Requiem

Requiem


Hana

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Hana

Explosiones: el cielo se hace añicos de repente. Primero una, luego otra, luego decenas, veloces sonidos de disparos, humo y luz y ráfagas de color bajo el cielo azul pálido del anochecer.

Cuando la última tanda de fuegos artificiales estalla por encima de la terraza, todo el mundo aplaude. Me pitan los oídos y el olor a humo me irrita las fosas nasales, pero yo también aplaudo.

Fred es ya, oficialmente, alcalde de Portland.

—¡Hana! —se acerca sonriendo, mientras las cámaras se iluminan a su alrededor. Durante los fuegos, como todo el mundo ha salido en tromba a las terrazas del Club de Campo y Golf de Harbor, nos habíamos separado. Ahora me toma las manos.

—¡Enhorabuena! —digo. Se disparan más cámaras: clic, clic, clic, como otra tanda pequeña de fuegos artificiales. Cada vez que parpadeo, veo estallidos de color—. Me alegro muchísimo por ti.

—Por los dos, querrás decir —añade. Su pelo, ese que se ha engominado y colocado con tanto cuidado, se ha ido rebelando a lo largo de la noche y ha migrado hacia delante, así que un mechón le cae sobre el ojo derecho. Siento un torrente de placer. Esta es mi vida y este es mi sitio, aquí, junto a Fred Hargrove.

—Tu pelo —susurro. Automáticamente, se lleva una mano a la cabeza y se alisa el mechón para que vuelva a su sitio.

—Gracias —dice. Justo en ese momento, una mujer que reconozco vagamente del periódico Portland Daily se abre paso hasta Fred.

—Alcalde Hargrove —dice, y me hace ilusión que le llamen así—. Llevo toda la noche intentando hablar con usted. ¿Dispone de un minuto…?

No espera su respuesta para llevarle lejos de mí. Él me mira por encima del hombro y me dice sin palabras: Lo siento. Le hago un pequeño gesto con la mano para mostrarle que me hago cargo.

Ahora que han terminado los fuegos artificiales, la gente entra de nuevo en grandes grupos en la sala de baile, donde va a continuar la recepción. Todo el mundo charla y ríe. Esta es una buena noche, un momento de celebración y esperanza. En su discurso, Fred ha prometido restaurar el orden y la estabilidad en nuestra ciudad y erradicar a los simpatizantes y miembros de la Resistencia que se han escondido entre nosotros como termitas, ha declarado, erosionando lentamente nuestros valores y los fundamentos de nuestra sociedad.

Nunca más, ha afirmado, y todo el mundo ha aplaudido.

Este es el aspecto que tiene el futuro: padres felices, luces brillantes y música agradable, conversación placentera y manteles y cortinas colocados con gusto. Willow Marks y Grace, las casas destartaladas de Deering Highlands y el sentimiento de culpa que me obligó a salir de mi casa ayer y montarme en la bici, todo eso me parece un mal sueño.

Me acuerdo de la forma en que me miró Willow, con tanta tristeza: A ti también te han pillado.

No me han pillado, tendría que haberle dicho. Me han salvado.

Por fin se dispersan los últimos hilillos tenues de humo. Las verdes lomas del campo de golf están cubiertas por una sombra morada.

Durante un instante me quedo en el balcón, disfrutando del orden de todo lo que veo: la hierba bien cortada y el paisaje cuidadosamente definido, el patrón por el cual al día sigue la noche, que luego se vuelve a convertir en día: un futuro predecible, una vida sin dolor.

Cuando el número de personas que llenaba la terraza se va reduciendo, capto la mirada de un muchacho que está en el lado opuesto. Me sonríe. Me resulta familiar, aunque por un momento no consigo ubicarle. Pero cuando comienza a acercarse, siento una sacudida.

Steven Hilt. Casi no puedo creerlo.

—Hana Tate —dice—. Supongo que aún no puedo llamarte Hargrove, ¿no?

—Steven.

