Requiem

Requiem


Lena

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Lena

No perdemos tiempo en abandonar la casa de seguridad una vez se ha decidido: vamos a ir a Portland todos juntos en grupo, para unirnos a la Resistencia de allí y añadir nuestra fuerza a los agitadores. Se prepara algo grande, pero Cap y Max se niegan a comentar nada al respecto, y mi madre alega que, de todos modos, solo conocen unos pocos detalles. Ahora que ha caído el muro que nos separaba, ya no me resisto a volver a Portland. De hecho, una pequeña parte de mí incluso lo espera con impaciencia.

Mi madre y yo hablamos junto al fuego de campamento mientras comemos. Nos quedamos a hablar hasta bien entrada la noche, hasta que Julián asoma la cabeza por la tienda, desorientado y con cara de sueño, y me dice que tendría que dormir un poco, o hasta que Raven nos da una voz para que nos callemos.

Hablamos por la mañana. Hablamos mientras caminamos.

Hablamos de cómo ha sido mi vida en la Tierra Salvaje, y la suya. Me cuenta que incluso cuando estaba en las Criptas, ya estaba metida en la Resistencia. Había un topo, un infiltrado, un curado que aun así simpatizaba con la causa y que trabajaba de guardia en el Pabellón Seis, donde ella estaba presa. Le echaron la culpa de que ella escapara y le encerraron a él también.

Me acuerdo de él: le vi hecho un ovillo, como un feto, en una esquina de una celda diminuta de piedra. Pero esto no se lo he contado a mi madre. No le he contado que Álex y yo conseguimos entrar en las Criptas, porque eso implicaría hablar de él. Y no puedo hablar de él, ni con ella ni con nadie.

—Pobre Thomas —mi madre mueve la cabeza—. Se esforzó mucho para que le pusieran en el Pabellón Seis. Me buscó —mira de soslayo—. Conocía a Rachel, ¿sabes?, desde hacía mucho. Creo que nunca pudo superar haber tenido que renunciar a ella. Siguió estando enfadado, incluso después de su operación.

Aprieto bien los ojos al mirar al sol. Me vuelven imágenes largo tiempo enterradas: Rachel encerrada en su habitación, negándose a salir y a comer; la cara pálida y pecosa de Thomas en la ventana, diciéndome por gestos que le deje entrar; yo, agachada en un rincón el día que se llevaron a Rachel a rastras a los laboratorios, viéndola dar patadas y gritar enseñando los dientes, como un animal.

Yo debía tener ocho años. Solo había pasado un año desde la muerte de mi madre, o desde que me dijeron que había muerto.

—Thomas Dale —suelto. Me he quedado con el nombre durante todos estos años.

Mi madre pasa la mano con aire distraído por la hierba. Al sol, su edad y las arrugas se hacen más evidentes.

—Casi no me acordaba de él. Y por supuesto, cuando le volví a ver, había cambiado un montón. Habían pasado tres, cuatro años. Me acuerdo de que le pillé merodeando cerca de casa una vez que volví pronto del trabajo. Se asustó muchísimo. Pensaba que le iba a denunciar —suelta una carcajada—. Eso fue justo antes de que… me llevaran.

—Y él te ayudó —digo. Intento aclarar mentalmente los detalles de su cara, recuperarlos del olvido, pero todo lo que veo es una figura mugrienta hecha un ovillo en el suelo de una celda asquerosa.

Mi madre asiente.

—No consiguió olvidar del todo lo que había perdido. Conservó una parte. A veces les pasa, ¿sabes?, a algunas personas. Siempre pensé que eso era lo que le había pasado a tu padre.

—Entonces, ¿papá estaba curado?

No sé por qué me siento tan decepcionada. Casi ni me acuerdo de él: murió de cáncer cuando yo tenía un año.

—Sí, lo estaba —a mi madre le tiembla la barbilla—. Pero había veces en que yo sentía… Había veces en que parecía como si todavía pudiera sentirlo, solo durante un instante. Quizá eran solo imaginaciones mías. No importa. Yo le amaba de todos modos. Él era muy bueno conmigo.

Inconscientemente se lleva la mano al cuello como buscando el colgante que llevaba, la insignia militar del abuelo, que mi padre le regaló. La usó para abrirse un túnel y escapar de las Criptas.

—El colgante —digo—. Aún no te acostumbras a no tenerlo.

Se vuelve hacia mí entrecerrando los ojos. Consigue esbozar una pequeña sonrisa.

—Hay algunas pérdidas que nunca se superan.

