Requiem

Requiem


Hana

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Hana

Por la mañana me despierto un poco desorientada. La habitación está bañada en luz. Se me debe de haber olvidado cerrar las persianas.

Me incorporo, empujo la ropa a los pies de la cama. Las gaviotas chillan desde fuera y, al ponerme de pie, veo que el sol le ha dado a la hierba un tono verde intenso.

En mi mesa de estudio encuentro una de las pocas cosas que me he preocupado de sacar: Tras la cura, un grueso manual que me regalaron después de la operación y que, según reza en la introducción, contiene la respuesta a las preguntas más comunes, y a las menos comunes, en torno al procedimiento quirúrgico y sus efectos.

Paso las hojas rápidamente hasta el capítulo sobre los sueños y echo un vistazo a varias páginas que explican, en aburridos términos científicos, un efecto colateral no deseado de la cura: dormir sin soñar. Luego capto una frase que hace que me den ganas de abrazar el libro contra mi pecho:

Como hemos remarcado a menudo, las personas son diferentes unas de otras, y aunque la operación minimiza las variaciones en temperamento y personalidad, necesariamente debe actuar de manera distinta para cada una. En torno a un cinco por ciento de las personas curadas siguen soñando cuando duermen.

Un cinco por ciento. No es un porcentaje enorme, pero al menos tampoco es tan pequeño como para que incluya solo a bichos raros.

Me siento mejor de lo que me he sentido en muchos días. Cierro el libro. Acabo de tomar una decisión.

Hoy voy a ir en bici a la casa de Lena.

Hace meses que no me acerco a su casa, en la calle Cumberland. Esta será mi forma de rendir homenaje a nuestra antigua amistad y de calmar los sentimientos negativos que me han estado inquietando desde que vi a Jenny. Puede que Lena sucumbiera a la enfermedad, pero, por otro lado, aquello fue en parte por mi culpa.

Debe ser por eso que aún pienso en ella. La cura no suprime todos los sentimientos, y el de culpa sigue abriéndose paso.

Iré en bici hasta la casa donde vivía y me aseguraré de que todos están bien, y así me sentiré mejor. La culpa requiere absolución, y yo no me he absuelto a mí misma por mi parte en su delito. Tal vez, pienso, hasta les lleve un poco de café. A su tía Carol le encantaba.

Luego volveré a mi vida.

Me echo agua en la cara, me pongo unos vaqueros y mi forro polar favorito, desgastado después de años de lavados, y me recojo el pelo descuidadamente en un moño. Lena solía hacer un gesto cuando lo llevaba así. Es injusto, decía. Si yo intentara ponérmelo así, parecería que llevo en la cabeza un nido en el que ha cagado un pájaro.

—¿Hana? ¿Va todo bien? —me grita mi madre desde el pasillo con la voz amortiguada, preocupada. Abro la puerta.

—Sí —contesto—. ¿Por qué?

Me mira con los ojos entrecerrados.

—¿Estabas… estabas cantando?

Debo haber estado tarareando sin darme cuenta. Siento un ramalazo de vergüenza.

—Estaba intentando acordarme de la letra de una canción que me puso Fred —digo rápidamente—. No puedo recordar más que unas pocas palabras.

La cara de mi madre se relaja.

—Estoy segura de que puedes encontrarlo en la Biblioteca de Música Autorizada —dice. Alarga la mano y me acaricia la barbilla, mientras me examina la cara durante un momento—. ¿Has dormido bien?

—Perfectamente —digo. Me separo de ella y voy hacia las escaleras.

Abajo, papá merodea por la cocina. Está vestido para ir al trabajo, excepto por la corbata. Solo con mirarle el pelo, me doy cuenta de que lleva un rato viendo las noticias. Desde el otoño pasado, cuando el gobierno hizo pública su primera declaración reconociendo la existencia de los inválidos, insiste en tener puestos los informativos de manera casi constante, incluso cuando no estamos en casa. Mientras mira la pantalla, se retuerce el pelo entre los dedos.

