Renacimiento

Renacimiento


Capítulo 74

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Capítulo 74

 

 

 

Por un breve momento, la oscuridad fue completa.

 En medio de la nada, Maya se encontraba tumbada boca arriba. Paulatinamente, sus párpados se abrieron al tiempo que sus ojos verdes resplandecieron en la oscuridad. De pronto, una tenue luz escaneó su rostro. De forma pausada, la luz fue creciendo hasta que se hizo tan intensa que Maya utilizó su mano como visera.

Al adaptarse a la luz, pudo distinguir en el firmamento a un cosmos cubierto de Galaxias y nebulosas que brillaban en el cielo nocturno.

La chica sintió el frío mármol en su espalda y se incorporó con lentitud. Luego se sentó sobre sus piernas. Volteó su alrededor y notó que se encontraba en una pequeña plataforma de jaspe blanco que flotaba en el espacio exterior. Fue cuando una tenue luz de color azul claro llamó su atención. Al ver lo que tenía enfrente, quedó atónita. Su pequeña bebé, con el cuerpo hecho de energía, la observaba de cerca al momento que flotaba frente a ella.

En una plataforma cercana, se encontraba Mateo que abrió los ojos sorprendido al verla también. En la misma plataforma, Dante se sentó sobre sus piernas y se colocó al lado de su hijo.

Con un rostro que radiaba alegría, la bebé sonrió a Maya y luego volteó a ver a Mateo y a Dante. De pronto, la bebé, hecha de energía, comenzó a crecer. De recién nacida a unos meses, de meses a un año, a dos años, a tres años, a cuatro años, cinco años… seis años.

Al ver a aquella niña, una lágrima resbaló por la mejilla de Mateo.

Los ojos de Dante se cegaron con el llanto. Por lo que pasó el antebrazo en sus ojos y secó sus lágrimas. No podía creer lo que miraba.

Frente a ellos estaba Ariam.

Su cuerpo era de energía pura, energía nueva, una energía compasiva y piadosa.

Todo el tiempo Ariam había estado con ellos. Pasando todas las aventuras. Su destino era ser la nueva diosa de la vida, pero al ser perseguida por Yama tuvo que ocultarse. Y no pudo encontrar mejor lugar que en el vientre de Maya. Aquella noche de luna llena su alma se había escabullido para ser parte de Maya. Era hija de Maya y Ren, pero también seguía siendo la hija de Dante y la hermana de Mateo. Ahora, aquella hermosa criatura, sería la madre de un nuevo comienzo.

Dante comprendió todo de un solo golpe: las profecías, su destino y sacrificio.

—¿A- Ariam? —susurró Mateo con voz entrecortada.

Ella le sonrió al momento que, su pequeña mano, acarició la mejilla de su hermano.

—¿Qué significa todo esto, papá? —preguntó Mateo.

—Un nuevo comienzo —respondió Dante.

Ariam flotó hasta Maya y besó su mejilla.

Luego, Ariam, observó a su padre.

—Gracias, papá —dijo la niña.

Dante asintió con la cabeza al tiempo que sus ojos se cubrieron de lágrimas.

Forzando una sonrisa, las lágrimas brotaron de los ojos de Maya. Comprendió que debía dejarla partir. Que el sacrificio de dejar a su hija era por un bien mayor.

Ariam comenzó a alejarse. Flotando hasta el infinito.

Entonces, Dante recordó la última vez que vio a su hija: hundiéndose en el río y perdiéndose en las profundidades del agua. Sus ojos verdes convirtiéndose en dos piedras de jade que brillaron en la oscuridad. Esas luces verdes que se apagaron en las oscuras aguas, ahora eran un par de estrellas verdes que alumbraban el infinito; cada vez más brillantes. Hasta hacerse tan fuertes que cegaron los ojos de Dante, Mateo y Maya.

De pronto, la luz era un portón donde, en su marco, traspasaba la luz del día.

Dante, Mateo y Maya notaron que se encontraban en un pasillo. El portal frente a ellos era la entrada al Océano de Loto. Los tres se pusieron de pie. Las paredes, del antiguo Castillo del Abismo, ahora eran un espacio abierto donde las estrellas comenzaron a brillar.

