Requiem

Requiem


Lena

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Lena

A medida que nos acercamos a Back Cove, la fila de gente se va engrosando hasta formar un arroyo rugiente y apresurado y apenas consigo maniobrar con la bici entre ellos. Corren, gritan, enarbolan martillos y cuchillos y trozos de tubería metálica, se dirigen hacia algún punto desconocido, y me sorprende ver que ya no son solo inválidos: son chavales también, algunos de tan solo doce o trece años, incurados y rebeldes. Distingo incluso a unos cuantos curados que miran desde sus ventanas por encima de la calle y, de vez en cuando, saludan con la mano, en muestra de solidaridad.

Me aparto de la multitud y dirijo la bici hasta la orilla de la cala, cubierta de barro revuelto, donde Álex y yo tomamos nuestra decisión hace una vida, donde por primera vez él sacrificó su felicidad por la mía. La hierba crece alta entre los escombros de la antigua carretera y hay gente herida o muerta tendida en ella, personas que gimen o miran sin ver el cielo sin nubes. Veo varios cuerpos boca abajo en las aguas superficiales, y tirabuzones rojos que se extienden por la superficie del agua.

Más allá de la cala, en el muro, la muchedumbre sigue siendo enorme, pero parece que es sobre todo gente nuestra. Los reguladores y la policía se habrán visto obligados a retroceder, a irse más hacia Old Port. Ahora miles de amotinados avanzan en esa dirección, con sus voces unidas en una nota única de ira.

Apoyo la bici a la sombra de un gran junípero y, por fin, tomo a Grace por los hombros y la examino buscando cortes o moratones. Está temblando, con los ojos muy abiertos, mirándome como si pensara que voy a desaparecer en cualquier momento.

—¿Qué les ha pasado a los demás? —le pregunto. Tiene las uñas negras de suciedad y está muy flaca, pero, por lo demás, parece que está bien. Más que bien, está preciosa. Siento que me sube un sollozo a la garganta, me lo trago. No estamos a salvo, aún no.

Grace mueve la cabeza.

—No lo sé. Ha habido un fuego y… yo me he escondido.

O sea, que sí la han abandonado. O no les ha importado lo suficiente para buscarla cuando ha desaparecido. Siento una oleada de náusea.

—Pareces distinta —dice Grace en voz baja.

—Tú estás más alta —digo. De repente, me dan ganas de ponerme a dar saltos de alegría. Podría ponerme a gritar de felicidad mientras el mundo entero se consume entre las llamas.

—¿Adonde fuiste? —me pregunta Grace—. ¿Qué te pasó?

—Ya te lo contaré todo más tarde —la tomo por la barbilla con una mano—. Oye, Grace, tengo que decirte cuánto lo siento. Siento haberte dejado atrás. Nunca volveré a abandonarte, ¿vale?

Sus ojos recorren mi cara. Asiente con un gesto.

—A partir de ahora te voy a mantener a salvo —tengo que empujar las palabras para que consigan traspasar la rigidez que siento en la garganta—. ¿Me crees?

Vuelve a asentir. La atraigo hacia mí, la aprieto. Parece tan delgada, tan frágil… Pero sé que es fuerte. Siempre lo ha sido. Va a estar preparada para lo que venga después.

—Tómame de la mano —le digo. No estoy segura de adonde ir y me acuerdo de Raven. Luego me doy cuenta de que está muerta, de que la han matado en el muro, y las ganas de vomitar amenazan con apoderarse de mí otra vez. Pero tengo que mantener la calma por Grace.

Debo encontrar un lugar seguro para ir con ella hasta que termine la lucha. Mi madre me ayudará, ella sabrá qué hacer.

El apretón de Grace es curiosamente fuerte. Avanzamos por la orilla, entre la gente, inválidos y reguladores todos mezclados: heridos, moribundos, muertos.

En lo alto de la loma, Colin, que cojea, camina apoyándose mucho en otro muchacho y se dirige hacia un trozo vacío en la hierba. El otro chico alza la cabeza y se me para el corazón.

Álex.

