Requiem

Requiem


Hana

Página 25 de 45

Hana

Quedan trece días para la boda. Los regalos ya han empezado a llegar: cuencos de sopa y pinzas para servir la ensalada, jarrones de cristal, montañas de ropa blanca, toallas bordadas con nuestras iniciales, y cosas que hasta ahora no sabía nombrar: terrinas, ralladores, morteros. Este es el lenguaje de la vida adulta, la vida de casada, y me resulta totalmente extraño.

Doce días.

Me siento frente a la tele y escribo tarjetas de agradecimiento. Estos días, mi padre deja al menos un televisor encendido todo el tiempo. Me pregunto si se deberá en parte a que quiere demostrar que podemos permitirnos despilfarrar electricidad.

Fred sale en pantalla, me parece que es la décima vez hoy. Su cara tiene un tono anaranjado por el maquillaje. El sonido está desconectado, pero sé lo que dice. Los noticieros han estado informando una y otra vez sobre el anuncio en torno al Ministerio de Energía y Electricidad, y sobre los planes de Fred para la Noche Negra.

En la noche de nuestra boda, un tercio de las familias de Portland, cualquiera de quien se sospeche que es simpatizante o miembro de la Resistencia, se verá sumido en la oscuridad.

Las luces arden y brillan para quienes obedecen; los otros habitarán en las sombras todos los días de su vida (Manual de FSS, Salmo 17). Fred ha usado esa cita en su discurso.

Muchas gracias por las servilletas de lino rematadas de encaje Son exactamente lo que yo habría elegido.

Muchas gracias por el azucarero de cristal. Quedará perfecto sobre la mesa del comedor.

Suena el timbre de la puerta. Oigo que mi madre se dirige a abrir y el murmullo amortiguado de voces. Un minuto después, entra en la sala, acalorada, con aire agitado.

—Fred —dice en el momento en que él entra en el cuarto tras ella.

—Gracias, Evelyn —dice con voz crispada, y ella lo toma como una indicación para dejarnos a solas. Cierra la puerta por fuera.

—Hola —me pongo de pie, deseando no haberme puesto una camiseta vieja y unos gastados pantalones cortos. Fred lleva vaqueros oscuros y una camisa blanca remangada. Siento que sus ojos me examinan: mi pelo sucio, el dobladillo roto de los pantalones, la cara lavada—. No te esperaba.

No dice nada. En este momento hay dos Fred que me miran, el de la pantalla y el de verdad. El de la pantalla sonríe, se inclina hacia delante, simpático y relajado. El de verdad está de pie, tenso, mirándome fijamente.

—¿Pasa… pasa algo? —digo cuando el silencio se extiende durante varios segundos. Cruzo la sala y apago la tele, en parte para no tener que ver a Fred mirándome y en parte porque no soporto ver a más de un Fred.

Cuando me vuelvo, contengo la respiración. El se ha acercado en silencio, y en este momento está de pie a muy poca distancia, con la cara blanca de furia. Nunca antes le he visto así.

—¿Qué…? —empiezo a decir, pero me interrumpe.

—¿Qué demonios es esto?

Se lleva la mano a la chaqueta y saca un sobre marrón doblado y lo tira en el cristal de la mesita de café. El movimiento hace que varias fotos se salgan del sobre y se extiendan por la mesa en abanico.

Ahí estoy, congelada, detenida por la lente de la cámara. Clic. Caminando con la cabeza baja junto a una casa destartalada, la de los Tiddle en Deering Highlands, con la mochila vacía colgada al hombro. Clic. Desde atrás: saliendo de una masa de vegetación, alzando el brazo para apartar una rama baja. Clic. Dándome la vuelta, sorprendida, recorriendo con la mirada el bosque situado detrás de mí, a la busca del origen del sonido, un ruido suave de algo que se mueve, el clic.

—¿Quieres explicarme —pregunta Fred con frialdad— qué hacías en Deering Highlands el sábado?

Una oleada de cólera me atraviesa, y también de miedo. Lo sabe.

—¿Has hecho que me sigan?

—No te creas tan importante —dice en el mismo tono monocorde—. Hugo Bradley es amigo mío. Trabaja para el Daily. Estaba haciendo un encargo y te vio dirigirte a Highlands. Por supuesto, le entró curiosidad —su mirada se ha oscurecido. Tiene el color del cemento húmedo—. ¿Qué estabas haciendo?

—Nada —digo rápidamente—. Estaba explorando.

