Renacimiento

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CAPÍTULO CUARTO CIEN DÍAS DE CUARENTENA (PARTE 2)

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CAPÍTULO CUARTO
CIEN DÍAS DE CUARENTENA (PARTE 2)

1

Entrando en la segunda mitad de su estancia en Berlín, Kogito pensaba que la vida allí tenía una base mucho más sólida que en ningún otro lugar del extranjero. Recordaba con extrañeza aquellas experiencias forzadas cuando, de joven, viajaba sin dinero y permanecía en ciudades desconocidas y poco preparadas para los turistas.

La estabilidad de la vida en Berlín se debía a la buena organización del Instituto de Investigación Superior y de la Universidad Libre de Berlín, a pesar de que Kogito se decidió muy tarde a ir. Pero, además, Kogito tuvo que reconocer con cierta sensación de tristeza otra razón: que ya no le quedaban energías para andar por ahí saltándose los límites.

No obstante, la mañana del domingo de la semana en la que empezaba el Festival de cine de Berlín, Kogito se dirigió al hotel situado en Potsdamer Platz y experimentó la sensación de pisar arenas movedizas por primera vez durante esa estancia, aunque en otros viajes se había sentido así con frecuencia.

Esa mañana el profesor Iga, profesor asociado del Departamento de Japonés, no apareció en su coche para recoger a Kogito, que le esperaba en la acera, delante de su piso. Pasados unos treinta minutos de las diez, hora de la cita, Kogito decidió volver a su casa. Estaba subiendo la escalera cuando oyó sonar el teléfono insistentemente. No llegó a tiempo esa vez, pero cuando volvió a sonar respondió en seguida y oyó la voz preocupada de Iga. Decía que la Señora Böme-Azuma se quejaba de no poder contactar con Kogito. Habían quedado en que ella lo recogería primero a él y luego irían a buscar a Kogito en su coche, pero esa misma mañana le había surgido un trabajo urgente que le impediría asistir a la filmación de la entrevista. Si él pasaba a recogerle por su casa, no llegarían a tiempo, de modo que Iga le propuso que cada uno tomara un taxi y se encontraran a la entrada del hotel.

A pesar de lo apresurado del cambio de planes, pudieron encontrarse en el hotel. Hasta ahí fue todo bien. Sin embargo, cuando Iga se acercó sin demora a la recepción de la Berlinale, descubrió que ninguno de ellos estaba registrado como invitado. Iga protestó, pero con ello sólo logró que le marearan entre diferentes personas. Kogito lo estuvo observando de lejos durante casi una hora. De pronto, le llamó un hombre un poco mayor que Kogito y con aspecto intelectual y amable que bajaba despacio la ancha escalera del vestíbulo del primer piso.

—La entrevista de hace diez años en Frankfurt fue divertida. ¿Le llegó el vídeo a Tokio?

El hombre le pasó el brazo por el hombro a Kogito, como si de un amigo íntimo se tratara, y le invitó a subir la escalera. A Kogito le preocupaba Iga, que no estaba con él, pero siguió al hombre sin poder oponer resistencia, hasta que llegó a la entrada del festival. Parecía que los espacios reservados para la organización se encontraban a partir del primer piso. El hombre llevaba su tarjeta de acreditación en el pecho, pero tanto Kogito como Iga, que se dio cuenta del movimiento de Kogito y subió a paso ligero las escaleras, no tuvieron ningún problema con los vigilantes. Mientras caminaba al lado de ese hombre por el pasillo que les llevaba al recinto principal, un lugar con unas puertas grandes entreabiertas y varios hombres de pie, el desarrollo de la situación encajó de repente en la mente de Kogito. Abrieron sin más las puertas para el hombre que le acompañaba.

Era una enorme sala con una altura de dos pisos. Al fondo había un escenario en proceso de instalación. Nada más entrar, se veían los abrigos de cuatro o cinco personas encima de las sillas. Sus dueños estaban colocando las luces y dividiendo el espacio con una pantalla pequeña. Otros equipos ya estaban preparados.

