Requiem

Requiem


Lena

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Lena

La noche llega rápidamente, y con ella, el frío.

Estamos perdidos.

Buscamos una antigua autopista que debería guiarnos hacia Waterbury. Pike está convencido de que nos hemos desviado demasiado hacia el norte. Raven piensa que estamos demasiado al sur.

Caminamos prácticamente a ciegas, guiados por una brújula y un montón de bosquejos de mapas que han pasado de mano en mano entre otros inválidos y buhoneros, de forma que cada uno le ha ido añadiendo algo de información. Son mapas que muestran una selección aleatoria de hitos: ríos, carreteras desmanteladas, antiguos pueblos bombardeados durante la campaña aérea; las fronteras de las ciudades establecidas, para que sepamos cuándo debemos evitarlas; barrancos y sitios por donde no se puede pasar. La dirección a seguir, como el tiempo, es algo muy impreciso, sin límites ni fronteras. Es un proceso interminable de interpretación y reinterpretación, de volver sobre nuestros pasos y buscar el camino correcto.

Hacemos una parada mientras Pike y Raven discuten sobre el tema. Me duelen los hombros. Me quito la mochila y me siento encima, bebo un trago de agua de la cantimplora que me he colgado del cinturón. Julián merodea por detrás de Raven, colorado, con el pelo oscurecido por el sudor y la chaqueta anudada a la cintura. Intenta mirar más allá de ella, al mapa que sostiene Pike. Se está quedando muy delgado.

En la periferia del grupo, Álex está sentado, como yo, sobre su mochila. Coral hace lo mismo, acercándose un poquito a él de forma que sus rodillas se tocan. En unos pocos días se han hecho prácticamente inseparables.

Aunque lo intento, no consigo apartar los ojos de él. No entiendo de qué tienen que hablar Coral y él. Conversan mientras caminan y mientras montan el campamento. Charlan durante las comidas, apartados en un rincón. Mientras tanto, él apenas habla con nadie más, y a mí no me ha dirigido la palabra desde nuestro enfrentamiento con el oso.

Ella debe haberle hecho una pregunta, porque veo que él mueve la cabeza.

Y entonces, solo por un instante, ambos alzan la vista y me miran. Me doy la vuelta al momento, el calor me sube a las mejillas. Estaban hablando de mí. Lo sé. Me pregunto qué le habrá preguntado.

¿Conoces a esa chica? Te está mirando fijamente.

¿Te parece que Lena es guapa?

Aprieto los puños hasta que las uñas se me clavan en las palmas, respiro profundamente y me obligo a pensar en otra cosa. Álex y lo que piense de mí carecen de importancia.

Pike habla:

—Te lo estoy diciendo: tendríamos que haber tomado la dirección este en la vieja iglesia. Está marcado en el mapa.

—Eso no es una iglesia —rebate Raven quitándole el papel—. Es el árbol que hemos pasado antes, el que partió un rayo. Y eso significa que tendríamos que haber seguido hacia el norte.

—Insisto, eso es una cruz…

—¿Por qué no mandamos a alguien a explorar el terreno? —les interrumpe Julián. Enmudecidos por la sorpresa, se vuelven hacia él, Raven con el ceño fruncido y Pike con abierta hostilidad. Mi estómago empieza a retorcerse y, en silencio, le mando una plegaria a Julián: Por favor, no te metas. No digas nada estúpido.

Pero Julián continúa con serenidad:

—Nos movemos más despacio con todo el grupo, y es una pérdida de tiempo y de energía si vamos en la dirección equivocada —durante un instante veo resurgir a su antiguo yo, el Julián de los congresos y los pósteres, el joven líder de la ASD, seguro de sí mismo—. Así que lo que propongo es que dos personas vayan hacia el norte…

—¿Por qué hacia el norte? —interrumpe Pike, enfadado.

Julián no se detiene:

—O hacia el sur, da igual. Caminamos durante medio día buscando la autopista. Si no damos con ella, volvemos en dirección contraria. Al menos, tendremos una idea más precisa del terreno. Podremos ayudar a orientar al grupo.

—¿Podremos? —repite Raven.

Julián la mira.

—Yo me ofrezco voluntario —dice.

—No es seguro —interrumpo poniéndome de pie—. Hay carroñeros que patrullan… y quizá también reguladores. Tenemos que mantenernos juntos. Si no, seremos presa fácil.

—Lena tiene razón —dice Raven volviéndose a Julián—. No es seguro.

—Ya me he enfrentado con los carroñeros antes —insiste Julián.

—Y por poco te matan —le replico yo.

Sonríe.

—Pero no me mataron.

—Yo iré con él —Tack escupe una bola de tabaco y se limpia la boca con el dorso de la mano. Me quedo mirándole. Me ignora. Nunca ha ocultado que considera un error haber rescatado a Julián, y que llevarle con nosotros le parece una carga—. ¿Sabes disparar un arma?

—No —digo yo—. No sabe.

En este momento, todo el mundo me mira; no me importa. No sé qué es lo que Julián está intentando demostrar, pero no me gusta.