A medida que el grupo se acercaba al portón; el sonido de las olas, rompiendo contra la playa, se escuchó más fuerte, casi ensordecedor.

Las grietas alrededor del portón cerrado, iluminaban en un blanco brillante por el sol de afuera. Una brisa suave escapaba por las hendiduras alrededor del portón. Maya olfateó un aire tan limpio y fresco que era como beber agua.

Los tres pararon frente a la puerta. En su madera de cedro estaban incrustadas, en plata, las letras griegas: alfa y omega.

Colocando la palma de sus manos sobre el portón, Dante, empujó sin mucho esfuerzo. Las puertas se abrieron de par en par, dejando entrar los rayos del sol que resultó ser un cobijo tibio para el grupo.

Una línea de luz aguda se dibujó en los rostros de Dante, Mateo y Maya. El viento jugó con sus cabellos desordenándolos. El sonido del oleaje se intensificó.

La entrada daba directo a un muelle de madera. El paisaje marino de color azul turquesa sobresalía en el horizonte. Dante notó que era difícil distinguir dónde terminaba el cielo y comenzaba el mar.

El grupo continuó caminando hasta el final del muelle. De pronto, Maya cayó al piso: su alma perdió color volviéndose casi transparente. Dante inclinó una pierna; supo de inmediato lo que ocurría: el cordón astral de Maya, estaba roto; la chica no lo lograría. Entonces, el guerrero recordó cómo Maya había salvado su vida. Así que metió la mano en su bolsillo y sacó la semilla de cristal de Yina-Yank. De inmediato la puso en la palma de su mano para luego cerrarla y apretarla con fuerza. El color regresó al alma de Maya. La chica alzó los ojos a Dante y sonrió agradecida.

Maya se puso de pie y contempló el brillar de la arena que era como pequeños diamantes. El sol se reflejó en las olas. El océano brillaba, cubierto con millones de flores de loto.

Al llegar al final del muelle, el paisaje azul se perdía en la distancia. Los tres se detuvieron al borde del muelle, mirando al océano de color azul turquesa.

—Es hermoso —dijo Maya con una sonrisa de asombro.

—Lo es —respondió Dante al momento que volteó a ver a Mateo.

Entonces, abrió los ojos aterrado al ver a su hijo.

El alma de Mateo era casi transparente. Dante intentó rodear su espalda con su brazo, pero el brazo lo traspasó. Fue como querer abrazar a la niebla.

Mateo miró a su padre con ojos llorosos, pero resignado.

—Estoy muriendo, papá —dijo Mateo con un toque de melancolía en su voz—. Mi cordón astral se ha roto. Pero no te preocupes. Mira a tu alrededor. Es un hermoso lugar para morir.

Dante agachó la cabeza. Por un momento su vista quedó fija en un punto distante. Luego, le sonrió a su hijo:

—Un viaje termina… —miró a Mateo con ojos llorosos—… y otro comienza.

Dante se llevó la mano a su cristal astral y jaló con fuerza, arrancándolo de su cuello.

—¿Qué haces? —preguntó Mateo confundido.

—Aquí termina mi viaje.

—No…

—Todos tenemos un camino que seguir y el mío fue toda una aventura.

—No… —gritó Mateo.

—Como lo dijiste: «es un hermoso lugar para morir».

—Pero tú no puedes… —la palabra quedó atorada en la garganta de Mateo.

—No lo haré. Estaré siempre aquí. —Dante tocó con el dedo índice al corazón de Mateo—. Y aquí. —Tocó la frente de Mateo.

—Señor Lamas… —Maya quiso hablar, pero las palabras se ahogaron en su garganta.

—Vamos chicos —sonrió—, yo ya he acogido mi destino. Ahora es tiempo que ustedes elijan el suyo. Hagan todo lo posible para que valga la pena.

—Papá…

—Mateo, ya he completado todo lo que pude haber cumplido en la vida. Ahora es tu turno.