—Explorando… —Fred, prácticamente, escupe la palabra—. ¿Entiendes, Hana, que Highlands es un barrio condenado? ¿Tienes idea del tipo de gente que vive allí? Delincuentes Gente infectada. Simpatizantes y rebeldes. Se apoderan de esas casas como las cucarachas.

—Yo no estaba haciendo nada —insisto. Ojalá no se pusiera tan cerca. De pronto, temo que pueda oler el miedo, las mentiras, como lo hacen los perros.

—Pero estabas allí —dice Fred—. Eso ya es suficientemente malo —aunque nos separan apenas unos pocos centímetros, se mueve hacia delante. Inconscientemente, retrocedo y me choco con el televisor, que está detrás de mí—. Acabo de declarar públicamente que no vamos a tolerar más desobediencia civil. ¿Te das cuenta de la impresión que causaría si la gente se entera de que mi prometida se pasea a escondidas por Deering Highlands? —se acerca más aún. Ya no me queda sitio para retroceder, y me obligo a quedarme muy quieta. Entrecierra los ojos—. Pero quizá era ese el objetivo. Estás intentando avergonzarme. Fastidiar mis planes. Hacerme quedar como un tonto.

La esquina del aparato se me clava en la parte trasera de los muslos.

—Lo siento, Fred —digo—, pero no todo lo que hago tiene que ver contigo. De hecho, la mayor parte de las cosas tienen que ver conmigo.

—Muy lista —responde.

Durante un instante nos quedamos así, mirándonos el uno al otro. Se me ocurre la idea más tonta. Cuando a Fred y a mí nos emparejaron, ¿dónde estaba este núcleo duro y frío?, ¿dónde se mencionaba entre sus cualidades y características?

Fred retrocede unos centímetros y yo me permito respirar.

—Las cosas van a ir muy mal si vuelves allí —dice.

Me obligo a mirarle a los ojos.

—¿Eso es una advertencia o una amenaza?

—Es una promesa —su boca se curva en una pequeña sonrisa—. Si no estás conmigo, estás contra mí. Y la tolerancia no es una de mis virtudes. Cassie te lo podría confirmar, pero me temo que últimamente no tiene mucha gente con quien hablar.

Se ríe como un ladrido.

—¿Qué… qué quieres decir?

Ojalá pudiera hablar sin que me temblara la voz.

Entorna los ojos. Yo contengo el aliento. Durante un instante me da la sensación de que va a admitirlo: lo que le hizo, dónde está. Pero simplemente dice:

—No voy a permitir que eches a perder algo por lo que he luchado tanto. Vas a hacer lo que yo te diga.

—Soy tu prometida —digo—. No tu perro.

Sucede a la velocidad del rayo. Se acerca hasta mí y me pone la mano en torno a la garganta y me deja sin respiración. El pánico, pesado y negro, se asienta en mi pecho. La saliva se me acumula en la garganta. No puedo respirar.

Los ojos de Fred, fríos e impenetrables, bailan ante mí.

—Tienes razón —dice. En este momento se muestra totalmente calmado mientras aprieta los dedos alrededor de mi garganta. Mi visión se encoge hasta un único punto: esos ojos. Durante un instante, todo se vuelve oscuro, un parpadeo, y luego ahí está él, mirándome fijamente, hablándome con esa voz como de canción de cuna—. Tú no eres mi perro. Pero aun así vas a aprender a saltar cuando yo te lo diga. Aún así vas a aprender a obedecer.

—¿Hola? ¿Hay alguien en casa?

La voz llega desde el recibidor. Al momento, Fred me suelta Trago aire y enseguida empiezo a toser. Me arden los ojos. Los pulmones tartamudean en mi pecho, intentando aspirar más aire.

—¿Hola?

Se abre la puerta y entra en la sala Debbie Sayer, la peluquera de mi madre.

—¡Ay! —dice, y se detiene. Se pone colorada cuando nos ve a Fred y a mí—. Alcalde Hargrove —dice—. No quería interrumpir…

—No nos has interrumpido —dice Fred—. Ya me iba.

—Teníamos hora —añade Debbie, insegura. Me mira. Yo me paso la mano por los ojos, están húmedos—. Íbamos a hablar de peinados para la ceremonia… No me habré equivocado con la hora, ¿verdad?

La boda: en este momento parece algo absurdo, una broma de mal gusto. Este es mi camino: casarme con este monstruo, que es capaz de sonreír en un momento y apretarme la garganta al siguiente. Siento que los ojos se me llenan de lágrimas y me tapo con las palmas apretando los párpados, haciendo un esfuerzo para que no caigan.

—No —tengo la garganta en carne viva—. Tienes razón.

—¿Estás bien? —me pregunta Debbie.