—Puedo manejar un arma —dice Julián mintiendo con rapidez.

Tack asiente:

—Muy bien —saca una pequeña cantidad de tabaco de un paquete que lleva colgado del cuello y se lo mete en la boca—. Espera que vacíe un poco la mochila. Saldremos dentro de media hora.

—Bueno, atención todos —Raven alza los brazos con un gesto de resignación—. Más vale que acampemos aquí.

Todos a la vez comienzan a quitarse la mochila y a dejar cosas en el suelo, como animales mudando la piel. Agarro a Julián del brazo y me lo llevo lejos de los demás.

—¿Eso de qué iba? —digo luchando por mantener la voz baja. Veo que Álex nos observa. Parece divertido. Ojalá tuviera algo que lanzarle.

Coloco a Julián de forma que su cuerpo me impide ver a Álex.

—¿Qué quieres decir?

Se mete las manos en los bolsillos.

—No te hagas el tonto —digo—. No deberías haberte ofrecido voluntario para ir a explorar. Esto no es una broma, Julián. Estamos en mitad de una guerra.

—Yo no lo considero una broma —su calma me resulta exasperante—. Y sé mejor que cualquiera de lo que es capaz el otro bando, ¿no te acuerdas?

Aparto la vista, me muerdo los labios. Tiene razón. Si alguien conoce las tácticas de los zombis, es Julián Fineman.

—Pero tú aún no conoces la Tierra Salvaje —insisto—. Y Tack no te va a proteger. Si os atacan, si sucede algo y hay que elegir entre nosotros y tú, te dejará. No va a poner en peligro al grupo por ti.

—Lena —Julián apoya sus manos en mis hombros y me obliga a mirarle—. No va a pasar nada, ¿vale?

—Eso no lo sabes —digo. Ya sé que me estoy pasando, pero no puedo evitarlo. No sé por qué, me entran ganas de llorar. Pienso en la candidez de su voz cuando me dijo te amo, en la firmeza de su tórax cuando se eleva y desciende contra mi espalda mientras dormimos.

Te amo, Julián. Pero no me salen las palabras.

—Los demás no confían en mí —dice Julián. Abro la boca para protestar, pero me corta—. No intentes negarlo. Sabes que es verdad.

No puedo contradecirle.

—¿Y qué? ¿Por eso tienes que demostrar que vales?

Suspira y se frota los ojos.

—Yo he elegido hacerme un sitio aquí, Lena. He elegido hacerme un sitio a tu lado. Ahora tengo que ganármelo. No se trata de demostrar mi valía. Pero como has dicho tú misma, hay una guerra. No quiero quedarme sentado al margen —se inclina hacia delante y me besa en la frente. Aún duda durante una fracción de segundo antes de besar, como si tuviera que sacudirse ese viejo temor, el miedo al contacto y al contagio—. ¿Por qué te preocupa tanto esto? No va a pasar nada.

Tengo miedo, quiero decir. Tengo un mal presentimiento. Te amo y no quiero que salgas herido. Pero una vez más, es como si las palabras estuvieran atrapadas, enterradas bajo miedos pasados y vidas anteriores, como fósiles sepultados.

—Volveremos dentro de unas horas —dice Julián, y me acaricia la barbilla—. Ya verás.

Pero a la hora de la cena aún no han vuelto, y tampoco están de vuelta cuando echamos tierra sobre la hoguera para apagarla durante la noche. Porque, aunque va a hacer más frío y sin el resplandor de las llamas Julián y Tack van a tener más complicado encontrar el camino hasta nosotros, Raven insiste.

Me ofrezco voluntaria para hacer guardia. Siento demasiada ansiedad para poder dormir. Raven me da un abrigo extra de nuestra reserva de ropa. Las noches siguen revestidas de hielo.

A unos cuantos metros del campamento hay una pequeña loma y una vieja pared de cemento, aún marcada con espectrales curvas de grafiti, que me va a resguardar del viento. Me acurruco con la espalda contra el muro, apretando la taza de agua caliente que Raven me ha preparado para que no se me enfríen las manos. He perdido los guantes, o me los han robado, en algún sitio entre el hogar de Nueva York y aquí, y ahora tengo que apañarme sin ellos.

Se alza la luna sobre el campamento, las siluetas dormidas, las tiendas y los improvisados refugios, cubriéndolo todo con su brillo. A lo lejos, una torre de agua, aún intacta, se eleva por encima de los árboles como un insecto metálico, posado sobre piernas largas y flacas. El cielo está limpio y sin nubes y en la oscuridad flotan miles de estrellas. Ulula un búho, un sonido hueco y lúgubre que resuena en el bosque. Incluso desde esa corta distancia, el campamento parece tranquilo envuelto en su neblina, rodeado por los naufragios de viejas casas: tejados hundidos en la tierra, un columpio volcado, un tobogán de plástico que aún sobresale de la tierra.