También le hablo a mi madre sobre mi vida, en especial de lo que ha sucedido desde que vine de Portland, y de cómo llegué a implicarme con Raven, Tack y la Resistencia. De vez en cuando, sacamos a relucir recuerdos de la época de antes: el tiempo perdido antes de que ella se fuera, antes de que mi hermana fuera curada, antes de que a mí me llevaran a casa de tía Carol. Pero no muy a menudo.

Como dice mi madre, hay pérdidas que nunca se superan.

Algunos temas siguen siendo tabú. Ella no me pregunta qué me impulsó a cruzar, y yo no se lo cuento tampoco. Conservo la nota de Álex en un pequeño bolsito de cuero que llevo al cuello, un regalo de mi madre. Se lo compró a un buhonero a comienzos de año, pero es un recuerdo de una vida pasada, como llevar la foto de alguien que está muerto.

Mi madre sabe, por supuesto, que he descubierto el camino del amor. De vez en cuando, la pillo mirándome cuando estoy con Julián. La expresión de su cara, orgullo, dolor, envidia y amor todo mezclado, me recuerda que no solo es mi madre, sino una mujer que ha luchado toda su vida por algo que nunca ha experimentado de verdad.

Mi padre estaba curado. Y no se puede amar, no plenamente, a menos que ese amor sea correspondido.

Me duele por ella. Es un sentimiento que odio y del que, de algún modo, me avergüenzo.

Julián y yo hemos encontrado de nuevo nuestro ritmo. Es como si hubiéramos saltado por encima de las últimas semanas, por encima de la larga sombra de Álex, y hemos aterrizado limpiamente al otro lado. Nunca nos cansamos el uno del otro. Me asombra una vez más cada parte de él: sus manos, su modo amable y grave de hablar, todas las formas distintas en que se ríe.

Por la noche, en la oscuridad, nos volvemos el uno hacia el otro. Nos perdemos en el ritmo nocturno, en los gritos, aullidos y gruñidos de los animales de fuera. Y a pesar de los peligros de la Tierra Salvaje y de la amenaza constante de los reguladores y los carroñeros, me siento libre por primera vez en lo que parece una eternidad.

Una mañana, salgo de la tienda y me encuentro que Raven se ha quedado dormida y en realidad son Julián y mi madre quienes están atizando el fuego. Están de espaldas a mí y se ríen por algo. Se elevan finos hilillos de humo en el aire primaveral. Durante un momento me quedo completamente inmóvil, aterrorizada, sintiendo como si estuviera al borde de algo: si me muevo, si doy un paso hacia delante o hacia atrás, la imagen se desvanecerá en el viento y ellos se volverán polvo.

En ese momento, Julián se gira y me ve.

—Hola, guapa —dice. Sigue teniendo moretones en la cara, aún hinchada en algunos sitios, pero sus ojos mantienen el color exacto del cielo de la mañana temprana. Cuando sonríe, me parece la cosa más bella que he visto nunca.

Mi madre agarra un cubo y se pone de pie.

—Iba a darme un baño —dice.

—Te acompaño —digo.

Al meterme en el arroyo de aguas aún heladas, el viento me pone la piel de gallina. Un grupo de golondrinas se desliza por el cielo y el agua trae un ligero sabor a tierra. Mi madre tararea una canción, un poco más abajo. Esta no es la felicidad que yo hubiera imaginado. No es lo que elegí.

Pero es suficiente. Es más que suficiente.

En la frontera con Rhode Island nos encontramos con otro grupo de unos veintitantos habitantes de un hogar, que también se dirigen a Portland. Todos menos dos apoyan a la Resistencia, y los dos que no quieren luchar no se atreven a quedarse solos. Nos estamos aproximando a la costa y se ven por todas partes los desechos de la antigua vida. Nos encontramos con una enorme estructura de cemento en forma de colmena, que Tack identifica como un antiguo aparcamiento de varias plantas.

Hay algo en la estructura que me produce ansiedad. Es como un altísimo insecto de piedra con cientos de ojos. Todo el grupo se queda en silencio mientras pasamos junto a él. Se me erizan los pelos de la nuca y, aunque sé que es absurdo, no puedo sacudirme la idea de que nos están vigilando.

Tack, que dirige el grupo, alza la mano. Todos nos detenemos bruscamente. Inclina la cabeza como si intentase oír algo. Contengo el aliento. Todo está en silencio, salvo por los sonidos de los animales del bosque y el suave canto del viento.

En ese momento nos cae un montoncito de fina grava, como si alguien, por descuido, la hubiera empujado con el pie desde alguno de los pisos superiores de la construcción.

Al instante, todo se vuelve un caos.

