Requiem

Requiem


Hana

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Hana

—¡Hana! —mi madre me mira con expectación—. Fred te ha pedido que le pases las judías.

—Perdón —digo obligándome a sonreír. Casi no he dormido la noche pasada. Incluso he tenido pequeños sueños, retazos de imágenes que se desvanecían antes de que pudiera centrarme en ellos.

Alcanzo el plato de cerámica esmaltada. Es bello como todo en la casa Hargrove, aunque Fred es más que capaz de alcanzarlo él solo. Es parte del ritual. Pronto seré su esposa y nos sentaremos así cada noche, interpretando una danza bien ensayada.

Fred me sonríe.

—¿Estás cansada? —me pregunta. En los últimos meses hemos pasado muchas horas juntos, nuestra cena de los domingos es solo una de las múltiples formas en que hemos empezado a practicar la fusión de nuestras vidas.

He pasado largo tiempo detallando sus rasgos, intentando decidir si es atractivo, y esta es mi conclusión final: resulta agradable mirarle. No es tan guapo como yo, pero es listo y me gusta su pelo oscuro y la forma en que le cae a veces sobre la ceja derecha.

—Sí que parece cansada —comenta la señora Hargrove. La madre de Fred a menudo habla de mí como si yo no estuviera delante. No me lo tomo como algo personal, lo hace con todo el mundo. El padre de Fred fue alcalde durante más de tres legislaturas. Ahora ha muerto, y a Fred se le ha educado para que le sustituya. Desde los incidentes en enero, Fred ha llevado a cabo una campaña incansable para obtener el nombramiento, y al final ha merecido la pena. Hace solo una semana, un comité provisional especial le nombró nuevo alcalde. La ceremonia de toma de posesión será a comienzos de la semana que viene.

La señora Hargrove está acostumbrada a ser la mujer más importante de la sala.

—Estoy bien —digo. Lena siempre decía que yo era capaz de mentir hasta en el infierno.

La verdad es que no estoy bien. Me preocupa no poder dejar de pensar en Jenny y en lo delgada que estaba. Me preocupa haber vuelto a pensar otra vez en Lena.

—Claro, los preparativos de la boda son muy estresantes —dice mi madre.

Mi padre suelta un gruñido.

—Y eso que no sois vosotras las que firmáis los cheques.

Todo el mundo ríe el comentario. La sala se ilumina de repente por una rápida ráfaga de luz que procede del exterior. Un periodista apostado entre los arbustos, justo delante de la ventana, nos ha hecho una foto que luego venderá a los periódicos y a las cadenas de televisión locales.

La señora Hargrove es la responsable de que haya un paparazzi aquí esta noche. Ella también les sopló a los fotógrafos dónde iba a ser la cena que Fred dispuso para nosotros en Nochevieja. Las oportunidades para que nos saquen fotos se planean de forma muy cuidadosa, para que el público pueda contemplar nuestra historia paso a paso, y se vea lo felices que hemos conseguido ser por haber sido emparejados de una manera tan perfecta.

Y yo soy feliz con Fred. Nos llevamos muy bien. Nos gustan las mismas cosas, tenemos un montón de temas de los que hablar.

Por eso estoy preocupada: todo eso se irá al traste si la operación no ha funcionado adecuadamente.

—He oído en la radio que han evacuado zonas de Waterbury —dice Fred—. Y también de San Francisco. Hubo disturbios durante el fin de semana.

—Fred, por favor —dice la señora Hargrove—. ¿De verdad tenemos que hablar de esto durante la cena?

—Ignorarlo no va a ayudar —dice Fred volviéndose hacia ella—. Eso es lo que hizo papá. Y mira lo que sucedió.

—Fred —la voz de la señora Hargrove suena crispada, pero consigue mantener la sonrisa. Clic. Durante un instante, las paredes del comedor se iluminan por el flash de la cámara—. Realmente, este no es el momento…

—Ya no podemos seguir fingiendo —Fred nos mira como apelando a cada uno de nosotros. Yo bajo la vista—. La Resistencia existe. Puede que hasta esté creciendo. Una epidemia, eso es.

—Han acordonado la mayor parte de Waterbury —dice mi madre—. Estoy segura de que harán lo mismo en San Francisco.

Fred mueve la cabeza.

—Esto no es solo por los contagiados. Ese es el problema. Hay una estructura completa de simpatizantes, una red de apoyo. Yo no voy a hacer lo mismo que hizo papá —dice con repentina fiereza. La señora Hargrove se ha quedado muy quieta—. Durante años hubo rumores de que los inválidos existían, incluso se decía que cada vez había más. Tú lo sabes. Papá lo sabía. Pero se negaba a creerlo.