Me ve casi un segundo después de que le vea yo. Quiero llamarle, pero se me queda la voz atrapada en la garganta. Durante un instante, duda. Luego coloca a Colin con cuidado en la hierba y se inclina para decirle algo. Colin asiente, se sujeta la rodilla con un gesto de dolor.

Luego, Álex corre hacia mí.

—Álex —es como si decir su nombre le hiciera real. Se para a unos centímetros y sus ojos descubren a Grace y luego se vuelven hacia mí—. Esta es Grace —digo, tirando de su mano. Ella se queda atrás, intentando esconder su cuerpo tras el mío.

—Me acuerdo —dice. Ya no hay más dureza en sus ojos, ni más odio. Se aclara la garganta—. Pensé que no te iba a volver a ver.

—Aquí estoy —el sol parece demasiado brillante, y de pronto no se me ocurre qué decir, no tengo palabras para describir todo lo que he pensado y deseado, tantas cosas que me he preguntado—. Yo… vi tu nota.

Asiente con la cabeza. Se le tensa la boca solo un poco.

—¿Julián está…?

—No sé dónde está Julián —digo, y al momento me siento culpable. Me acuerdo de sus ojos azules y de su calor, que me envolvía mientras yo dormía. Espero que no haya resultado herido. Me agacho para poder mirar a Grace a los ojos—. ¿Te puedes sentar aquí un minuto, Gracie, porfa?

Se sienta en el suelo obedientemente. No consigo alejarme más que dos pasos de ella. Álex me sigue.

Bajo la voz para que Grace no nos oiga.

—¿Es cierto? —le pregunto.

—¿Qué es cierto?

Sus ojos son del color de la miel. Esos son los ojos que recuerdo de mis sueños.

—Que aún me quieres —digo sin aliento—. Tengo que saberlo.

Álex asiente con la cabeza. Alarga la mano y me toca la cara, apenas rozándome el pómulo y apartando un poco el pelo.

—Es cierto.

—Pero… he cambiado —digo—. Y tú has cambiado.

—Eso también es cierto —dice suavemente. Miro la cicatriz de su cara, que se extiende desde el ojo izquierdo hasta la mandíbula, y algo se me encoge en el pecho.

—¿Y ahora qué? —le pregunto. La luz es demasiado intensa, parece como si el día se estuviera fundiendo con el sueño.

—¿Tú me quieres? —pregunta Álex. Y yo podría llorar, podría apretar la cara contra su pecho y aspirar su olor, y fingir que nada ha cambiado, que todo va a ser perfecto, entero, sin fisuras.

Pero no puedo. Sé que no puedo.

—Nunca he dejado de quererte —aparto la vista. Miro a Grace y a la hierba alta cubierta de heridos y de muertos. Pienso en Julián, en sus ojos azules, en su paciencia y su bondad. Pienso en toda la lucha que hemos llevado adelante y en toda la que aún nos queda. Respiro hondo—. Pero es más complicado.

Álex me coloca las manos en los hombros.

—Ya no voy a volver a huir nunca —dice.

—No quiero que lo hagas —le digo yo.

Sus dedos encuentran mi mejilla y por un instante me apoyo en su palma, dejando que el dolor de los últimos meses me abandone. Dejo que me vuelva la cabeza en su dirección. Entonces se inclina y me besa: es un beso ligero y perfecto, sus labios apenas se juntan con los míos, un beso que promete una renovación.

—¡Lena!

Me aparto de Álex al oír el grito de Grace. Se ha puesto de pie y señala hacia la pared fronteriza dando saltitos de alegría sobre los dedos de los pies, llena de energía. Me vuelvo a mirar. Durante un instante, las lágrimas descomponen mi visión y convierten el mundo en un caleidoscopio de colores: color que trepa por el muro, de forma que el cemento es un mosaico.

No. No es color: gente. Gente que confluye en el muro.

Es más que eso: lo están derribando.

Entre gritos salvajes y triunfantes, con martillos y trozos de andamios derribados o con las manos desnudas, están desmantelando el muro trozo a trozo, quebrando los límites del mundo tal como lo conocemos. La alegría rebosa en mi interior. Grace echa a correr, ella también se ve atraída hacia la pared.

—¡Grace, espera!

Hago ademán de seguirla, pero Álex me toma de la mano.

