Hana. Todo el mundo te estará mirando.

—Vale, el amarillo entonces.

—Claro, lo que no sé es qué me voy a poner yo…

Ya hemos llegado al West End, nuestro antiguo barrio. Históricamente, en esta zona vivían muchos mandos de la iglesia y de la medicina: sacerdotes de la Iglesia del Nuevo Orden, funcionarios del gobierno, médicos e investigadores de los laboratorios. Sin duda, por eso es por lo que fue objetivo de tantos ataques durante los disturbios que siguieron a los incidentes.

Esos desórdenes fueron sofocados rápidamente, y sigue habiendo mucho debate sobre si representaban un verdadero movimiento o si fueron el resultado de un enfado mal dirigido y de las pasiones que estamos tratando de erradicar con tanto empeño. Sin embargo, mucha gente pensó que el West End estaba demasiado cerca del centro, demasiado cerca de algunos de los barrios más problemáticos, donde se ocultan simpatizantes y miembros de la Resistencia. Después de aquello, muchas familias, como la nuestra, se trasladaron a lugares situados fuera de la península.

—Hana, no te olvides: se supone que tenemos que hablar con los del catering el lunes.

—Lo sé, lo sé.

Cogemos Danforth Street hacia Vaughan, nuestra antigua calle. Me inclino ligeramente hacia delante, intentando atisbar la que era nuestra casa, pero los árboles de hoja perenne de los Anderson la ocultan por completo y todo lo que consigo ver es una parte del tejado verde de dos aguas.

Nuestra casa, como la de los Anderson, situada al lado, y la de los Richard, que está enfrente, está vacía y probablemente seguirá así. Sin embargo, no se ve ni un solo cartel de SE VENDE. Nadie puede permitirse comprar. Fred dice que el estancamiento económico todavía va a durar unos cuantos años más, hasta que las cosas empiecen a estabilizarse. Por el momento, el gobierno tiene que reafirmar su control. Hay que recordarle a la gente cuál es su sitio.

Me pregunto si los ratones ya habrán llegado hasta mi antiguo cuarto, dejando sus cagadas en los suelos de madera pulida, y si las arañas habrán empezado a tejer sus telas por los rincones. Pronto la casa se parecerá a la del número 37 de la calle Brooks, estéril, casi carcomida, derrumbándose poco a poco por obra de las termitas.

Otro cambio: ahora puedo pensar en la casa de la calle Brooks, y en Lena y en Álex, sin aquella sensación de ahogo.

—Apuesto a que no has revisado la lista de invitados que he dejado en tu cuarto, ¿verdad?

—No he tenido tiempo —digo distraídamente, mientras sigo mirando el paisaje que se desliza por nuestra ventanilla.

El vehículo entra en la calle Congress y el barrio cambia rápidamente. Enseguida pasamos una de las dos gasolineras de la ciudad, en torno a la cual monta guardia un grupo de reguladores con las armas apuntando al cielo; después vemos tiendas de baratillo, una lavandería con un toldo naranja desvaído y un delicatessen de aspecto deslucido.

De repente, mi madre se inclina hacia delante y coloca una mano en el respaldo del asiento de Tony.

—Sube eso —dice bruscamente.

El ajusta el dial. La voz de la radio se hace más fuerte.

Tras el reciente estallido de violencia en Waterbury, Connecticut

—Dios mío —dice mi madre—. Otro no.

… se ha animado enérgicamente a todos los ciudadanos, en particular a los residentes en los cuadrantes del sureste, a que evacúen temporalmente sus viviendas y se trasladen a la vecina población de Bethlehem. El jefe de las Fuerzas Especiales, Bill Ardury, ha tranquilizado a los ciudadanos: «La situación está bajo control», ha declarado durante su discurso de siete minutos. «El personal militar estatal y municipal está trabajando de manera conjunta para contener la enfermedad, acordonando la zona y ejecutando una operación de limpieza y desinfección a la mayor brevedad posible. No hay ninguna razón para temer que haya otros focos de contaminación…».

—Ya basta —dice mi madre bruscamente, echándose hacia atrás—. Ya no puedo escuchar más.

Tony se pone a enredar con el dial. En la mayor parte de las emisoras no se oye más que ruido. El mes pasado, la gran noticia fue el descubrimiento por parte del gobierno de que varias frecuencias habían sido cooptadas por los inválidos para su uso. Pudimos interceptar y descifrar varios mensajes de gran importancia, lo que llevó a una redada de gran éxito en Chicago y al arresto de varios inválidos muy importantes. Uno de ellos era el responsable de planear el atentado de Washington del otoño pasado, una explosión en la que murieron veintisiete personas, entre ellas una madre y su hijo.

