Requiem

Requiem


Hana

Página 27 de 45

Hana

Las Criptas tienen un aspecto distinto de lo que recuerdo.

Solo había estado aquí una vez, en una excursión escolar cuando estaba en tercero. Es raro, no recuerdo nada de la visita, solo que Jen Finnegan vomitó en el autobús de regreso y que olía a atún, incluso después de que el conductor abriera todas las ventanas.

Las Criptas están situadas en la frontera norte y llegan hasta la Tierra Salvaje y el río Presumpscot. Por eso es por lo que tantos prisioneros pudieron escapar durante los incidentes. La metralla destruyó grandes tramos del muro fronterizo; los presos que consiguieron salir de sus celdas huyeron directamente a la Tierra Salvaje.

Después de los incidentes, fueron reconstruidas y se añadió una nueva ala. Las Criptas siempre fueron de una fealdad monstruosa, pero ahora es peor que nunca: el anexo de acero y cemento contrasta con el antiguo edificio de piedra ennegrecida, con sus cientos de ventanas diminutas con barrotes. Hoy hace sol y, más allá del tejado, el cielo tiene un color azul profundo. Toda la escena me resulta extraña. Este es un lugar que nunca debería ver la luz del sol.

Durante un instante me quedo frente a las puertas, preguntándome si debería darme la vuelta. He llegado en el autobús municipal, que me ha traído desde el centro, y que iba vaciándose a medida que nos acercábamos aquí. Al final, yo compartía el vehículo solo con el conductor y con una mujer grande y muy maquillada que llevaba un uniforme de enfermera. Cuando el autobús se ha ido, levantando barro y humo, durante un instante de confusión he pensado en salir corriendo detrás de él.

Pero tengo que saber. Sea como sea.

Así que sigo a la enfermera, que se dirige arrastrando los pies hacia el guardia situado justo en el lado exterior de la verja y le muestra su identificación. El guardia me mira y yo, sin hablar, le paso un papel.

Escanea la copia.

—¿Eleanor?

Asiento con la cabeza. No confío en mí misma para hablar. En la fotocopia es imposible distinguir muchos de sus rasgos, o identificar el color indistinto de su pelo. Pero si el guardia se fija, se dará cuenta de que los detalles no encajan: la altura, el color de ojos.

Por suerte, no lo hace.

—¿Qué le ha pasado al original?

—Se me quedó en la secadora —contesto con prontitud—. He tenido que solicitar uno nuevo al SVS.

Vuelve la mirada a la fotocopia. Yo tengo la esperanza de que no pueda oír mi corazón, que late acelerado y con mucho ruido.

Conseguir la fotocopia no ha sido ningún problema. Una llamada rápida a la señora Hargrove esta mañana, una taza de té, una charla de veinte minutos, el deseo de usar el baño y, en vez de eso, un desvío de dos minutos al estudio de Fred. No podía arriesgarme a que me identificaran como su futura esposa. Si Cassie está aquí, es posible que alguno de los guardias le conozca a él también. Y si se entera de que he estado husmeando en las Criptas…

Ya me ha dicho que no debo hacer preguntas.

—¿Asunto?

—Solo… de visita.

El guardia gruñe. Me devuelve el papel y me hace un gesto para que pase cuando las puertas se abren con un estremecimiento.

—Tienes que pasar por el mostrador de visitantes —rezonga. La enfermera me lanza una mirada de curiosidad antes de cruzar el patio rápidamente por delante de mí. Imagino que aquí no vienen muchas visitas.

Esa es la idea. Encerrarlos y dejar que se pudran.

Cruzo el patio y paso por una puerta pesada de acero reforzado, para encontrarme en un claustrofóbico vestíbulo de entrada, dominado por un detector de metales y varios guardias enormes. Para cuando entro por la puerta, la enfermera ya ha puesto su bolso en la cinta y está de pie con las manos y los brazos separados mientras un guardia le pasa un detector por el cuerpo, buscando armas. Ella casi no se da cuenta, está ocupada charlando con la mujer que lleva el mostrador de recepción de la derecha, situado detrás de un vidrio a prueba de balas.

—Como siempre —dice—. El bebé me ha tenido en pie toda la noche. Así que si el 2426 me da más problemas hoy, le mando a confinamiento.