Dos horas después, bostezo tanto que me duele la mandíbula y parece que todo mi cuerpo se haya llenado de arena húmeda. Apoyo la cabeza en la pared, mientras lucho por mantener los ojos abiertos. Las estrellas por encima de mí se desdibujan hasta confundirse unas con otras… se convierten en un único rayo de luz… la luz del sol… Hana sale de ese resplandor, con hojas en el cabello, diciendo: ¿No ha sido una broma graciosa? Yo nunca planeé que me curaran, ya sabes… Sus ojos están fijos en los míos y, cuando da un paso hacia delante, me doy cuenta de que está a punto de meter el pie en una trampa. Intento advertirla, pero…

Tac. Me despierto de golpe con el corazón latiéndome en la garganta y, con rapidez, tan silenciosamente como puedo, me agacho. El aire está quieto, pero sé que no me he imaginado ni he soñado el sonido: el ruido de una rama que se rompe.

El sonido de una pisada.

Que sea Julián, pienso. Que sea Tack.

Recorro el campamento y veo una sombra que se mueve entre las tiendas. Me tumbo y me echo hacia delante, muy lentamente, empuñando el rifle. Tengo los dedos hinchados por el frío, torpes. El arma parece más pesada que antes.

La figura entra en un claro iluminado por la luz de la luna y suelto el aire. Es solo Coral. Su piel tiene un intenso brillo blanco con esta luz y lleva una sudadera demasiando grande, que identifico como perteneciente a Álex. Se me encoge el estómago. Me llevo el rifle al hombro, giro hacia ella la boca del arma y pienso: Bang.

Bajo el arma enseguida, avergonzada.

Mi antigua gente no estaba totalmente equivocada. El amor es una especie de posesión. Es un veneno. Y si Álex ya no me ama, no puedo soportar la idea de que pueda amar a otra persona.

Coral desaparece en el bosque, probablemente va a hacer pis. Se me están durmiendo las piernas, así que me enderezo. Estoy demasiado cansada para seguir haciendo guardia. Voy a bajar a despertar a Raven, que se ha ofrecido a sustituirme.

Tac. Otra pisada, más cercana y al este del campamento. Coral se ha ido hacia el norte. Al instante, me vuelvo a poner en guardia.

Entonces le veo. Avanza muy lentamente, con el arma empuñada, saliendo de detrás de un espeso matorral. Me doy cuenta al momento de que no es un carroñero. Su postura es demasiado correcta, el arma está demasiado impoluta, la ropa le queda demasiado bien.

Se me para el corazón. Un regulador. Tiene que ser. Y eso quiere decir que es cierto que han abierto brecha en la Tierra Salvaje. A pesar de la evidencia, una parte de mí esperaba que no fuera verdad.

Durante un instante todo está en silencio, y luego parece oírse un ruido aterrador, cuando la sangre se acelera hacia mi cabeza, golpeándome en los oídos, y la noche parece encenderse en gritos y ululares, extraña y salvaje, con animales que merodean en la oscuridad. Me sudan las palmas cuando me llevo una vez más el arma al hombro. Tengo la garganta seca. Sigo al regulador a medida que se acerca al campamento. Coloco el dedo en el gatillo. Se me acumula el pánico en el pecho. No sé si apretar el gatillo o no. Nunca he disparado a nada desde esta distancia. Nunca he disparado a una persona. Ni siquiera sé si soy capaz.

Mierda, mierda, mierda, mierda. Ojalá Tack estuviera aquí.

Mierda.

¿Qué haría Raven?

El regulador llega al borde del campamento. Baja el arma y yo aparto el dedo del gatillo. Quizá sea solo un explorador. Quizá tenga la misión de informar a alguien. Eso nos daría tiempo de movernos, de levantar el campamento, de prepáranos. Quizá todo vaya a ir bien.

En ese momento, Coral vuelve a salir del bosque.

Durante una fracción de segundo se queda ahí, paralizada y blanca como si estuviera enmarcada por el flash de un fotógrafo. Durante una décima de segundo, el hombre tampoco se mueve.

Luego, ella suelta un grito ahogado y él la apunta con el arma y, sin pensarlo ni planearlo, mi dedo vuelve a encontrar el gatillo y lo aprieta. La rodilla del regulador cede, y él grita y cae al suelo.

Entonces, todo es caos.

El retroceso del rifle me tira hacia atrás y me tambaleo intentando mantener el equilibrio. Un diente serrado de roca se me clava en la espalda y el dolor me recorre desde las costillas hasta el hombro. Se oyen más disparos, uno, dos, y luego gritos. Corro hacia el campamento. En menos de un minuto se ha desplegado, se ha abierto convirtiéndose en un enjambre de gente y voces.

El regulador yace boca abajo en el suelo, con los brazos y las piernas abiertos. En torno a él se extiende un charco de sangre como una sombra oscura. Dani está cerca de él con su arma de mano. Debe haber sido ella quien le ha matado.