—¡Agachaos, agachaos! —grita Max, mientras todos nos lanzamos a por nuestras armas, sacando rifles y escondiéndonos entre la maleza.

—¡Cuuuu-iiiii!

La voz, el grito, nos paraliza. Alzo la cabeza hacia el cielo, protegiéndome los ojos del sol. Durante un instante me parece estar soñando.

Pippa ha salido de las cavernas de la colmena y está de pie en una cornisa bañada por el sol, saludándonos con un pañuelo rojo, sonriendo.

—¡Pippa! —grita Raven con voz estrangulada. Solo entonces me lo creo.

—Hola a todos —nos grita Pippa a su vez. Y lentamente, de detrás de ella sale más y más gente: una masa de gente flaca, andrajosa, que llena las diferentes plantas del aparcamiento.

Cuando por fin Pippa llega a la planta baja, inmediatamente es tragada por Tack, Raven y Max. Beast, que también está vivo, sale a la luz justo detrás de ella, y casi me parece demasiado para creerlo. Durante un cuarto de hora no hacemos más que gritar y reír y hablar todos a la vez, sin que se entienda ni una sola palabra de lo que decimos.

Por fin, Max consigue hacerse oír por encima del caos de voces y risas.

—¿Qué pasó? —está riendo, sin aliento—. Oímos que no había sobrevivido nadie. Que había sido una masacre.

Al momento, Pippa se pone seria.

—Fue una masacre —dice—. Perdimos a cientos de personas. Llegaron los tanques y rodearon el campamento. Usaron gases lacrimógenos, ametralladoras, bombas. Fue un baño de sangre. Los gritos… —se interrumpe—. Fue horrible.

—¿Cómo conseguisteis salir? —pregunta Raven. Todos nos hemos quedado en silencio. Ahora parece horrible que hace solo un segundo estuviéramos todos riendo y celebrando que Pippa esté a salvo.

—Casi no tuvimos tiempo —dice Pippa—. Intentamos advertir a todo el mundo. Pero ya podéis imaginar cómo fue: un caos. Nadie hacía caso.

Por detrás de ella, los inválidos van saliendo del aparcamiento a la luz del sol con aire cauto, con los ojos muy abiertos, en silencio, nerviosos, como supervivientes de un huracán que se sorprenden de que el mundo siga existiendo. No puedo imaginarme lo que habrán presenciado en Waterbury.

—¿Cómo conseguisteis evadir el cerco de tanques? —pregunta Bee. Aún me resulta raro pensar en ella como mi madre cuando se comporta así, como una curtida combatiente de la Resistencia. De momento, me contento con permitirle una doble existencia, a veces es mi madre y a veces es una líder, una luchadora.

—No salimos corriendo —dice Pippa—. No hubo oportunidad. Toda la zona estaba hasta arriba de soldados. Nos escondimos.

Le cruza la cara un gesto de dolor. Abre la boca, como para seguir hablando, pero luego vuelve a cerrarla.

—¿Dónde os escondisteis? —Insiste Max.

Pippa y Beast se intercambian una mirada indescifrable. Durante un instante, me da la sensación de que Pippa no va a contestar. Algo sucedió en el campo, algo que no nos quieren contar.

Luego tose y vuelve la mirada a Max.

—En el lecho del río, al principio, antes de que empezaran los disparos. Poco después empezaron a caer los cuerpos. Y nos protegimos con ellos.

—¡Dios mío! —Hunter se lleva el puño al ojo derecho. Parece como si fuera a vomitar. Julián se aparta de Pippa.

—No teníamos elección —dice ella con severidad—. Además, ya estaban muertos. Al menos sus cuerpos sirvieron para algo.

—Nos alegramos de que lo consiguierais, Pippa —dice amablemente Raven, y le pone una mano en el hombro. Pippa se vuelve hacia ella, agradecida, con una expresión ilusionada, abierta, como la de un cachorro.

—Pensaba enviaros noticias a la casa de seguridad, pero me imaginé que ya os habríais ido —dice—. No quise arriesgarme habiendo tropas en la zona. Demasiado visible. Así que nos dirigimos al norte. Nos encontramos con la colmena por casualidad —señala con la barbilla la enorme estructura del aparcamiento. Es verdad que parece una colmena gigante ahora que hay figuras, medio en sombras, que nos miran desde distintos niveles, flotando en distintos planos de luz y luego retirándose de nuevo a la oscuridad—. Pensamos que era un buen sitio para escondernos un tiempo y esperar a que se calmaran las cosas.

—¿Cuánta gente tienes? —pregunta Tack. Han bajado decenas y decenas de personas y están de pie, agrupadas juntas, un poco por detrás de Pippa, como una jauría de perros que han sido golpeados y han pasado hambre y por eso son sumisos. Su silencio resulta desconcertante.