Aquello era un festival de cine glamuroso, pero a la alemana, así que una señorita en vaqueros de color caqui dio a Kogito, que seguía de pie, una taza de café y un pequeño recipiente de plástico con leche y azúcar. Sin embargo, la chica no dijo nada. Era extraño porque normalmente los trabajadores jóvenes en Alemania hablaban muy bien el inglés. Aquel alemán llevó a Iga a la sombra de la pantalla y empezó a charlar con él. Tal y como lo veía Kogito, estaba intentando aclarar los problemas de última hora que habían surgido.

El director y a la vez entrevistador volvió junto a Kogito, y le señaló la silla derecha de las dos que estaban colocadas delante de la pantalla. A la izquierda se sentó Iga, a quien un técnico de sonido le colocó el micrófono e hizo lo propio con Kogito. El director se sentó enfrente, al lado de la cámara, y dio una señal a un hombre que tenía al lado. El monitor, colocado de tal manera que lo pudieran ver Kogito e Iga sentados, se encendió. Aparecieron unas escenas magníficas con actores japoneses que podían compararse con las primeras películas de Akira Kurosawa.

El emplazamiento era una extensa hondonada rodeada por bosques de pinos. Enfrente de la cámara había un campamento militar y entre un sinfín de estandartes y lanzas se destacaban unos samuráis protegidos con armaduras. En los dos flancos se habían desplegado los jinetes. Todos aguardaban en tensión.

La cámara se fue retirando hacia atrás y a cierta distancia del campamento aparecieron los campesinos semidesnudos enseñando sus espaldas y la parte de atrás de sus cabezas. Eran muy numerosos y la cámara no los abarcaba a todos. Empezaron a avanzar y se podía ver movimiento al otro lado. Entonces, cuando estaban a punto de chocar ambos bandos, la escena cambió por completo. Era la retransmisión de un reñido partido de rugby entre un equipo de Inglaterra contra otro de Alemania. En esta escena la parte que atacaba iba cobrando cada vez más fuerza y el centro focal de la pugna pasó a la zona de ensayo del otro equipo. Los defensores también reaccionaron con valor y siguió una pugna violenta entre los dos equipos. De pronto, un jugador recibió un pase fantástico y corrió hacia el lado opuesto. Iba solo por la banda.

De nuevo la escena cambió y los campesinos ya estaban ocupando el campamento de los samuráis. Delante de ellos se encontraba un carro con ruedas de tronco y en el interior un hombre de pie con una cabeza ovalada desproporcionadamente grande para su cuerpo, cubierto de varias capas de harapos. El carro fue empujado hacia adelante llevando al hombre y desapareció entre la multitud de campesinos en armas. Las innumerables lanzas de bambú se alzaban al cielo con el estruendo de los gritos.

Cuando se apagó el monitor, la cámara empezó a filmar y el director de la entrevista le hizo una pregunta a Kogito con una tímida sonrisa. Iga estaba a punto de traducirlo pero dejó una pausa y le inquirió con cara aturdida:

—Es libre de contestar como quiera… pero a mí me parece que lo que me ha explicado el director no es lo que yo me imaginaba. ¿Qué hacemos? ¿En vez de responder directamente a sus preguntas, les decimos que paren la cámara y hablamos para prepararlo?

Kogito no entendía bien la situación. Sólo veía la cámara en movimiento, los técnicos de sonido mirándole, y la señorita en vaqueros de color caqui apuntando cosas en un cuaderno. Ese director tenía un aspecto de bonachón e intelectual. La atmósfera distendida no invitaba a interrupción de ninguna clase. Kogito decidió de pronto:

—Traduzca las preguntas. Iré respondiendo.

