Renacimiento

Renacimiento


Último capítulo

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ÚLTIMO CAPÍTULO

EL LIBRO ILUSTRADO DE MAURICE SENDAK

1

Chikashi estaba deshaciendo la enorme maleta que Kogito había utilizado para viajar a Alemania cuando encontró dos libros que no se parecían a los que su marido solía traer tras una estancia en el extranjero. Kogito tenía la costumbre de comprar muchos libros en el extranjero, sobre todo cuando iba a trabajar a una universidad. Berlín debería haber sido la excepción, porque no sabía leer en alemán. Aun así, envió casi más de veinte paquetes de libros a su casa. En la maleta sólo metía escritos, notas, trajes y camisas, ropa interior, plumas y un par de gafas de repuesto, entre otras cosas. Los libros que traía en la maleta eran diccionarios.

Sin embargo, aquella vez Kogito había guardado dos libros en rústica entre los pliegues de un traje.

Los dos eran de Maurice Sendak. Chikashi había leído algunas de sus obras. Uno de ellos era Outside Over There, que no se parecía a los libros de Sendak que ella conocía. El otro era un pequeño libro no comercializado titulado Changelings. En la portada tenía un dibujo de un gracioso monstruo que recordaba el conocido estilo de Sendak. Eran textos de un seminario organizado por un instituto de la Universidad de Berkeley. Junto al nombre de Sendak aparecían los nombres de tres académicos. Tal vez Kogito era amigo de alguno de ellos, se habían visto en Berlín y le había regalado los libros. Y al parecer fue así como ocurrió.

Chikashi abrió el libro impulsada por la curiosidad, y el dibujo de la contraportada le produjo una extraña impresión. Observó de nuevo la portada y se sintió definitivamente atraída por la ilustración. Sin darse cuenta, leyó el libro hasta el final y se quedó pensativa.

Así estuvo durante un buen rato, hasta que se dijo a sí misma:

—Esta niña del libro llamada Aida soy yo.

Hojeó el libro y descubrió, en el dibujo de la niña que aparecía al principio, algo importante que agitaba lo más profundo de su corazón. Se trataba de los pies descalzos que asomaban por debajo del camisón. En realidad, los pies parecían el centro de atención del dibujo.

Era un cuerpo joven y sano enfundado en un camisón azul claro. El cuello y la cabeza pálidos, con el pelo recogido con un lazo del mismo color, asomaban por la parte de arriba. Los pies desnudos sobresalían del volante de la orilla. Eran tan exagerados, que parecían propios del estilo expresionista.

Los pies eran sorprendentemente fuertes y grandes para ser de niña. La orilla del camisón les daba un aspecto aún más imponente, de modo que parecían los pies de una mujer adulta. Los músculos de las pantorrillas formaban unos tobillos prominentes. El tendón de Aquiles destacaba con una fuerza extraordinaria. Los dedos se asentaban firmemente al suelo, y los talones carnosos estabilizaban todo el cuerpo.

El intento de comparar los pies de la niña con los demás pies que aparecían en el libro no dio resultado, ya que la madre calzaba zapatos planos y sus pies de dorso blanco y fino se intuían pequeños. Además, los pies del bebé eran proporcionados a su corta edad, y los del trasgo que huía por la ventana tras haber secuestrado al bebé eran pequeños y endebles.

Tenía que haber una razón por la que Chikashi no pudiera apartar la mirada de los robustos pies desnudos de la niña. Estaba a punto de mirarse los pies ella misma cuando, de repente, se le ocurrió una idea y fue a buscar lo que quería ver en los álbumes de dibujo y los libros amontonados en el suelo.

Antes de la guerra, hubo una época en la que su padre se dedicó a hacer fotos con la cámara Leika que le regaló un director alemán con el que colaboró en un rodaje. En consecuencia, dejó dos álbumes llenos de imágenes. Chikashi los encontró y buscó una instantánea en la que aparecía ella subida a una especie de roble. A pesar de su aspecto aventurero, tenía cara de niña mayor, pero a juzgar por la apariencia de Goro, que estaba de pie a su lado, no debía de tener más de cinco o seis años. Aquella foto podía servirle como referencia para averiguar la edad de la niña del libro, cuyos rasgos también denotaban un desarrollo precoz. Pero lo que más le impresionó fueron sus pies descalzos, que, estando ella sentada en una rama a horcajadas, quedaban colgando, puesto que eran idénticos a los de la niña del dibujo.

2

La primera página del libro describía un incidente que ocurrió durante la ausencia del padre, que había salido a navegar. La madre llevaba un sombrero y un vestido que le cubría todo el cuerpo menos el extremo de la mano izquierda, que alzaba tímidamente en dirección a un velero que surcaba el mar más allá de la ensenada. Aida llevaba al bebé bajo el brazo. El niño estaba quieto, pero su cara mostraba una personalidad interesante. Estaba encima de una roca, pisándola con sus fuertes pies y contemplando también la partida del padre.

En la siguiente página, a la izquierda de la madre y sus dos hijos, aparecían dos figuras en un rincón, sentadas en una barca de la orilla y mirando también al velero. Los personajes escondían sus cuerpos bajo un abrigo con una capucha grande, y llevaban una escalera que parecía tener un significado especial.

En las dos siguientes páginas, según el texto, la madre estaba sentada sin el sombrero, con expresión meditabunda, bajo una pérgola repleta de hojas de parra en el jardín delantero de la casa. La palabra «arbor» está estrechamente relacionada con los recuerdos más importantes de la niñez de Sendak, según lo que su marido le explicó más adelante, tal y como habría revelado el propio artista en un seminario cuyas actas había leído.

Aida está de pie, un poco separada de la madre. El bebé berrea en sus brazos, y ella parece desconcertada y resignada a la vez, pero también muestra una clara actitud de responsabilidad. El bebé, a pesar de su corta edad, tiene la cabeza casi más grande que Aida, y su cuerpo es sólo la mitad de pequeño que el de su hermana.