Mantengo la cabeza inclinada sobre el plato. Una tajada de cordero espera, intacta, junto a las alubias y la gelatina de menta. Solo lo mejor para los Hargrove. Rezo para que los periodistas de fuera no nos hagan una foto en este momento: estoy segura de que me he ruborizado. Todo el mundo en la mesa sabe que la que era mi mejor amiga intentó escapar con un inválido y saben, o sospechan, que yo la encubrí.

La voz de Fred se hace más suave.

—Cuando por fin lo aceptó, cuando estuvo dispuesto a actuar, era demasiado tarde.

Extiende la mano para tocar la de su madre, pero ella coge el tenedor y se pone a comer de nuevo, apuñalando las alubias con tal fuerza que su tenedor chirría al chocar con el plato.

Fred se aclara la garganta.

—Bueno, pues yo me niego a mirar para otro lado —dice—. Es hora de que nos enfrentemos a esto de una vez.

—Es solo que no veo por qué tenemos que hablar de ello a la hora de la cena —dice la señora Hargrove—. Cuando estamos pasando una velada de lo más agradable…

—¿Puedo retirarme? —pregunto con un tono demasiado brusco. Todos en la mesa se vuelven para mirarme sorprendidos. Clic. Solo puedo imaginarme cómo será esta foto: la boca de mi madre congelada en una O perfecta, la señora Hargrove frunciendo el ceño, mi padre llevándose a la boca un pedacito ensangrentado de cordero,

—¿Qué quieres decir con retirarte? —dice mi madre.

—¿Te das cuenta? —la señora Hargrove suspira y mueve la cabeza en dirección a Fred—. Has hecho desgraciada a Hana

—No, no. No es eso. Es solo que… Teníais razón. No me siento bien —digo. Hago una bola con la servilleta sobre la mesa y luego, al ver la mirada de mi madre, la doblo y la coloco junto a mi plato—. Me duele la cabeza.

—Espero que no te estés poniendo enferma —dice la señora Hargrove—. No puedes estar enferma para la toma de posesión.

—No va a estar enferma —dice mi madre rápidamente.

—No voy a estar enferma —repito como un loro. No sé exactamente qué me pasa, pero siento pinchazos en la cabeza—. Solo necesito tumbarme un rato, creo.

—Llamaré a Tony.

Mi madre se pone de pie y se aparta de la mesa.

—No, por favor. —Por encima de todo, lo que quiero es que me dejen sola. En el último mes, desde que mi madre y la señora Hargrove decidieron que había que adelantar la boda para que coincidiera con la toma de posesión de Fred como alcalde, creo que el único momento en que he podido estar sola es cuando voy al baño—. No me importa ir caminando.

—¡Caminar!

Esto provoca una erupción volcánica en miniatura. De repente, todos se ponen a hablar a la vez. Mi padre dice:

—¡Eso ni pensarlo!

Y mi madre comenta:

—Imagínate lo que diría la gente.

Fred se inclina hacia mí:

—Ahora mismo no es seguro, Hana.

Y la señora Hargrove asevera:

—Tú debes tener fiebre.

Al final, mis padres deciden que Tony me lleve a casa y vuelva más tarde a recogerlos. Es una solución aceptable. Al menos, significa que tendré la casa para mí sola durante un rato. Me pongo de pie y llevo mi plato al fregadero, a pesar de que la señora Hargrove insiste en que deje que lo haga el servicio. Tiro los restos de comida a la basura y eso hace que me acuerde del olor de los contenedores de ayer, del modo en que Jenny apareció de repente entre ellos.

—Espero que la conversación no te haya disgustado.

Me vuelvo. Fred me ha seguido hasta la cocina. Mantiene entre nosotros una distancia respetuosa.

—No me ha disgustado —digo. Estoy demasiado cansada para tranquilizarle más. Solo quiero irme a casa.

—No tienes fiebre, ¿verdad? —Fred me mira fijamente—. Estás pálida.

—Solo estoy cansada —le digo.

—Bien —se mete las manos en los bolsillos del traje oscuro, arrugado por delante, como el de mi padre—. Me preocupaba que me hubiera tocado una defectuosa.

Muevo la cabeza, segura de que no he oído bien.

—¿Cómo?

—Estoy de broma —Fred sonríe. Tiene un hoyito en la mejilla izquierda y una dentadura perfecta. Eso es algo que aprecio de él—. Te veré pronto —se inclina hacia delante y me besa en la mejilla. Sin querer, me echo hacia atrás. Aún no estoy acostumbrada a que me toque—. Vete y descansa para que estés guapa.

—Lo haré —digo, pero él ya sale de la cocina camino del comedor, donde pronto se servirá el café y el postre. Dentro de tres semanas, él será mi marido y esta será mi cocina y el ama de llaves también será mía. La señora Hargrove tendrá que hacerme caso a mí, y yo decidiré lo que comemos cada día, y no nos faltará nada de lo que deseemos.

A menos que Fred tenga razón. A menos que yo sea defectuosa.

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