Coral se rodea la cintura con los brazos, con aspecto horrorizado y un poco culpable, como si de algún modo ella hubiera llamado al regulador. Está ilesa, lo que es un alivio. Me alegro de que el instinto me llevara a salvarla. Me acuerdo del instante en que la he tenido en la mira del fusil y siento otro arrebato de vergüenza. Esta no es la persona en la que yo quería convertirme. El odio se ha tallado un lugar permanente en mi interior, un hueco donde las cosas se pierden con facilidad.

Sobre el odio también me advirtieron los zombis.

Pike, Hunter y Lu están todos hablando a la vez. El resto se apiñan en torno a ellos, pálidos y asustados a la luz de la luna, con los ojos vacíos, como fantasmas resucitados.

Solo Álex no está de pie. Está agachado, recogiendo su mochila rápida y metódicamente.

—Muy bien —Raven habla en voz baja, pero la urgencia de su tono capta nuestra atención—. Consideremos los hechos. Tenemos a un regulador muerto en nuestras manos.

Alguien gime.

—¿Qué vamos a hacer? —interrumpe Gordo. Su rostro está desencajado—. Tenemos que irnos.

—¿Adónde? —exige Raven—. No sabemos dónde están ni qué dirección han tomado. Podríamos estar metiéndonos en una trampa.

—Chist.

Dani nos hace callar bruscamente. Durante un instante hay un silencio total, excepto por el gemido grave del viento entre los árboles y el ulular de un búho. Luego lo oímos: desde el sur, un eco distante de voces.

—Yo digo que nos quedemos y luchemos —dice Pike—. Este es nuestro territorio.

—No vamos a luchar a no ser que nos veamos obligados —dice Raven volviéndose hacia él—. No sabemos cuántos reguladores hay, ni qué tipo de armas tienen. Ellos están mejor alimentados y son más fuertes que nosotros.

—Yo estoy harto de huir —rebate Pike.

—No estamos huyendo —dice Raven con calma. Se vuelve al resto del grupo—. Nos vamos a dividir. Extendeos en torno al campamento. Escondeos. Algunos podéis dirigiros al viejo cauce del río. Yo observaré desde la colina. Rocas, arbustos, cualquier cosa que pueda ocultaros, usadla. Subíos a un árbol si hace falta. Simplemente, manteneos fuera de la vista.

Nos mira a cada uno por turnos. Pike se empeña en no devolverle la mirada.

—Coged los cuchillos, las armas, todo lo que tengáis. Pero recordad: no luchamos a menos que no tengamos otra opción. No hagáis nada hasta que yo dé la señal, ¿vale? Que nadie se mueva. No quiero que nadie respire, tosa, estornude o se tire un pedo, ¿está claro?

Pike escupe en el suelo. Nadie habla.

—Vale —dice Raven—. Vámonos.

El grupo se divide rápidamente y sin hablar. La gente pasa a mi lado y se convierte en sombras; las sombras se doblan sobre sí mismas en la oscuridad. Me acerco a Raven, que se ha arrodillado junto al regulador muerto y le inspecciona buscando armas, dinero, todo lo que nos pueda servir.

—Raven —su nombre se me queda atrapado en la garganta—. ¿Crees…?

—Seguro que están bien —dice sin alzar la vista. Sabe que le iba a preguntar por Julián y Tack—. Y ahora, fuera de aquí.

Me muevo por el campamento corriendo, encuentro mi mochila junto a las demás al borde de la hoguera. Me la echo al hombro, junto al rifle, los tirantes se me clavan dolorosamente en la piel. Agarro otras dos mochilas más y me las cargo en el hombro izquierdo.

Raven pasa a mi lado corriendo.

—Es hora de irse, Lena.

Ella también se disuelve en la oscuridad.

Me pongo de pie. Luego me doy cuenta de que alguien sacó el botiquín anoche. Si pasa algo, si tenemos que salir corriendo y no podemos volver, lo vamos a necesitar.

Me quito una de las mochilas y me arrodillo.

Los reguladores se acercan. Ya puedo distinguir voces, palabras concretas. De repente me doy cuenta de que el campamento se ha quedado totalmente vacío. Soy la única que queda.

Abro la cremallera. Me tiemblan las manos. Saco una sudadera de la bolsa y empiezo a llenarla con tiritas y antibióticos.

Una mano me agarra del hombro.

—¿Qué diablos estás haciendo? —Es Álex. Me pone una mano bajo el brazo y me obliga a ponerme de pie. Solo consigo cerrar la mochila—. Vamos.

Intento apartar el brazo, pero me tiene bien sujeta. Tira de mí en dirección al bosque, me lleva lejos del campamento.

De pronto, me acuerdo de la noche de la redada en Portland cuando él me condujo así por un laberinto negro de habitaciones; cuando nos acurrucamos en el suelo con olor a orines de un cobertizo de herramientas y, con delicadeza, me envolvió la pierna herida con sus manos suaves y fuertes, que provocaban extrañas sensaciones en mi piel.

Aquella noche me besó.

Aparto el recuerdo.

A toda prisa, bajamos por una pronunciada pendiente, nos hundimos en una capa de hojas húmedas y podridas, en dirección a una zona donde el terreno crea una cueva natural, una especie de vaciado en la ladera de la colina. Álex me obliga a agacharme y prácticamente me mete de un empujón en el espacio oscuro y pequeño.