Los dos personajes encapuchados están a punto de desaparecer por el lateral izquierdo de la página, arrastrando la escalera.

En la composición general de la ilustración había algo inquietante, pero Chikashi se fijó especialmente en el pastor alemán que estaba en el centro de la página, dibujado con gran realismo. ¿Qué tendría que ver ese perro con la historia? Chikashi se lo preguntó a Kogito, manifestándole con ello su gran interés por el cuento de Maurice Sendak.

Kogito debió de meter aquellos libros en la maleta por algún interés especial, pero cuando descubrió que a Chikashi le gustaban, dejó que se los llevara a su dormitorio. Además, bajó al salón los libros relacionados con Sendak y los añadió a los que había enviado desde Alemania. Abrió algunos y le explicó todo lo que sabía. El secuestro del bebé del matrimonio Lindbergh le causó un profundo impacto. Aquel libro parecía estar inspirado en ese incidente. El bebé que aparecía en la primera página, mirando hacia el lector como si se presentara a sí mismo, tenía los mismos rasgos que el niño de los Lindbergh.

Hubo otra cosa del libro que impresionó a Chikashi, pero no se lo dijo a Kogito: identificaba a la madre del libro con su propia madre.

Igual que la madre de Aida, la madre de Chikashi era una señora que se sentaba bajo los árboles con la misma expresión absorta y melancólica. El texto no explicaba por qué la madre estaba tan triste y distraída cuando su marido se hizo a la mar. No obstante, aquellas preciosas ilustraciones no dejaban lugar a dudas: la mujer estaba sumida en un pantano de melancolía del que no podía escapar.

Aida no entendía por qué, pero aceptaba que su madre, de vez en cuando, pasara unas horas bajo el árbol, ensimismada en sus pensamientos. Mientras tanto, se encargaba del bebé sin pedirle ayuda a su madre aunque se viera en apuros.

Entonces, ocurrió el incidente.

Aida tocaba la trompa para consolar al bebé, que no dejaba de llorar. Estaba tan concentrada en la música, que se había olvidado de todo lo demás. Aida tocaba mirando hacia la ventana donde asomaban los girasoles. El bebé parecía entonces escucharla. En aquel momento, aparecieron dos seres como dos sombras enfundadas en sus abrigos; subían la escalera desde la ventana del fondo.

Eran los trasgos. Se llevaron al bebé y dejaron en su lugar un muñeco de hielo. El bebé desapareció por la ventana gritando sin fuerzas, mientras que en la cuna sólo quedaba el grotesco señuelo.

La pobre Aida, sin entender lo que acababa de ocurrir, abrazó al changeling (éste era el tema del libro que se debatió en el seminario) y murmuró para sus adentros:

—¡Cuánto te quiero!

Apretando la mejilla contra el gorro del bebé de hielo y sin corazón, lo abrazó con fuerza y se quedó pensativa. La ventana por la que habían huido los trasgos era ahora la pantalla que reflejaba la lejana escena y mostraba el velero inclinado en el mar agitado.

En aquella página, Chikashi recibió un impacto casi doloroso al comprobar que los girasoles, tanto las flores como las hojas, habían crecido de forma desmesurada. Aunque no podía expresarlo con palabras, entendía que los girasoles reflejaban los sentimientos de Aida.

Chikashi pensó que Aida, mientras abrazaba al bebé arrodillada en el suelo, parecía expresarle su arrepentimiento, aún sin darse cuenta de que lo que tenía entre los brazos era un changeling, una criatura que habían dejado en lugar del bebé. Seguramente se distrajo por completo mientras tocaba la trompa. ¿Significaba aquello que deseaba inconscientemente la desaparición del pequeño?

Chikashi tenía un recuerdo parecido. Cuando era pequeña, y también cuando ya era una niña un poco mayor, tenía la piel oscura como una semilla de caqui. Goro, en cambio, era un niño tan guapo que incluso su hermanita se sentía orgullosa de él. Lo que sentía Chikashi por su hermano no debió de ser solamente orgullo. Chikashi, a diferencia de Goro, no era aficionada a la psicología, pero sabía que algunos niños deseaban que sus hermanitos o hermanitas no hubieran existido nunca. Goro no era el pequeño, sino el mayor, de modo que era ella la que había nacido para invadir su territorio. Sin embargo, antes de cumplir los tres años, Chikashi ya era consciente de que, en ese sentido, llevaba las de perder.

Aida no tardó en comprender lo ocurrido. El muñeco de hielo empezó a gotear mientras ella tenía la vista fija en el suelo. El texto decía que Aida montó en cólera al descubrir que los trasgos habían estado allí. Que expresó su ira amenazando con el puño al muñeco, que había empezado a derretirse. En el mar que aparecía a través de la ventana se había desatado una tormenta, y el velero estaba inmóvil bajo un relámpago.

Los girasoles asomaban por la ventana. Frente a ellos, Aida pisaba fuerte el suelo con sus grandes pies y mostraba determinación. En el texto se leían las siguientes palabras de Aida: «¡Han secuestrado a mi hermanita para casarse con ella! Voy a…». Ahí el texto quedaba cortado.

A Chikashi le dio un vuelco el corazón. Era una niña, y no un niño como había supuesto hasta entonces. ¡Qué crueldad entregarla como esposa a los sucios trasgos!

Al pasar la página, se descubría lo que Aida había planeado. Cogió una gabardina dorada de su madre que parecía mágica. El texto relataba que, envuelta en la gabardina y con la trompa en la mano, Aida cometió un error.

¡Saltó por la ventana boca arriba! Aida flotaba de espaldas en el aire como si estuviera nadando de espaldas en el mar.

El bebé surcaba el cielo despejado con la luna a su espalda. Los trasgos la llevaron a una cueva en la playa. Kogito disfrutó narrando esa escena y la siguiente, y citando el libro El análisis estructural del mito y la leyenda. El secreto de la vida y la muerte reside en la oscuridad del subsuelo. No está en el cielo luminoso. Volar boca arriba es un error. Hay que mirar hacia abajo para poder encontrar el secreto.