—Hana tiene alergias —responde Fred con fluidez, antes de que yo pueda hacerlo—. Le he dicho mil veces que pida una receta… —alarga la mano y toma la mía, me aprieta los dedos con mucha fuerza, pero ella no se da cuenta—. Es muy cabezona.

Retira la mano. Me llevo los dedos doloridos a la espalda y los flexiono, aún luchando contra las ganas de llorar.

—Mañana nos vemos —dice Fred lanzándome una sonrisa—. No te has olvidado del cóctel, ¿verdad?

—No me he olvidado —digo negándome a mirarle.

—Bien —cruza la sala. En el vestíbulo, oigo que comienza a silbar.

En cuanto él se va, Debbie se pone a charlar.

—Tienes tanta suerte… Henry, mi pareja, ya sabes, tiene una cara que parece que se la hubiera aplastado una roca —se ríe—. Pero para mí es una buena pareja. Somos partidarios acérrimos de tu esposo, o de tu futuro esposo, supongo que debería decir. Le apoyamos mucho.

Coloca un secador, dos cepillos y una bolsa transparente con horquillas, todo en fila sobre las tarjetas de agradecimiento y las fotos, en las que no se ha fijado.

—¿Sabes? Henry conoció a tu futuro marido hace muy poco, en un acto de recogida de fondos. ¿Dónde habré dejado la laca?

Cierro los ojos. Quizá todo esto es solo un sueño: Debbie, la boda, Fred. Quizá me despierte y sea el verano pasado, o hace dos veranos, o cinco, antes de que todo esto fuera real.

—Sabía que iba a ser un gran alcalde. No me caía mal Hargrove padre, y estoy segura de que lo hizo lo mejor que pudo pero si quieres mi opinión, era un poco blando. De verdad quería desmantelar las Criptas… —mueve la cabeza—. Lo que yo digo es que los enterremos allí para que se pudran.

De repente, me doy cuenta de lo que acabo de escuchar.

—¿Cómo has dicho?

Ella continúa con su cepillo, tirando de aquí y de allá,

—No me entiendas mal: Hargrove padre me caía bien. Pero creo que se equivocaba con cierto tipo de gente.

—No, no —trago saliva—. ¿Qué has dicho después de eso?

Tira de mi barbilla hacia arriba con brusquedad y me mira con detalle.

—Bueno, yo creo que deberían pudrirse en las Criptas. Los delincuentes, quiero decir, y los enfermos.

Empieza a rizarme el pelo, haciendo pruebas para ver cómo queda.

Tonta, qué tonta he sido.

—Y cuando una piensa en cómo murió…

El padre de Fred murió el 12 de enero, el día de los incidentes, debido a la explosión de las bombas en las Criptas. La fachada este del edificio saltó por los aires; de pronto, los prisioneros se encontraron en celdas sin paredes, en patios sin vallas.

Hubo una insurrección masiva. El padre de Fred acudió con la policía e intentó restaurar el orden.

Me llegan las ideas rápida y bruscamente, como una nevada abundante, de modo que se forma una pared blanca que no puedo escalar ni rodear.

Barbazul mantenía una habitación cerrada con llave, un lugar secreto donde ocultaba a sus esposas… Cuartos cerrados, pesados cerrojos, mujeres que se pudren en cárceles de piedra…

Posible. Es posible. Encaja. Eso explicaría la nota, y por qué ella no estaba en el sistema COIE. Puede que la invalidaran. A algunos presos los invalidan. Su identidad, su historia, se borra toda su vida. Paf. Con un sencillo golpe de tecla, una puerta metálica se cierra, y es como si nunca hubiera existido.

Debbie sigue dándole a la lengua:

—Que sea en buena hora es lo que digo yo, y deberían estar agradecidos de que no los matemos allí mismo. ¿Has oído lo que ha pasado en Waterbury?

Se ríe y el sonido retumba en la sala. En mi cabeza estallan pequeñas explosiones de dolor.

El sábado por la mañana, en una hora nada más, un enorme campamento de miembros de la Resistencia situado a las afueras de Waterbury fue borrado del mapa. Solo unos pocos de nuestros soldados resultaron heridos.

Debbie vuelve a ponerse seria.

—¿Sabes una cosa? Creo que es mejor la luz del piso de arriba, en el cuarto de tu madre. ¿No crees?

Yo me muestro de acuerdo y, antes de que me dé cuenta, me pongo también en movimiento. Subo las escaleras como flotando por delante de ella. Dirijo la marcha hacia el dormitorio de mi madre como si me deslizara, como si estuviera soñando, o muerta.

Ir a la siguiente página

Report Page