—Te encontraré —dice mirándome con los ojos que recuerdo—. No te dejaré ir otra vez.

No confío en mí misma para hablar. En vez de eso asiento con la cabeza, con la esperanza de que comprenda. Me aprieta la mano.

—Ve —me dice.

Y me voy. Grace se ha detenido para esperarme, y cojo su pequeña mano delgada en la mía, y enseguida me doy cuenta de que estamos corriendo entre el sol y el humo persistente, por la hierba de la orilla que se ha convertido en un cementerio, mientras el sol continúa su rotación indiferente y el agua no refleja nada más que cielo.

Al acercarnos a la muralla veo a Hunter y a Bram, uno al lado del otro, sudorosos y morenos, atacando el cemento con enormes trozos de tubería metálica. Veo a Pippa, de pie sobre un tramo que todavía permanece, ondeando una falda de color verde fuerte como una bandera. Veo a Coral, salvaje y bella, que aparece y desaparece cuando la multitud pasa junto a ella. A varios metros de distancia, mi madre trabaja con un martillo moviéndolo con facilidad y elegancia, de forma que parece un baile: esta mujer dura y musculosa a la que casi no conozco, una mujer a la que he amado toda mi vida. Está viva. Estamos vivas. Va a poder conocer a Grace.

Veo a Julián también. No lleva camiseta, se mantiene en equilibrio sobre un montón de escombros y usa la culata de un rifle para derribar la pared, con lo que los trozos y el polvo blanco caen sobre la gente de debajo. El sol hace que su pelo brille como un anillo de fuego pálido, y le toca los hombros con alas blancas.

Durante un instante me asalta un dolor abrumador: por cómo las cosas cambian, por el hecho de que nunca podemos volver atrás. Ya no estoy segura de nada. No sé lo que va a suceder, ni a mí ni a Álex ni a Julián, a ninguno de nosotros.

—Vamos, Lena.

Grace me tira de la mano.

Pero no se trata de saber. Se trata simplemente de avanzar hacia delante. Los curados desean saber. Nosotros, por el contrario, hemos elegido la fe. Yo le he pedido a Grace que confiara en mí. Nosotros también tendremos que confiar, confiar en que el mundo no va a acabarse, en que mañana llegará, en que la verdad también llegará.

Una vieja frase, una frase prohibida de un texto que Raven me enseñó una vez, me viene ahora a la memoria: Quien salta puede caer, pero también es posible que vuele.

Es el momento de saltar.

—Vamos —le digo a Grace, y dejo que ella me lleve hasta el grupo de gente, manteniéndola bien sujeta de la mano todo el tiempo.

Nos abrimos paso entre los gritos y la alegría y conseguimos llegar hasta la pared. Grace se sube a un montón hecho de madera rota y trozos de cemento y yo la sigo con torpeza, hasta que estoy arriba manteniendo el equilibrio junto a ella. Grita, más alto de lo que nunca la he oído, en un lenguaje infantil ininteligible de gozo y de libertad, y me doy cuenta de que me uno a ella mientras juntas nos ponemos a quitar trozos de cemento con las uñas, mirando cómo desaparece la frontera, mirando cómo más allá de ella emerge un mundo nuevo.

Derribad los muros.

Ese es el quid de la cuestión, a fin de cuentas. No se sabe lo que pasará si derribamos los muros, no se puede ver lo que pasa al otro lado, no sabemos si eso traerá la libertad o la ruina, la solución o el caos. Puede ser el paraíso o la destrucción.

Derribad los muros.

De otro modo, viviremos encerrados en el miedo, elevando barricadas contra lo desconocido, rezando contra la oscuridad, pronunciando versículos de terror y rigidez.

De otro modo, puede que nunca conozcáis el infierno, pero tampoco conoceréis el cielo. No conoceréis el aire fresco y la sensación de volar.

Todos vosotros, dondequiera que estéis, en vuestras ciudades caóticas o en vuestros pueblecitos. Encontrad la fortaleza que hay en vuestro interior, el punto donde el metal se fisura, las esquirlas de piedra que os colman el estómago. Os propongo un pacto: yo lo haré si lo hacéis vosotros, por siempre y para siempre.

Derribad los muros.

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