Requiem

Requiem


Lena

Página 26 de 45

Lena

Con la marcha de Álex, se apodera de nosotros una sensación de embotamiento. Estaba causando problemas, pero seguía siendo uno de nosotros, uno del grupo, y creo que todos, salvo Julián, lamentan haberle perdido.

Me muevo como aturdida. A pesar de todo, me consolaba su presencia, verle, saber que estaba a salvo. Ahora que se ha ido solo, ¿quién sabe lo que puede pasarle? Ya no es mío para perderlo, pero el dolor de la pérdida está ahí, la sensación de incredulidad.

Coral está pálida y silenciosa, siempre con los ojos muy abiertos. No llora. Tampoco come mucho.

Tack y Hunter hablaron de ir en busca de Álex, pero enseguida Raven les hizo ver lo absurdo de la idea. Sin duda llevaba muchas horas de ventaja: una persona sola, que se mueve rápidamente a pie, es más difícil de rastrear que un grupo. Sería una pérdida de tiempo, de recursos, de energía.

—No hay nada que podamos hacer —dijo, con cuidado de no mirarme a la cara—, solo dejar que se vaya.

Y eso es lo que hacemos. De pronto no hay lámparas suficientes que puedan acabar con las sombras que a menudo se interponen entre nosotros, las siluetas de otras personas y otras vidas perdidas en la Tierra Salvaje, en este mundo dividido en dos. No puedo evitar pensar en el campamento, y en Pippa, y en la fila de soldados que vimos avanzando por los bosques.

Ella dijo que había que esperar a que la Resistencia contactara con nosotros en un periodo de tres días, pero el tercero llega lentamente a la noche sin que haya aparecido nadie.

Cada día nos volvemos un poco más locos. No es ansiedad exactamente. Tenemos comida suficiente, y ahora que Tack y Hunter han encontrado un arroyo cercano, suficiente agua. La primavera ha llegado: los animales salen y hemos empezado a colocar las trampas con buenos resultados.

Pero estamos completamente aislados, no sabemos lo que ha pasado en Waterbury ni lo que está ocurriendo en el resto del país. Es demasiado fácil imaginar, mientras otra mañana más pasa como una suave ola por encima de los robles viejos y altísimos, que somos los únicos que quedamos en el mundo.

Ya no puedo soportar más estar dentro, bajo tierra. Cada día, después de comer lo que hayamos conseguido reunir, elijo una dirección y me pongo a caminar, intentando no pensar en Álex y en el mensaje que me dejó, y dándome cuenta de que no puedo pensar en otra cosa.

Hoy me dirijo al este. Es uno de mis momentos favoritos del día: ese perfecto instante cuando la luz es casi líquida, como un chorro de sirope. Sin embargo, no puedo librarme del nudo de infelicidad que llevo en el pecho. No puedo quitarme de la cabeza la idea de que el resto de nuestra vida va a ser así: huir y esconderse, y perder las cosas que amamos, y cobijarnos bajo tierra y sobrevivir buscando comida y agua.

La marea no va a cambiar. Nunca marcharemos de vuelta a las ciudades, triunfantes, gritando nuestra victoria por las calles. Simplemente, nos partiremos el lomo para buscar alimento aquí hasta que no quede alimento por el que partirse el lomo.

La historia de Salomón. Es extraño que Álex eligiera esa historia, de entre todas las que hay en el Manual de FSS, cuando esa era la que me obsesionaba tanto tras enterarme de que estaba vivo. ¿Pudo haberlo sabido de algún modo? ¿Podía saber él que yo me sentía justo como aquel pobre bebé cortado en dos?

¿Estaba intentando decirme que él se sentía igual?

No. Él me dijo que nuestro pasado juntos, y lo que habíamos compartido, estaba muerto. Me dijo que nunca me había amado.

Sigo caminando por el bosque, sin ser apenas consciente de adonde me dirijo. Las preguntas en mi cabeza son como una marea, que me lleva de vuelta una y otra vez a los mismos sitios.