Aida escuchó la canción de su padre, que le mostró el rumbo que debía tomar. Así fue como consiguió entrar en la cueva de los trasgos. Pero todos los bebés que había allí dentro tenían la misma cara. ¿Cómo lograría distinguir a su hermanita?

Aida tocó la trompa con todo el sentimiento que pudo. Los bebés empezaron a bailar, pero no era un baile cualquiera. El que bailaba se ponía enfermo y quería meterse en la cama, pero no podía dejar de bailar. Aida seguía tocando la trompa. Los bebés que bailaban mostraban su dolor, pero Aida seguía tocando sin que nada le importara, mirándolos con severidad y determinación.

En la siguiente escena, los trasgos se zambullían en el agua espumosa y se ahogaban. Cuando acabó de tocar, Aida se limitó a observar con tranquilidad la escena con la trompa en la mano. A continuación, miró con ternura a su hermanita, que estaba sentada en una cáscara de huevo alzando la mano hacia ella.

Ya sólo quedaba volver a casa. El camino del bosque por donde iba Aida con el bebé en brazos discurría a lo largo de un riachuelo. ¡En la casita de la otra orilla estaba Mozart tocando el piano!

Chikashi observó la escena aliviada, igual que Aida, pero con cierta inquietud. La repentina aparición de Mozart en la orilla opuesta del río no era tan extraña, porque recordamos su música en diferentes momentos de la vida. Pero ¿qué significaban las ramas bajas de los árboles que obstaculizaban el camino por el que Aida regresaba a su casa con el bebé en brazos? ¿Y las cinco mariposas?

Chikashi pensó que aquel libro ilustrado revelaba muchas cosas sobre su vida. Además, debería leerlo muchas veces más para llegar a conclusiones cada vez más profundas analizando los detalles de las ilustraciones, que contenían unas metáforas que le costaba descifrar. Así llegó a comprender el libro.

Tuvo que reconocer que, cuanto más releía el cuento, más identificada se sentía con la pequeña Aida. Desde que aprendió el alfabeto hasta ahora, que contaba con más de cincuenta años, había leído muchos libros, pero nunca había encontrado un personaje que se pareciera tanto a ella. De todos modos, después de cada nueva lectura, cuando se quedaba mirando al vacío con el libro en las rodillas, también pensaba que se parecía a la madre del cuento, que se sentaba a la sombra de un árbol con la mente en blanco.

3

Aquel hermano que rebosaba talento, atractivo y carisma, amado y respetado de niño, se convirtió en alguien distinto, desconocido, que parecía dueño de un terrible secreto.

A pesar de aquel cambio, Goro siguió siendo para Chikashi un hermano cariñoso en quien confiar y de quien sentirse orgullosa. Sin embargo, en algunas ocasiones, Chikashi pensaba que no era el verdadero Goro y, gracias a la palabra changeling, que acababa de aprender con la lectura del libro de Sendak, pudo definirlo así por primera vez.

Después de casarse con Kogito, cuando estaba esperando a su primer hijo, Chikashi tuvo una idea que también atribuyó a la lectura del libro de Sendak: quiso ser tan valiente como Aida y recuperar al verdadero Goro. «Voy a dar a luz otra vez a ese hermoso niño, como si fuera mi madre. Intentaré que el verdadero Goro, a quien cambiaron y desapareció de este mundo, vuelva a nacer como otro niño».

Aunque nunca lo dijo, Chikashi pensó que había tomado la decisión en aquel momento. Por otro lado, ¿qué pintaba Kogito en su plan? Se lo preguntó a sí misma y no encontró la respuesta. Le pareció ver un paisaje misterioso que estaba siempre rodeado de niebla. Pero si era un paisaje que guardaba dentro de sí misma, ¿por qué había elegido a Kogito para engendrar al niño que iba a nacer, al Goro que quería recuperar?

Cuando recordaba viejos tiempos, Chikashi se daba cuenta de que, para ella, Kogito siempre había sido un misterio. Desde el principio, estaba muy unido a Goro, no era completamente independiente. Siempre intentaba cumplir con las expectativas de Goro. Por eso ella lo consideraba especial. Sin embargo, cuando ella y Kogito empezaron a hablar de casarse, Goro se opuso enérgicamente a sus planes. Al final, se casó con Kogito sin saber exactamente qué la había empujado a tomar aquella decisión.

En ese momento pareció surgir una solución inesperada. Aplicando el libro de Sendak al caso, ¿no era eso lo que sentía en el fondo de su corazón? Casarse con aquella persona era como tirarse por la ventana para recuperar al verdadero Goro. Tal vez se equivocó y voló boca arriba pero, aunque fuera de noche tuvo que saltar rápidamente por la ventana. No podía perderlo de vista, porque fue él quien estuvo con aquel hermoso Goro hasta el final.

Chikashi recordaba que, cuando era niña, Kogito fue con Goro a outside over there, «allá fuera», un lugar donde ocurrió algo terrible, y volvió a medianoche habiendo vivido alguna experiencia espantosa. Aunque, pensándolo bien, antes de aquella noche Goro ya había empezado a cambiar. Sin embargo, también era cierto que, a partir de aquella noche, Goro fue a un lugar de donde no había vuelta atrás.

«Volvió después de haber pasado dos días en un lugar misterioso. Debió de llamar en voz baja un par de veces, a oscuras, desde el jardín delantero del pabellón. Fui cautelosamente a encender la luz del dormitorio de la hija mayor del monje, que daba al templo principal, para que pudiese entrar. Permanecí atenta, escuchando lo que pasaba fuera del pabellón, tanto aquella noche como la anterior».

