Requiem

Requiem


Lena

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Lena

Coral nos obliga a avanzar más despacio. No tiene heridas visibles, ahora que se ha bañado y le han vendado los cortes y rasguños, pero se nota que está débil. Se queda atrás en cuanto nos ponemos en marcha, y Álex permanece con ella. En las primeras horas del día, aunque intento ignorarlo, me llega el rumor de su conversación, entretejida con las otras voces. Una vez, oigo cómo Álex se echa a reír.

Por la tarde, nos topamos con un roble enorme. Su tronco ha sido vaciado y tiene varios cortes. Se me escapa un grito en cuanto lo reconozco: un triángulo, seguido de un número y una flecha rudimentaria. Es la marca del cuchillo de Bram, las señales que usó cuando nos mudamos desde el hogar del norte el año pasado para dejar constancia de nuestro avance y ayudarnos a encontrar el camino de regreso en primavera.

Esta señal en concreto la recuerdo: indica el camino hasta una casa que encontramos el año pasado, intacta y habitada por una familia de inválidos. Raven debe reconocerla también.

—Premio —dice sonriendo. Luego alza la voz para que lo escuche todo el grupo—: ¡Quien quiera un techo, que me siga!

Se oyen exclamaciones y vivas. Solo una semana lejos de la civilización nos hace anhelar hasta las cosas más sencillas: un techo y paredes y bañeras con agua humeante. Jabón.

Faltan menos de dos kilómetros para la casa, y cuando veo el tejado de dos aguas, cubierto con una capa espesa de hiedra marrón, mi corazón da un salto. La Tierra Salvaje, tan vasta y tan cambiante, tan confusa, también nos hace ansiar lo conocido.

Le suelto a Julián:

—El otoño pasado hicimos una parada aquí. Durante el viaje hacia el sur desde Portland. Me acuerdo de esa ventana rota. ¿Ves cómo la han reparado con madera? Y mira la pequeña chimenea de piedra que asoma sobre la hiedra.

Sin embargo, me doy cuenta de que la casa tiene un aire incluso más abandonado que hace seis meses. La fachada de piedra está más oscura, cubierta con una capa resbaladiza de moho negro que se ha introducido en el calafateado. El pequeño claro que rodea la casa, donde pusimos las tiendas el año pasado, ahora está cubierto de vegetación, con hierba alta y matas espinosas.

No sale humo de la chimenea. Debe hacer frío en el interior si no hay un fuego. El otoño pasado, los niños salieron corriendo a nuestro encuentro antes de que llegáramos a la puerta. Siempre estaban fuera, jugando, riendo y gritando. Ahora solo hay quietud y silencio, excepto el viento que se cuela entre la hiedra, un lento suspiro.

Empiezo a inquietarme. Los otros también deben sentirlo. Hemos avanzado muy rápidamente durante el último kilómetro, moviéndonos a la vez, animados por la promesa de una comida de verdad, un espacio bajo techo y una oportunidad de sentirnos humanos. Pero en este momento todo el mundo se queda callado.

Raven es la primera en llegar a la puerta. Duda con el puño en alto, luego llama. Suena a hueco, demasiado fuerte en la quietud. No sucede nada.

—A lo mejor han salido a buscar frutos —digo. Estoy tratando de contener el pánico, el miedo que solía sentir cada vez que pasaba por el cementerio de Portland. Más vale que caminemos rápido, solía decir Hana, o nos agarrarán de los tobillos.

Raven no contesta. Pone la mano en el pomo y lo gira. La puerta se abre.

Raven se vuelve hacia Tack. Él empuña el rifle y pasa por delante de ella hacia el interior. Ella parece aliviada de que él haya tomado la delantera. Saca un cuchillo de la funda que lleva en la cadera y le sigue. El resto vamos detrás.

Huele muy mal. Un poco de luz penetra por la puerta abierta y por las grietas de las tablas que cubren la ventana rota. Solo conseguimos distinguir los contornos de los muebles, la mayoría rotos o derribados. Alguien suelta un grito.

