Requiem

Requiem


Hana

Página 8 de 45

Hana

Una noche más, la niebla de mi sueño se ve perturbada por una imagen: dos ojos que flotan en las tinieblas. Luego, los ojos se convierten en discos de luz, faros que se dirigen hacia mí: estoy paralizada en mitad de una carretera, huele a basura y a tubos de escape de los coches… Estoy agarrotada, inmóvil, en el calor rugiente de un motor…

Me despierto justo antes de medianoche, cubierta de sudor.

Esto no puede estar sucediendo. No a mí.

Me levanto y me dirijo a tientas hacia el baño, me golpeo la espinilla con una de las cajas sin deshacer que hay en mi cuarto. Aunque hicimos la mudanza a finales de enero, hace más de dos meses, no me he preocupado de desempaquetar más que lo básico. Dentro de menos de tres semanas, me habré casado y tendré que volver a trasladarme. Además, mis cosas de antes, los animalitos de peluche, los libros y las curiosas figuritas de porcelana que coleccionaba de niña, ya no significan demasiado para mí.

En el baño, me echo agua fría en la cara intentando borrar el recuerdo de esos faros-ojos, la opresión en el pecho, el miedo a ser aplastada. Me digo a mí misma que no significa nada, que la cura funciona de manera distinta en cada persona.

Al otro lado de la ventana, la luna brilla, redonda. Aprieto la nariz contra el cristal. En la acera de enfrente hay una casa casi idéntica a la nuestra y, junto a ella, otra que es exactamente igual. Y así una y otra, decenas: los mismos tejados a dos aguas, de construcción reciente pero con aspecto antiguo.

Siento la necesidad de moverme. Antes sentía eso todo el tiempo, cuando el cuerpo me pedía a gritos que saliera a correr. Desde la operación no he salido más que una o dos veces, las pocas en que lo he intentado no ha sido igual, e incluso ahora la idea no me parece atractiva. Pero quiero hacer algo.

Me pongo un pantalón viejo de chándal y una sudadera oscura. Me pongo también una vieja gorra de béisbol que pertenecía a mi padre, en parte para mantener el pelo bajo control y en parte para que, si resulta que hay alguien fuera, no me reconozca. Técnicamente no es ilegal que salga pasada la hora del toque del queda, pero no me apetece enfrentarme a las preguntas de mis padres. No es algo que Hana Tate, que pronto será Hana Hargrove, haría. No quiero que sepan que me está costando dormir. No quiero darles motivos para sospechar.

Me ato las deportivas y camino de puntillas hasta la puerta del dormitorio. El verano pasado, yo solía salir a escondidas todo el tiempo. Una vez fui a una macrofiesta prohibida en una nave detrás de Otrembas Paints, y también al concierto en Deering Highlands donde se produjo una redada; luego hubo noches en la playa de Sunset Park y citas ilegales con muchachos incurados, incluyendo aquella vez en Back Cove en que dejé que Steve Hilt pusiera una mano en mi muslo desnudo y el tiempo pareció detenerse.

Steven Hilt: cejas oscuras, dientes limpios y rectos, olor a agujas de pino, el desfondamiento en el estómago cada vez que me miraba.

Los recuerdos parecen fotos de una vida ajena.

Bajo con cuidado en medio de un silencio casi total. Encuentro el pestillo de la puerta principal y lo giro poco a poco, de forma que el cerrojo retrocede sin ruido.

Sopla un viento helado que mueve las matas de acebo que bordean nuestro patio, justo por dentro de la verja de hierro. Los arbustos también son un rasgo distintivo de la urbanización WoodCove Farms: Para su seguridad y protección, decían los folletos de la inmobiliaria, y una verdadera intimidad.

Me detengo, esperando por si se oye ruido de patrullas. Nada. Pero no deben estar demasiado lejos. WoodCove hace gala de un cuerpo voluntario de guardia que opera las veinticuatro horas, siete días a la semana. Sin embargo, la urbanización es amplia, tiene muchas calles sin salida y ramales separados. Con un poco de suerte, podré evitar a los vigilantes.

