Requiem

Requiem


Lena

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Lena

Me despierto en mitad de la noche después de una pesadilla. En ella, Grace estaba atrapada bajo las tablas del suelo, en nuestro antiguo dormitorio en casa de tía Carol. Del piso de abajo llegaban gritos: un incendio. El cuarto estaba lleno de humo. Yo intentaba llegar hasta Grace para rescatarla, pero su mano no hacía más que escurrirse de la mía. Me ardían los ojos y el humo me ahogaba, y sabía que si no me daba prisa, iba a morir. Pero ella lloraba y me gritaba que la salvara, que la salvara…

Me incorporo. Me repito mentalmente el mantra de Raven: El pasado está muerto, no existe, pero no funciona. No puedo quitarme la sensación de la mano diminuta de Grace, húmeda de sudor, que se desliza sin que yo pueda hacer nada.

La tienda de campaña está demasiado llena de gente. Dani se aprieta a mi lado y hay otras tres mujeres hechas un ovillo junto a ella.

Por el momento, Julián tiene su propia tienda. Es una pequeña muestra de cortesía. Le están dando tiempo para que se adapte, como lo hicieron conmigo cuando llegué a la Tierra Salvaje. Lleva tiempo acostumbrarse a la sensación de cercanía física, de cuerpos que chocan continuamente con el tuyo. En la Tierra Salvaje no hay intimidad y tampoco puede haber pudor.

Podría haberme ido con Julián a su tienda. Sé que él lo esperaba, después de lo que compartimos bajo tierra: el secuestro, el beso. Al fin y al cabo, yo le he traído aquí. Le rescaté y le conduje a esta nueva vida, una vida de libertad y sentimientos. No hay nada que me impida dormir junto a él. Los curados, los zombis, dirían que ya estamos infectados. Nos revolcamos en nuestra porquería, como hacen los cerdos en el estiércol.

¿Quién sabe? Quizá tengan razón. Quizá nuestras emociones nos vuelvan locos. Puede que el amor sea una enfermedad y que se esté mejor sin ella.

Pero nosotros hemos elegido un camino distinto. Y al final eso es lo importante de haber escapado de la operación: somos libres para elegir.

Incluso somos libres para elegir la opción equivocada.

No voy a ser capaz de volver a dormirme sin más. Necesito aire. Me incorporo con cuidado de debajo del montón de mantas y sacos de dormir y busco a tientas el cierre de la tienda. Salgo reptando, tratando de no hacer demasiado ruido. A mi espalda, Dani patalea en sueños y murmura algo incomprensible.

La noche está fresca; el cielo, despejado y sin nubes. La luna parece más cercana de lo habitual y lo colorea todo con un brillo de plata, como una capa muy fina de nieve. Me quedo de pie un momento, disfrutando de la sensación de quietud y silencio: los picos de las tiendas manchados de luz de luna, las ramas bajas que apenas comienzan a brotar hojas nuevas; de vez en cuando, el ulular de un búho a lo lejos.

En una de las tiendas, Julián duerme.

Y en otra, Álex.

Me alejo de las tiendas. Me dirijo hacia el barranco pasando junto a los restos de la hoguera, que ya no son más que trozos calcinados de madera ennegrecida y unas pocas brasas humeantes. El aire sigue oliendo débilmente a alubias y a metal quemado.

No estoy segura de adonde me dirijo, y es una estupidez alejarse del campamento. Raven me lo ha advertido miles de veces. Por la noche, la Tierra Salvaje pertenece a los animales y es fácil desorientarse y perderse entre la maleza, entre la masa de árboles. Pero siento una necesidad en la sangre y la noche está tan clara que no tengo dificultades para orientarme.

Bajo dando saltos hasta el cauce seco del río, que está cubierto con una capa de rocas y hojas y, de vez en cuando, una reliquia de la antigua vida: una lata de refresco abollada, una bolsa de plástico, un zapato de niño. Camino hacia el sur durante unos cientos de metros, hasta que un enorme roble caído me impide avanzar más. Su tronco es tan ancho que, tumbado, me llega casi al pecho. Una vasta red de raíces se arquea hacia el cielo como el oscuro surtidor de agua de una fuente.

Oigo un crujido detrás de mí. Me vuelvo como una exhalación. Una sombra se desliza, se hace sólida y, durante un instante, mi corazón se detiene: no estoy protegida, no tengo armas, nada con lo que ahuyentar a un animal hambriento. Luego, la silueta sale al claro y adopta la forma de un muchacho.

A la luz de la luna, resulta imposible saber que su pelo tiene el color exacto de las hojas en otoño: un castaño dorado con reflejos rojizos.