—¿Qué ha pasado? —pregunto en voz baja. Julián encuentra mi mano en la oscuridad y la aprieta. Nadie contesta. Tack y Raven avanzan más, sus zapatos pisan cristales rotos. Él coge el rifle y golpea con la culata, con fuerza, las tablas de la ventana. Se rompen fácilmente, dejando entrar más luz.

No es raro que huela tan mal: hay comida podrida que ha caído de cada cazuela derramada. Al dar un paso hacia delante, veo insectos que se escabullen hacia los rincones. Lucho contra una náusea.

—Dios mío —musita Julián.

—Miraré en el piso de arriba —dice Tack con un tono normal de voz, lo que hace que me sobresalte. Alguien enciende una linterna y el rayo barre el suelo cubierto de porquería. Luego me acuerdo de que yo también tengo una linterna y la busco a tientas en la mochila.

Voy con Julián a la cocina manteniendo la linterna delante de nosotros, rígida, como si pudiera protegernos. Aquí hay más señales de lucha: unos cuantos tarros de cristal hechos añicos, más insectos y comida podrida. Me tapo la nariz con la manga y respiro a través de ella. Recorro las baldas de la despensa con el haz de luz. Aún están bastante bien abastecidas: tarros de carne y de verduras encurtidas alineados junto a tiras de carne seca en montones. Los botes están etiquetados con una escritura pulcra que describe su contenido, y de pronto siento vértigo, un vahído salvaje, al recordar a una mujer con el pelo rojo fuego, inclinada sobre un frasco de cristal con su pluma, sonriendo mientras comenta: Casi no nos queda papel. Pronto tendremos que adivinar lo que hay en cada uno.

—Despejado —anuncia Tack. Le oímos bajar haciendo ruido por las escaleras y Julián me lleva por el corto pasillo hasta la sala principal, donde permanece la mayor parte del grupo.

—¿Más carroñeros? —pregunta Gordo con voz áspera.

Tack se pasa la mano por el pelo.

—No buscaban alimento o pertrechos —digo—. En la despensa sigue habiendo comida.

—A lo mejor no han sido carroñeros —dice Bram—. A lo mejor la familia, sencillamente, se fue.

—¿Ah, sí? ¿Y antes de irse destrozaron la casa? —Tack toca con el pie una taza metálica—. ¿Y se dejaron toda la comida?

—Puede que tuvieran prisa —insiste Bram. Pero me doy cuenta de que no se lo cree ni él. La casa huele a podrido, no encaja. Aquí ha sucedido algo muy malo, y todos lo sabemos.

Avanzo hacia la puerta abierta y salgo al porche, aspirando el aire limpio del exterior, aromas a espacio y a cosas que crecen. Ojalá no hubiéramos venido.

La mitad del grupo ya está fuera. Dani se mueve despacio por el claro, apartando la hierba con la mano. No sé qué busca, como si estuviera vadeando un río que le llegara a la rodilla. De la parte de atrás de la casa me llega una conversación a gritos y, luego, la voz de Raven que se eleva por encima del ruido:

—Atrás, atrás. No vayáis ahí. Repito, no vayáis ahí.

Se me encoge el estómago. Ha encontrado algo.

Se acerca por un lado de la vivienda, sin aliento. Tiene los ojos brillantes, relucientes de furia.

Pero todo lo que dice es:

—Los he encontrado.

No tiene que explicar que están muertos.

—¿Dónde? —consigo preguntar.

—Al pie de la colina —dice brevemente, y luego pasa junto a mí, de vuelta a la casa.

Yo no quiero volver adentro, al mal olor y la oscuridad y la fina capa de muerte que lo cubre todo, a ese algo que no encaja, ese silencio malvado. Pero lo hago.

—¿Qué has encontrado? —dice Tack, de pie en mitad del cuarto. Todos los demás la rodean en un semicírculo, paralizados, en silencio, y durante un instante, al volver a entrar, me parecen estatuas atrapadas en luz gris.

—Restos de un fuego —dice Raven, y luego añade en voz más baja—: Huesos.

—Lo sabía —la voz de Coral suena aguda y un poco histérica—. Han estado aquí. Es que lo sabía.