Abrió la puerta de madera del pabellón con cuidado para no perturbar el silencio de la noche y vio a dos pobres chicos iluminados por la tenue luz que se escapaba de la estancia. A Chikashi, aquellos dos jóvenes débiles y cansados le parecieron abominables. De pequeña, se guardaba todas las emociones para sí y nunca las exteriorizaba. Aunque no recordaba bien qué sintió entonces, sí podía recordar cómo se comportaron los dos jóvenes ante ella y cómo intentó ayudarles. Ambos se movían con lentitud, pero tenían que actuar rápido. Más que irritada, Chikashi los observó atónita.

Siguió a Goro y a su amigo, que rodearon el pabellón, abrió las puertas exteriores de la parte trasera para iluminarla y cerró las otras que daban al jardín delantero. Sabía que Goro y su amigo tenían que obrar a escondidas. Había un arroyo junto a la rueda de molino, colocada sobre una raíz de lagerstroemia cuyo tronco recordaba a un animal desnudo. Les llevó ropa limpia y toallas de baño y lo dejó en la terraza trasera. En aquella época no se utilizaban toallas de baño, pero la madre, previendo la escasez de productos que se avecinaba, las había comprado para el padre, que estaba en un sanatorio para tuberculosos. Goro se había encaprichado con ellas hasta el punto de exigirlas.

Sólo Goro se volvió para ver qué hacía Chikashi. Su amigo le daba la espalda, con la vista fija en el suelo. Goro se quitó la ropa de cintura para arriba y se lavó delante de Chikashi, que se había quedado de pie dentro de la casa. Su amigo hizo lo propio. Ambos se frotaron con fuerza los hombros delgados, el cuello, el pecho y el vientre, que parecía un cilindro arrugado, con un paño de extraña forma. ¿O eran sus camisas? La ropa que se habían quitado estaba amontonada en el suelo. Parecían dos diablillos negros con la cabeza puntiaguda, uno al lado de otro, con una diferencia de diez centímetros de estatura. Habían metido la cabeza en el agua de la rueda de molino, y se les había quedado el pelo con forma de pincho. Goro se quitó los calzoncillos sin reparos, y su amigo lo imitó. Chikashi pensó que estarían tan cansados, que no sentirían ningún pudor. Sus ojos ya se habían acostumbrado a la oscuridad, y les vio el pequeño trasero, los testículos, que parecían puños de bebé, y el pene que les surgía del bajo vientre como un dedo. Luego, Goro y su amigo se secaron el cuerpo con una toalla y fueron a vestirse a la terraza con la cara congestionada por el frío. Chikashi volvió al futón extendido a la sombra del altar budista, al fondo del pabellón, y se tapó hasta la cabeza. Bajo el futón se oía su respiración. Sintió una oleada de compasión por Goro y su amigo, que subían hacia el pabellón.

4

Antes de casarse con Kogito, tiempo después de que viera a los dos chicos en el pabellón del templo en Matsuyama, Chikashi le pidió que le buscara los libros de Winnie the Pooh y The House at Pooh Corner en una librería de segunda mano. Así comenzó una correspondencia que duró cinco años. Chikashi respetaba a Kogito simplemente por ser «alguien que lee libros». Siempre pensaba que, un día, él acabaría trabajando como «alguien que lee libros». También creía que «alguien que lee libros» carecía de madurez. Ésa era la razón, aparte de la oposición de Goro a su matrimonio, por la que seguía teniendo dudas. Incluso después de casados, su opinión sobre la personalidad de Kogito no cambió demasiado.

Una vez volvió a sentir que su marido seguía siendo el mismo que cuando era joven: alguien que lee libros. Durante la cena, Kogito le habló con pasión del libro que acababa de leer.

Se trataba de un estudio sobre el Evangelio de San Marcos que había redactado un investigador de la Biblia a quien Kogito admiraba mucho. Si alguien le hubiera preguntado si su marido llevaba una vida social equilibrada, Chikashi habría tenido ciertas dudas. No obstante, cuando se trataba de libros, nunca hablaba simplificando la intención del autor, ya estuviera a favor o en contra. Una vez, el profesor Musumi, que fue su mentor de toda la vida y padrino de su boda, no le perdonó un juicio que Kogito emitió sobre un libro. Kogito se sintió muy dolido durante mucho tiempo, aunque nunca mencionara el tema. A partir de entonces, adoptó esa actitud frente a los libros.

Kogito le leyó primero una parte de la nueva traducción realizada por el grupo de estudiosos que dirigía el autor del libro, y luego la comentó. Era el pasaje en el que María Magdalena, María de Jacobo y Salomé ungen con aceite el cadáver de Jesús. Normalmente, Chikashi no se pronunciaba, y menos en un tema como ése, pero aquel día dijo que, gracias a la traducción, no le costaba entender el comportamiento de las mujeres.

—Nosotras, las mujeres, ante la muerte de algún ser querido que se enterrara en un sepulcro excavado en la roca, si tuviéramos que ir al lugar y ungir el cuerpo con aceite… aunque yo no sé lo que significa el ritual de ungir un cadáver, claro…

—Yo tampoco lo sé —señaló su marido, satisfecho.

—Nos armaríamos de valor y recorreríamos el camino charlando sobre muchas cosas. Pero, como es normal después de una experiencia tan terrible, supongo que esas mujeres caminarían deprisa, sin levantar la vista del suelo. Cuando dice: «Sin embargo, cuando miró hacia arriba, vio que la piedra ya estaba corrida», creo que fue así como ocurrió de verdad.

—Pues sí, pero no eran mujeres corrientes. Y tú tampoco lo eres, porque te sientes identificada con ellas.

Lo cierto era que, cuando murió ahogado el hermano Gii, Asa sacó el cadáver del agua ella sola y lo vigiló para que los curiosos no se le acercaran mientras esperaba la llegada de la policía.

—Tanto Goro como tú sois afortunados porque tenéis dos mujeres extraordinarias como Asa y yo cuidando de vosotros.