El verano pasado le llamaba Steve. Ahora me parece inapropiado. Ha cambiado, esa debe ser la razón por la cual al principio no le he reconocido. Cuando inclina la cabeza hacia una camarera para dejar su copa de vino vacía en la bandeja, veo que ha sido curado.

Pero es más que eso: está más corpulento, su estómago es una protuberancia redonda bajo la camisa, la línea de la mandíbula se confunde con su cuello. Lleva el flequillo recto sobre la frente, igual que mi padre.

Intento acordarme de la última vez que le vi. Puede que fuera la noche de la redada en Highlands. Yo había ido a la fiesta sobre todo porque tenía la esperanza de verle. Recuerdo que estábamos de pie en el sótano, medio en penumbra, mientras el suelo retumbaba al ritmo de la música, con las paredes cubiertas de humedad, y olía a alcohol y a crema solar y a cuerpos metidos en un espacio cerrado. Y él apretó su cuerpo contra el mío. Entonces estaba muy delgado y moreno, era alto y flaco, y yo permití que deslizara las manos por mi cintura y bajo mi blusa, y él se inclinó y apretó sus labios contra los míos y me abrió la boca con su lengua.

Creía que le amaba. Creía que él me amaba.

Y entonces, el primer grito.

Disparos.

Perros.

—Tienes buen aspecto —comenta Steven. Hasta su voz suena distinta. Una vez más, no puedo evitar acordarme de mi padre, de la voz serena y profunda de un adulto.

—Tú también —digo mintiendo.

Inclina la cabeza hacia un lado, me lanza una mirada que dice gracias y lo sé. Sin darme cuenta, me aparto unos pocos centímetros. No puedo creer que le besara el verano pasado. No puedo creer que lo arriesgara todo, el contagio, la infección, por este chico.

Pero eso no es cierto. Entonces era un chico distinto.

—Bueno. ¿Y cuándo es el feliz enlace? El próximo sábado, ¿no?

Se introduce las manos en los bolsillos y se balancea sobre los talones.

—El viernes siguiente —me aclaro la garganta—. ¿Y a ti? ¿Ya te han emparejado?

El verano pasado nunca se me ocurrió preguntarle.

—Claro que sí. Celia Briggs. ¿La conoces? Ahora está en la universidad. No nos casaremos hasta que termine.

Claro que conozco a Celia Briggs. Asistía a la Academia New Friends, una escuela rival de St Anne. Tenía la nariz aguileña y una risa fuerte y escandalosa, que sonaba como si sufriera una grave infección de garganta.

Como si pudiera leer mis pensamientos, Steven dice:

—No es una belleza, pero no está mal. Y su padre es el jefe de la Oficina de Regulación, con lo que estaremos muy bien relacionados. Así es como conseguimos una invitación para este sarao —se ríe—. No está mal, tengo que admitir.

Aunque somos prácticamente las dos únicas personas que quedan en la terraza, de repente me entra una sensación de claustrofobia.

—Lo siento —tengo que hacer un esfuerzo para mirarle—. Tengo que volver a la fiesta. Pero ha sido un placer volver a verte.

—El placer ha sido mío —dice, y me guiña un ojo—. Que te diviertas.

No puedo más que asentir con la cabeza. Cruzo la puerta y me engancho el dobladillo del vestido en una astilla de la madera. No me detengo; le doy un buen tirón a la prenda y oigo cómo se rasga la tela. Me abro paso entre grupos de invitados: los miembros más acaudalados e importantes de la comunidad de Portland, todos perfumados, bien vestidos y arreglados. A medida que avanzo por la sala, me llegan fragmentos de conversaciones, un flujo y reflujo de sonido.

—Ya sabes que el alcalde Hargrove tiene vínculos con la ASD.

—No públicamente.

—Aún no.

Ver a Steven Hilt me ha afectado por razones que no consigo entender. Alguien me coloca una copa de champán en la mano y me la bebo rápidamente, sin pensar. Las burbujas estallan en mi garganta y tengo que contener un estornudo. Hacía mucho tiempo que no bebía nada.