—Ya te digo —dice la mujer del mostrador. Luego vuelve la mirada hacia mí—. ¿Identificación?

Repetimos exactamente el mismo procedimiento. Paso el papel por el hueco en la ventana y explico que el original se ha echado a perder.

—¿Qué deseas? —pregunta.

Durante las últimas veinticuatro horas he estado preparando mi historia con todo cuidado, pero aun así me doy cuenta de que las palabras me salen vacilantes.

—Yo… yo estoy aquí para ver a mi tía.

—¿Sabes en qué pabellón está?

Muevo la cabeza en sentido negativo.

—No, verá… Yo ni siquiera sabía que estaba aquí. Quiero decir, me acabo de enterar. La mayor parte de mi vida he pensado que estaba muerta.

La mujer no muestra ninguna reacción ante esto.

—¿Nombre?

—Cassandra. Cassandra O’Donnell.

Aprieto los puños y me centro en el dolor que me recorre las manos a medida que ella introduce el nombre en el ordenador. No estoy segura de si tengo la esperanza de que aparezca el nombre.

La mujer niega con la cabeza. Tiene ojos azules aguados y una masa de pelo rubio muy rizado, que con esta luz parece del mismo tono gris apagado de las paredes.

—Aquí no hay nada. ¿Tienes el mes de ingreso?

¿Cuántos años hace que Cassie desapareció? Me acuerdo de haber oído en la toma de posesión de Fred que no tiene pareja desde hace tres años.

Me aventuro a decir algo.

—Enero o febrero. Hace tres años.

Suspira y se levanta de la silla.

—Solo se informatizó el año pasado.

Va a un lugar donde no puedo verla. Luego vuelve con un libro gordo forrado en cuero, que coloca en su lado del mostrador con un ruido pesado. Pasa unas cuantas páginas. A continuación, abre una ventanilla en la cabina y me pasa el grueso volumen.

—Enero y febrero —dice bruscamente—. Está todo organizado por fecha: si pasó por aquí, tiene que estar en el libro.

El libro es muy grande y tiene las páginas repletas de una escritura menuda, fechas de ingreso, nombres de internos y el número de prisionero correspondiente. El periodo de enero a febrero llena varias páginas, y me siento incómoda sabiendo que la mujer me observa con impaciencia mientras recorro lentamente con el dedo las columnas de nombres.

Noto una tensión en el estómago. No está aquí. Claro, puede que me haya equivocado con las fechas, o puede que me haya equivocado del todo. Tal vez nunca haya estado en la Criptas.

Me acuerdo de Fred riéndose mientras decía: Últimamente no tiene mucha gente con quien hablar.

—¿Has tenido suerte? —pregunta la mujer, sin ningún interés sincero.

—Solo un momento.

Una gota de sudor me corre por la columna. Paso a abril y sigo buscando.

Entonces veo un nombre que me detiene: Melanea O.

Melanea. Esa era el segundo nombre de Cassandra. Me acuerdo de haberlo oído en la toma de posesión de Fred y de haberlo visto en la carta que robé de su estudio

—Aquí está —digo. Tiene sentido que Fred no la ingresara con su nombre de verdad. Después de todo, la idea era hacer que desapareciera.

Paso el libro por la ventanilla. Los ojos de la mujer van de Melanea O. al número de recluso que se le asignó: 2225. Lo introduce en el ordenador mientras lo repite entre dientes.

—Pabellón B —dice—. En el ala nueva —introduce más órdenes con el teclado y, por detrás de ella, la impresora vuelve a la vida con un estremecimiento y de ella sale una pequeña etiqueta blanca que lleva impreso claramente VISITANTE PABELLÓN B. Me la pasa por la ventanilla junto con otro libro más fino, también forrado en piel—. Firma con tu nombre y rellena la fecha en el libro de visitas, y marca el nombre de la persona a la que vienes a ver. Colócate la etiqueta en el pecho; debe estar visible en todo momento. Y tendrás que esperar a que venga alguien que te acompañe. Pasa por el control de seguridad y llamaré para que te recojan.

Me suelta este último discurso con rapidez, en tono monocorde. Rebusco en el bolso hasta encontrar un boli y escribo Eleanor Latterly en la posición indicada, rezando para que no pregunte por mi carné de identidad. El libro de visitas es muy fino. En la última semana solo han venido tres personas.

