Requiem

Requiem


Hana

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Hana

Señor, perdóname porque he pecado. Límpiame de estas pasiones, pues los contaminados se revolcarán en la porquería con los perros y solo los puros ascenderán al cielo.

Se supone que la gente no debe cambiar. Esa es la belleza del matrimonio: a la gente se la puede unir, hacer que sus intereses respectivos se entrelacen, minimizar las diferencias entre ellos.

Eso es lo que promete la cura.

Pero es mentira.

Fred no es Fred; al menos, no es el Fred que yo pensé que era. Y yo no soy la Hana que se supone que debía ser. No soy la Hana que todo el mundo me dijo que sería después de la cura.

Darme cuenta de eso conlleva una decepción incluso física y una sensación también de alivio.

La mañana después de la toma de posesión de Fred, me levanto y me doy una ducha, sintiéndome alerta y muy descansada. Noto que le presto demasiada atención al brillo de las luces, al pitido de la cafetera en el piso de abajo y al tun-tun-tun de la ropa en la secadora. Electricidad, electricidad por todas partes. Vibramos con ella.

El señor Roth ha venido de nuevo a ver las noticias. Si se porta bien, quizá el ministro de Energía le devuelva su electricidad, y entonces no tendré que verle cada mañana. Podría hablarle a Fred del tema.

Esa idea hace que me den ganas de reír.

—Buenos días, Hana —dice con los ojos fijos en la tele.

—Buenos días, señor Roth —digo alegremente, y entro en la despensa. Recorro las baldas bien surtidas, paso los dedos por los paquetes de arroz y cereales, los tarros idénticos de crema de cacahuete, media docena de mermeladas.

Tendré que tener cuidado, claro, de robar solo un poco cada vez.

Me dirijo directamente a la calle Wynnewood, donde vi a Grace jugando con la muñeca. Una vez más, dejo la bici un poco antes y recorro la mayor parte del camino a pie, con cuidado de permanecer cerca de los árboles. Me mantengo a la escucha por si oigo voces. Lo último que quiero es que Willow Marks me vuelva a pillar por sorpresa.

La mochila se me clava en el hombro y me hace daño, bajo los tirantes tengo la piel resbaladiza por el sudor. Pesa. Al moverme, escucho el ruido del líquido y rezo para que la tapa de la botella usada de leche esté bien enroscada: la he llenado con toda la gasolina del garaje que he podido sin que se notara demasiado el hurto.

Como el otro día, huele un poco a humo de madera. Me pregunto cuántas casas estarán ocupadas y qué otras familias se habrán visto obligadas a vivir aquí, a buscarse la vida como pueden. No sé cómo consiguen sobrevivir en invierno. No me extraña que Jenny, Willow y Grace tengan un aspecto tan pálido y tan demacrado. Es un milagro que sigan vivas.

Me acuerdo de lo que dijo Fred: Deben aprender que la libertad no los va a mantener abrigados.

Así que la desobediencia los matará lentamente.

Si consigo encontrar la casa de los Tiddle, puedo dejarles la comida que he robado y la botella con gasolina. Es poco, pero es algo.

En cuanto giro hacia Wynnewood, solo dos calles más allá de la calle Brooks, vuelvo a ver a Grace en la calle, esta vez agachada en la acera, delante de una casa gris de aspecto muy destartalado, lanzando piedras sobre la hierba como si estuviera intentando hacer que saltaran sobre el agua.

Respiro hondo y salgo de entre los árboles. Al momento, Grace se pone tensa.

—Por favor, no te vayas —digo con suavidad, porque parece dispuesta a salir corriendo. Avanzo con precaución hacia ella, que se pone de pie enseguida, así que me detengo. Sin dejar de mirarla, me quito la mochila de los hombros—. Puede que no te acuerdes de mí —digo—. Yo era amiga de Lena —me atraganto un poco al pronunciar su nombre y tengo que aclararme la garganta—. No voy a hacerte daño, ¿vale?

La mochila choca con la acera cuando la bajo, y Grace la mira de reojo. Lo considero una buena señal y me agacho, sin dejar de mirarla, pidiendo mentalmente que no salga corriendo. Despacio, abro la cremallera.