En la pantalla, una mujer con los labios naranjas por el carmín está diciendo: Esta mañana, ciudadanos indignados han irrumpido en la comisaría de la calle State Street exigiendo saber cómo es posible que los inválidos pudieran moverse libremente por las calles de la ciudad para distribuir sus amenazas

El señor Roth, nuestro vecino, está sentado a la mesa de la cocina, dando vueltas a una taza de café que tiene entre las manos. Se está convirtiendo en una costumbre en nuestra casa.

—Buenos días, Hana —dice sin apartar la vista de la pantalla.

—Hola, señor Roth.

A pesar de que los Roth viven enfrente de nosotros y de que la señora Roth no hace más que hablar de la ropa nueva que le ha comprado a su hija mayor, Victoria, sé que lo están pasando mal. Ninguno de sus hijos se ha casado particularmente bien, sobre todo debido a un pequeño escándalo en el que estuvo implicada Victoria, de la que se rumoreaba que tuvo que someterse a la operación antes de lo previsto, a raíz de que la pillaran por la calle después del toque de queda. La carrera del señor Roth se estancó y los síntomas de dificultades económicas son visibles: ya no usan su coche aunque sigue aparcado, todo reluciente, en el sendero más allá de la cancela. Y las luces se apagan muy temprano; obviamente, están intentando ahorrar electricidad. Sospecho que el señor Roth se pasa tanto por aquí porque ya no tiene una tele que funcione.

—Hola, papá —digo mientras paso junto a la mesa de la cocina.

Me contesta con un gruñido, mientras sigue tirándose del pelo y dándole vueltas. El presentador dice: Las octavillas se distribuyeron en decenas de barrios distintos, hasta en patios de juegos y escuelas primarias.

Las imágenes muestran a una multitud de manifestantes en las escaleras del Ayuntamiento. Las pancartas dicen: Recuperad nuestras calles y América sin Deliria. La ASD ha recibido mucho apoyo desde que su líder, Thomas Fineman, fuera asesinado. Ya lo están tratando como a un mártir y se han celebrado muchos homenajes por todo el país.

¿Por qué nadie está haciendo nada para protegernos?, declara un hombre ante un micrófono. Tiene que gritar para que se le oiga por encima de las voces de los otros manifestantes. Se supone que la policía debe mantenernos a salvo de esos lunáticos. Y, sin embargo, esos perturbados llenan nuestras calles.

Me acuerdo de lo frenética que estaba yo anoche por librarme de la octavilla, como si hacerlo significara que nunca había existido. Pero, por supuesto, los inválidos no nos eligieron a nosotros como objetivo específico.

—¡Es indignante! —explota mi padre. Le he visto alzar la voz solo dos o tres veces en mi vida, y tan solo perdió totalmente los papeles una vez: cuando hicieron públicos los nombres de las personas que habían sido asesinadas durante los atentados terroristas y Frank Hargrove, el padre de Fred, figuraba entre los que aparecían como muertos. Estábamos todos viendo la tele en el estudio y, de repente, mi padre se volvió y lanzó el vaso contra la pared. Fue tan sorprendente que mi madre y yo no pudimos evitar quedarnos mirándole fijamente. Nunca olvidaré lo que dijo aquella noche: Los deliria nervosa de amor no son una enfermedad de amor. Son una enfermedad de egoísmo—. ¿De qué sirve una Administración de la Seguridad Nacional si…

El señor Roth interviene:

—Venga, Richard, siéntate. Te estás disgustando.

—Claro que me estoy disgustando. Esas cucarachas…

En la despensa, las cajas de cereales y los paquetes de café están alineados rigurosamente. Me coloco un paquete de café bajo el brazo y reordeno los que quedan para que no se note el hueco. Luego cojo una rebanada de pan y le pongo un poco de mantequilla de cacahuete, aunque las noticias han matado mi apetito casi por completo.

Vuelvo a cruzar la cocina y estoy a mitad del pasillo cuando mi padre se vuelve y me dice a gritos:

—¿Adonde vas?

Ladeo el cuerpo para que no vea el paquete de café.

—Se me había ocurrido ir a dar una vuelta en bici —digo alegremente.

—¿Una vuelta en bici? —repite mi padre.

—El vestido de novia me está un poco justo —hago un expresivo gesto con la rebanada doblada que llevo en la mano—. Estoy comiendo más por el estrés, supongo.

Al menos, mi habilidad para mentir no ha cambiado desde la operación.