—Más de trescientos —dice Pippa—. Casi cuatrocientos.

Un número enorme; con todo, solo una fracción de la cantidad de gente que estaba acampada en las afueras de Waterbury. Durante un instante me llena la rabia ciega, ardiente. Queríamos libertad de amar, y en lugar de eso nos hemos convertido en salvajes, en luchadores. Julián se acerca a mí y me pasa la mano por el hombro permitiendo que me apoye en él, como si supiera lo que estoy pensando.

—No hemos visto señales de los soldados —dice Raven—. Yo supongo que vendrían de Nueva York. Si tenían tanques, deben haber usado alguna de las carreteras de servicio a lo largo del Hudson. Es de esperar que hayan vuelto al sur.

—Misión cumplida —dice Pippa con amargura.

—No han conseguido nada —mi madre interviene de nuevo, pero ahora su voz es más suave—. La lucha no ha terminado, solo está empezando.

—Nos dirigimos a Portland —dice Max—. Tenemos amigos allí muchos. Entonces será la hora de devolver el golpe —añade con repentina fiereza—. Ojo por ojo.

—Y todo el mundo se queda ciego —dice Coral en voz baja.

Todo el mundo se vuelve a mirarla. Apenas ha hablado desde que Álex se fue, y yo la he evitado cuidadosamente. Siento su dolor como una presencia física, una energía oscura y absorbente que la consume y la rodea y que me hace compadecerla, al tiempo que me irrita. Es un recuerdo de que él ya no era mío para perderlo.

—¿Qué has dicho? —pregunta Max con una agresividad apenas disimulada.

Coral aparta la vista.

—Nada —dice—. Es solo algo que oí una vez.

—No tenemos opción —insiste mi madre—. Si no luchamos, acabarán con nosotros. No se trata de devolver el golpe —lanza una mirada a Max, que gruñe y se cruza de brazos—. Es una cuestión de supervivencia.

Pippa se pasa una mano por la cabeza.

—Mi gente está débil —dice por fin—. Nos hemos estado alimentando con lo que encontrábamos por el bosque, ratas sobre todo.

—En el norte habrá comida —dice Max—. Pertrechos. Como he dicho, la Resistencia tiene amigos en Portland.

—No estoy segura de que consigan llegar —dice Pippa bajando la voz.

—Bueno, aquí tampoco os podéis quedar —apunta Tack.

Pippa se muerde el labio e intercambia una mirada con Beast. Él asiente.

—Tiene razón, Pip —dice Beast.

Por detrás de Pippa, de repente, interviene una mujer. Está tan delgada que parece como si hubiera sido tallada en madera.

—Iremos —su voz suena sorprendentemente profunda y fuerte. En su rostro hundido, naufragado, sus ojos brillan como dos carbones ardientes—. Lucharemos.

Pippa suelta el aire despacio. Luego asiente.

—De acuerdo, entonces —dice—. Iremos a Portland.

A medida que nos acercamos a la ciudad, a medida que la luz y el terreno se van haciendo más familiares, con vegetación frondosa y olores que conozco desde la infancia, de mis recuerdos más antiguos, empiezo a trazar mis planes.

Nueve días después de abandonar la casa de seguridad, ahora que somos mucho más numerosos, atisbamos por primera vez una de las vallas fronterizas de Portland. Solo que ya no es una valla. Es una alta pared de cemento, una lámina de piedra sin rostro, manchada de un rosa sobrenatural a la luz del amanecer.

Me quedo tan sorprendida que me detengo.

—¿Qué demonios…?

Max camina detrás de mí y tiene que evitarme en el último momento.

—Obra reciente —dice—. Han reforzado los controles fronterizos. Han intensificado el control por todas partes. Portland está dando ejemplo.

Mueve la cabeza y murmura algo.

Esta imagen, la visión de un muro construido hace poco, ha hecho que mi corazón se desboque. Me fui de la ciudad hace menos de un año, pero ya ha cambiado. Se apodera de mí el miedo a que todo sea distinto también dentro de ese muro. Quizá no reconoceré ninguna calle. Quizá no seré capaz de encontrar el camino hasta la casa de tía Carol.

Tal vez no pueda encontrar a Grace.

No puedo evitar preocuparme también por Hana. Me pregunto dónde estará una vez que entremos en la ciudad en masa, los niños rechazados, los hijos pródigos, como los ángeles que se describen en el Manual de FSS, que fueron arrojados del paraíso por haber contraído la enfermedad, expulsados por un dios colérico.