La gente da vueltas por la sala alrededor de la orquesta, al ritmo de valses y otros bailes de salón, con los brazos rígidos, los pasos elegantes y bien definidos, creando formas que cambian continuamente, tanto que marea contemplarlas. Dos mujeres, altas las dos, con el aspecto regio de aves de rapiña, me miran fijamente cuando paso junto a ellas.

—Una chica muy mona. Y de aspecto muy saludable.

—No sé. He oído que manipularon sus evaluaciones. Me parece que Hargrove podría haber conseguido algo mejor…

Las mujeres se alejan hacia el remolino de parejas que bailan y pierdo el hilo de sus voces. Otras conversaciones las tapan.

—¿Cuántos niños les está permitido tener?

—No sé, pero ella tiene pinta de poder criar una buena camada.

El calor me empieza a subir por el pecho hasta las mejillas. De mí. Están hablando de mí.

Busco a mis padres o a la señora Hargrove, pero no los veo. Tampoco veo a Fred y sufro un instante de pánico, me encuentro en una sala llena de desconocidos.

Entonces es cuando me doy cuenta de que ya no tengo amigos. Supongo que a partir de ahora me haré amiga de los de Fred, gente de nuestra clase y condición, gente que comparte intereses similares.

Gente como estas personas.

Respiro hondo, intentando calmarme. No debería sentirme así. Tendría que ser valiente y sentirme segura de mí misma y relajada.

—Al parecer hubo algunos problemas con ella el año pasado antes de que la curaran. Empezó a manifestar síntomas de…

—Les pasa a tantos, ¿verdad? Por eso es por lo que es tan importante que el nuevo alcalde se posicione del lado de la ASD. Si son capaces de cagar en un pañal, se les puede curar, es lo que yo digo.

—Por favor, Mark, déjalo ya…

Por fin distingo a Fred al otro lado de la sala, rodeado por una pequeña multitud y flanqueado por dos fotógrafos. Intento abrirme paso hacia él, pero la gente me bloquea el paso, parece que hay cada vez más a medida que avanza la velada. Un codo me golpea en el costado y tropiezo con una mujer que sostiene una gran copa de vino tinto.

—Perdone —murmuro cuando paso a su lado. Oigo una exclamación y algunas risitas nerviosas, pero estoy demasiado ocupada en abrirme camino entre la gente para preocuparme por lo que ha atraído su atención.

En ese momento, mi madre se coloca a mi lado con aire enérgico. Me coge del codo con vehemencia.

—¿Qué te ha pasado en el vestido? —me pregunta con un siseo.

Bajo la vista y veo una mancha roja que se extiende por mi pecho. Siento la inoportuna necesidad de reír: parece como si me hubieran disparado. Por fortuna, consigo contenerme.

—Una mujer me ha derramado su copa de vino encima —digo apartándome de ella—. Estaba a punto de ir al baño.

En cuanto lo digo, me siento aliviada: allí conseguiré estar a solas.

—Bueno, date prisa —mueve la cabeza con desaprobación, como si fuera culpa mía—. Fred va a proponer un brindis enseguida.

—Me daré prisa —le digo.

En el pasillo se está mucho más fresco, y mis pisadas parecen succionadas por la elegante moqueta. Me dirijo al lavabo de señoras, inclinando la cabeza para evitar el contacto visual con el puñado de invitados que ha salido también. Un hombre habla en voz exageradamente alta por un teléfono móvil. Aquí todo el mundo puede permitirse ese lujo. Huele a ambientador floral y, más débilmente, a humo de puro.

Cuando llego al baño, me detengo con la mano en la puerta. Oigo voces en el interior y un estallido de risas. Luego, una mujer dice muy claramente:

—Será una buena esposa para él. Al menos, después de lo que pasó con Cassie.

—¿Con quién?

—Cassie O’Donnell. Su primera pareja. ¿No te acuerdas?

