Requiem

Requiem


Hana

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Hana

La casa de los Hargrove derrocha luz. Cuando nuestro coche entra en el sendero, me da la sensación de que es un enorme barco blanco varado. En cada ventana reluce una lámpara; de los árboles del jardín se han colgado pequeñas lucecitas blancas, y el tejado está también coronado de ellas.

Por supuesto, las luces no tienen que ver con el hecho de celebrar. Son una manifestación de poder. Nosotros tendremos, controlaremos, poseeremos, incluso derrocharemos, y otros se marchitarán en la oscuridad, sudarán en verano, se congelarán en cuanto cambie el tiempo.

—¿No crees que es precioso, Hana? —dice mi madre en el momento en que guardias vestidos de negro aparecen surgidos de la oscuridad y abren las puertas del coche. Se apartan y esperan a que salgamos, con las manos juntas, respetuosos, deferentes, en silencio. Obra de Fred, probablemente. Me acuerdo de sus dedos apretándome la garganta. Aun así vas a aprender a saltar cuando yo te lo diga

Y la inexpresiva voz de Cassandra, la apagada resignación en sus ojos. De niño envenenaba gatos. Le gustaba ver cómo morían.

—Precioso —repito como un eco.

Se vuelve a mí mientras está girando las piernas para salir del coche y frunce el ceño ligeramente.

—Estás muy callada esta noche.

—Cansada —digo.

La última semana y media se ha pasado sin sentir. No puedo recordar días concretos. Todo se mezcla, adopta el gris entreverado de un sueño confuso.

Mañana me caso con Fred Hargrove.

Todo el día me he sentido como sonámbula. He visto como mi cuerpo se movía y sonreía y hablaba, se vestía y se echaba crema y perfume, bajaba las escaleras como flotando hasta el coche que esperaba, y en este momento se deja llevar por el sendero de baldosas hasta la puerta principal de la casa de Fred.

Mira a Hana caminar. Mira a Hana que entra en el vestíbulo, parpadeando por lo brillante de las luces: una araña que envía dardos irisados de luz por las paredes, lámparas que atiborran la mesa del salón y las librerías, velas que arden en candelabros de plata maciza. Mira a Hana que se vuelve hacia la sala llena de gente, un centenar de caras brillantes e hinchadas que se giran a mirarla.

—¡Ahí está!

—¡Aquí llega la novia…!

—Y la señora Tate.

Mira a Hana que dice hola, saluda con la mano y asiente, estrecha manos y sonríe.

—¡Hana! Justo a tiempo. Justamente estaba cantando tus alabanzas.

Fred se dirige hacia mí cruzando la habitación, sonriente. Sus zapatos elegantes se hunden silenciosos en la elegante moqueta.

Mira a Hana que le da una mano a su casi esposo.

Fred se inclina para susurrar.

—Estás muy guapa —y luego—. Espero que te hayas tomado en serio lo que hablamos.

Al decirlo me pellizca el brazo, fuerte, en la parte carnosa justo por encima del codo. Le da el otro brazo a mi madre y nos movemos por la sala mientras la multitud se abre a nuestro paso, con un crujido de sedas y lino. Fred me dirige, deteniéndose a charlar con los miembros más importantes del gobierno de la ciudad y con sus benefactores más generosos. Yo escucho y río en los momentos adecuados, pero todo el tiempo tengo la sensación de estar soñando.

—Una idea brillante, alcalde Hargrove. Justo le estaba diciendo a Ginny…

—¿Y por qué tendrían que tener luz? ¿Por qué tendrían que recibir nada de nosotros, después de todo?

—… pronto se acabará el problema.

Mi padre ya está aquí; veo que habla con Patrick Riley, el hombre que se hizo cargo de la presidencia de América sin Deliria cuando Thomas Fineman fue asesinado el mes pasado. Riley debe haber venido de Nueva York, donde la organización tiene su cuartel general.

Me acuerdo de lo que me contó Cassandra: que la ASD había colaborado con los inválidos, que también Fred lo ha hecho, y que ambos ataques estaban planeados. Siento que me estoy volviendo loca. Ya no sé qué creer. Quizá me encerrarán en las Criptas con ella y me quitarán los cordones de los zapatos.

Tengo que tragarme las ganas repentinas de reír.

—Con permiso —digo en cuanto se afloja el apretón de Fred en mi codo y veo la oportunidad de escapar—. Voy a buscar una bebida.

Fred me sonríe, aunque su mirada es sombría. La advertencia está clara: Compórtate.