Han empezado a temblarme las manos. Tengo problemas para quitarme la chaqueta cuando los guardias de seguridad me ordenan que la ponga en la cinta. El bolso y los zapatos también se ponen en bandejas, y tengo que colocarme con los brazos y las piernas abiertos, como ha hecho la enfermera, mientras uno de los hombres me inspecciona con pocas contemplaciones, pasándome un detector entre las piernas y sobre los pechos.

—Despejado —dice, haciéndose a un lado para que pase. Justo después del control hay una pequeña zona de espera, amueblada con varias sillas baratas de plástico y una mesa. Más allá veo que salen varios pasillos y hay letreros que indican diferentes pabellones y secciones del complejo. En un rincón está puesta una televisión sin sonido: un programa de política. Aparto los ojos rápidamente, no sea que aparezca Fred en la pantalla.

Una enfermera con el pelo negro y la cara grasienta y brillante viene hacia mí por el pasillo con aire enérgico. Lleva zuecos de hospital y un uniforme de flores. El nombre de su identificación es JAN.

—¿Tú eres la del Pabellón B? —me dice jadeando.

Asiento con la cabeza. Usa perfume de vainilla, demasiado dulce e intenso, pero aun así no puede enmascarar por completo los otros olores de este sitio: lejía, olor corporal.

—Por aquí.

Camina delante de mí hasta una puerta doble, que abre con un empujón de cadera.

Más allá de la puerta, el ambiente cambia. El pasillo por el que hemos entrado es de un blanco reluciente. Esta debe ser el ala nueva. Los suelos, las paredes, hasta el techo, todo es del mismo recubrimiento sin mancha. Hasta el aire huele distinto, más limpio, más nuevo. Hay mucho silencio, pero a medida que avanzamos por el pasillo oigo voces amortiguadas, ruido de equipo mecánico, el taconeo de los zuecos de otra enfermera que camina por otro corredor.

—¿Has estado aquí antes? —me pregunta resollando. Niego con la cabeza y me lanza una mirada de soslayo—. Eso pensaba. No recibimos muchas visitas por aquí. Total, para qué, es lo que yo digo.

—Acabo de enterarme de que mi tía…

Me interrumpe.

—Vas a tener que dejar la bolsa fuera del pabellón —jadeo, jadeo, jadeo—. Hasta una lima de uñas sirve en caso de extrema necesidad. Y tendremos que darte unas zapatillas. No puedes entrar al pabellón con esos cordones. El año pasado, uno de nuestros internos se colgó de una tubería, en un abrir y cerrar de ojos, en cuanto se hizo con unos cordones. Estaba más seco que la mojama. ¿A quién vienes a ver?

Lo dice todo tan deprisa que casi no puedo seguir el hilo de la conversación. Se me forma una imagen muy rápida: alguien que cuelga del techo con unos cordones atados a la garganta. En mi mente la persona se balancea, dando vueltas a mi alrededor. Es raro: es la cara de Fred la que me imagino, enorme, hinchada, roja.

—He venido a ver a Melanea —observo la cara de la enfermera, ese nombre no significa nada para ella—. Número 2225 —añado.

Al parecer, en las Criptas solo se identifica a la gente por su número, porque la enfermera suelta un gruñido de reconocimiento.

—No te va a dar ningún problema —dice con aire de complicidad, como si estuviera compartiendo un gran secreto—. Es tan tranquila como un ratón de iglesia. Bueno, no siempre. Me acuerdo de los primeros meses, que gritaba y gritaba: «¡Este no es mi sitio! ¡Yo no estoy loca!» —la enfermera se ríe—. Claro, eso es lo que dicen todos. Y si les haces caso, te aburren hablándote de hombrecitos verdes y arañas.

—¿Ella está… está loca, entonces? —pregunto.

—Bueno, no estaría aquí si no lo estuviera, ¿no? —dice Jan. Claramente, no espera que conteste. Hemos llegado a otra puerta doble, marcada con un letrero que dice: Pabellón B: Psicosis, Neurosis, Histeria.

—Vete y coge un par de zapatillas —continúa con aire alegre, señalando.

Fuera de las puertas hay un banco y una pequeña estantería de madera, en la cual han dejado varios pares de zapatillas de plástico. Los muebles son viejos y resultan raros en mitad de toda la blancura reluciente.