La historia de Salomón. El juicio de un rey. Un bebé cortado en dos y una mancha de sangre que penetra en el suelo…

En cierto momento, me doy cuenta de que no tengo ni idea de cuánto tiempo llevo deambulando ni de a qué distancia está la casa de seguridad. Tampoco he prestado atención al paisaje, un error de novata. Grandpa, uno de los inválidos más ancianos del hogar de Rochester, nos contaba historias de los duendecillos que supuestamente vivían en la Tierra Salvaje y se dedicaban a cambiar de sitio árboles, rocas y ríos, solo para confundir a la gente. Ninguno de nosotros lo creía de veras, pero el mensaje era cierto: la Tierra Salvaje es un caos, un laberinto cambiante que te puede desorientar y hacer que te pierdas.

Comienzo a volver sobre mis pasos, buscando sitios donde mis pies hayan dejado huellas en el barro, señales de vegetación aplastada. Me obligo a desterrar de mi mente cualquier pensamiento sobre Álex. Es demasiado fácil perderse en el bosque: si no tienes cuidado, te puede tragar para siempre.

Veo un rayo de luz solar entre los árboles: el arroyo. Justo ayer vine a coger agua y, desde ese punto, seguro que puedo orientarme para regresar. Pero primero, un baño rápido. A estas alturas estoy sudando.

Me abro paso entre las últimas matas hasta salir a una orilla amplia, de hierba y cantos, bañada por el sol.

Me detengo.

Hay alguien más ahí: una mujer, agachada, a unos quince metros más abajo en la orilla opuesta, con las manos sumergidas en el agua. Tiene la cabeza baja y todo lo que veo es una mata de pelo gris veteado de blanco. Durante un instante barajo la posibilidad de que sea reguladora, o soldado, pero incluso desde esta distancia me doy cuenta de que su ropa no es un uniforme. La mochila que tiene a su lado es vieja y está remendada, su camiseta tiene manchas amarillas de sudor.

Un hombre al que no veo dice algo que no entiendo, y ella contesta sin alzar la vista:

—Solo un minuto más.

Mi cuerpo se pone tenso, me paralizo. Conozco esa voz.

Saca del agua un trozo de tela, una prenda que ha estado lavando, y se pone de pie. Cuando lo hace, me quedo sin respiración. Sostiene la tela tensa entre las dos manos y le da la vuelta rápidamente; luego al revés, con la misma velocidad. El movimiento provoca un remolino de agua en la orilla.

Y de repente vuelvo a tener cinco años, estoy en el lavadero, en Portland, escucho el borboteo gutural del agua jabonosa que se va lentamente por el desagüe, la miro hacer lo mismo con nuestras camisas, nuestra ropa interior, observo las salpicaduras del agua en las paredes de azulejo, la miro mientras se vuelve y, clip, clip, cuelga la ropa con pinzas en los tendederos que cruzan nuestro techo y luego se gira otra vez me sonríe, tarareando para sí misma…

Jabón de lavanda. Lejía. Camisetas que escurren y agua que cae al suelo. Es este momento. Estoy allí.

Ella está aquí.

Me ve y se queda paralizada. Durante un instante, no dice nada y me da tiempo a darme cuenta de lo diferente que es del recuerdo que tengo de ella. Ahora tiene un aspecto mucho más duro, la cara afilada, con muchas líneas y ángulos. Pero por detrás detecto otro rostro, como una imagen que ronda justo bajo la superficie del agua, una boca redonda y sonriente, pómulos altos, ojos chispeantes.

Por fin dice:

—Magdalena.

Yo trago aire. Abro la boca.

Digo:

—Mamá.

Durante un interminable minuto nos quedamos así, mirándonos fijamente la una a la otra, mientras el pasado y el presente siguen convergiendo y separándose: mi madre entonces, mi madre ahora.

Hace ademán de decir algo. Justo en ese momento, dos hombres salen deprisa de entre los árboles, en mitad de una conversación. En cuando me ven, alzan las armas.

—Esperad —dice mi madre con severidad levantando una mano—. Está con nosotros.

No respiro. Suelto aire mientras los hombres bajan las armas. Mi madre sigue mirándome en silencio, asombrada y quizá algo más. ¿Tiene miedo?

—¿Quién eres? —pregunta uno de los hombres. Tiene el pelo rojo, lustroso, veteado de blanco. Parece un enorme gato anaranjado—. ¿Con quién estás?

—Me llamo Lena —milagrosamente, no me tiembla la voz. Mi madre hace una mueca de dolor. Ella siempre me llamaba Magdalena, y no le gustaba acortar mi nombre. Me pregunto por qué sigue molestándole después de todo este tiempo—. He venido de Waterbury con más gente.