En este momento, sus ojos se mueven entre la mochila y yo. Relaja un poco los hombros.

—Te he traído algunas cosas —digo, metiendo lentamente la mano en la bolsa y sacando lo que he robado: un paquete de harina de avena, otro de harina de trigo para gachas y dos paquetes de macarrones con queso, latas de sopa, verduras y atún, una bolsa de galletas. Lo dejo todo en la acera, una cosa al lado de otra. Grace da un rápido paso hacia delante, luego se para.

Por último, saco la botella usada de leche llena de gasolina.

—Esto también es para ti —digo—. Para tu familia.

Veo movimiento en una ventana del piso de arriba y me asusto. Pero es solo una toalla sucia, colgada como cortina, que aletea con el viento.

De repente, Grace corre hacia mí y me arrebata la botella de las manos.

—Ten cuidado —digo—. Es gasolina. Es muy peligrosa. Se me ha ocurrido que la podíais usar para quemar cosas —explico un poco tontamente.

Grace no dice nada. Está intentando coger toda la comida que he traído. Cuando me agacho e intento ayudarla, agarra el paquete de galletas y lo aprieta contra el pecho.

—Con cuidado —digo—. Solo intento ayudarte.

Ella hace un gesto, pero me permite ayudarla a hacer un montón y recoger las latas de verdura y de sopa. Estamos a pocos centímetros de distancia, tan cerca que huelo su aliento, desagradable y hambriento. Tiene tierra bajo las uñas, manchas de hierba en las rodillas. Nunca he estado tan cerca de ella y me encuentro observando su cara, buscando un parecido con Lena. La nariz de Grace es más afilada, como la de Jenny, pero tiene los ojos castaños y el pelo oscuro de Lena.

Siento una especie de pálpito: una tensión en el fondo del estómago, un eco de otro tiempo, sensaciones que ya deberían haberse serenado para siempre.

Nadie puede saberlo, ni siquiera sospecharlo.

—Tengo más cosas para darte —le digo a Grace rápidamente cuando se pone de pie sosteniendo una precaria pila de bolsas y paquetes en los brazos, además de la botella de plástico—. Volveré. Solo puedo traer un poco cada vez.

Ella simplemente se queda ahí, mirándome con los ojos de Lena.

—Si no estás por aquí, te dejaré la comida en algún sitio seguro. En algún sitio donde no… se estropee —me detengo en el último momento antes de decir: donde no la roben—. ¿Conoces algún buen escondite?

Se da la vuelta de pronto y sale corriendo por el lateral de la casa gris, a lo largo de un tramo de hierbajos y césped crecido. No estoy segura de si quiere que la siga, pero yo lo hago. La pintura está descascarillada, uno de los postigos cuelga torcido de una ventana del primer piso y golpea ligeramente con el viento.

En la parte de atrás de la casa, Grace me espera junto a una trampilla grande de madera en el suelo, que debe conducir a una bodega. Coloca con cuidado la pila de comida en la hierba, luego agarra la oxidada manija de metal de la portezuela y tira de ella. Por debajo se abre un agujero de oscuridad y unos peldaños de madera que bajan hacia un espacio pequeño, con el suelo de tierra. El cuarto está vacío salvo por algunas baldas torcidas que contienen una linterna, dos botellas de agua y algunas pilas.

—Esto es perfecto —digo. Durante un instante, una sonrisa revolotea en su cara.

Le ayudo a bajar toda la comida hasta la bodega y a colocarla en las baldas. Coloco la botella de gasolina junto a una pared. Grace mantiene el paquete de galletas contra su pecho y se niega a separarse de él. El sitio huele mal, como el aliento de Grace: agrio y terroso. Me alegro cuando salimos de nuevo a la luz del sol. La mañana me ha dejado en el pecho una sensación de pesadumbre que se niega a disiparse.

—Volveré —le digo a Grace.

Casi he dado la vuelta a la esquina cuando habla.

—Me acuerdo de ti —dice, con una voz que es apenas un susurro. Me vuelvo, sorprendida. Pero ya corre hacia los árboles, y desaparece antes de que yo pueda contestar.

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