La primera pregunta de la entrevista era sobre lo que acababa de ver en la pantalla del monitor. Se trataba de una película basada en la novela de Kogito titulada en alemán Der stumme Schrei, y preguntaba cómo evaluaría el autor el filme:

—En primer lugar, quisiéramos conocer las impresiones del autor y un comentario sobre Goro Hanawa, el director, que brindó su apoyo desinteresado, empezando por la dirección del guión, a los jóvenes cineastas de Alemania, que sufren grandes dificultades económicas. Usted era amigo íntimo del director, que se quitó la vida trágicamente y que era, además, su cuñado…

Kogito respondió:

—El título japonés El partido de rugby de 1860 es una metáfora para ligar el levantamiento campesino que ocurrió en un año clave para la segunda apertura del país con el movimiento civil en contra del Tratado de Seguridad nipo-americano que tuvo lugar cien años más tarde. Para mí la película ha escogido los dos hechos como similares y lo ha mostrado directamente en imágenes, lo cual me parece interesante. Goro propuso este planteamiento, que me dejó impresionado por su crítica humorística y por el talento que han demostrado los cineastas alemanes al transformarlo en expresión audiovisual.

»El poder del han[*] bajo el sistema feudal castigó al líder de la primera revuelta con la pena de muerte. Pero los campesinos conservaron su cabeza en salazón y en la segunda revuelta la colocaron de nuevo en el cadáver del líder y fueron río abajo a atacar la ciudad del castillo. Esa idea que yo describí como metáfora también se ha llevado a la pantalla.

»El líder, recuperado de esa manera, puesto en un carro con ruedas de tronco, evoca un incidente que ocurrió al finalizar la guerra, lo cual tiene un peso específico para mí como individuo y como descendiente de mi familia. Escribí sobre esto en la novela titulada El espíritu enjugó mis lágrimas.

»Por último, me gustaría hacer hincapié en que el paisaje de la escena del bosque que aparece en el vídeo es idéntico al de mi tierra. Un arquitecto hizo un análisis sobre las características topográficas de mi novela en un artículo. Estas imágenes parecían visualizar de manera excelente su razonamiento.

»Hace veinte años, cuando me encontraba en Ciudad de México, Goro y mi mujer, que es su hermana, visitaron mi casa natal e hicieron una investigación sobre el lugar. El resultado está aquí. Seguramente las detalladas lecciones de Goro habrán cumplido su función, pero quisiera expresar mi respeto a los cineastas alemanes por una realización tan precisa y enérgica.

A continuación del comentario de Kogito, el director siguió con otra pregunta mostrando un cierto nerviosismo derivado de su complot secreto.

—¿Le gustaría que esta película se terminase? El equipo de esta película reconoce que hubo un error en el contrato con el autor. Aparte de que su agente denunciara este problema debido a que no quedaba presupuesto para la realización, el proyecto ha estado paralizado durante mucho tiempo. Para que ellos puedan superar los problemas, ¿estaría dispuesto a colaborar?

Iga tradujo la segunda pregunta hasta aquí y, para que entendiera Kogito, también preguntó al director en inglés:

—Concretamente, ¿en qué consistiría esa colaboración?

—Es sencillo… En cuanto al contrato, aunque pueden tenerlo como opción, no han conseguido los derechos para llevar al cine la obra original. ¿No podría renunciar a ellos? Tengo entendido que la herencia de Goro Hanawa asciende a cinco millones de marcos. ¿No podría convencer a su familia para que invirtieran en esta película?

Lo tradujo así pero Iga añadió apresuradamente:

—Creo que no es algo que se pueda contestar durante una entrevista. Es una propuesta un tanto egoísta, ¿no cree? Además tengo la impresión de que el objetivo real de esta entrevista es grabar su asentimiento como testimonio para cumplir con su propósito. Si usted no quiere, mejor lo dejamos.

»Si por el contrario desea completar la película que está parada y para ello decide ayudarles… yo también creo que es un buen proyecto y, por lo que hemos visto hasta ahora, está bien hecho. Le traduciré con mucho gusto su respuesta.

Kogito pidió continuar la entrevista. Voluntariamente quiso responder a la pregunta capciosa del director y prometió ceder los derechos a los cineastas alemanes si iban a continuar con el estilo que había podido ver en la parte de prueba. Cuando vio el vídeo en la pantalla, se convenció de que Goro había tenido que ver con el guión y con la dirección. Todo recordaba a la interpretación y planificación que Goro había dejado en las charlas por el tagame antes de irse al otro lado. Lo que sintió verdaderamente fue no tener allí el tagame para poder comparar algunas partes de las cintas con las imágenes de la película que acababa de ver. Además de esto, naturalmente, dejó claro que él no tenía ningún poder de decisión sobre cómo se usaría la herencia de Goro ni tenía intención de opinar sobre ello.

