Requiem

Requiem


Lena

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Lena

El amanecer es doble: dos resplandores humeantes, en el horizonte y a nuestras espaldas, sobre los árboles, donde el incendio sigue avanzando. Las nubes y los cúmulos de humo negro son casi indistinguibles.

En la oscuridad, en medio de la confusión, no nos habíamos dado cuenta de que faltan dos miembros del grupo: Pike y Henley. Dani quiere regresar a buscar sus cuerpos, pero el incendio lo hace imposible. Ni siquiera podemos regresar a buscar latas que no se hayan quemado o pertrechos que puedan haber sobrevivido a las llamas.

Por el contrario, en cuanto hay luz en el cielo, nos ponemos en marcha.

Caminamos en silencio, en línea recta, con los ojos fijos en el suelo. Tenemos que llegar cuanto antes al campamento de Waterbury, sin desviarnos, ni descansar, sin explorar las ruinas de antiguas ciudades, en las que hace tiempo que no queda nada útil. El ambiente está cargado de ansiedad.

Podemos considerarnos afortunados: el mapa de Raven lo tenían Julián y Tack y no ha sido destruido con el resto de nuestras pertenencias.

Tack y Julián caminan juntos en cabeza; de vez en cuando, se paran a consultar las notas que le han añadido al mapa. A pesar de lo sucedido, me enorgullece ver que Tack consulta a Julián y siento también otro tipo distinto de placer: venganza, porque sé que Álex también lo habrá notado.

Álex, por supuesto, cierra la marcha con Coral.

Hace calor, tanto que me he quitado la chaqueta y me he remangado. El sol calienta la tierra con generosidad. Resulta difícil creer que hemos sido atacados hace solo unas horas excepto porque las voces de Pike y Henley han desaparecido de la conversación susurrada.

Julián está delante de mí; Álex, detrás. Así que camino hacia delante, agotada, con los pulmones ardiendo y la boca llena de olor a humo.

Waterbury, según nos ha contado Lu, es el comienzo de un orden nuevo. Se ha formado un enorme campamento, fuera de los límites de la ciudad, y muchos de los residentes válidos de la ciudad han escapado. Hay zonas que han sido evacuadas por completo, en otras se han elevado barricadas contra los inválidos del otro lado.

Lu ha oído que el campamento inválido es casi como una ciudad en sí mismo. Todo el mundo colabora, todos ayudan a reparar los refugios y a buscar comida y agua. Hasta el momento se ha salvado de represalias, en parte porque no ha quedado nadie que pueda devolver el golpe. Las dependencias municipales han sido destruidas y se ha expulsado al alcalde y a sus ayudantes.

Allí construiremos refugios con ramas y ladrillos recuperados; por fin encontraremos un lugar para nosotros.

En Waterbury, todo va a ir bien.

Los árboles empiezan a escasear y pasamos junto a viejos bancos de parque cubiertos de pintadas y pasos subterráneos medio bombardeados, con manchas de moho; un tejado, intacto, posado sobre un campo de hierba, como si el resto de la casa simplemente hubiera sido absorbido por el subsuelo; tramos de carretera que no llevan a ninguna parte… Elementos de una gramática sin sentido. Este es el lenguaje del mundo de antes, un mundo de confusión y caos, felicidad y desesperación, antes de que el bombardeo masivo convirtiera las calles en una mera cuadrícula, las ciudades en cárceles y los corazones en polvo.

Sabemos que nos estamos acercando.

Por la tarde, cuando el sol comienza a ponerse, la ansiedad vuelve con más fuerza. Ninguno de nosotros quiere pasar otra noche solos, expuestos, en la Tierra Salvaje, incluso habiendo conseguido por el momento despistar a los reguladores.

De la parte delantera llega un grito. Julián se ha alejado de Tack y camina conmigo, aunque en general hemos ido casi todo el rato en silencio.

—¿Qué pasa? —le pregunto.

Estoy tan cansada que me siento adormecida. No puedo ver más allá de la gente que va justo por delante de mí. El grupo se va abriendo en abanico en lo que parece que antes fue un aparcamiento. La mayor parte del suelo ha desaparecido. Dos farolas, sin bombilla, están clavadas en el suelo. Junto a una de ellas se han detenido Raven y Tack.