Ignorando el tono irónico de su mujer, Kogito siguió recitando la parte del ángel en el sepulcro. A continuación, le explicó la interpretación que hacía el autor sobre lo que ocurrió; es decir, la resurrección de Jesús, que le ordena al ángel que le transmita a Pedro el mensaje de ir primero a Galilea; pero ¿por qué las mujeres tienen miedo y no transmiten el mensaje, y por qué termina así el Evangelio según San Marcos?

Kogito dijo que era interesante observar la relación que se establecía entre el texto del evangelio y el lector. Era especialmente interesante para una persona como él, que se dedicaba a escribir. No creía que la opinión de un novelista pudiera arrojar alguna luz en la interpretación del Evangelio pero, según él, la forma de concluir aquella historia respondía a una técnica altamente eficaz, tanto para el narrador como para los lectores que pudieran aparecer más tarde.

Además, el estudio era un artículo excelente, hecho poco habitual en este país: después de indicar los diferentes métodos, analizaba detalladamente las distintas teorías.

Chikashi escuchaba a Kogito con aire distraído. Soñaba despierta. Aquellas mujeres acompañaron a Jesús desde el principio de sus actividades y todas ellas tuvieron que superar duras pruebas. A pesar de que los discípulos huyeron al ver a Jesús crucificado, ellas estuvieron allí, observando todo lo que pasaba.

En ese caso, ¿cómo pudo pasar desapercibido el hecho de que aquellas mujeres se escaparan y permanecieran calladas por miedo? Quizás la escena final del Evangelio se escribiera únicamente para dar a entender que las palabras del ángel no se transmitieron.

Si, a pesar de las palabras del ángel, Jesús no se hubiera encontrado con sus discípulos en Galilea debido a que las mujeres no transmitieron su mensaje, el Evangelio habría mencionado su silencio y se habría convertido en objeto de un eterno reproche. No obstante, a pesar del silencio de las mujeres, Jesús apareció resucitado ante sus discípulos.

Entonces, Chikashi pensó: «Qué miedo pasé aquella noche oscura, esperando a mi hermano que llevaba dos días desaparecido». Y cuando, por fin, Goro volvió a casa con su amigo, su miserable aspecto la horrorizó y estuvo a punto de perder la razón. Así que no dijo nada a nadie. El miedo pudo con ella.

«Y sigo sintiendo miedo… pero quizás este miedo oscuro que todavía siento en mi interior antes del amanecer tiene un sentido. Sé que mi miedo no nos reportará ningún beneficio ni a mi difunto hermano, ni a mi marido ni a mí misma, pero ¿qué sentido tendría todo si aquella negra noche desapareciera de nuestros recuerdos?».

Chikashi se imaginaba la escena que había tenido lugar dos mil años atrás, cuando las mujeres que habían huido permanecían escondidas en sus casas mientras que los discípulos, de camino a Emaús, mantenían una animada conversación con un acompañante que se unió a ellos a medio camino. Ellos no sabían que ese acompañante era Jesús. Según el Evangelio de San Lucas, los apóstoles preguntaron a las mujeres qué había sucedido, pero no las creyeron. Pensar en los discípulos y en las mujeres que callaron por miedo, e incluirse a sí misma entre ellas y sentir que formaba parte de su grupo, le proporcionaba una gran tranquilidad.

Luego pensó en el libro que Kogito había traído de Berlín y que tanto la conmovió. La madre de Aida parecía una mujer débil que sólo era capaz de permanecer sentada bajo un árbol con la mirada perdida, pero podría ser la representación pictórica de aquellas mujeres que, según el Evangelio de San Marcos, callaron por miedo.

«Cuando leí por primera vez el libro, sentí una dulce nostalgia hacia la figura de mi madre bajo un árbol. Yo misma callé después de una terrible experiencia en el pasado. Fue cuando parí un bebé deforme. La enfermera se agachó entre mis rodillas flexionadas para coger al recién nacido y dio un grito. Aquel grito sigue resonando en la más oscura profundidad de mi corazón. Incluso alguna vez pensé que aquel grito podía ser el que me tragué al ver el aspecto de Goro y su amigo cuando llegaron a medianoche. Aquel día, cuando recobré el conocimiento, me extrañó encontrarme en la habitación de un hospital en lugar de despertarme en el frío y oscuro pabellón del templo».

5

Goro no visitó a Kogito en mucho tiempo. No obstante, cuando estaba rodando en alguna de las naves de producción en Tamagawa, de esas que se alquilaban por días debido a los numerosos problemas que arrastraba la industria cinematográfica, solía ir a su casa, que no quedaba lejos de allí.

Kogito no dejaba que nadie tocara sus libros, excepto Goro. Chikashi se divertía viendo que no sólo no le importaba que Goro los tocara, sino que, además, ni siquiera protestaba cuando Goro se llevaba libros que él aún no había leído. Además, Goro tenía la costumbre de leer los libros exhaustivamente, hasta entenderlos del todo, de modo que, cuando se llevaba un libro, podía tardar bastante en devolverlo.

Aquel día, acababa de llegar la traducción al inglés de El hombre sin atributos, que venía en una llamativa caja. Kogito explicó que los textos póstumos de Robert Musil estaban recopilados y editados en otra versión, y que cuando él leyó la primera traducción, le gustaron más los ejercicios, las pruebas de la primera etapa o los apuntes y el memorándum que la novela en sí. Kogito llegó a pensar que podría escribir una obra compuesta por esos elementos.

Goro, que ya no tenía tiempo de leer libros en inglés, echó un vistazo a las fotos de Musil, que le parecían tener un formato o tratamiento interesante; después, se puso a contemplar a través de la ventana las hojas coloradas del cornejo y las tardías rosas rojas de otoño. Chikashi recordó que aquellas rosas se llamaban ni más ni menos que William Shakespeare, y que Goro tenía el pelo todavía muy negro. Umeko decía que se teñía de vez en cuando.