Espero que mi madre diga o haga algo para indicar que nos conocemos, que soy su hija, pero no lo hace. Intercambia una mirada con sus dos compañeros.

—¿Estás con Pippa? —pregunta el hombre pelirrojo.

Muevo la cabeza.

—Pippa se quedó —digo—. Nos indicó cómo venir hasta aquí, hasta la casa de seguridad. Nos dijo que vendría la Resistencia.

El otro hombre, que es moreno y enjuto, se ríe brevemente mientras se echa el rifle al hombro.

—Esto es la Resistencia —dice—. Yo soy Cap. Este es Max —señala con el dedo al hombre gato—, y esta es Bee —señala con la cabeza a mi madre.

Bee. Mi madre se llama Annabel. El nombre de esta mujer es Bee. Mi madre siempre se estaba moviendo. Mi madre tenía manos suaves que olían a jabón y una sonrisa como el primer rayo de sol que se asomaba sobre un césped recortado.

No sé quién es esta mujer.

—¿Vas de vuelta hacia la casa? —pregunta Cap.

—Sí —consigo decir.

—Te seguimos —dice haciendo una media reverencia que teniendo en cuenta donde estamos, parece bastante irónica Siento que mi madre me mira otra vez, pero en cuanto le devuelvo la mirada, aparta la vista.

Caminamos hasta la casa en silencio, aunque Max y Cap intercambian unas pocas palabras aisladas, casi todas en un código que no puedo comprender. Mi madre, Annabel, Bee, está callada.

A medida que nos acercamos, voy ralentizando el paso sin darme cuenta, desesperada por alargar el trayecto, deseando que mi madre diga algo, que me reconozca.

Pero alcanzamos demasiado pronto la maltrecha caseta y la escalera que lleva al subterráneo. Me quedo atrás y permito que Max y Cap pasen delante. Espero que mi madre también pille la indirecta y se quede un momento, pero ella simplemente sigue a Cap hasta abajo.

—Gracias —dice suavemente al pasar junto a mí.

Gracias.

Ni siquiera soy capaz de enfadarme. Me siento demasiado aturdida, demasiado pasmada por su aparición: esta mujer espejismo con la cara de mi madre. Mi cuerpo es como un vacío; mis manos y mis pies, enormes, como globos, como si pertenecieran a otra persona. Observo las manos que avanzan a tientas por la pared, veo los pies que bajan las escaleras con un ruido, clop, clop, clop.

Durante un instante me quedo al pie de la escalera, desorientada. En mi ausencia, han vuelto todos. Tack y Hunter hablan a la vez, contestando preguntas; Julián se levanta de una silla en cuanto me ve; Raven se mueve presurosa por el cuarto organizando, dando ordenes.

Y en mitad de todo ello, mi madre, que se quita la mochila y se sienta en una silla moviéndose con una elegancia de la que no es consciente. Todo el mundo se aparta como en un revoloteo de excitación, como polillas que giran alrededor de una llama, borrones indiferentes a contraluz. Hasta el cuarto parece distinto ahora que ella está en él.

Esto debe de ser un sueño. Tiene que serlo. Un sueño sobre mi madre que no es de verdad mi madre, sino otra persona.

—Hola, Lena —Julián me acaricia la barbilla con las dos manos y se inclina para darme un beso. Sigue teniendo los ojos hinchados y amoratados. Automáticamente le beso—. ¿Estás bien?

Se separa de mí y yo, deliberadamente, evito su mirada.

—Sí —le digo—. Ya te lo explicaré más tarde.

Se ha quedado atrapada en mi pecho una burbuja de aire que me dificulta hablar o respirar.

No lo sabe. Nadie lo sabe, excepto Raven y puede que Tack. Ellos ya han trabajado antes con Bee.

En este momento, mi madre no me mira en absoluto. Acepta una taza de agua de Raven y se pone a beber. Y solo eso, ese movimiento minúsculo, hace que el enfado se desencadene en mi interior.

—Hoy he matado un ciervo —cuenta Julián—. Tack lo ha visto en mitad del claro. Yo no me lo creía, pero…

—Me alegro por ti —le interrumpo—. Has apretado un gatillo.

Julián parece dolido. Llevo días portándome mal con él. Ese es el problema: eliminas la cura y las cartillas y los códigos, y te quedas sin reglas que obedecer. El amor llega sólo en destellos.