Julián se pone de puntillas.

—Creo… creo que hemos llegado.

Antes incluso de que termine de hablar, me abro paso entre el grupo para echar un vistazo.

En el extremo del antiguo aparcamiento, el suelo se hunde de repente y cae hacia abajo de forma pronunciada. Una serie de senderos en zigzag descienden la loma hasta un terreno desnudo y sin árboles.

El campamento no es para nada como me lo había imaginado. Yo pensaba en casas de verdad o, al menos, en estructuras sólidas, cobijadas entre árboles. Esto es simplemente un campo extenso y lleno de cosas, un revoltijo de mantas y basura, y cientos y cientos de personas, que llegan casi hasta el muro de la ciudad, teñido de rojo por la luz crepuscular. A lo largo y ancho de esa extensión, de vez en cuando hay fogatas encendidas, que parpadean como luces de una ciudad lejana. El cielo, eléctrico en el horizonte, tiene en otros lados un tono oscuro compacto, como una tapa de metal que ha sido atornillada para cubrir desperdicios.

Durante un momento me acuerdo de la deforme gente del subsuelo que Julián y yo conocimos cuando estábamos intentando escapar de los carroñeros, y de sus catacumbas mugrientas, llenas de humo.

Nunca había visto a tantos inválidos. Nunca había visto a tanta gente.

Incluso desde aquí, nos llega su olor.

Noto una sensación en el pecho como si me lo hubieran aplastado.

—¿Qué es este lugar? —murmura Julián.

Yo quiero decir algo que le consuele, quiero decirle que todo va a ir bien, pero me siento lastrada, embotada por la desilusión.

—¿Esto es? —Dani es la que expresa lo que todos debemos sentir en este momento—. ¿Este es el gran sueño? ¿El nuevo orden?

—Aquí, al menos, tenemos amigos —dice suavemente Hunter. Pero ni siquiera él puede mantener la ilusión. Se pasa una mano por el pelo y se le queda de punta, todo revuelto. Está pálido: durante todo el camino ha venido tosiendo, su aliento es húmedo y entrecortado—. Además, no teníamos opción.

—Podríamos haber ido a Canadá, como dijo Gordo.

—No lo habríamos conseguido sin nuestros pertrechos —replica Hunter.

—Aún tendríamos nuestras provisiones si nos hubiéramos dirigido al norte desde el principio —rebate Dani, furiosa.

—Bueno, pero no lo hemos hecho. Estamos aquí. Y yo no sé vosotros, pero yo tengo una sed endiablada —Álex se abre camino entre el grupo. Tiene que desviarse para coger el primer sendero que baja la colina zigzagueando. Se resbala un poco por lo empinado del terreno, con lo que lanza un montón de gravilla hacia el campamento.

Al llegar al sendero, se detiene y vuelve la vista hacia nosotros.

—Bueno, ¿qué? ¿Venís?

Sus ojos se deslizan por todo el grupo. Cuando me mira, me recorre una pequeña sacudida y bajo la mirada rápidamente. Durante apenas un segundo, casi parecía mi Álex una vez más.

Raven y Tack avanzan juntos. Álex tiene razón en una cosa: ya no tenemos opción. En la Tierra Salvaje no duraríamos ni unos pocos días más, sin trampas, ni provisiones, ni cazuelas para hervir el agua. El resto del grupo también debe saber esto, porque siguen a Raven y a Tack, desviándose hacia el camino de tierra uno detrás de otro. Dani musita algo entre dientes, pero al final los sigue.

—Vamos —agarro la mano de Julián.

Retrocede. Tiene los ojos fijos en la amplia llanura humeante que está por debajo de nosotros y en el lúgubre mosaico de retales formado por las mantas y las tiendas de campaña improvisadas. Durante un instante, me parece que va a negarse. Luego se lanza hacia delante, como si se abriera paso cruzando una barrera invisible, y baja la colina por delante de mí.