—Deja tus zapatos y el bolso justo aquí. No te preocupes, nadie te los va a quitar. Los delincuentes están en los pabellones viejos.

Se vuelve a reír.

Me siento en el banco y tiro de los cordones, deseando haberme puesto botas o zapatos planos en vez de esto. Noto los dedos torpes.

—¿Así que gritaba? —pregunto—. Cuando vino aquí, quiero decir.

La enfermera pone los ojos en blanco.

—Pensaba que su marido intentaba acabar con ella. No hacía más que hablar de una conspiración.

Todo mi cuerpo se pone frío. Trago saliva.

—¿Acabar con ella? ¿Qué quiere decir?

—No te preocupes —Jan mueve una mano—. Enseguida se tranquilizó. Les pasa a la mayoría. En cuanto se toman la medicación, no dan ni un problema —me toca el hombro—. ¿Estás lista?

No puedo más que asentir, aunque no me siento lista en absoluto. Mi cuerpo rebosa de la necesidad de dar la vuelta, de salir corriendo. Pero en vez de eso me quedo y sigo a Jan, que pasa por la puerta hasta otro pasillo, tan limpio como el anterior, con puertas blancas a ambos lados, sin ventanas. Cada paso parece más seguro que el anterior. Siento el frío del piso a través de las suelas, que son muy finas, y cada vez que poso el pie, me sube un escalofrío hasta la columna.

Llegamos a la puerta donde dice 2225 demasiado pronto. Jan da dos golpes con energía, pero no parece que espere respuesta. Se quita una llave que lleva al cuello y la coloca en el escáner situado a la izquierda de la puerta.

—Hemos renovado todos los sistemas de segundad a raíz de los incidentes. Mola, ¿verdad? —y cuando la puerta se abre con un ruidito, la empuja con firmeza.

—Tienes una visita —dice alegremente entrando en el cuarto.

Este último paso es el más duro. Durante un instante me parece que no voy a ser capaz de darlo. Prácticamente tengo que lanzarme hacia delante cruzando el umbral, entrando en la celda. Al hacerlo, me quedo sin aire en los pulmones.

Está sentada en una silla de plástico de bordes redondeados, mirando por un ventanuco con gruesos barrotes de hierro. No se vuelve cuando entramos, aunque distingo su perfil, al que llega la luz que se filtra desde el exterior: la nariz respingona, exquisita boca pequeña, las largas pestañas, su oreja rosada como una concha marina y la clara marca de la operación justo debajo. Tiene el pelo largo y rubio, lo lleva suelto, casi hasta la cintura. Me parece que debe tener unos treinta años.

Es bella.

Se parece a mí.

El estómago me da una sacudida.

—Buenas —dice con voz fuerte Jan, como si Cassandra no pudiera oírnos de otro modo, aunque el cuarto es diminuto. Es demasiado pequeño para que quepamos todas, y aunque no hay más que un catre, una silla, un lavabo y un inodoro, parece demasiado lleno—. Te he traído una visita. Qué agradable sorpresa, ¿verdad?

Cassandra no habla. Ni siquiera se da por aludida.

Jan pone los ojos en blanco de forma muy expresiva. Me dice sin voz: Lo siento. En voz alta dice:

—Venga, vamos, no seas maleducada. Date la vuelta y saluda como una niña buena.

En ese momento Cassie se vuelve, aunque sus ojos me pasan por encima completamente y van directos a Jan.

—¿Me puede traer una bandeja, por favor? Esta mañana no he desayunado.

Jan se lleva las manos a las caderas y dice con un tono exagerado de reproche, como si estuviera hablando con un niño:

—Bueno, eso ha sido una tontería por tu parte, ¿no?

—No tenía hambre —dice Cassie con sencillez.

Jan suspira.

—Tienes suerte de que hoy esté de buen humor —dice con un guiño—. ¿No te importa quedarte sola un minuto? —esta pregunta me la dirige a mí.

—Yo…

—No te preocupes —dice Jan—. Es inofensiva —alza la voz y adopta de nuevo el tono de forzado optimismo—. Ahora mismo vuelvo. Pórtate bien. No le causes problemas a tu invitada —se vuelve de nuevo hacia mí—. Si pasa cualquier cosa, dale al botón de emergencias que está junto a la puerta.