Mi padre frunce el ceño.

—Pero mantente lejos del centro, ¿vale? Hubo un incidente anoche…

—Gamberros —dice el señor Roth—. Eso es todo.

En este momento, la tele muestra imágenes del atentado terrorista de enero: el derrumbamiento repentino del lado este de las Criptas, imágenes captadas con poca calidad por una cámara de mano; el fuego que se alza desde el Ayuntamiento; la gente que sale corriendo de autobuses que no pueden circular; gente asustada y confundida por la calle; una mujer acurrucada en la bahía, con el vestido ondeando, gritando que ha llegado el día del Juicio; una nube de polvo que flota por encima de la ciudad y lo vuelve todo de color blanco tiza.

—Esto es solo el principio —dice mi padre bruscamente—. Evidentemente, ellos querían que el mensaje fuera una advertencia.

—No lograrán hacer nada. No están organizados.

—Eso es lo que todo el mundo dijo el año pasado y acabamos con un agujero en las Criptas, un alcalde muerto y la ciudad llena de psicópatas. ¿Sabes cuántos presos escaparon aquel día? Trescientos.

—Desde entonces hemos incrementado la seguridad —insiste el señor Roth.

—La seguridad no impidió que anoche los inválidos trataran a Portland como una oficina de correos gigante. ¿Quién sabe lo que podría suceder? —suspira y se frota los ojos. Luego se vuelve hacia mí—. No quiero que mi única hija salte en pedazos.

—No voy a ir al centro, papá —digo—. Me voy a quedar fuera de la península, ¿vale?

Asiente y se vuelve hacia la televisión.

Una vez fuera, me quedo en el porche y me como el pan con una mano, manteniendo el paquete de café bajo el brazo. Me doy cuenta, demasiado tarde, de que tengo sed. Pero no quiero volver a entrar.

Me arrodillo, meto el café en mi vieja mochila, que sigue oliendo débilmente al chicle de fresa que solía tomar, y me calo la gorra de béisbol otra vez sobre la coleta. También me pongo gafas de sol. No es que me dé un miedo especial que me descubran los fotógrafos, pero no quiero arriesgarme a encontrarme con nadie conocido.

Saco la bici del garaje y salgo a la calle pedaleando. Todos dicen que montar en bici es una habilidad que no se olvida nunca, pero por un momento, al subirme al sillín, me desequilibro como un niño pequeño que está aprendiendo.

Me tambaleo durante algunos segundos, pero luego consigo encontrar el equilibrio. Dirijo la bici colina abajo y desciendo por Brighton Court hacia la verja que marca el límite de la urbanización WoodCove Farms.

Hay algo muy reconfortante en el ruido de las ruedas sobre el pavimento y en sentir el viento en la cara, limpio y fresco. Ya no experimento las mismas sensaciones que cuando iba a correr, pero me proporciona satisfacción, como meterme entre sábanas limpias al final de un largo día.

Hace un día perfecto, brillante y sorprendentemente frío. En un día así, parece imposible imaginar que la mitad del país esté asolada por levantamientos de insurgentes y que los inválidos se muevan por Portland como las aguas residuales, difundiendo un mensaje de pasión y violencia. Parece imposible imaginar que pase algo malo en el mundo entero.

Un macizo de pensamientos se inclina como asintiendo, como si estuvieran de acuerdo, cuando paso rápidamente a su lado, dejándome llevar por la cuesta abajo. Paso a toda velocidad por la verja y más allá de la puerta sin detenerme. Alzo una mano en un gesto de rápido saludo, aunque dudo que Saúl me reconozca.

Fuera de la urbanización, cambia rápidamente el aspecto de la zona. Parcelas de propiedad pública junto a solares abandonados. Hay tres parques de caravanas seguidos, llenos de barbacoas y chimeneas exteriores, y rodeados de una película de humo y ceniza, ya que la gente que vive aquí usa la electricidad muy escasamente.

La avenida Brighton me lleva hasta la península y, técnicamente, más allá de la frontera y hacia el centro de Portland. Pero el Ayuntamiento y el grupo de edificios municipales y laboratorios donde se ha reunido la gente para protestar aún quedan a varios kilómetros de distancia. Las casas a esta distancia de Old Port no tienen más que unos pocos pisos de altura y están intercaladas con delicatessen en las esquinas, lavanderías baratas, iglesias destartaladas y gasolineras que hace mucho que no se usan.