En el último momento, noto que Lu sigue de pie en la cresta Parece diminuta, más pequeña por la altura de la vegetación que hay a sus espaldas. Ya le llega el pelo casi hasta la cintura. Mira fijamente, pero no al campamento, sino al muro más allá: la piedra manchada de rojo que marca el comienzo del otro mundo. El mundo zombi.

—¿Vienes, Lu? —digo.

—¿Cómo? —parece sorprendida, como si la hubiera despertado; luego, al momento—: Sí, ya voy.

Lanza una última mirada a la frontera antes de seguirnos. Tiene una expresión atormentada.

La ciudad de Waterbury parece muerta, al menos a esta distancia: no se eleva el humo de las chimeneas industriales, no brillan las luces en las torres oscurecidas, cubiertas de vidrio. Es un molde vacío de una ciudad, casi como las ruinas por las que hemos pasado en la Tierra Salvaje. Solo que esta vez las ruinas están en el otro lado de los muros.

Y me pregunto qué es, exactamente, lo que le da miedo a Lu.

Una vez abajo, el olor es intenso, casi insoportable: el hedor de miles de cuerpos que no se lavan ni se bañan, bocas hambrientas, orines, viejas hogueras y tabaco. Julián tose y murmura:

—Joder.

Yo me llevo la manga a la boca, intentando respirar a través de la tela.

La periferia del campo está bordeada por anchos barriles metálicos y viejas latas de basura manchadas de óxido, en las que han encendido hogueras. La gente se junta en torno a la lumbre, cocinando o calentándose las manos. Cuando pasamos, nos miran con aire de sospecha. Al momento, me doy cuenta de que no somos bienvenidos.

Incluso Raven parece insegura. No está claro dónde deberíamos ir, o con quién deberíamos hablar, o si el campo está organizado en absoluto. Cuando finalmente el sol es tragado del todo por el horizonte, la multitud se convierte en una masa de sombras: los rostros se encienden, torcidos y grotescos a la luz parpadeante. Los refugios se han construido a toda prisa con trozos de zinc y planchas de metal; otros han improvisado tiendas de campaña con sábanas sucias. Y otros están tumbados en el suelo, arremolinados unos junto a otros, buscando el calor.

—¿Y bien…? —dice Dani. Habla en voz alta, un desafío—. ¿Y ahora qué?

Raven está a punto de responder cuando, de repente, le cae un cuerpo encima y casi la tira al suelo. Tack la agarra para ayudarla a mantener el equilibrio y grita furioso:

—¡Eh!

El chico que se ha lanzado contra Raven, flaco, con la mandíbula prominente de un bulldog, ni siquiera la mira. Sale corriendo de vuelta hacia una sucia tienda de campaña roja, donde se ha congregado una pequeña multitud. Un hombre mayor, con el pecho desnudo pero que lleva un largo abrigo de invierno, tiene los puños apretados y la cara torcida en un gesto de furia.

—¡Cerdo asqueroso! —escupe—. Te voy a matar, joder.

—¿Estás loco? —la voz de Bulldog es sorprendentemente aguda—. ¿Qué demonios quieres…?

—Me has robado la puta lata. Admítelo. Me has robado la lata —en las comisuras de su boca se acumula saliva. Tiene los ojos muy abiertos, salvajes. Se vuelve en un círculo completo, haciendo un llamamiento a la multitud. Luego alza la voz—: Yo tenía una lata entera de atún, sin abrir. La tenía con mis cosas. Él me la ha robado.

—Yo no la he tocado. Estás loco.

Bulldog hace ademán de apartarse. El hombre del abrigo harapiento suelta un grito de furia.

—¡Mentiroso!

Da un salto. Durante un instante, parece suspendido en el aire, con el abrigo que aletea a sus espaldas como las grandes alas de un murciélago. Luego aterriza sobre la espalda del chico y le tira al suelo.

De repente, la multitud se alza gritando, echándose hacia delante, animándolos. El chico rueda hasta colocarse encima del hombre, a horcajadas, y se pone a golpearle. Entonces, el viejo se lo quita de encima con una patada y aprieta la cara del chico contra el suelo. Grita, pero no se entiende lo que dice. El chico se revuelve y consigue sacudirse al viejo y lo manda contra el lateral de un barril metálico. El hombre grita. Sin duda, el fuego lleva ardiendo largo tiempo y el metal debe estar muy caliente.