—Es comida, Lena —dice suavemente—. ¿No me has dicho siempre que esto no era un juego? Yo estoy jugándomelo todo para siempre —hace una pausa—. Para quedarme.

Recalca esta última parte, y sé que está pensando en Álex y entonces no puedo evitar pensar yo también en él.

Tengo que seguir en movimiento, encontrar mi equilibrio, salir de este cuarto sofocante.

—Lena —Raven aparece a mi lado—. Ayúdame a preparar algo de comida, ¿vale?

Esta es la regla de Raven. Mantente ocupada. Sigue haciendo lo que haga falta. Ponte de pie.

Abre una lata. Saca agua.

Haz algo.

La sigo automáticamente hasta el fregadero.

—¿Se sabe algo del campamento de Waterbury? —pregunta Tack.

Durante un momento hay silencio. Mi madre es quien habla:

—Desaparecido —dice simplemente.

Raven, sin darse cuenta, corta con demasiada fuerza una tira de carne seca y aparta el dedo, jadeando y chupándoselo.

—¿Qué quieres decir con desaparecido? —la voz de Tack tiene un tono severo.

—Borrado —esta vez habla Cap—. Barrido del mapa.

—¡Dios mío! —Hunter se sienta pesadamente en una silla. Julián está de pie perfectamente rígido, tieso, con las manos apretadas. El gesto de Tack se ha vuelto frío. Mi madre, la mujer que era mi madre, está sentada con las manos juntas sobre el regazo, inmóvil, sin expresión. Solo Raven sigue moviéndose, envolviéndose el dedo herido con un trapo de cocina, cortando la carne seca, una y otra vez, una y otra vez.

—¿Y ahora qué? —pregunta Julián con la voz tensa.

Mi madre alza la mirada. Algo antiguo y profundo se mueve en mi interior. Sus ojos siguen teniendo el azul que yo recuerdo, inalterado, como un cielo al que caer. Como los ojos de Julián.

—Tenemos que movernos —dice—. Proporcionar apoyo donde pueda servir. La Resistencia continúa uniendo fuerzas, aunando a más gente…

—¿Y qué pasa con Pippa? —estalla Hunter—. Pippa nos dijo que la esperáramos. Dijo…

—¡Hunter! —dice Tack—. Ya has oído lo que ha dicho Cap —baja la voz—. Barrido.

Hay otro momento de pesado silencio. Veo un músculo que se mueve en la mandíbula de mi madre, un nuevo tic. Cuando ella se vuelve, observo el desvaído número verde que lleva tatuado en el cuello, justo bajo la atroz avalancha de irritadas cicatrices, resultado de todas sus operaciones fallidas. Pienso en todos los años que pasó en su diminuta celda sin ventanas en las Criptas, erosionando poco a poco las paredes con el colgante metálico que mi padre le había regalado, grabando la palabra amor interminablemente en la piedra. Y ahora, en este momento, tras menos de un año de libertad, ha ingresado en la Resistencia. Más que eso. Está en el núcleo de la organización.

No conozco a esta mujer en absoluto; no sé cómo se ha convertido en lo que es, o cuándo empezó a temblarle la mandíbula y su pelo empezó a volverse gris, y ella empezó a ponerse un velo sobre los ojos y a evitar la mirada de su hija.

—Bueno, entonces ¿adonde vamos? —pregunta Raven.

Max y Cap se intercambian una mirada.

—Algo se está moviendo por el norte —dice Max—. En Portland.

—¿Portland? —repito la palabra aunque no tenía intención de hablar. Mi madre alza la mirada hacia mí y me da la sensación de que tiene miedo. Luego la baja.

—Es la ciudad de la que procedes, ¿no? —me pregunta Raven.

Me apoyo en el fregadero, cierro los ojos un instante y me llega una imagen de mi madre en la playa, corriendo por delante de mí, riendo, levantando arena oscura, con un amplio vestido verde que le revoloteaba en los tobillos. Abro los ojos de nuevo rápidamente y consigo asentir con la cabeza.

—No puedo volver allí.

Me salen las palabras con más fuerza de la que quería y todo el mundo se vuelve a mirarme.

—Si vamos a algún sitio, iremos todos juntos —dice Raven.

—Hay un gran movimiento clandestino en Portland —dice Max—. La red está creciendo, no ha dejado de hacerlo desde los incidentes. Aquello fue tan solo el principio. Lo que suceda después… —mueve la cabeza, los ojos brillantes—. Va a ser algo grande.