Intento acordarme de la última vez que fui a la casa de Lena en vez de venir ella a la mía, pero todo lo que me viene es una mezcla de años e imágenes, el olor de los raviolis de lata y de la leche en polvo. A Lena le daban vergüenza aquella vivienda estrecha y su familia. Sabía lo que decía la gente. Pero a mí siempre me gustó ir a su casa. No sé muy bien por qué. Creo que en aquel momento era el desorden lo que me atraía: las camas apretujadas en el cuarto de arriba, los electrodomésticos que nunca funcionaban bien, los fusibles que saltaban continuamente, la lavadora que estaba ahí oxidándose y solo se usaba como un sitio para guardar la ropa de invierno.

Aunque han pasado ocho meses, me oriento sin dificultad para llegar a su casa; hasta me acuerdo de un atajo por un aparcamiento que llega hasta su calle.

Para entonces ya estoy sudando, así que paro la bici unas puertas antes de llegar a la casa de los Tiddle, me quito la gorra y me paso la mano por el pelo, para tener al menos un aspecto medianamente presentable. Se oye una puerta más allá y una mujer sale a su porche, abarrotado de muebles rotos que incluyen, misteriosamente, un asiento de inodoro con manchas de óxido. La mujer lleva una escoba y se pone a barrer, arriba y abajo, arriba y abajo, los mismos dos metros de porche, con los ojos fijos en mí.

El aspecto del barrio es peor, mucho peor, de lo que era antes. La mitad de las casas están cerradas con tablas. Me siento como un buzo que recorre el casco de un petrolero hundido.

Se mueven cortinas en las ventanas y tengo la sensación de que hay ojos que no veo pero que me siguen a medida que avanzo por la calle, y siento también el enfado que burbujea en todos esos hogares tristes que se derrumban.

Empiezo a sentirme muy tonta por haber venido. ¿Qué voy a decir? ¿Qué puedo decir?

Pero ahora que estoy tan cerca, no puedo darme la vuelta hasta verlo: el número 237, la antigua casa de Lena. En cuanto llego con la bici hasta la valla, me doy cuenta de que lleva cierto tiempo abandonada. Al tejado le faltan algunas tejas y las ventanas están tapadas con maderas color moho. Alguien ha pintado una enorme equis roja en la puerta principal, un símbolo de que la casa estaba contaminada por la enfermedad.

—¿Qué quieres?

Me doy la vuelta. La mujer del porche ha dejado de barrer, sujeta la escoba con una mano y se protege los ojos con la otra.

—Buscaba a los Tiddle —digo. Mi voz suena demasiado fuerte en la calle abierta. La mujer no deja de mirarme fijamente. Me obligo a acercarme a ella, cruzo la calle con la bici y me acerco a su puerta, aunque en mi interior algo se rebela y me dice que me vaya. Este no es mi sitio.

—Los Tiddle se mudaron el otoño pasado —dice, y se pone a barrer otra vez—. Aquí ya no eran bienvenidos. No después de… —se interrumpe de repente—. Bueno, da igual. No sé lo que habrá sido de ellos, ni me importa tampoco. Por lo que a mí respecta, pueden pudrirse en Highlands. Echando a perder el vecindario, haciendo que sea más duro para todos los demás…

—¿Es ahí adonde fueron? —me aferró a esa pequeña información—. ¿A Deering Highlands?

Al momento, noto que se ha puesto a la defensiva.

—¿A ti qué te importa? —dice—. ¿Eres de la Joven Guardia o algo así? Este es un buen vecindario, un barrio limpio —golpea el porche con la escoba, como si intentara aplastar insectos invisibles—. Leemos el Manual cada día y yo he pasado mis revisiones como todo hijo de vecino. Pero la gente sigue viniendo a preguntar e inmiscuirse, a causar problemas…

—No soy de la ASD —digo para tranquilizarla—. Y no tengo intención de causar problemas.

—Entonces, ¿qué es lo que quieres? —me mira intensamente con los ojos entrecerrados y veo una lucecilla en su mirada: mi cara le suena—. Oye, ¿tú has estado antes por aquí?