—Ah —dice Álex—, eres tú.

Esas son las primeras palabras que me dirige en cuatro días.

Hay miles de cosas que deseo decirle:

Por favor, compréndelo. Perdóname, te lo ruego.

Recé cada día para que estuvieras vivo, hasta que la esperanza se volvió dolorosa.

No me odies.

Aún te quiero.

Pero todo lo que me sale es:

—No podía dormir.

Debe acordarse de que siempre me atormentaban las pesadillas. Hablamos mucho de ello durante el verano que pasamos juntos en Portland. El verano pasado, hace menos de un año. Es imposible imaginar la distancia que he cubierto desde entonces, el paisaje que se ha formado entre nosotros.

—Yo tampoco podía dormir —se limita a decir.

Solo eso, esa sencilla afirmación, y el hecho de que esté hablando conmigo, hacen que algo se afloje en mi interior. Quiero abrazarle, quiero besarle como solía hacer.

—Pensé que habías muerto —digo—. Eso por poco me mata.

—¿Seguro? —su voz suena neutra—. Te has recuperado bastante rápido.

—No. No lo entiendes —noto la garganta apretada, como si me estuvieran estrangulando—. No podía seguir esperando y luego despertarme cada día para descubrir que no era cierto, que tú te habías ido. Yo… yo no era tan fuerte.

Durante un instante se queda callado. Está demasiado oscuro para distinguir su expresión. Una vez más, su figura queda en la sombra, pero puedo sentir que me está mirando fijamente.

Por fin dice:

—Cuando me llevaron a las Criptas, pensé que me iban a matar. Ni siquiera se molestaron. Simplemente me dejaron para que muriera. Me metieron en una celda y cerraron la puerta

—Álex.

Esa sensación de estrangulamiento se ha desplazado desde la garganta hasta el pecho y, sin darme cuenta, he comenzado a llorar. Me desplazo hacia él. Quiero pasar las manos por su pelo y besarle la frente y cada uno de los párpados y alejar los recuerdos de lo que ha visto. Pero él retrocede hasta colocarse fuera de mi alcance.

—No morí. No sé cómo. Tendría que haber muerto. Había perdido un montón de sangre. A ellos les sorprendió tanto como a mí. Después se convirtió en una especie de juego, ver cuánto podía soportar. Ver cuánto podían hacerme antes de que yo…

Se interrumpe de repente. Ya no puedo oír más, no quiero saber, no quiero que sea verdad, no soporto pensar en lo que le hicieron allí. Doy otro paso adelante y le toco el pecho y los hombros en la oscuridad. Esta vez no me aparta. Pero tampoco me abraza. Se queda ahí, frío, quieto, como una estatua.

—Álex —repito su nombre como una plegaria, como un hechizo mágico que hará que todo vuelva a estar bien. Paso las manos por su pecho hasta la barbilla—. Lo siento, lo siento tanto…

De repente se echa hacia atrás bruscamente, al tiempo que me agarra por las muñecas y me las coloca a los lados.

—Había días en que hubiera preferido que me mataran.

No me suelta las muñecas, las aprieta fuerte presionándome los brazos, manteniéndome inmóvil. Habla en voz baja, con tono de urgencia y tan lleno de ira que me duele incluso más que su contacto.

—Había días en que lo pedía yo mismo, en que rezaba por ello cuando me iba a dormir. Confiar en que volvería a verte, en que podría encontrarte, esa esperanza era lo único que me mantenía con vida —me suelta y retrocede un paso más—. Así que no. No lo comprendo.

—Álex, por favor.

Aprieta los puños.

—Deja de decir mi nombre. Ya no me conoces.

—Sí que te conozco —sigo llorando, tragándome los espasmos desde la garganta, luchando por respirar. Esto es una pesadilla y voy a despertar. Esto es una historia de monstruos y él ha regresado a mí como una criatura de terror, reconstruido a base de fragmentos, roto y lleno de odio, y cuando me despierte, él estará ahí, entero, y será mío de nuevo. Encuentro sus manos, entrelazo mis dedos con los suyos incluso cuando intenta apartarse—. Soy yo, Álex. Soy Lena. Tu Lena. ¿Te acuerdas? ¿Te acuerdas de la casa en el número 37 de Brooks y de la manta que solíamos dejar en el patio trasero…?

—No —dice. Su voz se quiebra al pronunciar esa palabra.