Entretanto, Goro dijo:

—Estuviste leyendo El hombre sin atributos. Era el año en el que nació Akari, ¿no? Recuerdo que decías que, imitando el estilo del autor, podrías escribir sobre temas que antes no podías tratar. Pero no lo has hecho.

Chikashi no percibió ningún reproche en el tono de Goro, pero Kogito se sintió presionado.

—Volveré a leer en la nueva edición las pruebas y el memorándum y analizaré cuál es el contenido que me llevó a pensar así —dijo—. Llevo veinte años escribiendo novelas. Puede que esta vez encuentre la inspiración.

Goro le siguió el juego como si se pusiera de su lado, cosa que a Chikashi le pareció un poco extraña.

—Espero que encuentres ese estilo de expresión. Al fin y al cabo, sería una forma de expresarse que tú y yo compartiríamos.

Después reflexionó y dijo que lo hizo porque aquel juego amañado no podía ir más lejos, pero en ese momento Chikashi intervino.

—Pero tú te expresas mediante el cine, Goro.

—No, no. No es tan simple —puntualizó Goro, y observó de nuevo las rosas otoñales, que habían crecido mucho y se mecían al otro lado de la ventana.

Años después, cuando Goro ya había muerto y Chikashi empezó a recordar cosas que escondía en su interior, estimulada por el libro de Sendak que Kogito trajo de Berlín, éste le contó una historia directamente relacionada con la conversación de aquel día. En ese momento, Chikashi ya le había dicho a Kogito que escribiera sobre lo ocurrido aquella noche.

—Tú misma has encontrado un estilo que te sirve para expresar lo que siempre has querido decir, ¿no es así? Es un campo que no tiene nada que ver con el de Goro ni con el mío. Creo que a Goro le habría gustado que hubieras publicado algún cuento ilustrado tú también.

Chikashi no respondió. Desde muy pequeña, era consciente de las diferencias de carácter y de talento entre su hermano y ella. Creía que no compartía nada con él. Aun así, alguien cercano a la familia dijo una vez que ella prometía tanto como su hermano. Ella se daba cuenta de que el estilo pictórico de Goro era completamente distinto del suyo. Por eso le extrañó que Goro halagara su arte al final de su vida, y nunca pensó que pudiera llegar a crear una obra que se convirtiera en una referencia tan importante para Goro y Kogito.

A propósito, una de las cosas que descubrió Chikashi cuando se casó con Kogito fue que su marido no podía quedarse callado cuando le preguntaban cosas. En cambio, Goro y ella compartían una característica muy poco habitual: a ambos les parecía normal quedarse callados en vez de responder. Chikashi no siempre respondía a las preguntas de Kogito, principalmente porque, desde el inicio de su relación hasta su matrimonio, nunca entendió las palabras de su marido. Cuando presenciaba una conversación entre Goro y Kogito, a menudo Goro guardaba silencio en lugar de responder a las preguntas de Kogito. Éste solía irritarse, pero Chikashi sabía que no había nada que hacer.

Chikashi empezó a pensar a fondo en el asunto desde que se encontró con aquel libro ilustrado curiosamente tan familiar y con un fuerte poder de sugestión, pero nunca pensó que ella misma pudiera hacer dibujos sobre el tema y enseñárselos a Kogito. Quizás a Goro le pasaba lo mismo con la película que quería rodar.

Chikashi sospechaba que el silencio con el que respondía a las preguntas de su marido tenía algo en común con los silencios que Goro también le dedicaba a Kogito.

6

A medianoche, cuando recibió el mensaje de Umeko en el que le comunicaba que Goro se había suicidado tirándose de la azotea de un edificio nada más oscurecer, Chikashi tuvo que presentarse a la policía. Fue a la biblioteca —donde Kogito había instalado su cama—. Era la segunda vez que entraba donde dormía Kogito con la intención de despertarlo. La primera vez que lo hizo fue un día a primera hora de la mañana.

—Han matado a Kennedy —le anunció.

Aquella mañana, al oír una noticia tan importante nada más despertar, sintió una excitación incontrolable. Por muy guapo e inteligente que fuera, y por mucho éxito que hubiera tenido aplicando su talento a la sociedad, podía ser asesinado de un tiro por un cobarde miserable. Fue muy consciente de aquella realidad. Le parecía similar a la situación de Goro en su juventud. Si se lo hubiera insinuado, seguro que Goro habría respondido con una sonrisa forzada: «¿Que yo me parezco a Kennedy?». Cuando se encontró con el libro de Sendak, Chikashi también pensaba que ya conocía todo lo que estaba escrito. Dicen que Sendak se inspiró en el secuestro del bebé del matrimonio Lindbergh pero, en el caso del asesinato de Kennedy, ¿no se daba esa misma confusión de luces y sombras? Aquella mañana, cuando se enteró del asesinato, empezó a conocer el núcleo más importante de la verdad que descubrió más adelante.

Aquellos días, su marido solía tomar casi medio vaso de whisky antes de acostarse, después de haber estado leyendo hasta medianoche. Su cara demacrada asomó por encima de la manta. Al enterarse de la noticia, su aspecto empeoró aún más y se tapó de nuevo con la manta sin decir nada. Chikashi ya esperaba esa reacción. Si Kogito le hubiera dicho, al recibir la noticia de su muerte, que Goro era de los que llegan a la plenitud y sufren alguna desgracia, Chikashi le habría respondido que a ella tampoco le extrañaba que hubiera muerto de aquella forma.

Una semana después de la conversación acerca del Evangelio de San Marcos, Chikashi vio a Kogito absolutamente derrotado. Contemplaba el jardín apoyando la cabeza canosa en la ventana de la sala de estar. Aunque Kogito estaba de espaldas, Chikashi adivinó que no estaba de humor y se encerró en su cuarto sin atreverse a molestarle. Una hora más tarde, cuando volvió a la sala de estar, su marido no se había movido. Pensó que aquellas imprudencias no eran propias de un anciano como él. Sintió pena al pensar que Kogito, en pocos años, empezaría a recordar únicamente los momentos de la vida de los que se arrepentía. Nadie podía borrar los recuerdos tristes acariciando aquella cabeza llena de pelo blanco.