—Ya se han ido —dice Raven con voz tranquilizadora—. Ya no van a volver.

—No han sido carroñeros.

Todos nos volvemos de golpe. Álex está en la puerta. Algo rojo, una cinta, un trozo de tela, cuelga de su puño.

—Te he dicho que no bajaras allí —insiste Raven. Le mira fijamente. A pesar del enfado, percibo también el miedo.

Él la ignora y entra en el cuarto agitando la tela al moverse, sosteniéndola en alto para que todos la veamos. Es un trozo largo de cinta plástica roja. A intervalos tiene impresa una imagen de un cráneo y unas tibias, y las palabras Peligro. Riesgo biológico.

—Toda la zona está acordonada —dice Álex. Mantiene un gesto neutro, pero su voz parece estrangulada, como si hablara a través de una bufanda.

Ahora soy yo quien se siente como una estatua. Quiero hablar, pero me he quedado en blanco.

—¿Qué quiere decir? —dice Pike. Él ha vivido en la Tierra Salvaje desde niño. Casi no sabe nada de la vida en lugares vallados, no sabe nada de los reguladores ni de las iniciativas de salud, las cuarentenas y las cárceles, del miedo a la contaminación.

Álex se vuelve hacia él.

—A los infectados no se los entierra en un cementerio normal. O se los mantiene apartados en los patios de las prisiones, o se los incinera.

Durante apenas un instante, sus ojos se deslizan hasta encontrar los míos. Yo soy la única persona aquí que sabe que el cuerpo de su padre fue enterrado en el diminuto patio de las Criptas, sin señalizar, sin conmemorar; yo soy la única persona que sabe que durante años él visitó aquella improvisada tumba y escribió el nombre de su padre con un rotulador en una piedra, para evitar que fuera olvidado. Lo siento, intento decirle, pero sus ojos ya se han alejado de mí.

—¿Es verdad, Raven? —pregunta Tack bruscamente.

Ella abre la boca, luego la vuelve a cerrar. Durante un instante me parece que lo va a negar. Pero al final admite con resignación:

—Parece obra de reguladores.

Todos contenemos el aliento.

—Joder —musita Hunter.

Pike dice:

—No lo creo.

—¿Reguladores…? —repite Julián—. Pero eso significa…

—La Tierra Salvaje ya no es segura —concluyo por él. Ahora crece el pánico, hasta llegar a su punto máximo en mi pecho—. La Tierra Salvaje ya no es nuestra.

—¿Ya estás contento? —pregunta Raven a Álex lanzándole una mirada turbia.

—Tenían que saberlo —dice sucintamente.

—Vale —Tack levanta las manos—. Tranquilos. Esto no cambia nada. Ya sabíamos que los carroñeros estaban al acecho. Tendremos que estar en guardia. Recordad: los reguladores no conocen la Tierra Salvaje. No están acostumbrados al terreno abierto y agreste. Este es nuestro territorio.

Sé que está haciendo todo lo posible para tranquilizarnos, pero se equivoca en una cosa: algo ha cambiado. Una cosa es bombardearnos desde el cielo. Pero los reguladores han violado las barreras, reales e imaginarias, que han mantenido separados nuestros dos mundos. Han rasgado la capa de invisibilidad que nos había cubierto durante años.

De repente me acuerdo de que una vez llegué a casa y descubrí que un mapache había conseguido entrar y había mordisqueado todos los paquetes de cereales y había dejado migas en cada cuarto. Lo acorralamos en el baño y tío William lo mató de un tiro, diciendo que probablemente nos podía contagiar alguna enfermedad. Había migas en mis sábanas, el animal había estado en mi cama. Lavé las sábanas tres veces antes de volver a dormir en ellas, e incluso así soñé con garras diminutas que se clavaban en mi piel.

—Vamos a ordenar un poco todo esto —dice Tack—. Que duerman dentro todos los que quepan. El resto puede acampar fuera.

—¿Nos vamos a quedar aquí? —suelta Julián.

Tack le mira con dureza.

—¿Por qué no?