—Y yo siempre te ganaba al Scrabble —digo. Tengo que seguir hablando, y mantenerle aquí, y hacer que recuerde—. Porque tú siempre me dejabas ganar. ¿Y te acuerdas de que una vez hicimos un picnic y lo único que pudimos encontrar en la tienda fueron espaguetis en lata y judías? Y tú dijiste que los mezcláramos…

—Para…

—Y lo hicimos, y no estaba mal. Nos comimos la dichosa lata entera, del hambre que teníamos. Y cuando empezó a oscurecer, tú señalaste el cielo y me dijiste que había una estrella por cada cosa que amabas de mí.

Respiro entre jadeos, como si estuviera a punto de hundirme. Me aferró a él a ciegas, agarrándole del cuello de la ropa.

—Déjalo —me coge por los hombros. Su cara está a unos centímetros de la mía, pero resulta irreconocible: una máscara horrible, torcida—. Déjalo ya. Ya vale. Se acabó, ¿vale? Todo eso se ha acabado.

—Álex, por favor…

—¡Déjalo! —su voz es como un grito, como una bofetada. Me suelta y yo retrocedo con un tropiezo—. Álex ha muerto, ¿me oyes? Todo eso, lo que sentimos, lo que significó, todo eso ha terminado, ¿vale? Está enterrado. Se lo llevó el viento.

—¡Álex!

Se había girado para irse, pero se vuelve como un resorte. La luna le recubre con una luz descarnada, blanca y furiosa, una imagen de cámara fotográfica, en dos dimensiones, atrapada por un flash.

—No te amo, Lena, ¿me oyes? Nunca te he amado.

Me quedo sin aire. Me quedo sin nada.

—No te creo.

Estoy llorando tanto que casi no puedo hablar.

Da un paso hacia mí. Y en ese momento no le reconozco en absoluto. Se ha transformado completamente, se ha convertido en un extraño.

—Era una mentira, ¿vale? Todo fue una mentira. Una locura, como decían todos. Olvídate de ello. Olvídate de que ocurrió.

—Por favor… —no sé cómo consigo mantenerme en pie, por qué no me hago añicos hasta quedarme reducida a polvo, por qué mi corazón sigue latiendo cuando deseo tanto que deje de hacerlo—. Por favor, Álex, no hagas esto.

—¡Deja de decir mi nombre!

En ese momento lo oímos los dos: un crujido y un ruido de hojas a nuestras espaldas, el ruido de algo grande que merodea por los bosques. Álex cambia la expresión. Desaparece el enfado y lo sustituye otra cosa: una tensión congelada, como un ciervo justo antes de echar a correr.

—Lena, no te muevas —dice en voz baja, pero sus palabras están teñidas de urgencia.

Incluso antes de volverme, siento una forma a mis espaldas, el ruido de la respiración de un animal, el hambre, un anhelo, algo impersonal.

Un oso.

Se ha ido abriendo camino hasta la barranca y en este momento se encuentra a unos pocos metros de nosotros. Es un oso negro. A la luz de la luna, tiene el enmarañado pelo veteado de plata, y es grande: mide casi dos metros de alto; incluso a cuatro patas, me llega prácticamente hasta el hombro. Mira a Álex y después a mí; luego vuelve a mirar a Álex. Sus ojos son como piezas de ónice tallado, apagados, sin vida.

Me sorprenden dos cosas. Está muy delgado, pasa hambre. El invierno ha sido duro.

Y otra cosa: no nos tiene miedo.

Me recorre una sacudida de pánico que deja fuera el dolor, deja fuera cualquier otro pensamiento excepto uno: Debería haber traído un arma.

El animal avanza otro paso moviendo su enorme cabeza atrás y adelante, midiéndonos. Veo su aliento en el aire frío, sus omóplatos puntiagudos, altos y afilados.

—Vale —dice Álex con el mismo tono bajo de voz. Está de pie detrás de mí y noto la tensión en su cuerpo, derecho como un palo, petrificado—. Vamos a tomárnoslo con calma. Muy despacio. Vamos a retroceder, ¿vale? Suave y lentamente.

Da un único paso hacia atrás y solo eso, ese pequeño movimiento, hace que el oso se tense como acuclillándose, enseñando los dientes, que relucen con blancura de hueso a la luz de la luna.

Álex se queda inmóvil otra vez. El oso empieza a gruñir. Está tan cerca que noto el calor de su enorme cuerpo, puedo oler su acre aliento famélico.

Debería haber traído un arma. No hay forma de darse la vuelta y salir corriendo: eso nos convierte en presas y el animal está buscando una presa. Una estupidez. Esa es la regla de la Tierra Salvaje. Hay que ser más grande y más fuerte y más despiadado. Hay que herir o salir herido.