—No —digo rápidamente, y me vuelvo a calar la gorra en la cabeza. Aquí ya no voy a recibir más ayuda, de eso estoy segura.

—Estoy convencida de que te conozco de algo —dice la mujer mientras me subo a la bici. Sé que enseguida le vendrá a la mente: Esa es la chica a la que emparejaron con Fred Hargrove.

—No me conoce de nada —replico, y salgo a la calle con la bici.

Debería pasar de todo. Sé que debería pasar. Pero ahora más que nunca siento la necesidad urgente de volver a ver a la familia de Lena. Tengo que saber lo que ha sucedido desde que ella se fue.

No he vuelto a Deering Highlands desde el verano pasado, cuando Alex, Lena y yo pasábamos el tiempo en la casa del número 37 de la calle Brooks, una de las muchas viviendas abandonadas de esa zona. Esa es la casa donde Lena y Alex fueron atrapados por los reguladores y desde donde intentaron escapar en el último momento.

Deering Highlands, también, tiene un aspecto más estropeado de lo que yo recordaba. Hace años, el barrio estaba prácticamente abandonado, tras una serie de redadas en la zona que le dieron fama de ser una zona contaminada. Cuando era pequeña, los niños mayores solían contar historias de fantasmas de los incurados que habían muerto de deliria nervosa de amor y seguían errando por las calles. Nos retábamos unos a otros para ir a Highlands y tocar alguna casa abandonada. Tenías que aguantar con la mano allí durante diez segundos completos, lo suficiente para que la enfermedad te entrara por las yemas de los dedos.

Lena y yo lo hicimos juntas una vez. Ella se acobardó a los cuatro segundos, pero yo aguanté los diez enteros, contando despacio en voz alta, para que las chicas que estaban mirando me pudieran oír. Fui la heroína de segundo durante dos semanas enteras.

El verano pasado, hubo una redada en una fiesta ilegal en las Highlands. Yo estaba allí. Dejé que Steven Hilt se inclinara hacia mí y me susurrara, con su boca rozando mi oído.

Fue una de las cuatro fiestas ilegales a las que fui después de graduarme. Me acuerdo de la ilusión que me hacía andar por la calle sin que nadie lo supiera, mucho después del toque de queda, con el corazón palpitándome en la garganta, y de cómo Angélica Marston y yo nos juntábamos al día siguiente para reírnos por habernos librado una vez más. Hablábamos en susurros sobre besarse y amenazábamos con huir a la Tierra Salvaje, como si fuéramos niñas pequeñas hablando del País de las Maravillas.

Esa es la cuestión. Eran cosas de niños. Un pequeño juego de fantasía.

Se suponía que no iba a sucedemos ni a mí ni a Angie ni a ninguna otra persona. Y tampoco a Lena.

Después de la redada, la ciudad de Portland volvió a tomar posesión oficial del barrio y varias viviendas fueron arrasadas. El plan era construir nuevas casas de pisos baratos para algunos trabajadores municipales, pero la construcción se frenó tras los atentados terroristas. Al entrar en el barrio, todo lo que veo es escombros: agujeros en el suelo, árboles derribados y abandonados con las raíces expuestas apuntando al cielo, tierra sucia revuelta y letreros de metal oxidado que declaran que en esta zona es obligatorio llevar casco.

Hay tanto silencio que hasta el sonido de las ruedas al girar parece excesivo. Me llega de repente una idea a la mente, sin desearlo: En silencio sobre la tumba voy o en su interior estoy, el antiguo dicho que solíamos pronunciar en un susurro al pasar por un cementerio cuando éramos niños.

Un cementerio. Eso es exactamente lo que es Deering Highlands en este momento.

Me bajo de la bici y la apoyo en un antiguo letrero de la calle que señala el camino hacia Maple Avenue, otra calle de grandes cuencos tallados de tierra oscura y árboles arrancados.

Bajo durante un rato en esa dirección, sintiéndome cada vez más tonta. Aquí no hay nadie. Eso está claro. Y este es un barrio grande, un laberinto de calles pequeñas y callejones sin salida. Incluso aunque la familia de Lena esté por aquí cerca, no quiere decir necesariamente que vaya a encontrarlos.