Alguien me empuja desde atrás y por poco me caigo al suelo. Julián consigue a duras penas pasarme la mano por el brazo y así no pierdo el equilibrio. La multitud ya está furiosa. Las voces y los cuerpos se han hecho uno, como agua oscura que burbujea: un monstruo de muchas cabezas y muchos brazos.

Esto no es libertad. Esto no es el mundo nuevo que hemos imaginado. No puede ser. Esto es una pesadilla.

Me abro paso entre la multitud siguiendo a Julián, que no suelta mi mano en ningún momento. Es como desplazarse a través de una marea violenta, un estallido de muchas corrientes distintas. Me aterroriza haber perdido a los demás, pero luego veo a Tack, Raven, Coral y Álex, de pie un poco más allá, buscando entre la muchedumbre al resto de nuestro grupo. Dani, Bram, Hunter y Lu se abren paso con dificultad hasta llegar a nuestro lado.

Nos apretamos unos junto a otros y esperamos a los demás. Busco a Gordo entre la gente, su barba que le llega al pecho, pero todo lo que veo es un barullo y una niebla, caras que se mezclan entre nubes de humo aceitoso. Coral empieza a toser.

Los demás no llegan. Al final nos vemos obligados a admitir que nos hemos separado. Raven dice, sin demasiado entusiasmo, que seguro que consiguen dar con nosotros. Tenemos que encontrar algún sitio en el que podamos acampar y estar a salvo; tenemos que encontrar a alguien que esté dispuesto a compartir comida y agua.

Preguntamos a cuatro personas diferentes antes de encontrar a una que nos quiera ayudar. Una chica, que quizá no tenga más de trece años y va vestida con prendas tan sucias que todas se han vuelto de un gris desvaído y uniforme, nos dice que hablemos con Pippa y nos señala una parte del campamento mejor iluminada que el resto. A medida que nos dirigimos a la zona que nos ha indicado, siento la mirada de la chica que nos observa. Me vuelvo una vez para mirarla. Lleva una manta tapándole la cabeza y su cara es una sombra, pero sus ojos son enormes y luminosos. Me acuerdo de Grace y siento un dolor agudo en el pecho.

Parece que el campamento en realidad está dividido en pequeñas secciones, cada una de las cuales pertenece a una persona o a un grupo de gente distinto. A medida que avanzamos entre los pequeños fuegos de campamento que al parecer marcan el dominio de Pippa, oímos muchas peleas a propósito de límites, territorio y posesiones.

De repente, Raven suelta un grito de reconocimiento:

—¡Flaqui! —exclama, y echa a correr.

La veo lanzarse a los brazos de una mujer, la primera vez que he visto a Raven abrazar voluntariamente a alguien que no sea Tack, y cuando se separa, las dos se ponen a hablar y a reír a la vez.

—Tack —dice Raven—, ¿te acuerdas de Flaqui? Estuvo con nosotros ¿hace cuánto?… ¿Tres veranos?

—Cuatro —la corrige riendo la mujer. Tendrá unos treinta años y su apodo debe ser irónico. Tiene una constitución como la de un hombre, corpulenta, con hombros anchos y caderas muy estrechas. Tiene el pelo cortado casi al cero. También se ríe como un hombre, una risa profunda y fuerte. Me cae bien enseguida—. Ahora tengo un nuevo nombre, ¿sabes? —dice con un guiño—. Por aquí, la gente me llama Pippa.

El terreno que ella ha reclamado para sí es más amplio y está mejor organizado que lo que hemos visto en otros lados del campamento. Esto es un refugio de verdad: Pippa se ha apoderado de una amplia cabaña de madera con techo y paredes en tres lados, o la ha construido ella misma. Dentro hay varios bancos toscamente fabricados, media docena de faroles a pilas, montones de mantas y dos frigoríficos, uno grande, como el de una cocina, y otro pequeño, ambos cerrados con cadena y candado. Pippa nos cuenta que ahí es donde guarda la comida y las medicinas que ha conseguido reunir. Además, ha buscado a varias personas para atender las hogueras continuamente, hervir agua y mantener alejado a cualquiera con ganas de robar.