Bajo por el paseo delantero y por el sendero de baldosas hasta la cancela. Un remolino de murciélagos negros cruza por delante de la luna, y sus sombras se deslizan por el césped. Me estremezco. Ya se me están quitando las ganas. Pienso en volver a la cama, en acurrucarme entre las suaves mantas y las almohadas que huelen a limpio y en despertarme descansada para tomarme un estupendo desayuno a base de huevos revueltos.

Se oye un ruido en el garaje. Me doy la vuelta. La puerta está entreabierta.

Lo primero que se me ocurre es que se trata de un fotógrafo. Alguno de ellos habrá saltado la verja y se ha instalado en el patio. Pero enseguida desecho la idea. La señora Hargrove ha orquestado cuidadosamente todas nuestras apariciones en prensa y, por el momento, yo no he recibido ninguna atención a menos que estuviera con Fred.

Mi segunda idea es: Ladrón de gasolina. Hace poco, debido a las restricciones ordenadas por el gobierno, en especial en los barrios más pobres, ha habido una escalada de robos por la ciudad. Fue especialmente malo en invierno. Vaciaban de petróleo las calderas, a los coches les quitaban la gasolina, atacaban y destrozaban casas. Solo en febrero hubo doscientos robos, el número más alto de delitos desde que se impuso la obligatoriedad de la cura hace cuarenta años.

Le doy vueltas a la idea de volver adentro y despertar a mi padre. Pero eso significaría preguntas y explicaciones.

Por eso lo que hago es cruzar el patio hacia el garaje, manteniendo la vista en la puerta entreabierta, a la busca de señales de movimiento. La hierba está cubierta de rocío, que enseguida me empapa las deportivas. Tengo una sensación como de picor por todo el cuerpo. Alguien me observa.

Una ramita se rompe detrás de mí. Me giro rápidamente. Una oleada de viento mueve el acebo. Tomo aire profundamente y me vuelvo hacia el garaje. Me palpita el corazón en la garganta, una sensación incómoda y poco familiar. No he tenido miedo, miedo de verdad, desde la mañana de mi cura, cuando ni siquiera podía desatarme el camisón del hospital por cómo me temblaban las manos.

—¿Hola? —digo en un susurro.

Se oye otro ruido. Está claro que en el garaje hay algo o alguien. Me mantengo a un metro de la puerta, rígida de miedo.

Absurdo. Esto es absurdo. Voy a entrar en casa y a despertar a papá. Le diré que he oído un ruido y ya me ocuparé de las preguntas más tarde.

Entonces oigo, débilmente, un maullido. Por la puerta abierta, unos ojos de gato me miran un instante.

Suelto el aire. Un gato callejero, nada más. Portland está lleno de ellos. También de perros. La gente los compra y después no puede permitirse mantenerlos, o no quiere hacerlo, y los sueltan por las calles. Llevan años criando. He oído que hay jaurías enteras de perros salvajes que vagan por la zona de Highlands.

Avanzo lentamente. El gato me observa. Coloco la mano en la puerta del garaje y la abro con cuidado unos pocos centímetros más.

—Venga —le digo con voz zalamera—. Sal de ahí.

El animal se vuelve hacia el interior del garaje. Pasa junto a mi vieja bici, golpeándola contra el sujetabicis. La bici se tambalea y me apresuro a agarrarla antes de que caiga al suelo con estrépito. El manillar está cubierto de polvo, puedo notar la mugre incluso en esta oscuridad de lobo.

Sostengo la bici con una mano, para mantenerla derecha, y tanteo con la otra buscando el interruptor de la pared. Enciendo las luces superiores.

Al momento se recupera la normalidad del garaje: el coche, los cubos de basura, el cortacésped en la esquina, latas de pintura y bidones de gasolina almacenados ordenadamente en un rincón, en pirámide. El gato se ha acurrucado junto a ellos. Al menos parece relativamente limpio, no le sale espuma por la boca ni está cubierto de pupas. Nada que dé miedo. Doy un paso más hacia él y sale disparado. Esta vez da la vuelta alrededor del coche y, pasando a mi lado, sale al patio.