Antes de que pueda reaccionar, ya está en el pasillo y cierra la puerta a su espalda. Oigo el cerrojo que se desliza. El miedo me apuñala, agudo y claro, a través de los efectos amortiguadores de la cura.

Durante un momento hay silencio mientras intento recordar lo que había venido a decir. El hecho de haber encontrado a la mujer misteriosa es abrumador, y de repente no se me ocurre qué preguntarle.

Sus ojos se vuelven a los míos. Son de color avellana, muy claros. Inteligentes.

Nada de locos.

—¿Quién eres? —ahora que Jan se ha ido del cuarto, su voz adopta un tono acusador—. ¿Qué has venido a hacer aquí?

—Me llamo Hana Tate —digo. Aspiro hondo—. Me voy a casar con Fred Hargrove el próximo sábado.

El silencio se extiende entre nosotras. Siento que sus ojos me recorren y me obligo a quedarme quieta.

—Sus gustos no han cambiado —dice con tono neutro. Luego se vuelve hacia la ventana.

—Por favor —se me quiebra un poco la voz. Ojalá tuviera agua—. Me gustaría saber lo que sucedió.

Sigue teniendo las manos en el regazo. Debe haber perfeccionado este arte a lo largo de los años: estar sentada sin moverse.

—Estoy loca —dice sin entonación—. ¿No te lo han dicho?

—Yo no me lo creo —digo, y es verdad. No lo creo. Ahora que estoy hablando con ella, sé con certeza que está cuerda—. Quiero la verdad.

—¿Por qué? —se vuelve hacia mí—. ¿Qué te importa?

Para que no me suceda a mí. Para poder detenerlo. Esa es la verdadera y egoísta razón. Pero no puedo decir eso. Ella no tiene ningún motivo para ayudarme. Ya no se nos educa para que nos preocupemos por las personas que no conocemos.

Antes de poder pensar en algo que decir, se ríe: un sonido seco, como si no hubiera usado la garganta en mucho tiempo.

—Quieres saber lo que hice, ¿no? Quieres estar segura de que no cometes el mismo error.

—No —digo, aunque por supuesto tiene razón—. Eso no es lo que yo…

—No te preocupes —dice—. Lo comprendo —una sonrisa ilumina brevemente su rostro. Se mira las manos—. Me emparejaron con Fred cuando yo tenía dieciocho años —dice—. No fui a la universidad. Él era mayor. Habían tenido problemas para encontrarle una pareja. Era muy quisquilloso, y se le permitía serlo porque su padre era quien era. Todo el mundo decía que yo había tenido mucha suerte —se encoge de hombros—. Estuvimos casados cinco años.

Eso significa que es más joven de lo que yo creía.

—¿Qué pasó? —pregunto.

—Se cansó de mí —esto lo afirma con rotundidad. Sus ojos se posan en los míos un instante—. Y yo era un lastre. Sabía demasiado.

—¿Qué quieres decir? —me gustaría sentarme en el catre: me siento un poco mareada y las piernas me pesan. Pero me da miedo moverme. Me da miedo hasta respirar. En cualquier momento me puede ordenar que me vaya. No me debe nada.

No me contesta directamente.

—¿Sabes lo que le gustaba hacer cuando era pequeño? Solía atraer hasta su casa a los gatos del vecindario, les daba leche, atún, se ganaba su confianza. Y luego los envenenaba. Le gustaba verlos morir.

El cuarto parece más pequeño que nunca, sofocante y sin aire.

Vuelve a mirarme una vez más. Su mirada serena y firme me desconcierta. Tengo que hacer un esfuerzo para no apartar los ojos.

—A mí también me envenenó —dice—. Estuve enferma durante meses y meses. Por fin me lo contó. Ricino en el café. Lo suficiente para mantenerme en cama, enferma, dependiente. Me lo dijo para que supiera de lo que era capaz —hace una pausa—. Mató a su propio padre, ¿sabes?

Por primera vez, me pregunto si no estará loca después de todo. Quizá la enfermera tenía razón, quizá este sea su sitio. Esa idea supone una liberación.

—El padre de Fred murió durante los incidentes —digo—. Le mataron los inválidos.

Me mira con pena.