¿Se podía decir lo mismo de Goro? Si él, como muchos otros, también había vivido experiencias de las que arrepentirse —ya se sabe que era un experto en abstraer maravillosamente bien todos los detalles de sus vivencias—, ¡cómo habría sufrido en su vida! Goro solía hablar de la excelente memoria de Kogito, pero si él era el que recordaba las palabras, Goro poseía un talento extraordinario para reproducir las escenas del pasado. Y el hombre conoce un sencillo método para destruir la memoria precisa.

Chikashi se sentó detrás de Kogito, que llevaba dos horas en esa incómoda postura, y sufría al verlo tan abatido. Kogito no era ningún atleta, pero era un hombre activo y, fuera del tiempo que empleaba en leer o escribir, era poco habitual que pasara mucho rato sin moverse. Pero ¿cuánto tiempo llevaba así? Además, de repente se dio cuenta de que Akari estaba de pie a su lado. Akari, al percatarse de que el extraño estado de su padre hacía sufrir a su madre, movió la cabeza de uno al otro lado para indicar que se dirigía a ambos.

—¿Qué ha pasado, papá, mamá?

Chikashi se sintió profundamente apenada. Del mismo modo que no pudo hacer nada para evitar que Goro se autodestruyera, ahora tampoco estaba haciendo nada por Kogito; en cambio Aida actuó correctamente después de haber oído la canción de su padre.

Aquel mismo día, horas más tarde, cuando Akari ya se había acostado, Chikashi se sentó en el sofá al lado del sillón donde trabajaba Kogito, que daba la espalda al jardín. Kogito trabajaba en un tablón negro de dibujo enmarcado en madera de color caqui que se colocaba en el regazo y que era lo único que había traído de Berlín aparte de los libros. De repente, alzó la cabeza para mostrar un semblante en el que ya se notaba la barba, que le crecía más deprisa desde que tenía canas, con expresión interrogante. Normalmente, cuando Kogito hacía aquel gesto era porque quería hablar de algo que había leído. Sin embargo, estaba tan abatido que ni siquiera pudo hablar.

—Hoy no has hecho nada más que contemplar el jardín, ¿verdad?

—Sabía que me estabas observando, pero me daba mucha pereza cambiar de postura —contestó Kogito.

—¿Qué te pasa?

—¿Te acuerdas de un tipo llamado Arimatsu? Era uno de los aduladores de Goro, un hombre muy falso. Me ha escrito. Hoy, mientras tú y Akari estabais en el hospital recogiendo los medicamentos, ha llegado una carta urgente… ¿certificada simple, se llama? Será una variación sencilla del método que solía usar. Se trata de un proceso previo a la comunicación del texto de denuncia, y consiste en empezar diciendo: «Le he escrito y debe de haberlo recibido». Ellos aprenden de sus maestros. Para mí, no tiene sentido hacer caso a sus propuestas. Y como saben cuál será mi reacción, se aprovechan diciendo que he ignorado a propósito una carta introductoria cortésmente redactada.

La carta de Arimatsu era una copia con doscientas palabras en cada hoja.

—¿Tiene que ver con Goro?

—Un semanario, no aclara cuál, dice que la mujer mencionada en aquel artículo se exilió a un país extranjero y ahora ha vuelto, cansada de esconderse. Arimatsu me pregunta si quiero verla para escuchar su historia. Además añade que, según varios periodistas, yo sobreprotejo a Akari pero ignoro a la gente débil que no conozco.

—Creo que no tienes ninguna obligación, pero ¿qué interés puede tener esa chica en verte?

—Por eso digo que Arimatsu planea inventarse una historia falsa si ignoro su propuesta. Si de verdad existe la susodicha mujer, dudo que le haya encargado algo así, me costaría creer que le hubiera encargado algo.

—¿Por eso estabas tan apesadumbrado?

Chikashi no lo dijo con mala intención, pero Kogito mostró una expresión de aturdimiento muy poco apropiada para su cara sin afeitar.

—Ya sé que no tiene sentido, pero me he imaginado que, si es cierto que esa chica a quien Goro conoció en la Berlinale hace tres años y de quien habló durante un tiempo, ha tenido tantos problemas que hasta un ser despreciable como Arimatsu la califica de mujer en apuros…

—Pero si tú mismo piensas que podría ser verdad, entonces sí que tiene sentido, ¿no? ¿No estará relacionado con la información que obtuviste en Berlín?

—He oído ese rumor, pero me parece que se trata de un caso diferente a éste que me comenta Arimatsu. La imagen que tengo en la cabeza es la de la joven que Goro menciona en su cinta. ¿Te acuerdas del dibujo que te envió? Tú decías que lo había hecho acompañado de una chica joven. Me inclino a pensar que es ella. El contenido de la cinta es una de las pocas muestras de alegría, o por lo menos eso parece, que Goro dejó en este mundo. Si tuvo la suerte de vivir semejante relación al final de su vida, nosotros deberíamos entenderlo incluso como un grito de júbilo. Hasta ahí llega el veneno de la carta de Arimatsu.

—Te pedí que dejaras de escuchar aquellas cintas; ahora me cuesta decirte que me gustaría escucharlas. Entiendo que, si no me habías dicho nada hasta ahora, es que contienen algo que Goro quería comunicarte sólo a ti. Pero si se trata de una muestra de alegría en los últimos días de su vida, a mí también me gustaría escucharlas.

Kogito, al contrario de lo que era habitual en él, no le respondió de inmediato. Sin embargo, cuando Chikashi se levantó al día siguiente, encima de la mesa del comedor había unas cintas con unas pegatinas que indicaban el número y su contenido. Al lado de las cintas vio el tagame cargado con pilas nuevas. Chikashi, en vez de preparar el desayuno, volvió al dormitorio. Había tres cintas, y cada una de ellas estaba preparada para empezar a reproducir la parte más interesante.