Pero mis pies siguen colocándose uno delante del otro, como si estuvieran controlados por algo que no es mi cerebro. El viento sopla silencioso sobre los solares vacíos y el aire huele a putrefacción. Paso unos antiguos cimientos, expuestos al aire, y me recuerdan extrañamente las placas de rayos X que me enseñaba el dentista: estructuras grises con forma de diente, como una mandíbula partida en dos y pegada al suelo con tachuelas.

Y luego me llega el olor: humo de madera. Es un olor débil pero claro, entremezclado con los otros olores.

Alguien está haciendo un fuego.

Giro a la izquierda en el siguiente cruce y tomo la calle Wynnewood Road. Esta es la parte del barrio que recuerdo del verano pasado. Aquí no arrasaron las casas. Aún se elevan sombrías y desiertas, tras espesos muros de viejos pinos.

Mi garganta empieza a tensarse y destensarse, una y otra vez. Ya no debo estar lejos del número 37 de la calle Brooks. Me entra un terror repentino de encontrarla.

Tomo una decisión: si llego a esa calle, será una señal de que debo volver atrás. Regresaré a casa y me olvidaré de esta ridícula misión.

Mamá, mamá, llévame a casa.

La voz cantarina hace que me detenga. Durante un instante me quedo quieta conteniendo el aliento, intentando localizar el origen del sonido.

Estoy en el bosque y me siento sola.

Las palabras pertenecen a una antigua canción de cuna sobre los monstruos que vivían en la Tierra Salvaje, según los rumores. Vampiros. Hombres lobo. Inválidos.

Excepto que resulta que los inválidos existen.

Paso de la calle a la hierba, por entre los árboles que discurren paralelos a la calzada. La voz es tan suave, tan débil, que me muevo despacio, con cuidado de apoyar los dedos de los pies ligeramente en el suelo antes de desplazar el peso hacia delante.

La calle hace esquina y al doblarla veo a una niña agachada en el medio, en un amplio tramo iluminado por la luz del sol, con su oscuro pelo descuidado que le cae como una cortina sobre la cara. Es toda huesos. Sus rótulas son como dos velas afiladas.

En una mano tiene una muñeca roñosa, y un palo en la otra. La muñeca tiene el pelo de hilo amarillo, todo revuelto, y los ojos son botones negros, aunque solo le queda uno cosido a la cara. La boca no es más que una costura roja y también se está deshaciendo.

Me paró un vampiro, una vieja piltrafa.

Cierro los ojos al acordarme del resto de la canción.

Mamá, mamá, llévame a la cama,

estoy medio muerta y lejos de casa.

Conocí a un inválido y me cantó una canción,

me enseñó su risa y fue directo a mi corazón.

Cuando abro los ojos de nuevo, ella alza la vista brevemente y acuchilla el aire con su palo, como defendiéndose de un vampiro. Durante un instante, todo en mí se paraliza. Es Grace, la prima pequeña de Lena. La prima favorita de Lena.

Es Grace, la que nunca le dijo una palabra a nadie, ni una sola vez en los seis años en que la vi crecer desde que era un bebé.

Mamita, llévame a la cama

Aunque a la sombra de los árboles se está fresco, se me acumula el sudor entre los pechos. Noto cómo va descendiendo hacia el estómago.

Conocí a un inválido y me cantó una canción.

En ese momento coge el palo y lo coloca en el cuello de la muñeca, como haciendo la cicatriz de la operación.

—Seguridad, Salud y Felicidad se deletrean… —canturrea.

Su voz se ha hecho más aguda, es una canción de cuna.

—Sí, sí, así, sé buena. Esto no te va doler nada, te lo prometo.

Ya no puedo seguir mirando. Pincha el cuello blando de la muñeca con la punta del palo, haciendo que asienta con la cabeza una y otra vez. Salgo de entre los árboles.

—Gracie —la llamo. Sin darme cuenta, he alargado un brazo como si me aproximara a un animal salvaje.

Ella se queda paralizada. Doy otro paso cauteloso hacia ella. Agarra el palo en la mano con tanta fuerza que los nudillos se le ponen blancos.

—Grace —me aclaro la garganta—. Soy yo, Hana. Soy amiga… Era amiga de tu prima, Lena.