—Yo no puedo ir —repito—, y no lo haré.

Me vuelven los recuerdos a toda velocidad: Hana que corre junto a mí por Back Cove, con las zapatillas hundiéndose en el barro; los fuegos artificiales del 4 de julio en la bahía, que envían tentáculos de luz por encima del agua; Álex y yo, tumbados, riendo, sobre la manta en la casa del número 37 de la calle Brooks; Grace, que tiembla a mi lado en el dormitorio de la casa de tía Carol y me abraza por la cintura con sus bracitos delgados, huele a chicle de uva. Capas y capas de recuerdos, una vida que he procurado enterrar y matar, un pasado que estaba muerto, como siempre ha dicho Raven, pero que ahora surge de pronto y amenaza con hundirme.

Y con los recuerdos llega el sentimiento de culpa, otra emoción que he intentado hacer desaparecer con todas mis fuerzas. Los abandoné: a Hana y a Grace, también a Álex. Los abandoné y me eché a correr, y nunca miré atrás.

—No te corresponde a ti decidir —dice Tack.

Raven dice:

—No seas niña, Lena.

Normalmente, cuando los dos se unen contra mí, yo me achanto. Pero hoy no. Aplasto el sentimiento de culpa con un puñado de ira. Todo el mundo me mira fijamente, pero siento los ojos de mi madre como una quemadura, su curiosidad impasible, como si yo fuera un espécimen de museo, una herramienta antigua y extraña cuya utilidad está intentando deducir.

—Yo no voy a ir —dejo caer el abrelatas en la encimera, con demasiada fuerza.

—¿Se puede saber qué te pasa? —dice Raven en voz baja. Pero se ha hecho tal silencio en el cuarto que estoy segura de que todo el mundo lo oye.

Tengo la garganta tan tensa que casi no puedo tragar. Me doy cuenta, de pronto, de que estoy a punto de llorar.

—Pregúntale a ella —consigo decir alzando la barbilla en dirección a la mujer que se llama a sí misma Bee.

Se produce otro momento de silencio. En ese instante, todos los ojos se vuelven hacia mi madre. Al menos tiene aspecto de culpabilidad, sabe que es una impostora. Esta mujer que quiere encabezar una revolución en nombre del amor y no es capaz siquiera de reconocer a su propia hija.

Justo entonces, Bram baja silbando por las escaleras. Lleva un cuchillo grande manchado de sangre: ha debido estar destazando el ciervo. También tiene la camiseta manchada. Se para cuando nos ve ahí de pie, en silencio.

—¿Qué pasa? —pregunta—. ¿Qué me he perdido? —y después, al ver a mi madre, Cap y Max—: ¿Quiénes sois vosotros?

Ver toda esa sangre hace que se me revuelva el estómago. Somos asesinos, todos nosotros. Matamos nuestra vida, nuestro yo, las cosas que nos importaban. Lo enterramos todo bajo consignas y excusas. Antes de romper a llorar, me aparto bruscamente del fregadero y paso junto a Bram con tanta furia que suelta una exclamación de sorpresa. Echo a correr escaleras arriba y salgo al exterior, al aire libre y a la tarde cálida y al sonido ronco de los bosques que se abren a la primavera.

Pero incluso fuera siento claustrofobia. No hay adonde huir. No hay forma de escapar a la sensación aplastante de pérdida, al interminable cansancio del tiempo que separa de mí a las personas y las cosas que he amado.

Hana, Grace, Álex, mi madre, las mañanas de Portland con el aire cargado de espuma salada del mar y los gritos lejanos de las gaviotas que revoloteaban en círculos, todo roto, hecho añicos, alojado en algún sitio profundo, imposible librarse de todo eso.

Quizá, después de todo, ellos tuvieran razón sobre la cura. No soy más feliz ahora de lo que era cuando creía que el amor era una enfermedad. En muchos aspectos, soy más infeliz.

Solo consigo alejarme unos minutos de la casa antes de dejar de luchar contra la presión que siento en los ojos. Mis primeros sollozos son convulsiones, y me traen un regusto a bilis. Me dejo llevar por completo. Me hundo entre la maleza y el musgo, coloco la cabeza entre las piernas y lloro hasta quedarme sin respiración, hasta que escupo en las hojas que hay bajo mis pies. Lloro por todo lo que he abandonado y porque yo también he sido abandonada: por Álex, por mi madre, por el tiempo que partió en dos nuestro mundo y nos separó.