—Lo sé —como si me leyera la mente, añade—. Tengo ojos y oídos. Las enfermeras hablan. Y, por supuesto, yo estaba en el ala antigua cuando explotaron las bombas —baja la mirada hasta sus manos—. Se escaparon trescientos prisioneros. Y unos cuantos murieron. Yo no tuve la suerte de estar en ninguno de esos dos grupos.

—Pero ¿qué tiene eso que ver con Fred? —pregunto. Se me cuela un quejido en la voz.

—Todo —dice. Su tono se vuelve acerado—. Fred quería que tuvieran lugar los incidentes. Quería que las bombas explotaran. Trabajó con los inválidos, ayudó a planearlo.

No puede ser verdad. No puedo creerla. No voy a creerla.

—Eso no tiene ningún sentido.

—Tiene todo el sentido del mundo. Fred debe haberlo planeado durante años. Trabajó con la ASD, ellos tenían la misma idea. Él quería demostrar que su padre se equivocaba respecto a los inválidos, y quería que su padre muriera. Así se vería que él tenía razón y sería alcalde.

Una sacudida me recorre la columna vertebral cuando menciona la ASD. En marzo, durante una enorme concentración de esa organización en Nueva York, los inválidos atacaron y mataron a treinta ciudadanos e hirieron a muchos más. Todos lo compararon con los incidentes, y durante semanas se incrementó la seguridad por todas partes: se escaneaban los carnés de identidad, se hicieron búsquedas en vehículos, redadas en casas, y se redoblaron las patrullas callejeras.

Pero también hubo otros rumores: algunas personas decían que Thomas Fineman, el presidente de la ASD, sabía con antelación lo que iba a suceder y que incluso había permitido que pasara. Luego, dos semanas más tarde, fue asesinado.

No sé qué creer. Me duele el pecho por una emoción que no recuerdo cómo se nombra.

—Me caía bien el señor Hargrove —dice Cassandra—. Yo le daba pena.

Sabía cómo era su hijo. Me visitaba de vez en cuando, después de que Fred me hiciera encerrar, gracias a que consiguió gente que testificó que yo era una lunática. Amigos. Médicos. Me internaron en este sitio de por vida —señala el pequeño cuarto blanco, su tumba—. Pero el señor Hargrove sabía que no estaba loca. Me contaba historias del mundo exterior. Les buscó a mi madre y a mi padre un sitio donde vivir en Deering Highlands. Fred también quería silenciarlos a ellos. Debe haber pensado que yo les había contado que… Debe haber pensado que ellos sabían lo que yo sabía —mueve la cabeza—. Pero yo no se lo conté. Ellos no sabían nada.

Así que los padres de Cassie se vieron forzados a vivir en Highlands, como la familia de Lena.

—Lo siento —digo. Es lo único que se me ocurre, aunque sé lo endeble que suena.

Ella no parece oírme.

—Ese día, cuando explotaron las bombas, el señor Hargrove había venido de visita. Me trajo chocolate —se vuelve hacia la ventana. Me pregunto en qué pensará, está de nuevo completamente quieta, su perfil dibujado con la escasa luz solar—. He oído que murió intentando restaurar el orden. Entonces me sentí triste por él. Es raro, ¿verdad? Pero supongo que al final Fred consiguió acabar con los dos.

—¡Aquí estoy! ¡Más vale tarde que nunca!

La voz de Jan hace que me sobresalte. Me doy la vuelta: entra por la puerta trayendo una bandeja de plástico con un pequeño vaso de plástico con agua y un pequeño cuenco de plástico con una papilla grumosa de avena. Me hago a un lado mientras deposita la bandeja en el catre. Noto que los cubiertos son de plástico también. Claro, no puede haber metal. Ni cuchillos tampoco.

Me acuerdo del hombre que se colgó con los cordones de los zapatos, cierro los ojos y en vez de eso pienso en la bahía. La imagen se quiebra en las olas. Vuelvo a abrirlos.

—Bueno, ¿qué te parece? —dice Jan alegremente—. ¿Quieres comer ahora?

—La verdad es que creo que voy a esperar —dice con voz suave Cassie. Sus ojos siguen dirigidos al exterior de la ventana—. Se me ha pasado el hambre.

Jan me mira y pone los ojos en blanco como diciendo: Majaretas.

Ir a la siguiente página

Report Page