Requiem

Requiem


Hana

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Hana

Antes de volver a casa, deambulo un rato por las inmediaciones de Old Port intentando aclararme la mente, limpiar mis pensamientos de Lena y de la culpa, librarme de la voz de Fred: Cassie hacía demasiadas preguntas.

Me subo a la acera y pedaleo a toda velocidad, como si pudiera conseguir que mis pensamientos saliesen por los pies. Dentro de dos semanas, no tendré siquiera esta libertad. Seré demasiado conocida, demasiado visible, me seguirán demasiado. El sudor me corre por el cráneo. Una anciana sale de una tienda y casi no me da tiempo a virar bruscamente, bajar de la acera de un salto y aterrizar en la calzada casi patinando, para no golpearla.

—¡Tonta! —me grita.

—¡Perdone! —grito por encima del hombro, pero la palabra se pierde en el viento.

Y en ese momento, de la nada aparece un perro que ladra, una bola enorme de pelo negro que salta hacia mí. Giro bruscamente el manillar a la derecha y pierdo el equilibrio. Me caigo de la bici, me doy un fuerte golpe en el suelo con el codo y derrapo un metro o así mientras el dolor me desgarra el lado derecho. La bici cae con un ruido a mi lado, chirriando sobre el cemento. Alguien grita y el perro sigue ladrando. Uno de los pies se me ha quedado atrapado entre los radios de la rueda delantera. El perro da vueltas en torno a mí, jadeando.

—¿Estás bien? —un hombre cruza la calle rápidamente—. Perro malo —dice dándole un fuerte golpe al perro en la cabeza.

El animal se escabulle, gimiendo, hasta quedarse a unos metros de distancia.

Me siento en el suelo, sacando con cuidado el pie de la bici Tengo rasguños en el brazo derecho y en la espinilla, pero milagrosamente, creo que no me he roto nada.

—Sí, estoy bien.

Me pongo de pie con cuidado, giro los tobillos y las muñecas despacio, comprobando si hay dolor. Nada.

—Tendrías que mirar por dónde vas —dice el hombre. Parece irritado—. Podrías haberte matado.

Luego se aleja caminando por la calle, y le silba a su perro para que le siga. El animal se va corriendo tras él, con la cabeza baja.

Recojo la bici y la llevo por el manillar hasta la acera. Se le ha salido la correa y el manillar está un poco torcido, pero, por lo demás, parece que está bien. Al agacharme a colocar la cadena, me doy cuenta de que he aterrizado justo delante del Centro para la Organización, Investigación y Educación. Debo haber estado dando vueltas alrededor durante una hora.

El COIE alberga los registros públicos de la ciudad: los documentos de constitución de sus empresas, pero también los nombres, fechas de nacimiento y direcciones de sus habitantes, copias de los certificados de nacimiento y matrimonio, así como historias médicas y dentales, infracciones cometidas, informes y notas de las revisiones anuales, además de resultados de las evaluaciones y emparejamientos propuestos.

Una sociedad abierta es una sociedad sana; la transparencia es esencial para la confianza. Es lo que enseña el Manual de FSS.

Mi madre lo expresaba de otra manera: Solo la gente que tiene algo que ocultar monta un número por el tema del derecho a la intimidad.

Sin apenas darme cuenta, encadeno la bici a una farola y subo las escaleras del edificio corriendo. Entro por las puertas giratorias y accedo a una sala amplia y sencilla, con losetas de linóleo gris y luces altas.

Una mujer está sentada detrás de un escritorio de imitación madera, ante un ordenador de aspecto muy antiguo. Tras ella, hay una cadena colgada en una puerta abierta y un letrero grande: Solo personal autorizado y empleados esenciales.

La mujer apenas alza la vista cuando me acerco a la mesa. Una identificación pequeña de plástico dice que ella es Tanya Bourne, auxiliar de Seguridad.

—¿Puedo ayudarla en algo? —pregunta con voz monótona. Me doy cuenta de que no me reconoce.

—Espero que sí —contesto con tono alegre, apoyando las manos sobre el escritorio y haciendo que me mire a los ojos. Lena la llamaba mi mirada de cómprame un puente—. Verá, se acerca mi boda y le he fallado totalmente a Cassie, y ahora casi no queda tiempo para localizarla…

La mujer suspira y se reclina en la silla.

—Y, por supuesto, Cassie tiene que estar en mi boda. Vamos, que aunque haga mucho que no nos vemos… Bueno, ella me invitó a la suya, y es que no estaría nada bien, ¿no?

Suelto una risita.