Pero recuerdo que mi Hana, la Hana que conocí y amé, ya no existe.

—No me gusta —digo.

Max se gira para mirarme, un lado de su boca curvado en una sonrisa.

—No te preocupes —dice—. No seguirá en pie mucho tiempo.

Me guiña un ojo.

Vaya. Más explosiones. Eso tiene sentido: de alguna forma tenemos que introducir a un gran número de personas en la ciudad.

Un silbato agudo, débil, rompe el silencio de la mañana. Beast. Pippa y él se han adelantado al grupo esta mañana para explorar recorriendo el perímetro de la ciudad, buscando a otros inválidos o señales de un campamento o un hogar. Nos volvemos hacia el sonido. Llevamos caminando desde medianoche, pero en este momento encontramos una energía renovada y nos movemos más rápido que durante todo el trayecto.

Los árboles nos escupen al borde de un amplio claro. La vegetación ha sido estrictamente recortada y ante nosotros se extiende un largo camino de césped, bien cuidado, que medirá medio kilómetro. En él hay caravanas colocadas sobre ladrillos y bloques de cemento, al igual que remolques de camión oxidados y mantas colgadas de las ramas de los árboles para formar improvisados doseles. La gente ya se mueve en torno al campamento y el aire huele a madera quemada.

Beast y Pippa están de pie un poco aparte, conversando con un hombre alto de pelo rubio rojizo en el exterior de una de las caravanas.

Raven y mi madre empiezan a dirigir el grupo hacia el claro. Yo me quedo donde estoy, paralizada. Julián, al darse cuenta de que no estoy con el grupo, se vuelve hacia mí.

—¿Qué pasa? —pregunta. Tiene los ojos rojos. Ha estado haciendo más que la mayoría: explorar, buscar comida, hacer guardia mientras el resto dormíamos.

—Yo… yo sé dónde estamos —digo—. He estado aquí antes.

No digo que con Álex. No hace falta. Julián parpadea.

—Vamos —dice. Su voz suena forzada, pero alarga el brazo y me toma la mano. Se le han encallecido las palmas, pero me sigue tocando con ternura.

Instintivamente busco en la línea de caravanas, intentando identificar la que Álex se había apropiado. Pero eso fue el verano pasado, era de noche y yo estaba muerta de miedo. No recuerdo ninguna de sus características, salvo el techo enrollable de lona, que no se distinguiría desde donde me encuentro.

Siento un breve aleteo de esperanza. Quizá Álex esté aquí. Quizá haya vuelto a territorio conocido.

El hombre rubio habla con Pippa.

—Habéis llegado justo a tiempo —dice. Es mucho mayor de lo que parecía desde lejos, por lo menos tiene cuarenta años, aunque no tiene cicatriz en el cuello. Obviamente, no ha pasado mucho tiempo en Zombilandia—. El juego comienza mañana a las doce.

—¿Mañana? —repite Pippa. Tack y ella intercambian una mirada. Julián me aprieta la mano. Siento una corriente de ansiedad—. ¿Por qué tan pronto? Sí tuviéramos más tiempo para planear…

—Y más tiempo para alimentarnos —interrumpe Raven—. La mitad de nuestra gente está muerta de hambre. No van a poder luchar mucho.

El hombre rubio extiende los brazos.

—No ha sido cosa mía. Nos estamos coordinando con nuestros amigos del otro lado. Mañana tenemos nuestra mejor oportunidad de entrar. Una parte significativa del personal de seguridad estará ocupada, hay un evento público en la zona de los laboratorios. Eso significa que se los llevarán del perímetro para proteger ese acontecimiento.

Pippa se frota los ojos y suspira. Mi madre interviene:

—¿Quién va primero?

—Aún estamos decidiendo los últimos detalles —dice—. No sabíamos si la Resistencia había hecho correr la voz. No sabíamos si podíamos esperar alguna ayuda.

Cuando se dirige a mi madre, su expresión cambia: se hace más formal, y mucho más respetuosa también. Veo que sus ojos descienden hasta el tatuaje del cuello, el que la identifica como antigua prisionera de las Criptas. Sin duda sabe lo que eso significa, aunque no haya pasado mucho tiempo en la ciudad.

—Ahora tenéis ayuda —dice mi madre.

El hombre rubio recorre nuestro grupo con la mirada y más gente sale de los bosques, fluyen hacia el claro, se van juntando en la débil luz de la mañana. Se sorprende un poco, como si acabara de darse cuenta de cuántos somos.

—¿Cuántos sois en total? —pregunta.

Raven sonríe enseñando todos los dientes.

—Suficientes —asegura.

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