Cassie O’Donnell. La primera esposa de Fred. No me han contado prácticamente nada sobre ella. Contengo el aliento, esperando que sigan hablando.

—Claro, claro. ¿Cuánto hará? ¿Unos dos años?

—Tres.

Otra voz interviene:

—¿Sabéis? Mi hermana fue a la escuela primaria con ella. Entonces usaba su segundo nombre, Melanea. Un nombre tonto, ¿no os parece? Mi hermana dice que era una hija de puta total. Pero supongo que al final recibió lo que se merecía.

—A todo cerdo…

Sus pasos se acercan. Retrocedo, pero no con la suficiente rapidez. La puerta se abre de golpe. Una mujer aparece en el umbral. Probablemente tiene solo algunos años más que yo y está embarazada como un balón de playa. Sorprendida, retrocede para dejarme pasar.

—¿Ibas a entrar? —me pregunta con voz agradable. No manifiesta ninguna señal de vergüenza o incomodidad, aunque debe sospechar que he oído la conversación. Su mirada se detiene en la mancha de mi vestido.

Detrás de ella, otras dos mujeres están de pie ante el espejo, mirándome con idénticas expresiones de curiosidad y diversión.

—No —le espeto, me doy la vuelta y sigo pasillo abajo. Me imagino a esas mujeres mirándose unas a otras mientras intercambian una sonrisita de suficiencia.

Doblo una esquina y me lanzo a ciegas por otro pasillo, este más silencioso y fresco que el anterior. No debería haber tomado champán: me estoy mareando. Me apoyo en la pared

No he pensado mucho en Cassie O’Donnell, el primer matrimonio de Fred. Todo lo que sé es que estuvieron casados más de siete años. Debió suceder algo terrible, la gente ya no se divorcia. No hay necesidad. Es prácticamente ilegal.

Quizá ella no podía tener hijos. Si era biológicamente defectuosa, eso sería una razón válida para el divorcio.

Recuerdo las palabras de Fred: Me preocupaba que me hubiera tocado una defectuosa. Hace frío en el pasillo y me estremezco.

Un letrero indica la dirección hacia otros baños, siguiendo un tramo de escaleras enmoquetado. Aquí todo está en silencio, excepto un zumbido suave de electricidad. Me apoyo en la barandilla para mantener el equilibrio a pesar de los tacones.

Me detengo al pie de la escalera. Esta planta no tiene moqueta y está casi en penumbra. Solo he estado en el club dos veces, ambas con Fred y su madre. Mis padres nunca han sido socios, aunque mi padre se lo está pensando ahora. Fred dice que la mitad de los negocios del país se hacen en clubes como este y que esa es la razón por la cual el Consorcio declaró al golf deporte nacional hace casi treinta años.

Una partida perfecta de golf no desperdicia ningún movimiento: sus rasgos característicos son el orden, la forma y la eficacia. Todo esto lo he aprendido de Fred.

Paso por varios salones para banquetes, todos a oscuras, que deben usarse para reuniones privadas, y reconozco la enorme cafetería donde Fred y yo hemos comido juntos una vez. Finalmente encuentro el aseo de señoras: completamente rosa, como una enorme bombonera perfumada.

Me recojo el pelo y me seco la cara con toallitas de papel. No puedo hacer nada con la mancha, así que me quito el lazo de la cintura y me lo coloco por los hombros, anudándolo por delante. No es que luzca mi mejor aspecto, pero al menos disimula.

Ahora que me he orientado, me doy cuenta de que hay un atajo para regresar a la sala de baile, si voy a la izquierda en vez de a la derecha y me dirijo hacia los ascensores. Mientras avanzo por el pasillo, oigo un murmullo suave y el ruido de una televisión.

Una puerta entreabierta lleva a una zona de cocina. Varios camareros —corbatas aflojadas, camisas medio abiertas y delantales hechos un gurruño sobre la encimera— están reunidos en torno a un pequeño televisor. Uno de ellos tiene los pies sobre la encimera de metal.