El oso se tambalea dando otro paso hacia delante, aún rugiendo. Cada músculo de mi cuerpo es una alarma que me grita que corra, pero me quedo plantada en el sitio obligándome a no moverme, a no pestañear siquiera.

El oso vacila. Yo no voy a salir corriendo. Así que quizá no soy una presa.

Retrocede unos centímetros, una ventaja, una minúscula concesión. Yo la aprovecho.

—¡Eh! —grito como un ladrido, tan fuerte como puedo, alzando los brazos por encima de mi cabeza para intentar parecer lo más corpulenta posible—. ¡Eh! ¡Fuera de aquí! ¡Vete! ¡Vete!

El oso retrocede otros pocos centímetros, confundido, sobresaltado.

—He dicho que te vayas.

Alargo una pierna hasta el árbol más cercano y golpeo el tronco con el pie, lo que hace que salten pedacitos de corteza en dirección al animal. Este sigue dudando, inseguro, pero ya no ruge: está a la defensiva, confuso. Me agacho a coger la primera piedra que encuentro y luego me levanto y la lanzo con toda la fuerza posible. Le da al oso justo debajo del hombro izquierdo, con un ruido pesado. El animal se echa hacia atrás, gimiendo. Luego se vuelve y se marcha corriendo hacia el bosque, un rápido manchón negro.

—Dios bendito —estalla Álex detrás de mí. Suelta el aire en un suspiro largo y con sonido, se dobla, se endereza otra vez—. Dios bendito.

La adrenalina, la liberación de la tensión, le han hecho olvidar; durante un instante, cae la nueva máscara y se vislumbra el antiguo Álex.

Siento un breve ataque de náusea. No puedo olvidar la mirada herida, desesperada, del oso y el pesado golpe de la piedra en su hombro. Pero no tenía elección.

Es la regla de la Tierra Salvaje.

—Eso ha sido una locura. Estás loca —Álex mueve la cabeza—. La Lena de antes habría echado a correr.

Hay que ser más grande, más fuerte, más despiadado.

Me va invadiendo la frialdad; un muro sólido se va elevando, piedra a piedra, en mi pecho. Él no me ama.

Nunca me ha amado.

Todo fue una mentira.

—La Lena de antes está muerta —digo, y después paso a su lado y bajo por la hondonada hacia el campamento. Cada paso me cuesta más que el anterior, la pesadez me invade y convierte mis miembros en piedra.

Hay que herir o salir herido.

Álex no me sigue, y yo no espero que lo haga. No me importa adonde vaya, si se queda en los bosques toda la noche o si no regresa nunca al campamento.

Como él ha dicho, todo eso, el que importe, ya está terminado.

No empiezo a llorar otra vez hasta que alcanzo las tiendas. Las lágrimas acuden a mis ojos de repente y tengo que dejar de caminar para doblarme sobre mí misma. Quiero que todos esos sentimientos salgan de mí. Durante un minuto pienso en lo fácil que sería regresar al otro lado, caminar directamente hasta los laboratorios y ofrecerme a los cirujanos.

Teníais razón, yo estaba equivocada. Extirpadlo.

—¿Lena?

Alzo la vista. Julián ha salido de su tienda. Debo de haberle despertado. Tiene el pelo de punta en todas direcciones, como los radios rotos de una rueda, y lleva los pies descalzos.

Me enderezo, limpiándome la nariz en la manga de la sudadera.

—Estoy bien —digo, aún congestionada e hipando—, estoy bien.

Durante un instante se queda ahí, mirándome, y noto que sabe por qué estoy llorando y que comprende y que todo va a ir bien. Abre los brazos hacia mí.

—Ven aquí —dice suavemente.

No puedo acercarme con la suficiente rapidez. Casi me abalanzo sobre él. Me atrapa y me abraza fuerte contra su pecho y yo me dejo ir de nuevo, dejo que me recorran los sollozos. Él se queda allí conmigo y me susurra, hablándole a mi pelo, y me besa la coronilla y me permite llorar por la pérdida de otro chico, uno al que amaba más.

—Lo siento —repito una y otra vez contra su pecho—. Lo siento.

Su camisa huele a humo, a mantillo y a brotes de primavera.

—No importa —responde en un susurro.

Cuando nos calmamos un poco, me toma de la mano. Le sigo hasta la caverna oscura de su tienda, que huele como su camisa pero más concentrado. Me tiendo sobre su saco de dormir y él se tumba junto a mí, formando una concha perfecta para mi cuerpo. Me acurruco en ese espacio, a salvo, cálida, y dejo que las últimas lágrimas que derramaré nunca por Álex desciendan calientes por mis mejillas, que lleguen al suelo y se alejen de mí.

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