Oigo pasos a mi espalda y sé, sin volverme, que será Raven.

—Vete —digo. Mi voz suena espesa. Me paso el dorso de la mano por las mejillas y la nariz.

Pero es mi madre quien responde:

—Estás enfadada conmigo —dice.

Dejo de llorar al instante. Todo mi cuerpo se queda quieto y frío. Ella se agacha a mi lado y, aunque tengo cuidado de no alzar la vista, de no mirarla en absoluto, puedo sentirla, puedo oler el sudor de su piel y oír el ritmo irregular de su respiración.

—Estás enfadada conmigo —repite, y su voz se quiebra un poco—. Crees que no me importas.

Su voz es igual. Durante años me imaginé una y otra vez esa voz pronunciando las palabras prohibidas. Te amo. Recuerda. Eso no pueden quitártelo. Sus últimas palabras antes de irse.

Avanza y se agacha junto a mí. Duda, luego alarga el brazo y coloca la palma de su mano en mi mejilla y presiona de forma que tengo que mirarla. Siento los callos en sus dedos.

En sus ojos me veo reflejada en miniatura y regreso por el túnel del tiempo hasta un momento anterior a que ella se fuera, antes de creer que se había ido para siempre, cuando sus ojos me daban la bienvenida a cada nuevo día y me acompañaban cada noche, hasta el sueño.

—Eres incluso más hermosa de lo que imaginaba —susurra. Ella también está llorando.

La dura coraza de mi interior se rompe.

—¿Por qué? —es todo lo que se me ocurre. Sin intención y sin pensar siquiera en ello, permito que me estreche contra su pecho, que me envuelva en sus brazos. Lloro en el hueco entre sus clavículas, inhalando el olor de su piel que me sigue siendo familiar.

Hay tantas cosas que tengo que preguntarle: ¿Qué te sucedió en las Criptas? ¿Cómo permitiste que te llevaran? ¿Dónde fuiste? Pero todo lo que puedo decir es:

—¿Por qué no viniste a por mí? Después de todos aquellos años, después de todo aquel tiempo, ¿por qué no viniste?

Luego ya no puedo hablar más, los sollozos se vuelven estremecimientos.

—Chist —presiona sus labios sobre mi frente y me acaricia el pelo, como solía hacer cuando yo era niña.

Soy otra vez un bebé en sus brazos, indefenso y necesitado—. Ahora estoy aquí.

Me frota la espalda mientras lloro. Lentamente, siento que la oscuridad me abandona, como llevada por el movimiento de su mano. Por fin puedo volver a respirar. Me arden los ojos y tengo la garganta dolorida, en carne viva. Me aparto de ella, limpiándome los ojos con la mano, sin que me importe la agüilla que me cae de la nariz.

De repente me siento agotada, demasiado cansada para sentirme herida, demasiado cansada para enfadarme. Quiero dormir, y dormir.

—Nunca he dejado de pensar en ti —dice mi madre—. He pensado en ti cada día, en ti y en Rachel.

—Rachel fue curada —digo. El agotamiento es algo pesado, una manta que aplasta cada sentimiento—. La emparejaron y se fue. Y tú dejaste que yo pensara que estabas muerta. Todavía seguiría pensándolo si…

Si no hubiera sido por Alex, pienso, pero no lo digo. Por supuesto, mi madre no conoce la historia de Álex. No conoce ninguna de mis historias.

Mi madre aparta la mirada. Durante un instante me parece que va a ponerse a llorar otra vez. Pero no lo hace.

—Cuando estaba en ese lugar lejano, pensar en vosotras, mis dos hermosas hijas, era lo único que me hacía seguir. Era lo único que me impedía volverme loca.

Su voz posee un filo, un trasfondo de furia, y me acuerdo de cuando estuve en las Criptas con Álex: la asfixiante oscuridad y los ecos de gritos inhumanos, el olor del Pabellón Seis, las celdas como jaulas.

Yo insisto, testaruda.