Al apoyar la bici en la pared del garaje, reparo en el gastado sujetapelo morado que aún sigue anudado a uno de los manillares. Lena y yo teníamos bicis idénticas, pero ella me vacilaba diciendo que la suya era más rápida. Siempre estábamos cambiándolas sin querer, después de dejarlas en la hierba o en la playa. Ella se subía al sillín de la mía, casi no llegaba a los pedales, y yo me montaba en la suya, encogida como un niño pequeño, y volvíamos a casa pedaleando juntas, entre risas histéricas.

Un día compró dos bandas elásticas en la tienda de su tío, una morada para mí y otra azul para ella, e insistió en que las pusiéramos en los manillares para que pudiéramos distinguirlas.

La mía está llena de suciedad. No he montado en bici desde el verano pasado. Esta afición, como Lena, se ha desvanecido en el pasado. ¿Cómo es que ella y yo éramos tan buenas amigas? ¿De qué hablábamos? No teníamos nada en común. No nos gustaba la misma comida ni la misma música. Ni siquiera creíamos en las mismas cosas.

Y luego ella se fue y me rompió el corazón, hasta el punto de que casi no podía respirar. Si no me hubieran curado, no sé lo que habría hecho.

En este momento puedo admitirlo: debo haber amado a Lena. No de una forma antinatural, pero mis sentimientos por ella deben haber sido como una especie de enfermedad. ¿Cómo puede tener alguien el poder de reducirte a polvo y también el de hacerte sentir tan plena?

La urgencia de pasear se ha desvanecido por completo. Todo lo que quiero es meterme en la cama.

Apago las luces y cierro la puerta del garaje, asegurándome de que oigo cómo se desliza el pasador.

Cuando me vuelvo hacia la casa, veo un trozo de papel tirado en el césped, ya manchado por la humedad. No estaba aquí hace un minuto. Obviamente, alguien se ha colado por la cancela mientras yo estaba en el patio.

Alguien me observaba; hasta podría estar observándome en este momento.

Cruzo el patio lentamente. Me veo acercarme al panfleto. Me veo agacharme para recogerlo.

Es una foto en blanco y negro de mala calidad; sin duda, una copia del original. Muestra a un hombre y a una mujer que se besan. La mujer de la foto está inclinada hacia atrás, con los dedos entre el cabello del hombre. El sonríe mientras la besa.

En la parte de debajo de la octavilla se ven unas palabras impresas: SOMOS MÁS DE LOS QUE PENSÁIS.

Instintivamente, lo arrugo con el puño. Fred tenía razón. La Resistencia está aquí, escondida entre nosotros. Deben tener acceso a copiadoras, a papel, a mensajeros.

A lo lejos, golpea una puerta y me sobresalto. De repente, la noche parece viva. Prácticamente llego corriendo hasta el porche delantero y me olvido de no hacer ruido mientras entro por la puerta y la cierro con tres cerrojos. Durante un momento me quedo en el recibidor, con la octavilla hecha una pelota aún en la mano, aspirando los olores familiares a limpiador y a cera de muebles.

En la cocina, tiro el papel a la basura. Luego, pensándolo mejor, lo echo en el triturador. Ya no me importa despertar a mis padres. Solo quiero librarme de la foto, librarme de las palabras, que son una clara amenaza: Somos más de los que pensáis.

Me lavo las manos con agua caliente y vuelvo a tientas, torpemente, a mi habitación. Ni siquiera me preocupo de desvestirme, simplemente me quito las zapatillas y la gorra de béisbol y me meto entre las sábanas. Aunque la calefacción está encendida, sigo sin sentir calor.

Me atrapan largos dedos oscuros. Manos enfundadas en terciopelo, suave y perfumado, me van envolviendo la garganta, y Lena me susurra desde algún lugar lejano: ¿Qué hiciste?, y luego, por fortuna, los dedos me sueltan, las manos se aflojan en torno a mi garganta, y caigo, caigo en un sueño profundo y sin sueños.

Ir a la siguiente página

Report Page