Requiem

Requiem


Lena

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Lena

Highlands está en llamas.

Huelo el humo antes de llegar, y cuando estoy todavía a medio kilómetro de distancia empiezo a ver la mancha de humo sobre los árboles, y el fuego que se eleva de los tejados viejos y golpeados por el tiempo.

En la calle Harmon he visto un garaje abierto y una bici herrumbrosa colgada de la pared como un trofeo de cazador. Aunque es muy mala y las marchas gimen y protestan cada vez que intento ajustarlas, es mejor que nada. La verdad es que no me importa el ruido, el chirrido de la cadena o el pitido intenso del viento en los oídos. Eso me impide pensar en Hana y tratar de comprender lo que ha sucedido. Ahoga en el interior de mi cabeza su voz, que dice: Vete.

No ahoga la explosión, sin embargo, ni las sirenas que la siguen. Las oigo aunque casi he recorrido todo el trayecto hasta Highlands: se alzan como gritos.

Espero que haya podido salir. Rezo por que haya sido así. Aunque ya no sé a quién le estoy rezando.

Y entonces me encuentro en Highlands y solo puedo pensar en Grace.

Lo primero que veo es el fuego, que salta de casa a casa, de un árbol a un tejado o a una pared. Quien lo haya iniciado lo ha hecho de manera deliberada, sistemática. El primer grupo de inválidos cruzó la valla no lejos de aquí. Esto debe ser obra de reguladores.

La segunda cosa que noto es la gente: gente que corre entre los árboles, cuerpos que no se distinguen entre el humo. Eso me sorprende. Cuando vivía en Portland, este barrio estaba deshabitado, lo habían evacuado tras las acusaciones de que había personas contagiadas, con lo que se convirtió en un desierto. No he tenido tiempo de pensar en lo que significa que Grace y mi tía vivan aquí en este momento, o de deducir que otros podrían haberse hecho un hogar aquí también.

Intento buscar caras conocidas mientras pasan junto a mí como en un remolino, escabullándose entre los árboles, gritando. No puedo distinguir nada más que formas y colores, gente que carga en los brazos bultos con sus pertenencias. Los niños gritan y mi corazón se detiene: cualquiera de ellos podría ser Grace. La pequeña Grace, que apenas pronunciaba sonidos, ella podría estar aullando en la semipenumbra en algún sitio.

Un sentimiento caliente, eléctrico, vibra en mi interior, como si las llamas hubieran llegado a mi sangre. Estoy intentando recordar la estructura de esta zona, pero tengo la mente llena de ruido inútil: no deja de obsesionarme una imagen de la casa del número 37 de Brooks, de la manta en el jardín y los árboles teñidos de dorado por el sol poniente. Llego a Edgewood y me doy cuenta de que me he pasado.

Doy la vuelta, tosiendo, y vuelvo sobre mis pasos. El aire está lleno de chasquidos, crujidos como de un trueno: casas enteras son pasto de las llamas, arden de pie como fantasmas que se estremecen, con las puertas como agujeros, la piel que se funde sobre la carne. Por favor, por favor, por favor. Las palabras me taladran la mente. Por favor.

Luego veo el letrero de la calle Wynnewood: por suerte, una calle corta de tres manzanas. Aquí el incendio no se ha extendido tanto y sigue retenido en el enmarañado dosel de árboles y se desliza sobre los tejados, una corona de naranja y blanco que cada vez se hace más grande. Ahora se ve menos gente entre los árboles, pero no hago más que pensar que oigo gritar a niños, ecos, aullidos espectrales.

Estoy sudando y me arden los ojos. Cuando suelto la bici, tengo que esforzarme por recobrar el aliento. Me llevo la camiseta a la cara e intento respirar a través de ella mientras corro por la calle. La mitad de las casas no tienen números visibles. Sé que con toda probabilidad Grace ha huido. Espero que sea una de las personas que he visto moverse entre los árboles, pero no puedo sacudirme el miedo de que pueda estar atrapada en algún lugar, que la tía Carol y el tío William y Jenny la hayan dejado atrás. Ella siempre estaba haciéndose una bola en un rincón y escondiéndose en lugares ocultos y retirados, siempre intentando hacerse invisible.

Un buzón desgastado indica el número 31, una casa triste y decaída de cuyas ventanas superiores sale humo. Las llamas la acosan por el tejado, castigado por los elementos. Entonces la veo, o al menos eso me parece. Solo por un instante, juro que veo su cara pálida en una de las ventanas. Pero desaparece antes de que pueda gritar su nombre.

Tomo aire y corro cruzando el césped y subo la mitad de los peldaños medio carcomidos. Me paro nada más pasar la puerta principal, un poco mareada. Reconozco los muebles, el gastado sofá de rayas, la alfombra con sus flecos raídos y la mancha en los viejos cojines donde Jenny dejó caer su zumo de uva… Todo ello de mi antigua casa, la casa de tía Carol en Cumberland. Me parece que me he tropezado directamente con el pasado, pero con un pasado alterado: un pasado que huele a humo y a papel pintado mojado, con habitaciones que han sido distorsionadas.