—Porque… —Julián mira en vano a todos los demás. Nadie le mira a los ojos—. Aquí han matado a gente. No está…, no está bien.

—Lo que no está bien es volver a la Tierra Salvaje cuando tenemos un techo y una despensa llena de comida y mejores trampas que esa mierda que hemos estado usando —dice Tack enérgico—. Los reguladores ya han estado aquí. No van a volver. Hicieron su trabajo.

Julián me mira buscando ayuda. Pero yo conozco a Tack demasiado bien, y también conozco la Tierra Salvaje. Me limito a negar con la cabeza. No discutas.

Raven dice:

—Haremos que se vaya el olor más rápido si abrimos algunas ventanas.

—Hay madera cortada y apilada en la parte de atrás —dice Álex—. Puedo empezar a hacer lumbre.

—Vale, muy bien —Tack no vuelve a mirar a Julián—. Estamos de acuerdo entonces. Acamparemos aquí esta noche.

Apilamos los restos en la parte de atrás. Intento no mirar mucho los cuencos hechos añicos, los muebles rotos, ni pensar en que hace seis meses me senté en una de esas sillas, cálida y bien alimentada.

Limpiamos los suelos con vinagre que encontramos en un armario, y Raven recoge hierba seca en el patio y la quema por los rincones hasta que por fin se quita el olor dulzón y sofocante.

Raven me manda fuera con unas cuantas trampas pequeñas y Julián se ofrece a venir conmigo. Probablemente busca una excusa para salir de la casa. Me doy cuenta de que, incluso después de haber limpiado los cuartos de modo que no queden restos de lucha, sigue sintiéndose incómodo.

Caminamos un rato en silencio por el terreno cubierto de maleza hasta la espesura de los árboles. El cielo está manchado de rosa y púrpura y las sombras son gruesas pinceladas descarnadas sobre el suelo. Pero el aire sigue siendo cálido y varios árboles están coronados de diminutas hojas verdes.

Me gusta ver así la Tierra Salvaje: flaca, desnuda, todavía sin su ropaje de primavera. Pero ya creciendo, estirándose, llena de deseo y de una sed de sol que se ve saciada cada día un poco más. Pronto explotará, embriagada y vibrante.

Julián me ayuda a colocar las trampas, cubriéndolas con tierra suelta para ocultarlas. Me gusta sentir la tierra caliente, los dedos de Julián. Cuando acabamos de colocar las trampas y marcamos su posición atando un trozo de cuerda a los árboles que las rodean, él dice:

—Creo que no puedo volver allí. Todavía no.

—Vale.

Me pongo de pie, limpiándome las manos en los vaqueros. Yo tampoco puedo volver aún. No es solo la casa. Es Álex. Es también el grupo, las rencillas y las facciones, los resentimientos y las luchas. Es muy distinto de lo que vi cuando vine a la Tierra Salvaje y llegué al antiguo hogar: allí todo el mundo parecía una familia.

Julián también se pone en pie. Se pasa una mano por el pelo. De pronto dice:

—¿Te acuerdas de cuando nos conocimos?

—¿Cuando los carroñeros…? —empiezo a decir, pero me interrumpe.

—No, no —mueve la cabeza—. Antes de eso. En la reunión de la ASD.

Asiento con la cabeza. Aún me resulta extraño imaginar que el chico que vi aquel día, el símbolo de la causa anti-deliria, la encarnación de lo que es correcto, podría estar siquiera remotamente conectado con el chico que camina a mi lado, con ese pelo revuelto que le cae sobre la frente como hilos de caramelo y la cara enrojecida por el frío.

Eso es lo que me asombra: que las personas son distintas cada día. Que no son nunca igual. Hay que inventarlas todo el tiempo y ellas deben inventarse a sí mismas también.

—Te dejaste el guante. Y luego entraste y me viste mirando aquellas fotos…

—Ya me acuerdo —digo—. Imágenes de vigilancia, ¿verdad? Me dijiste que estabas buscando campamentos de inválidos…

—Era mentira —mueve la cabeza—. Era solo que… me gustaba ver todos aquellos espacios abiertos. Aquellas extensiones, ¿sabes? Pero nunca me imaginé… ni siquiera soñé con la Tierra Salvaje y los lugares no vallados… Nunca pensé que de verdad podría ser así.