—A mi edad, y con mi experiencia, que tú conoces más o menos, una jovencita me ha proporcionado una del todo nueva. O, mejor dicho, algo así como un nuevo concepto sobre el mundo del sexo. ¿A que te he dejado boquiabierto? No tiene nada que ver con la perversión sexual de los amargados. Es el mundo del sexo, abierto y sano. ¡Y no tengo más remedio que repetirte que estoy experimentando eso que acabo de decir!

»Al principio o, mejor dicho, desde el principio hasta el final, fue un beso. En el primer momento, por su modo de besar y de responder a los besos, pensé que la chica sólo sabía besar a su madre. Pero su técnica mejoró con rapidez. Es normal, teniendo en cuenta que nos pasábamos las tardes besándonos. En cualquier caso, tenía un interés innato en aprender a besar. Crear un beso usando todos los rincones de los labios, todos los movimientos de la lengua y, al fin, la boca entera. El cambio, la repetición y un nuevo descubrimiento. Los dientes también intervenían. Así, yo también me convertí en un aprendiz apasionado y, al mismo tiempo, en creador de besos. Sí, yo mismo, tú ya conoces mi trayectoria sexual. Tras una hora, dos horas sólo besando, la cabeza y el cuerpo arden de deseo. Según tu forma de decir las cosas, ¡mi sexualidad está “activada” después de mucho tiempo! Le meto un dedo en el extremo izquierdo de la boca entreabierta. Me muerde el dedo con sus dientes brillantes mojados de saliva. Mientras tanto, empieza a besarme con el extremo derecho. Yo también abro un poco los labios y muevo la lengua. En ese momento, echa la cabeza atrás súbitamente y se echa a reír, con la cara colorada como si hubiera estado haciendo ejercicio. “¡Eso no, es demasiado erótico!”, dice.

»La chica conocía la palabra “erótico”, pero tuve la sensación de que era la primera vez que la utilizaba. Pero ¡fíjate en la importancia de su uso, en el pequeño matiz erróneo y en lo que expresa la palabra! ¿No te parece muy chic? Tiene estilo, generosidad y es casi masculino, exactamente igual que el significado original de chic que definió el profesor Musumi, ¿verdad?

»Mientras nos besamos, meto las dos manos por debajo de los pantalones de la chica, que está sentada a caballo encima de mis rodillas, y la acaricio deslizando las manos desde la cadera hasta las nalgas. Tiene un culo pequeño y firme, sin un ápice de grasa. Es el summum del erotismo. Al rato, deslizo la mano derecha por su vientre plano. Al cabo de unos días, la mano avanza un poco más abajo. Un dedo roza el borde superior del vello púbico. Ella no se enfada. Desde ese momento, lo de rozar el borde del vello púbico entra a formar parte de la rutina, porque el terreno que se conquista una vez ya no se vuelve a perder. Sin embargo, siempre rechaza los dedos que quieren seguir bajando. Lo rechaza firme pero amablemente, sin ofenderme. El coto de caza está perfectamente delimitado.

»Abrazados, nos acostamos en el sofá. La mano que se ha colado bajo los pantalones baja desde el lado inferior de la pelvis hacia el principio del muslo, como si recorriera el borde de un bañador. Si tocara sus genitales por error, se produciría un rechazo definitivo. Quizás no querría repetir nunca más. Con sumo cuidado, algo tira de mis dedos hacia la parte exterior del muslo. Al mismo tiempo, saboreo un erotismo real en el recorrido de los dedos. El instinto del hombre se activa solamente con los besos o con la excitación del pene, que roza el muslo de la chica a través del pantalón. La beso entera sin moverme.

»El día de su decimoctavo cumpleaños, le regalé un vestido de gasa color crema para que lo llevara en la cena de aquel día. En el almacén de Berlín donde lo compré me atendieron con una seriedad y una amabilidad asombrosas para que eligiera el artículo más apropiado. La chica, que todavía llevaba el vestido, un poco achispada debido a la media copa de Sauternes que habría tomado, se excitaba con los besos. No le importaba que el vestido se arrugara. Los dedos, que se movían a lo largo de la parte interior de su muslo, empezaron a juguetear sin querer con la ropa interior. Mientras nos acariciábamos mutuamente las piernas, la elegante lencería de la chica, que había querido vestirse de gala, se había descolocado. Titubeando, al intentar volver al terreno permitido, el dedo índice tocó una protuberancia carnosa y sentí que la piel estaba húmeda. Apreté vigorosamente con la yema del dedo el vello fuerte y rizado, distinto al suave vello púbico del bajo vientre. La muchacha se arqueó con brusquedad y apartó no sólo los dedos, sino la mano entera.

»—No debes romper las reglas. Recuerda la promesa —dijo con voz firme. En aquel momento, tenía la vagina húmeda y rebosaba una sustancia viscosa. La alegría del descubrimiento latía en mi interior. La excitación provocada sólo mediante los besos se había convertido en algo inquebrantable.

»¿Cómo puede el simple acto de besar ser tan rico, complejo y, aunque no me guste usar esta expresión, tan profundo? La muchacha responde a mi pregunta retórica. “¡Es que estamos intentando alcanzar el orgasmo sólo con los besos!”. Lo dice como si lo hubiera pensado de antemano: “Un día te dije que eso era demasiado erótico, ¿lo recuerdas? Tú me dijiste que no había usado aquella palabra de forma adecuada. Me sentí muy avergonzada, porque había estado a punto de llegar al clímax y creía que era la única, pero luego dijiste que haciendo eso ibas a correrte”. Me alegré tanto, que te grité: “¡Córrete!”.

»Entonces, la muchacha adoptó una expresión más seria para disimular la pasión y dijo: “Sé que no puedo hacerlo contigo, por eso los besos van aumentando sin fin”.

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