Me alegré cuando ejecutaron a los inválidos. Alguna gente se quejó, alegando que la inyección letal era un método demasiado humano para terroristas convictos, pero a mí me pareció que contenía un mensaje muy potente: Nosotros no somos los malos. Nosotros somos razonables y compasivos. Nosotros representamos la justicia, el sistema y el orden.

Son los del otro lado, los incurados, quienes traen el caos.

—Es verdaderamente indignante —dice mi madre—. Si hubiéramos empezado a bombardear cuando los primeros problemas… ¡Tony, cuidado!

Tony pisa el freno a fondo. Los neumáticos chirrían. Yo salgo disparada hacia delante, apenas consigo evitar golpearme con la frente en el reposacabezas del asiento anterior antes de que el cinturón tire de mí hacia atrás. Se oye un golpe pesado. Huele a goma quemada.

—Mierda —dice mi madre—. Mierda. ¿Qué diablos…?

—Lo siento, señora, es que no la había visto. Ha salido de entre los contenedores…

Una chica está de pie frente al coche, las manos apoyadas en el capó. Lleva el pelo suelto junto a la cara delgada y fina, sus ojos son enormes y tienen una expresión aterrorizada. Me resulta vagamente familiar.

Tony baja la ventanilla. El olor de los contenedores —hay varios, uno junto a otro— llega hasta el coche, dulzón y podrido. Mi madre tose y se cubre la nariz con la mano.

—¿Estás bien? —pregunta Tony en voz alta sacando la cabeza por la ventanilla.

La niña no reacciona. Está jadeando, prácticamente hiperventilando. Sus ojos vuelan de Tony hasta mi madre, en el asiento trasero, y luego hasta mí. Me recorre una sacudida.

Jenny. La prima de Lena. No la he visto desde el verano pasado y está mucho más delgada. También parece mayor. Pero es ella, sin duda. Reconozco el corte de la nariz, la barbilla puntiaguda y orgullosa, y los ojos.

Ella también me reconoce. Lo noto. Antes de que yo pueda decir nada, aparta las manos del capó y cruza la calle corriendo. Lleva una vieja mochila con manchas de tinta, que reconozco porque perteneció a Lena. En uno de los bolsillos se ven dos nombres coloreados en barrigudas letras negras, el de Lena y el mío. Los dibujamos cuando estábamos en séptimo, un día que nos aburríamos en clase. Aquella fue la primera vez que se nos ocurrió nuestra palabra secreta, nuestro grito de ánimo, el que luego nos lanzábamos la una a la otra en las competiciones de cross. Halena. Una combinación de nuestros nombres.

—Por Dios bendito, cualquiera diría que esa chica tiene edad suficiente como para no lanzarse a la calzada en mitad del tráfico. Por poco me da un ataque al corazón.

—La conozco —digo sin pensar. No puedo quitarme su imagen de la cabeza, los enormes ojos oscuros, la cara pálida y esquelética.

—¿Que quieres decir con que la conoces?

Mi madre se vuelve hacia mí.

Cierro los ojos y procuro pensar en cosas serenas. La bahía. Gaviotas que vuelan recortadas contra el cielo azul. Ríos de tela blanca inmaculada. Pero lo que veo son los ojos de Jenny, los pronunciados ángulos de su mentón y sus mejillas.

—Se llama Jenny —digo—. Es prima de Lena…

—Cuidado con lo que dices —me interrumpe bruscamente mi madre. Me doy cuenta, demasiado tarde, de que no debería haber dicho nada. En mi familia, el nombre de Lena es peor que una maldición.

Durante años, mi madre estuvo orgullosa de mi amistad con ella, la veía como una prueba de lo abierta que era. No juzgamos a la chica por su familia, les decía a los invitados que sacaban el tema. La enfermedad no es genética; esa es una idea anticuada.

Para ella fue casi un insulto personal que Lena contrajera la enfermedad y que consiguiera escapar antes de que pudieran tratarla, como si lo hubiera hecho a propósito para hacerla parecer una tonta.

Todos esos años la dejamos entrar en nuestra casa, decía de repente en los días siguientes a la huida de Lena. Aunque sabíamos cuáles eran los riesgos. Todo el mundo nos lo advirtió… Bueno, supongo que deberíamos haberles hecho caso.

—Estaba muy delgada —digo.

—A casa, Tony.

Mi madre apoya la cabeza en el reposacabezas y cierra los ojos. Sé que la conversación ha terminado.

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