—¡Cuidado!

Pike también se ha escondido ahí; unos pocos dientes brillantes, una silueta de oscuridad. Se mueve ligeramente para hacernos sitio.

Álex se desliza hasta colocarse a mi lado, con las rodillas apretadas contra el pecho.

Las tiendas están a menos de veinte metros de nosotros, colina arriba. Rezo en silencio para que los reguladores piensen que hemos huido y no pierdan el tiempo buscándonos.

Esperar es una agonía. Las voces que venían del bosque han callado. En este momento los reguladores deben de moverse con lentitud, al acecho, acercándose. Puede que ya hayan llegado al campamento, que pasen junto a las tiendas: sombras silenciosas, letales.

El espacio es demasiado estrecho; la oscuridad, intolerable. Una idea me inunda de repente: estamos en un ataúd.

Álex se mueve junto a mí. El dorso de su mano me roza el brazo. Se me seca la garganta. Respira más deprisa de lo normal. Me tenso, totalmente rígida, hasta que retira la mano. Debe haber sido un accidente.

Otro angustioso periodo de silencio.

Pike musita:

—Esto es una estupidez.

—Chist —Álex le hace callar bruscamente.

—Quedarnos aquí sentados como ratas…

—Joder, Pike…

—Callaos los dos —susurro con vehemencia. Nos quedamos de nuevo en silencio. Al cabo de unos pocos segundos, alguien grita. Álex se alerta. Pike se quita el rifle del hombro, con lo que me da un codazo en el costado. Tengo que tragarme el grito.

—Se han ido.

La voz nos llega desde el campamento: ya lo han alcanzado. Supongo que ahora que han visto que las tiendas están vacías, ya no necesitan hablar en voz baja. Me pregunto cuál sería su plan: rodearnos, acribillarnos a balazos mientras dormíamos.

¿Cuántos serán?

—Maldición. Tenías razón sobre los disparos que hemos oído. Es Don.

—¿Está muerto?

—Sí.

Se oye un débil crujido, como si alguien diera patadas a las tiendas.

—Mirad cómo viven. Todos amontonados. Revueltos en la mierda. Como animales.

—Tened cuidado. Todo está contaminado.

Hasta ahora he contado seis voces.

—Se nota en el olor, ¿verdad? Los huelo. Qué asco.

—Respira por la boca.

—Cabrones —musita Pike.

—Chist —digo automáticamente, aunque a mí también me domina la ira, además del miedo. Los odio. Odio a cada uno de ellos por pensar que son mejores que nosotros.

—¿Adonde crees que se dirigen?

—Sea donde sea, no pueden haber ido lejos.

Siete voces distintas en total. Quizá ocho, es difícil calcular. Nosotros somos veintitantos. Sin embargo, como ha dicho Raven, es imposible saber qué armas tienen, o si hay refuerzos esperándolos cerca de aquí.

—Acabemos aquí, entonces, ¿vale, Chris?

—Entendido.

Se me han empezado a dormir los muslos.

Desplazo suavemente mi cuerpo hacia atrás buscando alivio, y me apoyo en Álex. No se aparta. De nuevo me roza el brazo con la mano, y no estoy segura de si es por casualidad o se trata de un gesto tranquilizador. Durante un instante, y a pesar de todo, mis entrañas se vuelven blancas y eléctricas, y Pike y los reguladores y el frío desaparecen, y solo queda el hombro de Álex contra el mío, y sus costillas que se expanden y se contraen contra las mías, y la áspera calidez de sus dedos.

El aire huele a gasolina.

El aire huele a fuego.

Vuelvo al presente con una sacudida. Gasolina. Fuego. Algo que arde. Están quemando nuestras cosas. Ahora el aire cruje. Las voces de los reguladores llegan atenuadas por el ruido. Columnas de humo bajan por la colina, flotan hasta hacerse visibles desde donde estamos, retorciéndose como serpientes.

—Hijoputas —dice Pike de nuevo, con voz estrangulada. Hace ademán de salir corriendo y le agarro, tirando de él hacia atrás.

—No lo hagas. Raven ha dicho que esperáramos a que ella diera la señal.

—Raven no está al mando.

Se aparta de mí y se tira sobre el estómago, sosteniendo el rifle delante de él como si fuera un francotirador.

—¡No lo hagas, Pike!

O no me oye o me ignora. Comienza a subir lentamente la colina reptando.

—Álex.

El pánico me va llenando como una marea. El humo, la furia, el rugido del fuego al extenderse, todo eso me impide pensar.

—Mierda —Álex pasa junto a mí y trata de alcanzar a Pike, pero solo se le ven las botas—. Pike, no seas un maldito imbécil…

Bang. Bang.

Dos disparos. El ruido parece producir un eco y amplificarse en el espacio hueco. Me tapo los oídos.

