Requiem

Requiem


Hana

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Hana

—Ya ha llegado el coche —mi madre apoya una mano en mi hombro—. ¿Estás lista?

No confío en poder hablar, así que asiento con la cabeza. La chica del espejo —mechones de pelo rubio recogidos hacia atrás con horquillas, pestañas oscuras por el rímel, piel perfecta, labios pintados— asiente también.

—Me siento muy orgullosa de ti —dice mi madre en voz baja.

La gente sale y entra del cuarto: fotógrafos, maquilladores y Debbie, la peluquera. Supongo que le da vergüenza: mi madre no ha admitido nunca en toda su vida que estuviera orgullosa de mí.

—Ven.

Mi madre me ayuda a ponerme una suave bata de algodón para que el vestido, largo y con mucho vuelo, ceñido al hombro con un broche de oro en forma de águila —el animal con el que a menudo se compara a Fred— no se ensucie durante el corto trayecto hasta los laboratorios.

En el exterior de la cancela hay un grupo de periodistas y, cuando salgo al porche, me sorprende contemplar tantas lentes enfocadas en mí, el rápido clic-clic-clic de las cámaras. El sol flota en el cielo sin nubes, como un único ojo blanco. Aún no deben ser las doce. Siento un gran alivio cuando llegamos al coche. El interior del vehículo está sombrío y fresco, y sé que nadie puede verme a través de los cristales ahumados.

—La verdad es que no puedo creerlo —mi madre juguetea con sus pulseras. Está más excitada de lo que la he visto nunca—. Siempre pensé que este día no iba a llegar jamás. ¡Qué tontería!

—Tontería —repito como un eco. Cuando salimos de la urbanización, veo que la presencia policial se ha doblado. La mitad de las calles que conducen al centro tienen barricadas y están patrulladas por reguladores, policía y hasta algunos hombres que llevan las insignias de plata de la guardia militar. Para cuando veo los blancos tejados inclinados del complejo de los laboratorios, donde Fred y yo vamos a contraer matrimonio en una de las salas de conferencias médicas más amplias, con capacidad para acoger a mil invitados, la multitud es tan grande que Tony apenas consigue avanzar.

Parece que todo Portland ha venido a ver cómo nos casamos. La gente alarga el brazo y toca el capó del coche con los nudillos como si fuera un amuleto que diera buena suerte. Las manos golpean el techo y las ventanillas, y hacen que me sobresalte. La policía se mete entre la gente apartándola, intentando abrir paso al vehículo, gritando: Abran paso, abran paso.

En el exterior de la valla de los laboratorios se ha erigido una serie de barricadas policiales. Varios reguladores las apartan para que podamos acceder al pequeño aparcamiento pavimentado justo delante de la entrada principal de los laboratorios. Veo el coche familiar de Fred. Debe haber llegado ya.

Se me revuelve un poco el estómago. No había vuelto aquí desde que me hicieron la intervención, cuando entré como una muchacha abatida y atormentada, llena de enojo, de culpa y de dolor, y salí completamente distinta, menos confundida. Ese mismo día me separaron de Lena, y de Steve Hilt también, y de todas aquellas noches oscuras y sudorosas en que no estaba segura de nada.

Pero aquello fue solo el comienzo de la cura. Esto —el emparejamiento, la boda, y Fred— es su culminación.

Han vuelto a cerrar las puertas tras nosotros y a colocar las barricadas. Sin embargo, al salir del vehículo, siento que la multitud se acerca más y más, que avanza centímetro a centímetro para entrar, para observar, para verme consagrar mi vida y mi futuro al camino que ha sido elegido para mí. Pero la ceremonia no va a empezar hasta dentro de quince minutos, y las puertas continuarán cerradas hasta ese momento.

Al otro lado de las puertas giratorias de cristal veo a Fred esperándome, sin sonreír, con los brazos cruzados. Su rostro está distorsionado por la luz y el cristal. Desde aquí parece como si su piel estuviera llena de agujeros.

—Ha llegado el momento —dice mi madre.

—Lo sé —contesto, y paso ante ella camino del interior del edificio.

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