—¿Señorita? —dice la mujer con aire cansado.

Vuelvo a reírme tontamente.

—Ay, lo siento. Me quedo sola hablando, es una mala costumbre que tengo. Supongo que son los nervios, ya sabe, por la boda y todo eso —hago una pausa y respiro hondo—. Bueno, ¿cree usted que puede ayudarme?

Ella parpadea. Tiene los ojos de color agua sucia.

—¿Cómo?

—¿Puede usted ayudarme a encontrar a Cassie? —pregunto apretando los puños, con la esperanza de que no se dé cuenta. Por favor, di que sí—. Cassandra O’Donnell.

Observo cuidadosamente a Tanya, pero no parece reconocer el nombre. Suelta un suspiro exagerado, se levanta de la silla y se acerca a un montón de papeles clasificados. Vuelve balanceándose y prácticamente suelta el formulario como si fuera una bofetada. Es casi tan gordo como los impresos de ingreso médico, por lo menos veinte páginas.

—Se pueden dirigir peticiones de información personal al COIE, a la atención del Departamento de Censo, que se procesarán en noventa días…

—¡Noventa días! —la corto—. Pero si me caso en dos semanas.

Su boca forma una línea fina. Toda su cara es del color del agua sucia. Quizá estar aquí día tras día, bajo la luz mortecina, ha empezado a avinagrarla. Dice con aire resuelto—: Los formularios de petición acelerada de información personal deben ir acompañados de una declaración personal…

—Mire —extiendo los dedos sobre la mesa y aplasto mi frustración con las manos—. La verdad es que Cassandra es una bruja, ¿vale? Ni siquiera me cae bien.

Tanya se anima un poco.

Las mentiras me salen bordadas.

—Ella siempre dijo que yo suspendería las evaluaciones, ¿sabe? Y cuando sacó un ocho, no hizo más que presumir durante días. Bueno, pues ¿sabe qué? Yo saqué mejor nota que ella, y mi emparejamiento es mejor, y mi boda será mejor también —me acerco un poco más, bajo el tono hasta el susurro—. Quiero que esté allí. Quiero que lo vea.

Tanya me observa con atención durante un minuto. Luego, lentamente, su boca se curva en una sonrisa.

—Conocí a una mujer así —dice—. Se diría que el jardín de Dios crecía bajo sus pies —vuelve su mirada hacia la pantalla del ordenador—. ¿Cómo ha dicho que se llamaba?

—Cassandra. Cassandra O’Donnell.

Las uñas de Tanya producen un ruido exagerado al pulsar las teclas. Luego mueve la cabeza con el ceño fruncido.

—Lo siento. No hay nadie listado con ese nombre.

Mi estómago da un salto raro.

—¿Está segura? Quiero decir, ¿seguro que lo ha escrito bien y todo eso?

Ella se gira desde la pantalla del ordenador hacia mí.

—Tengo más de cuatrocientos O’Donnells. No hay ni una Cassandra.

—¿Y buscando por Cassie? —tengo que luchar contra una sensación extraña, una para la cual no tengo nombre. Imposible. Incluso si estuviera muerta, aparecería en los archivos. El COIE conserva los datos de todo el mundo, vivo o muerto, de los últimos sesenta años.

Ella ajusta la pantalla y vuelve a cliquear, luego mueve otra vez la cabeza.

—Nada. Lo siento. ¿Quizá se ha equivocado con la forma de escribirlo?

—Puede ser.

Intento sonreír, pero la boca no me obedece. Esto no tiene ningún sentido. ¿Cómo desaparece una persona? Se me ocurre una idea. Quizá fue invalidada. Es lo único que tendría lógica. Quizá su cura no funcionó, tal vez se contagió de deliria, puede que escapara a la Tierra Salvaje.

Eso encajaría. Eso sería una razón para que Fred se hubiera divorciado de ella.

—… al final, todo sale bien.

Parpadeo. Tanya estaba diciendo algo. Me mira con aire paciente, espera que conteste.

—Lo siento. ¿Qué decía?

—Decía que yo no me preocuparía demasiado por ello. Al final, las cosas funcionan. Cada uno recibe lo que se merece —se ríe con fuerza—. Las ruedas de Dios no giran a menos que encajen todas las piezas, ¿sabe lo que quiero decir? Y usted recibe lo que le corresponde y ella recibirá lo que le corresponde.

—Gracias —digo. Oigo que se vuelve a reír mientras me vuelvo hacia las puertas giratorias; el sonido me sigue hasta la calle y sigue resonando suavemente en mi mente incluso cuando estoy a varias manzanas de distancia.

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