Y después: bang, bang, bang. Disparos por todas partes y gente que grita. Cae sobre mí un montón de tierra. Me pitan los oídos y tengo la cabeza llena de humo.

Céntrate.

Álex ya ha salido del agujero y le sigo, luchando por quitarme el arma que llevo al hombro. En el último minuto, me deshago de las mochilas. Solo conseguirán ralentizar mi avance.

Explosiones por todos lados y el rugido de un enorme incendio.

El bosque está lleno de humo y fuego. Llamas naranjas y rojas se alzan entre los árboles negros, descarnados, con el cuello tieso como testigos paralizados de horror. Pike está arrodillado, medio escondido tras un árbol, disparando. Su rostro tiene un tono anaranjado por el fuego y tiene la boca abierta en un aullido. Veo a Raven que se mueve a través de las llamas. El aire vibra por los disparos: son tantos que me recuerda cuando me sentaba en el Paseo de Eastern Prom, con Hana, el Día de la Independencia, para ver los fuegos artificiales, los ruidos entrecortados y los flashes de color deslumbrante. El olor a humo.

—¡Lena!

No me da tiempo a ver quién me llama. Una bala pasa silbando junto a mí y se aloja en el árbol que está detrás, lo que hace que salte un montón de astillas del tronco. Reacciono y me lanzo hacia delante, en plancha, contra el tronco de un arce azucarero. Varios metros más adelante, Álex también se ha refugiado tras un árbol. Cada pocos segundos, asoma la cabeza, dispara algunas balas y luego vuelve a ponerse a salvo.

Los ojos se me llenan de agua. Inclino la cabeza con cautela alrededor del tronco, intentando distinguir las figuras que forcejean en la oscuridad, iluminadas desde atrás por el resplandor del fuego. Desde lejos, casi parecen bailarines, parejas que se balancean, luchan, caen, giran.

No sé quién es quién. Parpadeo, toso, me palpo los ojos. Pike ha desaparecido.

Ahí: por un instante veo la cara de Dani cuando se vuelve hacia el fuego. Un regulador ha saltado sobre ella desde atrás, le ha pasado un brazo alrededor del cuello. Los ojos de Dani se salen de sus órbitas, tiene la cara morada. Alzo el arma, la vuelvo a bajar. Imposible apuntar desde aquí, no cuando no dejan de moverse. Dani se retuerce y se contorsiona como un toro intentando sacudirse al jinete.

Hay otro coro de disparos. El regulador retira su arma del cuello de Dani y se lleva la mano a un codo gritando de dolor. Se vuelve hacia la luz y veo la sangre entre sus dedos. No tengo ni idea de quién ha disparado ni de si la bala iba dirigida a Dani o a él, pero el alivio momentáneo de la presión le da a Dani la ventaja que necesita. A tientas busca el cuchillo en su cinturón, jadeando y respirando con dificultad. Está cansada, pero se mueve con la persistencia de un animal al que se va a matar lentamente.

Dirige el arma en un golpe circular hacia el cuello del regulador, el metal brilla en su puño. Cuando se lo clava, él se convulsiona violentamente. Su rostro muestra sorpresa. Cae sobre las rodillas y luego de cara. Dani se arrodilla junto a él, coloca una bota bajo su cuerpo y hace palanca para sacar el cuchillo.

En algún lugar, más allá del muro de humo, grita una mujer. Impotente, apunto con el rifle de un lado a otro del campamento en llamas, pero todo es un remolino de confusión. Tengo que acercarme más. Desde donde estoy, no puedo ayudar a nadie.

Salgo fuera de la protección del árbol, agachándome todo lo que puedo, y me desplazo hacia el fuego y el caos de cuerpos más allá de Álex, que permanece atento tras un sicómoro.

—¡Lena! —me grita cuando paso corriendo a su lado. No contesto. Tengo que concentrarme. El aire está caliente y espeso, El fuego salta ya desde las ramas de los árboles, un dosel mortal sobre nuestras cabezas: las llamas se trenzan en torno a los troncos, volviéndolos de un color blanco tiza. El cielo está oscurecido más allá del humo. Esto es todo lo que queda de nuestro campamento, de los pertrechos que reunimos con tanto cuidado, la ropa que buscamos trabajosamente, lavamos en el río y llevamos puesta hasta que se caía a pedazos, y las tiendas que arreglamos con tanto esfuerzo, tatuadas de puntadas y remiendos: este calor hambriento que lo consume todo.

A unos metros de mí, un hombre del tamaño de un peñasco ha tirado a Coral al suelo. Me lanzo hacía ella, cuando alguien me ataca por detrás. Al caer, asesto un golpe fuerte hacia atrás con la culata del rifle. El hombre lanza una maldición y retrocede unos centímetros, lo que me da tiempo y espacio para rodar hasta quedar de espaldas. Uso el arma como un bate de béisbol, lo dirijo a su mandíbula. Hace contacto produciendo un crujido escalofriante y el hombre cae de lado.

Tack tenía razón en una cosa: los reguladores no están entrenados para este tipo de combate. Casi siempre actúan desde el aire, desde la cabina de un bombardero, a distancia.