—Súbelo —dice una de las pinches, y él gruñe y se inclina hacia delante, levantando los pies de la encimera para girar el botón del volumen. Cuando se vuelve a sentar, vislumbro la imagen de la pantalla: una enorme masa verde, de la que salen hilos de humo oscuro. Siento una emoción pequeña, cargada de electricidad, y me quedo paralizada sin querer.

La Tierra Salvaje. Tiene que ser.

Un presentador dice: En un esfuerzo para exterminar los últimos territorios de incubación de la enfermedad, los reguladores y tropas del gobierno han penetrado en la Tierra Salvaje

La imagen muestra ahora tropas gubernamentales de infantería, vestidas de camuflaje, circulando por una autopista interestatal, saludando y sonriendo a las cámaras.

Ahora que el Consorcio va a reunirse para debatir el futuro de estas zonas sin clasificar, el presidente ha dirigido un improvisado discurso a la prensa, en el cual ha prometido acabar con los inválidos que quedan y hacer que sean tratados o castigados.

Corte. El presidente Sobel, con esa forma tan particular que tiene de inclinarse sobre el estrado, como si fuera a derribarlo sobre las cámaras.

Harán falta tropas y tiempo. Tendremos que ser pacientes e intrépidos. Pero vamos a ganar esta guerra

Corte. Se ve una imagen como un puzzle de verde y gris, humo y naturaleza, y diminutas lenguas de fuego que se dividen y entrecruzan. Y luego, otra imagen: más vegetación, un río estrecho que serpentea entre los pinos y los sauces. Y luego, otra, de un sitio donde los árboles han ardido hasta el punto de que solo queda la tierra roja.

Lo que ustedes ven ahora son tomas aéreas de todo el país, donde nuestras tropas han sido desplegadas para dar caza a los últimos grupos que albergan la enfermedad

Por primera vez, se me ocurre que lo más probable es que Lena esté muerta. Me parece tonto no haber pensado en eso hasta este momento. Veo el humo que se eleva de los árboles y me imagino pequeños fragmentos de Lena que flotan en él: uñas, cabellos, pestañas, todo convertido en ceniza.

—Apagadlo —digo sin querer.

Los cuatro camareros se vuelven a la vez. Al momento, se levantan de las sillas, se ajustan la corbata y se colocan la camisa por dentro de los pantalones negros de cinturilla alta.

—¿Podemos servirle en algo, señorita? —pregunta cortésmente uno de ellos, un hombre mayor. Otro alarga el brazo y apaga la televisión. El silencio que sigue es inesperado.

—No, yo… —muevo la cabeza—. Solo estaba tratando de encontrar el camino de regreso al salón de baile.

El camarero mayor parpadea una vez, con rostro impasible. Sale al pasillo y señala los ascensores con la mano. Están a menos de tres metros.

—Solo tiene que subir un piso, señorita. El salón de baile está al final del corredor —debe pensar que soy tonta, pero sigue sonriendo con amabilidad—. ¿Quiere que la acompañe?

—No —digo de forma demasiado vehemente—. Me arreglaré perfectamente.

Casi me echo a correr por el pasillo. Siento los ojos del camarero sobre mí. Me siento aliviada porque el ascensor llega rápidamente y suelto el aliento cuando las puertas se cierran a mis espaldas. Apoyo la frente un momento en la pared del ascensor, que está fría por contraste con mi piel, y respiro.

¿Qué me pasa?

Cuando se abren las puertas, se alza el sonido de voces, un estruendo de aplausos, y doblo la esquina y entro en la luz intensa del salón de baile justo en el momento en que mil voces repiten:

—¡Por su futura esposa!

Veo a Fred en el escenario alzando una copa de champán de color oro líquido. Veo mil caras brillantes e hinchadas que se vuelven hacia mí, como lunas infladas. Veo más champán, más líquido.

Alzo la mano. Saludo. Sonrío.

Más aplausos.