—Para mí fue duro también. No tenía a nadie. Y podrías haber venido a buscarme cuando te escapaste. Podrías habérmelo dicho… —se me quiebra la voz y trago saliva—. Cuando me encontraste en Salvamento… estábamos muy cerca. Me podrías haber mostrado tu cara, podrías haber dicho algo…

—Lena —mi madre alza la mano hasta mi cara una vez más, pero esta vez nota que me pongo tensa y la deja caer con un suspiro—. ¿Alguna vez has leído el Libro de las Lamentaciones? ¿Has leído sobre María Magdalena y José? ¿Alguna vez has preguntado por qué te puse ese nombre?

—Lo he leído.

He leído el Libro de las Lamentaciones por lo menos diez veces: es el capítulo del Manual de FSS que mejor conozco Buscaba claves, una señal secreta de mi madre, suspiros de muertos.

El Libro de las Lamentaciones es una historia de amor. Es más que eso: es una historia de sacrificio.

—Solo quería que estuvieras a salvo —dice mi madre—. ¿Lo comprendes? Que estuvieras a salvo y que fueras feliz. Todo lo que yo podía hacer… aunque significara que yo no podría estar contigo…

Su voz se pone pastosa y tengo que apartar la vista para contener el dolor que se me acumula otra vez. Mi madre envejeció en un pequeño cuarto cuadrado, solo con un poco de esperanza duramente atesorada, palabras garabateadas en las paredes día a día, para darse fuerzas.

—Si no lo hubiera creído, si no hubiera podido confiar en que… Hubo muchas veces en que pensé en… —se interrumpe.

No hace falta que termine la frase. Comprendo lo que quiere decir. Hubo veces en que deseó morir.

Recuerdo que solía imaginarla a veces de pie, al borde de un acantilado, con un abrigo ondeando al viento. La veía. Durante un instante se quedaba suspendida en el aire, inmóvil, como una visión de un ángel. Pero siempre, incluso en mi mente, el acantilado desaparecía, y la veía caer. Yo me quedaba sin poder hacer nada cuando ella saltaba, con el abrigo ondeando a su alrededor. Me pregunto si de alguna manera ella deseaba llegar a mí a través de los ecos del espacio en aquellas noches, si yo podía sentirla.

Durante un rato dejamos que el silencio se extienda entre nosotras. Me seco la cara con la manga. Luego me pongo de pie. Ella se pone de pie conmigo. Me sorprende, como me sorprendió darme cuenta de que ella había sido una de las personas que me rescataron de Salvamento, ver que tenemos más o menos la misma altura.

—¿Y ahora qué? —pregunto—. ¿Te vas a volver a ir?

—Iré adonde me necesite la Resistencia —dice.

Aparto la vista.

—Así que sí te vas a ir —digo sintiendo que un peso sordo se instala en mi estómago. Claro. Eso es lo que la gente hace en un mundo desorganizado, en un mundo de libertad donde se puede elegir. Se van cuando quieren. Desaparecen, regresan, se vuelven a ir. Y tú te quedas sola, a recoger los fragmentos.

Un mundo libre es también un mundo fracturado, justo como nos advertía el Manual de FSS. Hay más verdad en Zombilandia de la que yo quería creer.

El viento sopla levantando el pelo de la frente a mi madre. Ella se lo vuelve a colocar detrás de la oreja, un gesto que recuerdo de hace años.

—Tengo que asegurarme de que lo que me sucedió a mí, todo aquello a lo que tuve que renunciar por fuerza, no le vuelva a suceder a nadie más —sus ojos encuentran los míos y me obligan a mirarla—. Pero yo no quiero irme —añade en voz baja—. Me… me gustaría conocerte como eres ahora, Magdalena.

Me cruzo de brazos y me encojo de hombros, intentando encontrar parte de la dureza que me he ido construyendo durante el tiempo pasado en la Tierra Salvaje.

—No sé ni por dónde empezar —digo.

Ella abre las manos en un gesto de sumisión.

—Ni yo tampoco. Pero podemos hacerlo, creo. Yo puedo, si me dejas —esboza una sonrisa—. Tú también eres parte de la Resistencia, ¿sabes? Esto es lo que hacemos. Luchamos por lo que nos importa. ¿De acuerdo?

La miro a los ojos. Tienen el color azul claro del cielo que se extiende bien alto por encima de los árboles, un alto techo de color. Recuerdo: playas de Portland, cometas que vuelan, ensalada de pasta, picnics veraniegos, las manos de mi madre, una canción de cuna que suena hasta que me duermo.

—De acuerdo —digo.

Volvemos caminando, juntas, hacía la casa de seguridad.

Ir a la siguiente página

Report Page