Me pongo en pie rápidamente y corro hacia Coral, que sigue aún en el suelo. No sé qué le ha pasado al arma del regulador, pero tiene sus manos rodeando el cuello de Coral.

Alzo todo lo que puedo la culata de mi rifle por encima de mi cabeza. Los ojos de Coral se giran hasta mirarme. Justo cuando bajo el rifle sobre la cabeza del regulador, él se gira hacia mí. Consigo rozarle un lado del hombro, pero la fuerza del golpe me desequilibra. Me tambaleo y él me lanza un brazo a las pantorrillas y me hace caer. Me muerdo el labio y noto el sabor a sangre. Quiero darme la vuelta para quedar de espaldas, pero de repente siento un peso sobre mí, que me aplasta y me deja sin aire en los pulmones. Me arrebata el arma de la mano.

No puedo respirar. Tengo la cara aplastada contra la tierra. Algo —¿una rodilla?, ¿un codo?— se clava en mi cuello. Ráfagas de luz estallan tras mis párpados.

Luego hay un tac y un gruñido y ya no siento el peso. Me doy la vuelta, aspirando aire y soltándome del regulador a patadas. Sigue sobre mí, pero está apoyado hacia un lado, con los ojos cerrados. De la frente le cae un hilillo de sangre. Álex está de pie a mi lado, sosteniendo su rifle.

Se inclina y me toma por el codo, me ayuda a incorporarme. Luego coge mi arma y me la pasa. Más allá de él, el fuego sigue extendiéndose. Los bailarines que oscilaban se han dispersado. Ya no distingo más que un enorme muro de llamas y varias siluetas apiñadas en el suelo. Me inunda una gran desazón. No sé quién ha caído, si son de los nuestros o no.

A nuestro lado, Gordo levanta a Coral y se la carga a la espalda. Ella gime y mueve los párpados, pero no despierta.

—Vamos —grita Álex. El ruido del fuego es tremendo: una cacofonía de crujidos y pequeñas explosiones, como un monstruo que chupara y sorbiera.

Álex nos lleva lejos del fuego, usando la culata del rifle para abrir camino entre los árboles. Me doy cuenta de que nos dirigimos hacia el pequeño arroyo que localizamos ayer.

Gordo jadea detrás de mí. Yo sigo mareada y no me siento muy segura al caminar. Mantengo los ojos fijos en la chaqueta de Álex y no pienso en nada más que en seguir avanzando, un pie delante del otro, alejándome del fuego tanto como sea posible.

—¡Cuuu-iiii!

A medida que nos acercamos al arroyuelo, oímos la llamada de Raven por el bosque. Por la derecha, una linterna corta la oscuridad. Nos abrimos paso entre una masa espesa de vegetación muerta y salimos a una suave pendiente de tierra pedregosa, por la cual discurre resueltamente un arroyo poco profundo. Un claro en el dosel de árboles permite que la luz de la luna llegue hasta él. Entrevera la superficie del agua con hilos de plata, hace que los guijarros de las orillas muestren un ligero brillo.

Nuestro grupo se acurruca, todos juntos, a unos cuantos metros en el otro lado del río. El alivio se abre paso en mi pecho. Estamos intactos, hemos sobrevivido. Y Raven sabrá qué hacer con Julián y Tack. Ella sabrá cómo encontrarlos.

—¡Cuuu-iiii! —vuelve a llamar Raven, apuntando con una linterna en nuestra dirección.

—Ya te vemos —gruñe Gordo. Se adelanta, su respiración suena áspera y ronca, y cruza la corriente hasta el otro lado.

Antes de que podamos cruzar, Álex se gira y da dos pasos hacia mí. Me sorprende ver en su cara un gesto de enfado.

—¿Por qué diablos has hecho eso? —pregunta furioso. Me lo quedo mirando, sin más, y continúa—: Podrías haber muerto, Lena. Si no hubiera sido por mí, habrías muerto.

—¿Es esa tu forma de pedirme que te dé las gracias? —me siento temblorosa, cansada, perdida—. Podrías aprender a pedir las cosas por favor, ¿sabes?

—Hablo en serio —Álex mueve la cabeza—. Deberías haberte quedado donde estabas. No había ninguna necesidad de que te lanzaras a la pelea como si fueras una especie de heroína.

Siento un conato de ira. Me aferró a él y lo avivo.

—Perdóname —digo—. Si no me hubiera metido en la pelea, tu nueva… tu nueva novia ahora estaría muerta.

Casi no he tenido ocasión de usar esa palabra en mi vida, y tardo un segundo en recordarla.

—Ella no es responsabilidad tuya —me dice Álex sin alterar la voz.

En lugar de aliviarme, su respuesta me hace sentir peor. Después de todo lo que ha sucedido esta noche, esta tontería me da ganas de llorar: no ha negado que ella sea su novia.

Me trago ese sabor desagradable que tengo en la boca.