Inesperadamente, se pone de pie y echa a correr, dejando atrás la muñeca y el palo. Automáticamente, yo también me pongo en movimiento y la sigo a toda velocidad por la calle.

—¡Espera! —grito—. Por favor… No te voy a hacer daño.

Grace es rápida. Ya me ha sacado veinte metros. Desaparece a la vuelta de una esquina y, cuando llego, ya no está.

Dejo de correr. Me late el corazón a toda velocidad en la garganta y tengo un sabor desagradable en la boca. Me quito la gorra y me limpio el sudor de la frente. Me siento como una idiota integral.

—Tonta —digo en voz alta, y me siento mejor, así que lo repito más alto—: Tonta.

Se oye una risita en algún punto por detrás de mí. Me doy la vuelta. No hay nadie. Se me eriza el pelo de la nuca, de repente tengo la sensación de que me observan y se me ocurre que si la familia de Lena vive aquí, habrá otras también. Noto que en las ventanas de la casa de enfrente hay cortinas de ducha baratas, de plástico; al lado hay un patio con restos de juguetes y piezas y bloques de construcción, pero ordenados, como si alguien hubiera jugado ahí hace poco.

De pronto me da vergüenza y me escondo entre los árboles manteniendo la vista en la calle a la busca de señales de movimiento.

—Tenemos derecho a estar aquí, ¿sabes?

La voz susurrante viene directamente de detrás de mí. Me doy la vuelta con rapidez, tan sorprendida que por un instante me quedo sin palabras. Una chica acaba de aparecer éntre los árboles. Me mira fijamente con sus grandes ojos castaños abiertos de par en par.

—¿Willow? —consigo decir.

Parpadea. Si me reconoce, no lo demuestra. Pero claramente es ella, Willow Marks, mi antigua compañera de clase, a la que sacaron del colegio antes de que nos graduáramos, cuando circularon rumores de que la habían encontrado con un chico, un incurado, en el parque de Deering Oaks después del toque de queda.

—Tenemos derecho —repite con el mismo susurro urgente. Se retuerce las manos largas y finas—. Un camino y un sendero para cada persona… Esa es la promesa de la cura.

—Willow —retrocedo un paso y casi tropiezo—. Willow, soy yo. Hana Tate. Estuvimos juntas en mates el año pasado. En la clase del señor Fillmore. ¿Te acuerdas?

Mueve los párpados. Lleva el pelo largo y lo tiene muy enredado. Me acuerdo de que se ponía mechas de distintos colores. Mis padres siempre decían que se metería en problemas. Me decían que me mantuviera alejada de ella.

—Fillmore, Fillmore —repite. Cuando vuelve la cabeza, veo que tiene la marca de tres puntas de la intervención y me acuerdo de que la expulsaron abruptamente de la escuela apenas unos meses antes de la graduación: todos dijeron que sus padres la habían obligado a hacerse la operación antes de tiempo. Frunce el ceño y mueve la cabeza—. No sé, no me acuerdo. —Se lleva las manos a los labios y veo que tiene las uñas mordidas.

Se me revuelve el estómago. Tengo que salir de aquí. Nunca debería haber venido.

—Me alegro de verte, Willow —digo. Intento moverme muy despacio dando un rodeo, aunque me muero de ganas de echar a correr.

De pronto, ella extiende el brazo y me agarra por el cuello tirando de mí, como si quisiera darme un beso. Yo grito y me debato contra ella, pero tiene una fuerza sorprendente.

Con una mano me toca la cara y la barbilla, como si estuviera ciega. La sensación de sus uñas sobre mi piel me hace pensar en pequeños roedores de dientes afilados.

—Por favor —me doy cuenta de que estoy casi llorando. Mi garganta se agita en espasmos, el miedo me dificulta la respiración—. Por favor, suéltame.

Sus dedos palpan mi cicatriz de la operación. De repente, parece deshincharse. Durante un instante, sus ojos vuelven a enfocar y entonces me mira. Veo a la antigua Willow: lista y desafiante y ahora, en este momento, derrotada.

—Hana Tate —dice con tristeza—. A ti también te han pillado.

Entonces me suelta, y yo echo a correr.

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