—No os podríais creer lo que me ha tocado ver por aquí —dice—. La semana pasada, una persona fue asesinada por un maldito cigarrillo. Es una locura —mueve la cabeza—. No me extraña que los zombis no se hayan molestado en bombardearnos. Sería desperdiciar munición. A este paso, acabaremos matándonos unos a otros —hace un gesto indicándonos que nos sentemos en el suelo—. Más vale que os quedéis por aquí un tiempo. Prepararé comida. No hay mucho. Estoy esperando una nueva entrega. Hemos estado recibiendo ayuda de la Resistencia. Pero debe haber pasado algo.

—Patrullas —dice Álex—. Había reguladores justo al sur de aquí. Nos hemos topado con un grupo de ellos.

Pippa no parece sorprendida. Ya debe saber que la Tierra Salvaje ha sido atacada.

—No me extraña que todos tengáis tan mal aspecto —dice suavemente—. Venga. La cocina está a punto de abrir. Descansad un poco.

Julián está muy callado. Noto la tensión en su cuerpo. No hace más que mirar alrededor como si esperase que alguien fuera a saltarle encima desde las sombras. Ahora que estamos de este lado de los fuegos de campamento, rodeados de luz y calor, el resto del campo parece un manchón de sombra: una penumbra que se revuelve y se agita, hinchada de sonidos animales.

Solo puedo imaginarme lo que piensa de este lugar, lo que debe pensar de nosotros. Esta es la visión del mundo sobre la que siempre le han advertido: un mundo de enfermedad es un mundo de caos y suciedad, de egoísmo y desorden.

Me siento enfadada con él sin un motivo justificado. Su presencia, su ansiedad, son un recuerdo de que hay una diferencia entre su gente y la mía.

Tack y Raven se han cogido uno de los bancos. Lu, Dani, Hunter y Bram se aprietan en el otro. Julián y yo nos sentamos en el suelo. Álex sigue de pie. Coral está sentada justo delante de él e intento no fijarme en que ella se inclina hacia atrás, apoyándose en sus espinillas y tocándole la rodilla con la nuca.

Pippa se quita una llave de alrededor del cuello y abre el frigorífico grande. Dentro hay filas y filas de comida enlatada, así como paquetes de arroz. Las baldas de abajo están llenas de vendas, pomada antibacteriana y frascos de ibupofreno. Mientras se mueve, Pippa nos habla sobre el campamento y sobre los disturbios en Waterbury que llevaron a su creación.

—Empezó en la calle —explica mientras echa arroz en una cazuela grande y abollada—. Eran sobre todo chavales. Incurados. Algunos fueron espoleados por los simpatizantes, y también teníamos dentro del movimiento a algunos miembros de la Resistencia como infiltrados, para mantener la indignación de la gente.

Se mueve con gestos precisos, sin desperdiciar energía. La gente aparece saliendo de las tinieblas para ayudarla. Enseguida tiene colocadas varias cazuelas en uno de los fuegos del perímetro. Nos llega el humo, delicioso, cargado de olores a comida.

Inmediatamente se produce un pequeño cambio, una diferencia en la penumbra que nos rodea: se forma un círculo de gente, un muro de ojos oscuros, hambrientos. Dos de los hombres de Pippa hacen guardia junto a las ollas, con los cuchillos desenfundados.

Me estremezco. Julián no me pasa el brazo por el hombro.

Comemos arroz y alubias de una cazuela común, usando las manos. Pippa no deja de moverse en ningún momento.

Camina con el cuello hacia delante, como si esperara encontrarse continuamente con una barrera y tuviera la intención de atravesarla de un cabezazo. Tampoco deja de hablar.