—Bueno, yo no soy responsabilidad tuya tampoco, ¿recuerdas? No puedes decirme lo que tengo que hacer —he encontrado de nuevo el hilo de la furia. Ahora lo sigo, tiro de él para continuar, poco a poco—. Y además, ¿a ti qué te importa? Si tú me odias…

Álex se me queda mirando.

—Tú no lo entiendes, ¿verdad? —su tono es duro.

Me cruzo de brazos y aprieto fuerte, intentando así eliminar el dolor, enterrarlo bajo la ira.

—¿No entiendo qué?

—Nada —Álex se pasa una mano por el pelo—. Olvídalo.

—¡Lena!

Me vuelvo. Tack y Julián acaban de aparecer desde los árboles del otro lado del arroyo y Julián corre hacia mí salpicando agua. Parece que no se da cuenta de lo que hace. Pasa junto a Álex y me coge en brazos y me levanta del suelo. Yo suelto un único sollozo, amortiguado por su camisa.

—Estás bien —susurra. Me aprieta tan fuerte que casi no puedo respirar. Pero no me importa. No quiero que me suelte, nunca.

—Estaba tan preocupada por ti… —digo. Ahora que mi furia contra Álex se ha agotado, resurge la necesidad de llorar, me presiona en la garganta.

No estoy segura de que Julián me oiga. Mi voz está amortiguada por su ropa. Pero me da otro abrazo fuerte antes de soltarme. Me aparta el pelo de la cara.

—¿Cuándo habéis vuelto?… Pensaba que os habría pasado algo…

—Decidimos acampar para pasar la noche —Julián tiene un aire culpable, como si su ausencia hubiera podido ser la causa del ataque—. La linterna de Tack se rompió, y en cuanto se puso el sol, ya no podíamos ver nada. Nos preocupaba perdernos. Estábamos probablemente a solo un kilómetro de aquí —mueve la cabeza—. Al oír los disparos, hemos venido lo más rápido posible —me toca la frente con la suya y añade, un poco más bajo—: Tenía mucho miedo.

—Estoy bien —digo. Mantengo los brazos alrededor de su cintura. Es tan sólido, tan estable—. Había reguladores, siete u ocho, quizá más. Pero los hemos echado de aquí.

Julián encuentra mi mano y entrelaza sus dedos con los míos.

—Debería haberme quedado contigo —dice, y la voz se le quiebra un poco.

Me llevo su mano a los labios. Sencillamente eso, el hecho de que puedo besarle así, libremente, de repente me parece un milagro. Han intentado dejarnos sin espacio, acabar con nosotros para que fuéramos solo algo del pasado. Pero aún estamos aquí.

Y somos más cada día.

—Vamos —digo—. Vamos a ver si los demás están bien.

Álex ya debe haber cruzado el arroyo y se habrá reunido con el resto del grupo. A la orilla del riachuelo, Julián se agacha y me pasa un brazo bajo las rodillas, así que yo caigo hacia atrás, en sus brazos. Me coge y yo le paso los brazos por el cuello y apoyo la cabeza en su pecho. Su corazón late con ritmo firme, tranquilizador. Vadea el arroyo y me deja al otro lado.

—Qué bien que os hayáis reunido con nosotros —Raven le está diciendo irónicamente a Tack, cuando Julián y yo nos abrimos un hueco en el círculo. Pero noto alivio en su voz. A pesar de que a menudo discuten, es imposible imaginar al uno sin el otro. Son como dos plantas que han crecido la una en torno a la otra, se aprietan y compiten, pero se apoyan mutuamente.

—¿Y ahora qué podemos hacer? —pregunta Lu. Es una silueta informe en la penumbra. La mayor parte de las caras son círculos oscuros, con rasgos fragmentados por pequeños haces de luz de luna. En un lado se ve una nariz; en otro, una boca o parte de un fusil.

—Iremos a Waterbury, como habíamos planeado —dice firmemente Raven.

—¿Con qué? —pregunta Dani—. No tenemos nada. No hay comida. Ni mantas. Nada.

—Podría haber sido peor —dice Raven—. Hemos conseguido escapar con vida, ¿no? Y no podemos estar muy lejos.

—No lo estamos —interviene Tack— Julián y yo hemos encontrado la autopista. Está a medio día de aquí. Estamos demasiado hacia el norte, como comentaba Pike.

—Bueno, supongo que en ese caso podemos perdonarte —dice Raven— por hacer que casi nos maten.

Pike, por primera vez en su vida, no tiene nada que decir.

Raven suspira dramáticamente.

—Vale, lo admito, yo estaba equivocada. ¿Es eso lo que querías oír?

De nuevo, no hay respuesta.

—¿Pike? —dice Dani en el silencio.

—Mierda —musita Tack, luego repite—: Mierda.

Otra pausa. Me estremezco. Julián me rodea con sus brazos y yo me inclino hacia él.

Raven dice con voz suave:

—Podemos encender una pequeña hoguera. Si está perdido, le ayudará a encontrarnos.

Ese es su regalo para nosotros. Ella sabe, como todos sabemos en nuestro fuero interno, que Pike ha muerto.

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