Alargo el brazo y le tomo la mano.

—Ya sabía que estabas mintiendo —digo.

Sus ojos son hoy azul puro, un color de verano. Algunas veces se vuelven tormentosos como el océano al amanecer, otras adquieren un tono tan pálido como un cielo recién estrenado. Estoy aprendiendo todas sus posibilidades. Me recorre la mandíbula con un dedo.

—Lena…

Me mira con tal intensidad que empiezo a sentir desazón.

—¿Qué pasa? —digo, intentando mantener un tono ligero en la voz.

—Nada —me coge la otra mano también—. No pasa nada. Yo… quería decirte algo.

No lo hagas, quiero decirle, pero las palabras se me rompen en un burbujeo de risa, la sensación histérica que solía darme antes de los exámenes. Sin darse cuenta, se ha hecho un tiznajo de tierra en la mejilla y me echo a reír.

—¿Qué pasa? —dice con aire irritado.

Ahora que me he puesto a reír, no puedo parar.

—Tienes tierra —digo, y alargo la mano para tocarle la mejilla—. Estás cubierto.

—Lena —lo dice con tal vehemencia que por fin me callo—. Estoy intentando decirte algo, ¿vale?

Durante un instante nos quedamos en silencio, mirándonos. Por una vez, la Tierra Salvaje está en perfecta quietud. Es como si los árboles contuvieran el aliento. Me veo a mí misma reflejada en los ojos de Julián, una sombra de mí, sin sustancia, solo forma. Me pregunto qué piensa él de mí.

Julián inspira profundamente. Luego, apresuradamente, dice:

—Te amo.

Justo en ese momento, yo suelto:

—No lo digas.

Se produce otro instante de silencio. Él parece asombrado.

—¿Cómo? —dice por fin.

Ojalá pudiera tragarme lo que acabo de decir. Ojalá pudiera pronunciar Yo también te amo. Pero esas palabras están atrapadas en la jaula de mi pecho.

—Julián, tú tienes que saber cuánto me importas.

Intento tocarle, pero se aparta bruscamente.

—No me toques —dice. Aparta la vista de mí. El silencio se extiende largamente entre nosotros. Está haciéndose de noche minuto a minuto. El aire está entreverado de gris, como un dibujo a carboncillo que ha empezado a difuminarse.

—Es por él, ¿no? —dice por fin, clavando sus ojos en los míos—. Por Álex.

Creo que es la primera vez que dice su nombre.

—No —replico con exagerada vehemencia—. No es por él. Ya no hay nada entre nosotros.

Mueve la cabeza negándolo. Me doy cuenta de que no me cree.

—Por favor —digo. Acerco la mano una vez más y esta vez permite que le acaricie la mandíbula. Me pongo de puntillas y le beso una vez. No se aparta, pero tampoco me besa—. Solo dame tiempo.

Por fin cede. Tomo sus brazos y los coloco alrededor de mi cuerpo. Me besa en la nariz y después en la frente, luego traza un camino con sus labios hasta mi oído.

—No sabía que iba a ser así —dice en un susurro, y luego añade—: Tengo miedo.

Siento el latido de su corazón a través de la ropa. No sé exactamente a qué se refiere: a la Tierra Salvaje, a la huida, a estar conmigo, a amar a alguien, pero le aprieto fuerte y apoyo la cabeza en la ladera plana de su pecho.

—Lo sé —digo—. Yo también tengo miedo.

Luego, desde lejos, resuena la voz de Raven en el aire frío.

—¡La comida está lista! ¡O venís o ayunáis!

Su voz sobresalta a una bandada de pájaros. Se alzan hacia el cielo chillando. Se levanta el viento y la Tierra Salvaje vuelve a la vida con crujidos, chasquidos y sonidos de seres que se arrastran: un continuo parloteo sin significado.

—Vamos —digo, y llevo a Julián de vuelta hacia la casa muerta.

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