—La Resistencia me mandó aquí —dice. Raven le ha preguntado cómo es que ha venido a Waterbury—. Después de todos los disturbios en la ciudad, pensamos que teníamos una buena oportunidad de organizar una protesta, de planear la oposición a gran escala. Hay unas dos mil personas en el campamento en este momento, más o menos. Eso es un montón de mano de obra.

—¿Y qué tal va? —pregunta Raven.

Pippa se agacha junto a la hoguera y escupe.

—¿Tú qué crees? Llevo un mes aquí y habré encontrado a unas cien personas a quienes les importe la causa, que están dispuestas a luchar. El resto tiene demasiado miedo, están demasiado cansados, o desmoralizados.

—¿Y qué vas a hacer? —pregunta Raven.

Pippa extiende las manos.

—¿Qué puedo hacer yo? No puedo obligarlos a implicarse y no puedo decirle a la gente lo que tiene que hacer. Esto no es Zombilandia, ¿no?

Yo debo estar poniendo un gesto raro, porque Pippa me mira con dureza.

—¿Qué pasa? —pregunta.

Miro a Raven en busca de una respuesta, pero su gesto es inexpresivo. Vuelvo la vista a Pippa.

—Tiene que haber algún modo… —digo.

—¿Tú crees? —su voz adopta un gesto duro—. ¿Cómo? Yo no tengo dinero, no puedo sobornarlos. No tenemos la fuerza suficiente para amenazarlos. Si no quieren escuchar, yo no puedo convencerlos. Bienvenidos al mundo libre. Le damos a la gente la capacidad de elegir. Pueden incluso elegir la opción equivocada. Bonito, ¿no? —se pone de pie de pronto y se aleja del fuego: cuando vuelve a hablar, el tono es calmado—. No sé lo que va a pasar. Estoy esperando que me digan algo desde arriba. Puede que sea mejor irse de aquí y dejar que este sitio se vaya a la mierda. En fin, al menos por el momento estamos a salvo.

—¿Y qué pasa con la posibilidad de que haya represalias? —pregunta Tack—. ¿No crees que la ciudad pueda devolver el golpe?

Pippa mueve la cabeza.

—La ciudad fue evacuada casi por completo después de los disturbios —su boca se curva en una pequeña sonrisa—. Miedo al contagio: los deliria que se extienden por las calles, convirtiéndonos a todos en animales —luego, su sonrisa se desvanece—. Ahora, os digo una cosa: con lo que yo he visto aquí… puede que tengan razón.

Saca el montón de mantas y se las pasa a Raven.

—Toma, haced algo útil. Tendréis que compartir. Cuesta más mantener a salvo las mantas que las cazuelas. Acostaos donde encontréis sitio. Pero no os vayáis muy lejos, eso sí. Por aquí hay bastantes majaras. He visto de todo: operaciones fallidas, lelos, criminales, de todo. Que durmáis bien, niños.

Sólo cuando Pippa menciona el sueño, me doy cuenta de lo agotada que estoy. Hace más de treinta y seis horas desde que dormí por última vez, y hasta ahora me ha servido de combustible el miedo a lo que podría sucedernos. Ahora mi cuerpo parece de plomo. Julián tiene que ayudarme a ponerme de pie. Le sigo como una sonámbula, a ciegas, apenas consciente de lo que me rodea. Nos alejamos de la cabaña de tres paredes.

Julián se detiene junto a una hoguera que han dejado que se apague. Estamos al pie mismo de la colina: aquí la pendiente es incluso más pronunciada que por donde hemos bajado nosotros, y no hay ningún sendero por este lado.

No me importa lo duro que esté el suelo, el frío que hace, los gritos constantes que llegan de todas direcciones, la penumbra viva y amenazante. Julián se coloca detrás de mí y nos abriga a los dos con las mantas. Yo ya estoy en otro sitio: estoy en el viejo hogar, en la enfermería, y Grace está ahí, hablándome, repitiendo mi nombre una y otra vez. Pero su voz se ve ahogada por un aleteo de alas negras, y cuando alzo la vista veo que el tejado ha sido destruido por las bombas de los reguladores, y que en vez de un techo ahora solo queda el oscuro cielo nocturno, y miles y miles de murciélagos que no dejan ver la luna.

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