—Por supuesto —dice en tono relajado. A medida que me abro camino por la sala, la multitud cierra filas en tomo a él hasta que no se le ve.

Han colocado una mesa cubierta con un mantel de lino ante uno de los amplios ventanales que dan al césped bien cuidado y a los impecables arriates, donde las flores están dispuestas por altura, tipo y color.

Pido agua y trato de pasar lo más inadvertida posible, esperando evitar la conversación al menos durante unos pocos minutos.

—¡Ahí está! ¡Hana! ¿Te acuerdas de mí? —Desde el otro lado de la sala, Celia Briggs, que está de pie junto a Steven Hilt, vestida como si se hubiera tropezado por accidente con un montón enorme de gasa azul, está tratando desesperadamente de atraer mi atención. Yo aparto la vista, fingiendo que no la he visto. A medida que ella se abre paso a empujones en mi dirección, tirando de Steven por una manga, yo avanzo hacia el vestíbulo y me apresuro en dirección a la parte trasera de la casa.

Me pregunto si ella sabe lo que sucedió el verano pasado: cómo Steven y yo respirábamos el uno en la boca del otro, dejando que los sentimientos se transmitieran por nuestros labios. Puede que Steven se lo haya contado. Quizá ahora se rían con ello, ahora que ya estamos todos a salvo, del otro lado de aquellas agitadas noches aterradoras.

Me dirijo al porche cubierto de la parte de atrás, pero esa zona también está llena de gente. Cuando estoy a punto de pasar la cocina, oigo alzarse la voz de la señora Hargrove.

—Agarra ese cubo de hielo, ¿vale? Al camarero de la barra casi se le ha acabado.

Tratando de evitarla, me cuelo en el estudio de Fred y cierro la puerta rápidamente a mi espalda. Ella solo me llevaría firmemente de vuelta a la fiesta, de vuelta a Celia Briggs y a esa sala llena de dientes. Me apoyo en la puerta, soltando el aire despacio.

Mis ojos se posan en el único cuadro de la habitación: el hombre, el cazador y los cuerpos masacrados.

Solo que esta vez no aparto la vista.

Hay algo raro en el cazador: va demasiado bien vestido, lleva un traje pasado de moda y botas pulidas. Sin darme cuenta me acerco dos pasos, horrorizada e incapaz de mirar a otro lado. Los animales colgados de ganchos de carne no son animales.

Son mujeres.

Cadáveres, cadáveres humanos colgados del techo y apilados en el suelo de mármol.

Junto a la firma del artista hay una pequeña nota pintada: El Mito de Barbazul o Los Peligros de la Desobediencia.

Siento una necesidad que no puedo nombrar de manera precisa, de hablar, de gritar, de correr. Sin embargo, me siento en la silla de cuero de respaldo duro que está detrás del escritorio, me inclino hacia delante y apoyo la cabeza en los brazos intentando recordar cómo se llora. Pero no me viene nada, excepto un ligero picor en la garganta y un dolor de cabeza.

No sé cuánto tiempo llevo sentada en esa posición cuando oigo que se acerca una sirena. Entonces la habitación se llena repentinamente de color: ráfagas de rojo y blanco se cuelan de manera intermitente por los cristales de la ventana. Las sirenas siguen sonando y entonces me doy cuenta de que están por todas partes, tanto cerca como lejos, algunas aúllan con un sonido agudo calle abajo y otras no llegan a ser más que un eco.

Algo pasa.

Salgo al vestíbulo, justo cuando varias puertas resuenan a la vez. Ha cesado el murmullo de las conversaciones y la música. En vez de eso, oigo cómo se gritan unos a otros. Fred sale corriendo al vestíbulo y viene hacia mí a grandes zancadas, justo después de que haya cerrado la puerta de su estudio.

Al verme se detiene.

—¿Dónde estabas? —pregunta.

—En el porche —contesto rápidamente. Me late el corazón a toda velocidad—. Necesitaba un poco de aire.

Abre la boca y en ese mismo momento llega mi madre, pálida.

—Hana —dice—. Aquí estás.

—¿Qué ha pasado? —pregunto.

Cada vez más grupos abandonan la sala: reguladores de impecable uniforme, los guardaespaldas de Fred, dos oficiales de policía con expresión solemne, y Patrick Riley poniéndose la americana. Los móviles no paran de sonar y el vestíbulo está inundado por las interferencias de los walkie-talkies.