En el coche, al regresar de la fiesta, Fred está callado. Ha insistido en que le apetecía estar a solas conmigo y ha enviado a su madre y mis padres con un conductor distinto. Yo asumía que tenía algo que decirme, pero, de momento, no ha dicho nada. Tiene los brazos cruzados y la barbilla hundida en el pecho. Casi parece como si estuviera durmiendo. Pero reconozco el gesto; lo ha heredado de su padre. Significa que está pensando.

—Creo que ha sido un éxito —digo cuando el silencio se hace insoportable.

—Humm.

Se frota los ojos.

—¿Estás cansado? —pregunto.

—Estoy bien —alza la barbilla. Luego, de repente, se inclina hacia delante y golpea la mampara que nos separa del conductor—. Tom, aparca un momento, ¿vale?

Inmediatamente, el chófer dirige el coche a un lado y apaga el motor. Está oscuro y no puedo ver exactamente dónde estamos. A ambos lados del auto se yerguen barreras de árboles oscuros. Cuando se apagan los faros, la oscuridad es prácticamente total. La única iluminación procede de una farola, unos veinte metros más adelante.

—¿Qué vamos…? —empiezo a decir, pero Fred se vuelve hacia mí y me corta.

—¿Te acuerdas de cuando te expliqué las reglas del golf? —dice.

Me sorprende tanto la urgencia de su voz y lo extraño de la pregunta, que solo puedo asentir con un gesto.

—Te hablé —dice— de la importancia del cadi. Siempre un paso por detrás, como un aliado invisible, un arma secreta. Sin un buen cadi, hasta el mejor golfista puede hundirse.

—De acuerdo.

Tengo la sensación de que el coche es demasiado pequeño y de que hace un calor excesivo. El aliento de Fred huele acre, a alcohol. Intento bajar la ventanilla a tientas, pero, por supuesto, no puedo. El motor está apagado, las ventanillas están bloqueadas.

Fred se pasa una mano por el pelo.

—Mira, lo que quiero decir es que tú eres mi cadi. ¿Lo entiendes? Espero que me apoyes al cien por cien. Lo necesito.

—Te apoyo —digo, y luego me aclaro la garganta y lo repito—: Te apoyo.

—¿Estás segura? —se inclina hacia delante un poco más y me pone una mano en la pierna—. ¿Me vas a apoyar siempre, pase lo que pase?

—Claro —siento un destello de incertidumbre, y también de miedo. Nunca antes le he visto tan exaltado. Su mano me aprieta el muslo con tanta fuerza que temo que me deje marca—. En eso consiste estar casados.

Fred me mira fijamente durante un segundo más. Luego de pronto, me suelta.

—Bien —dice. Vuelve a dar un ligero golpecito en la mampara lo que Tom interpreta como una señal para encender el motor y ponerse en marcha. Fred se reclina en el asiento, como si no hubiera sucedido nada—. Me alegra ver que nos entendemos. Cassie nunca me entendió. No escuchaba. Esa era una gran parte del problema.

El coche se pone en marcha otra vez.

—¿Cassie? —el corazón me golpea contra la caja torácica.

—Cassandra, mi primer matrimonio.

Fred sonríe tensamente.

—No comprendo —digo.

Durante un instante no responde. Luego, de repente:

—¿Sabes cuál era el problema de mi padre? —sé que no espera que le conteste, pero igualmente muevo la cabeza en sentido negativo—. Él creía en la gente. Creía que si a la gente le enseñas el camino correcto, el camino hacia la salud y el orden, el camino para librarse de la infelicidad, entonces elegirán la opción correcta.

Obedecerán. Era un ingenuo —se vuelve hacia mí otra vez, su cara está sumergida en la oscuridad—. Él no entendía. La gente es cabezota y estúpida. Son irracionales. Son destructivos. Ese es el quid de la cuestión, ¿no? Esa es la razón profunda para la cura. Así la gente ya no echará a perder su vida. Ya no podrá hacerlo. ¿Comprendes?

—Sí.