Voy de cuarto en cuarto llamando a Grace, comprobando detrás de los muebles y en los armarios de varias salas, que están totalmente vacías. Esta casa es mucho más grande que la nuestra de antes y no hay cosas suficientes para llenarla ni de lejos. Se ha ido. Quizá nunca haya estado aquí, puede que yo solo me haya imaginado que veía su cara.

El piso de arriba está negro de humo. Solo he llegado a mitad de camino del descansillo cuando me veo obligada a retroceder y a bajar a la planta baja, jadeando y tosiendo. Ahora los cuartos delanteros están también en llamas. Cortinas de ducha baratas están pegadas a las ventanas con chinchetas. Con el fuego desaparecen en un instante, y sueltan un olor terrible a plástico quemado.

Retrocedo hasta la cocina sintiendo que un gigante me tiene agarrada del pecho con el puño. Necesito salir, necesito respirar. Le doy un empujón con el hombro a la puerta de atrás. Está hinchada por el calor y se resiste, pero al final salgo dando traspiés al patio trasero, tosiendo, con los ojos llorosos. Ya no pienso, mis pies se mueven de forma automática para alejarme del fuego hacia el aire limpio, lejos, cuando siento un dolor lacerante en el pie y caigo. Caigo al suelo y miro para ver qué es lo que me ha hecho caer: es la manija de una portezuela, una bodega, medio oculta por la hierba que crece alta a ambos lados de la trampilla.

No sé qué es lo que me hace abrirla de un tirón, quizá el instinto o la superstición. Unas escaleras empinadas de madera conducen a un pequeño sótano, vaciado de manera tosca en la tierra. El diminuto espacio está equipado con estanterías que contienen latas de comida. Varias botellas de cristal, quizá de refresco, están alineadas en el suelo.

Ella está tan encogida en un rincón que casi no la veo. Por suerte, antes de volver a cerrar la trampilla, se mueve y distingo una de sus deportivas, iluminada por la luz roja humeante que viene de arriba. Los zapatos son nuevos, pero reconozco los cordones morados, que se pintó ella misma.

—Grace.

Tengo la voz ronca. Bajo con cuidado el peldaño superior. A medida que mis ojos se acostumbran a la penumbra, su figura aparece mejor enfocada: más alta que hace ocho meses, más delgada y también más sucia, acurrucada en la esquina, mirándome con ojos salvajes, aterrorizados.

—Grace, soy yo.

Extiendo el brazo hacia ella, pero no se mueve. Bajo cautelosamente otro peldaño, sin intención de entrar en la bodega y tratar de agarrarla. Siempre ha sido rápida, me da miedo que consiga eludirme y eche a correr. Me palpita con fuerza el corazón en la garganta y me sabe la boca a humo. Hay en el sótano un olor intenso, penetrante, que no consigo identificar. Me centro en Grace, en conseguir que se mueva.

—Soy yo, Grace —lo vuelvo a intentar. Solo puedo imaginar el aspecto que tengo para ella, lo cambiada que debo estar—. Soy Lena. Tu prima Lena.

Se queda tiesa, como si le hubiera dado un susto.

—¿Lena? —susurra con voz asombrada. Pero aun así no se mueve. Por encima de nuestras cabezas, se oye un crujido tremendo. Una rama de árbol, o parte del tejado. Me entra el terror repentino de que nos vayamos a quedar enterradas aquí si no nos movemos ya. La casa se derrumbará y nos atrapará debajo.

—Vamos, Gracie —digo usando su antiguo diminutivo. Me suda la nuca—. Tenemos que irnos, ¿vale?

Por fin se mueve. Extiende torpemente un pie y oigo el ruido de cristal al romperse. Se intensifica el olor, me quema las fosas nasales y de repente sé lo que es.

Gasolina.

—Ha sido sin querer —dice Grace con voz aguda, más chillona por el pánico. Ahora se agacha y veo una mancha oscura de líquido que se extiende a su alrededor por el suelo de tierra.

Ahora mi pánico es enorme. Me presiona desde todos lados.

—Grace, vamos, bonita —intento mantener el miedo lejos de mi voz—. Ven y toma mi mano.

—¡Ha sido sin querer!

Comienza a llorar.

Bajo los últimos peldaños y la agarro y me la coloco en la cintura. No es cómodo, es demasiado grande para cargarla con facilidad, pero pesa sorprendentemente poco. Me rodea la cintura con las piernas. Noto sus costillas y los huesos de sus caderas. Le huele el pelo a grasa y aceite y, muy muy débilmente, a líquido lavavajillas.

Subimos las escaleras y accedemos a ese universo de llamas y fuego, al aire que se ha convertido en algo húmedo, que hierve de calor, como si el mundo se estuviera descomponiendo para formar un espejismo. Sería más rápido si dejara a Grace en el suelo y permitiera que ella corriera junto a mí, pero ahora que la tengo, ahora que está aquí, colgada de mí, con su corazón batiendo frenéticamente en el pecho, golpeando con su ritmo en el mío, no la quiero soltar.

La bici está donde la había dejado, gracias a Dios. Grace se monta torpemente en el sillín y yo me aprieto como puedo detrás de ella. Tiro por la calle, con las piernas que me pesan como piedras, hasta que el impulso nos transporta y entonces pedaleo tan rápido como puedo, alejándome del humo y las llamas, dejando que Highlands se queme.

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