Mateo tomó el collar de Dante. De inmediato, el color volvió a su alma.

Maya se agachó junto a él y lo envolvió con sus brazos. Mateo hizo lo mismo, quedando los tres fundidos en un tierno abrazo que superó lo terrenal.

—¿Qué camino debo tomar? —preguntó Mateo—. ¿Renacer en otra persona? ¿Volver a mi cuerpo?

—Esa será tu decisión —contestó Dante.

Maya secó sus lágrimas con el antebrazo y dijo:

—Adiós, señor Lamas.

Dante asintió con la cabeza en señal de despedida. Luego, volteó a ver a su hijo y le dijo adiós con una sonrisa.

Mateo y Maya tomaron sus manos y saltaron al Océano de Loto al mismo tiempo, sumergiéndose en las profundidades.

Una sonrisa se dibujó en el rostro de Dante al verlos partir. Después de un momento, buscó en el bolsillo del gabán y sacó le roca que le había entregado Décima.

 

∞∞∞

 

La marea era tranquila y cubierta con flores de loto. El sol brillaba en el horizonte. Maya y Mateo nadaban mar adentro. Al internarse en el océano, el cielo se reflejó con el agua, haciendo imposible saber dónde terminaba uno y comenzaba el otro.

En el horizonte, las enormes ballenas que bailaban sobre el agua, daban la impresión de estar entre las nubes.

—¿A dónde irás? —preguntó Mateo.

—A encarar mi vida.

—¿El que el destino te dé?

Maya sonrió y negó con la cabeza.

—El que yo elija.

Luego, la chica se sumergió en el océano, desapareciendo en las profundidades.

Mateo dudó por un momento: «¿qué camino seguir?».

Metió su rostro dentro del océano y contempló a miles de galaxias resplandecer en las profundidades. Sin pensarlo de nuevo, se zambulló y nadó rumbo a su destino. Aquel que él mismo se forjaría. Con, o sin impedimentos.

 

∞∞∞

 

Dante permaneció sentado a la orilla del muelle.

Llevaba un buen rato mirando la piedra de Décima en sus manos. Sin esperar más, comenzó a acariciarla. Los recuerdos comenzaron a bombardearlo como fulgores distantes. Por un instante, se detuvo. El miedo a invadir el pasado se apoderó de él. Pero, ¿por qué temer? Después de todo, aquellos recuerdos lo convertían en lo que era ahora. Tomando un respiro profundo, continuó acariciando la roca.

La primera imagen, en aparecer en su mente, fue de completa oscuridad. Recordó sentir una calidez envolverlo. Una tranquilidad como nunca la había sentido (ni sentiría jamás) lo reconfortaba. Después de algún tiempo algo lucho para expulsarlo del lugar. Recordó luchar por no salir, pero no era tan fuerte. Una vez fuera, abrió los ojos: las primeras imágenes fueron difusas; se escuchaban ruidos que no podía distinguir. Al enfocar mejor la vista, cayó en cuenta que estaba en un hospital. Allí vio una mujer tumbada en la cama. «¿Quién es esta mujer?, —se preguntó». Estaba bañada en sudor. Se le veía exhausta y lágrimas de alegría cubrían su rostro.

Sin saber por qué, Dante sintió su cuerpo sumamente frágil. Luego percibió cómo unas manos lo llevaron hasta la mujer y lo colocaron entre sus brazos. El momento no era un recuerdo; era como si ese instante pasara de nuevo. Un instante perdido en el tiempo que volvía a tomar vida. Dante entrecerró los ojos y enfocó la vista para distinguir aquella mujer. No podía verla bien, pero un calor repleto de amor se apoderó de él. Hace mucho que no sentía tal protección. Entonces, sin verla, supo que aquella mujer era su madre. Nunca se había sentido tan cercano a nadie, ni tan protegido. Quería permanecer ahí para siempre, mas las memorias continuaron llegando imparables como el paso en el tiempo.

De pronto, dejó de ser bebé. Se sintió correr y gritar en un parque con toboganes, columpios, subibaja, girador… Jugaba con otros niños de la misma edad. En un parpadeo había llegado a los cinco años de edad.