Me acuerdo de Lena y de esas imágenes de la Tierra Salvaje en llamas. Me pregunto qué estaría haciendo en este momento si se hubiera quedado. Estaría durmiendo a pierna suelta en una cama decente. Se levantaría mañana para ver cómo el sol sale por la bahía.

Fred se vuelve hacia la ventana y su voz adopta un tono de acero.

—Hemos sido poco estrictos. Ya hemos permitido demasiada libertad y demasiadas oportunidades para la rebelión. Eso debe cesar. En adelante, ya no lo voy a permitir; no voy a ver cómo mi ciudad y mi país se consumen desde dentro. Eso ha terminado.

Aunque nos separan treinta centímetros, en este momento me da tanto miedo como cuando me estaba agarrando el muslo. Además, nunca le he visto así, duro y extraño.

—¿Qué tienes en mente? —pregunto.

—Necesitamos un sistema —dice—. Vamos a premiar a la gente que obedezca las normas. La verdad es que es igual que entrenar a un perro.

Me vuelve la imagen de la mujer en la fiesta: Tiene aspecto de poder criar una buena camada.

—Y castigaremos a los que no cumplan. No será un castigo corporal, claro. Este es un país civilizado. Tengo planes para nombrar a Douglas Finch nuevo ministro de Energía.

—¿Ministro de Energía? —repito. Nunca he oído ese término.

Llegamos a un semáforo, uno de los pocos que aún funcionan en el centro. Fred lo señala con un gesto vago.

—La electricidad no es gratis. La energía no es gratis. Hay que ganársela. La electricidad, la luz, el calor se darán a la gente que se lo haya ganado.

Durante un instante no se me ocurre una respuesta. Los cortes y apagones siempre han sido obligatorios durante ciertas horas de la noche y en los barrios más pobres, en particular ahora. Muchas familias deciden prescindir del lavavajillas y la lavadora. Son demasiado caros de mantener.

Pero todo el mundo ha tenido siempre derecho a la electricidad.

—¿Cómo? —pregunto por fin.

Fred se toma mi pregunta de manera literal.

—En realidad, es muy sencillo. La red eléctrica ya está instalada, y en la actualidad todo esto está informatizado. Se trata simplemente, de recoger los datos y luego pulsar unas cuantas teclas. Un clic abre el grifo y otro clic lo cierra. Finch se ocupará de todo. Y cada seis meses o así podemos reevaluar las decisiones. Queremos ser justos. Como he dicho, este es un país civilizado.

—Habrá disturbios —digo.

Fred se encoge de hombros.

—Yo diría que habrá una cierta resistencia inicial —dice—. Por eso es tan importante que tú estés de mi lado. Mira, una vez consigamos que nos apoye la gente adecuada, la gente importante, todos los demás acatarán los hechos. Tendrán que hacerlo —Fred me toma la mano. Me aprieta—. Se darán cuenta de que los disturbios y la resistencia solo empeorarán las cosas. Necesitamos una política de tolerancia cero.

Me da vueltas la cabeza. Si no hay electricidad, eso significa que no hay luces, ni refrigeración, ni hornos. Ni calderas.

—¿Qué hará la gente para calentarse? —suelto.

Fred se ríe levemente, de un modo indulgente, como si yo fuera un cachorrito que acaba de aprender un nuevo truco.

—Casi ha llegado el verano —comenta—. No creo que el calor sea un problema.

—¿Pero qué sucederá cuando empiece a hacer frío? —insisto. En Maine, los inviernos a menudo duran desde septiembre hasta mayo. El año pasado tuvimos veinte centímetros de nieve. Me acuerdo de lo flaca que está Grace, con sus codos como manillas de puerta, con sus omóplatos como alas picudas—. ¿Qué harán entonces?

—Supongo que tendrán que darse cuenta de que la libertad no los va a mantener abrigados —dice, y noto la sonrisa en su voz. Se inclina hacia delante y toca de nuevo en la mampara que nos separa del conductor—. ¿Qué tal si ponemos un poco de música? Me apetece. Algo alegre, ¿no crees, Hana?

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