—Se ha producido un incidente en el muro fronterizo —dice mi madre mirando nerviosamente a Fred.

—Miembros de la Resistencia —la expresión de mi madre me confirma que mis sospechas son ciertas.

—Han sido eliminados, por supuesto —dice Fred en voz alta, para que todo el mundo lo oiga.

—¿Cuántos había? —pregunto.

Fred se vuelve hacia mí mientras se pone la americana que un regulador de cara gris acaba de pasarle.

—¿Importa eso? Ya nos hemos ocupado del asunto.

Mi madre me lanza una mirada y mueve la cabeza en un tímido gesto de negación.

Detrás de él, un policía habla por el walkie.

—Diez-cuatro, diez-cuatro, estamos en camino.

—¿Estás listo? —pregunta Patrick Riley a Fred. Este asiente. Al momento, su teléfono móvil empieza a sonar. Lo saca del bolsillo y lo silencia rápidamente.

—Mierda. Más vale que nos demos prisa. Los teléfonos del despacho probablemente se estarán volviendo locos.

Mi madre me pasa un brazo por los hombros. Por un momento me sobresalto. Es muy raro que nos toquemos así. Debe estar más preocupada de lo que aparenta.

—Vamos —dice—. Tu padre nos espera.

—¿Adonde vamos? —pregunto mientras me conducen hacia la parte delantera de la casa.

—A casa —dice.

Fuera, ya se están reuniendo los invitados. Nos unimos a la fila de gente que espera sus coches. Vemos siete u ocho personas que se amontonan en un vehículo, mujeres con trajes largos, una encima de otra en los asientos traseros. Está claro que nadie quiere caminar por las calles, que siguen invadidas con el sonido de las sirenas.

Mi padre se sienta delante, con Tony. Mi madre y yo nos apretamos atrás con el señor y la señora Brande, que trabajan en el Ministerio de Desinfección. Normalmente la señora Brande no se calla ni dormida —mi madre siempre ha dicho que la cura la dejó sin autocontrol verbal—, pero esta noche viajamos en silencio. Tony conduce más rápido de lo normal.

Empieza a llover. Las farolas crean formas en las ventanas como haces de luz rotos. En este momento en que estoy alerta por el miedo y la ansiedad, no me puedo creer lo estúpida que he sido. Tomo una decisión repentina, nada de volver a Deering Highlands. Es demasiado peligroso. La familia de Lena no es mi problema. He hecho todo lo que podía.

El sentimiento de culpa sigue ahí, haciendo presión sobre mi garganta, pero me lo trago.

Pasamos otra farola, y la lluvia se convierte en largos dedos sobre el cristal de la ventanilla; después, el coche es tragado de nuevo por la oscuridad. Imagino figuras que se mueven en las tinieblas deslizándose junto al coche, caras que salen y entran en las sombras. Durante un instante, cuando pasamos junto a otra farola, veo una figura con capucha que sale del bosque a un lado de la carretera. Nuestros ojos se cruzan y suelto un pequeño grito.

Álex. Es Álex.

—¿Qué pasa? —pregunta mi madre, tensa.

—Nada, yo… —para cuando me doy la vuelta, ya no está. Estoy segura de que solo lo he imaginado. He debido imaginármelo. Álex está muerto; acabaron con él en la frontera y nunca consiguió llegar a la Tierra Salvaje. Trago saliva—. Me había parecido ver algo.

—No te preocupes, Hana —dice mi madre—. En el coche estamos a salvo —pero se inclina hacia delante y le dice a Tony con severidad—. ¿No puedes conducir más rápido?

Me acuerdo de la nueva muralla, iluminada por una luz giratoria, manchada de rojo por la sangre.

¿Y qué pasa si hay más? ¿Qué pasa si vienen por nosotros?

Tengo una visión de Lena moviéndose por ahí, moviéndose furtivamente por las calles, escondiéndose en las sombras, con un cuchillo. Durante un instante, mis pulmones dejan de funcionar.

Pero no. Ella no sabe que fui yo quien los denunció a Álex y a ella. Nadie lo sabe.

Además, probablemente está muerta.

E incluso si no lo está, incluso si por algún milagro se salvó cuando escapaba y ha conseguido sobrevivir en la Tierra Salvaje, ella nunca se uniría a la Resistencia. Nunca sería violenta ni vengativa. Lena no, ella casi se desmayaba cuando se pinchaba un dedo, y ni siquiera era capaz de contarle una bola a un profesor por llegar tarde. No sería capaz.

¿O sí?

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