Las memorias en el tiempo siguieron cambiando. Apenas podía disfrutar aquellos momentos de la infancia. Sin darse cuenta, su niñez quedaba atrás y daba paso a la adolescencia. Cumplía los trece años de edad y miraba nervioso cómo una niña de quince años le daba su primer beso. Un beso que, en un instante, pasó a ser un recuerdo.

«Por favor —rogó— permítanme disfrutar de estos momentos un poco más». Pero las memorias iban de la mano con el tiempo. En un abrir y cerrar de ojos, se vio en una iglesia. Tenía veintiocho años. Se miró así mismo esperar nervioso en un altar. Al mirar por encima del hombro, vio a Sarah. Ella se veía hermosa. Vestía de blanco y con ramo de gardenias blancas entre las manos. El amor que sintió en ese momento solo era comparable por el amor que sintió al nacer, pero, en esta ocasión, él sentía que era el protector.

Sin saber cómo, de pronto Sarah daba luz a Mateo en un grito de dolor y, en otro instante, Dante alzaba a su hijo de un año sobre su cabeza.

Los recuerdos, así como el tiempo, pasaron con mayor velocidad a cada instante. Tan deprisa que no tuvo tiempo de saborearlo.

En un santiamén, Dante jugaba con Mateo, de siete años, en el parque mientras que Sarah los miraba sentada en una banca con Ariam en sus brazos.

Los siguientes recuerdos pasaron a mayor velocidad. Recuerdos cortos de trabajo y más trabajo. Eran memorias sin sentido, repetitivas y vacías. Los momentos importantes fueron quedando atrás.

«¿A qué rumbo llevé mi vida? ¿Valió la pena el sacrificio? —se preguntó».

En ese instante, las memorias dejaron de pasar, dejando solo una huella de sentimientos. Las risas y los llantos; amores y desamores; pérdidas y encuentros. Ese fue el mundo donde él existió y, aún con todo el sufrimiento, moría feliz; pues los momentos felices con las personas amadas, siempre eran más fuertes que todas las calamidades que tuvo que pasar.

Las lágrimas resbalaron por las mejillas de Dante y cayeron sobre la roca de Décima. La piedra empapada con las lágrimas, poco a poco, se fue disolviendo hasta llegar a ser como un grano de arena.

Al desintegrarse por completo, Dante se transformó en una escultura de cenizas.

Frágil.

Quieta.

De manera inesperada, una energía azulada se materializó detrás de la escultura de cenizas que se había creado de Dante. Aquella energía era la de Ariam. Durante unos segundos, la niña, con ojos llenos de amor, miró a su padre.

Después, la hija del guerrero astral infló sus mejillas y sopló con suavidad a la escultura de cenizas de Dante. De inmediato, las cenizas se esparcieron en el aire y volaron rumbo al Océano de Loto.

 

∞∞∞

 

El sol iba muriendo lentamente dejando al cielo con un color rosado intenso.

Las cenizas de Dante siguieron su rumbo hasta llegar a un punto en el océano. Una vez ahí, se adentraron en sus profundidades.

Mateo continuaba sumergiéndose. Las galaxias se convirtieron en vientres femeninos. El joven miró a su alrededor y presenció a millares de almas eligiendo los vientres donde querían pasar los próximos nueve meses. Mateo cayó en cuenta que debía escoger uno. ¿Cuál sería su nueva vida? ¿Cómo serían sus nuevos padres?

Entonces, las cenizas de Dante lo alcanzaron, cubriéndolo en un abrazo fraternal. Mateo sintió cómo las cenizas se adentraban en su alma y se mezclaban con su ser. Fue cuando una fuerza extraña se apoderó del joven. El instinto le exigió a gritos el lugar donde ir. Mateo alzó la vista y miró una galaxia en espiral. De inmediato, reconoció el lugar; ahora sabía dónde dirigirse.

Mateo nadó hacia la galaxia, que al acercarse, fue tomando forma de mujer. Una forma que le era familiar.

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