El director, entrado en la tercera edad, volvió a mostrar al terminar la entrevista la expresión calmada del principio en su cara, y acompañó a Iga y a Kogito al vestíbulo diciendo que la última respuesta de Kogito era un estímulo positivo para los jóvenes artistas que luchaban por la reconstrucción del cine alemán; el Canciller había emitido un mensaje de apoyo al festival, y era una suerte haber grabado las palabras de Kogito en el entorno en que éste se celebraría.

Iga le dijo a Kogito, cuando se quedaron a solas, a modo de información complementaria:

—Ese director fue uno de los líderes del nuevo cine alemán. Es lógico que quiera apoyar a la nueva generación que está luchando con una situación económica poco halagüeña. Pero ¿cree que Goro era consciente de haberse comprometido tanto con los cineastas alemanes? Empezaron sin aclarar los derechos de adaptación al cine. Quizás pensó que todo esto se limitaba a los hechos y se vio involucrado en el complot.

—La señora Böme-Azuma parece prestar mucha ayuda. No creo que ella ignorase esa iniciativa. Quizás, si estaba al corriente, quiera ratificar los hechos consumados.

—Pues no lo sé. Lo que es cierto es que le encanta el cine. En la Berlinale la he visto muchas veces en los preestrenos de las películas experimentales. En todo caso, dudo que ella pueda estar implicada en un complot jurídico para la realización de la película.

»Originalmente era actriz y cuando Goro empezó su carrera de actor, parece que trabajó con él. Me lo contó muy orgullosa un día.

—Se reencontró con Goro en Berlín y tuvo algo de trato con él, ¿no es cierto? ¿Cómo casa eso con la historia de la hija de la señora Böme?

—¿La oyó hablar mal de su hija? Ella es más crítica con su propia hija que con Goro. La hija cuidó de él durante su estancia en Berlín. Sobre todo al principio estuvo muy pendiente. Los que querían acercarse a Goro en Berlín la acusaban de estar monopolizándole. He oído que por eso la señora se sintió responsable de la situación y empezaron los roces con su hija. Después de lo que le pasó a Goro, vino un periodista de un semanario a sonsacar información sobre la hija y consiguió sacar de quicio a la señora Böme-Azuma, hasta tal punto que he oído que podría tener un pleito con el periodista.

—Pero ¿cómo pudo torcerse tanto la relación entre esa mujer y su hija?

—Por lo visto, la señora Böme le advirtió que estaba cuidando demasiado a Goro, que eso se llamaba Mädchen für alles, y que así la dejaría en seguida. La hija preguntó el significado de esta expresión a una amiga y se sintió tan dolida que no pudo perdonar a su madre. Había crecido en Japón con el anterior marido de la señora y se vino a vivir con ella cuando ella se casó con su marido alemán. Así que no sabía nada de alemán.

—Está bien informado, por lo que veo.

—La amiga que le enseñó el sentido de la expresión vino a confirmármelo. Después de decírselo empezó a preocuparse.

—¿Y cómo se lo explicó?

—Mi mujer es de Berlín, pero dice que nunca ha oído usar esa expresión. La señora Böme-Azuma se casó con un empresario mayor, por lo que podría haber elegido la expresión entre el vocabulario de un marido que había crecido en un ambiente anticuado.

»Cuando ocurrió lo de Goro, su amiga dijo que la hija de la señora Böme-Azuma insistía en que el director fue asesinado por la yakuza, por haber aceptado realizar un reportaje para la NHK en el que revelaría la realidad de la extorsión que ejercía la organización sobre las incineradoras de desechos industriales.

Curiosamente, a partir de entonces la señora Böme-Azuma no volvió a dar señales de vida y a Kogito sólo le quedó el vídeo que probaba la cesión de los derechos de la adaptación de la novela a un grupo de cineastas alemanes cuyo nombre ni siquiera le había sido revelado.

2

Su exilio duró cien días, por lo que había excedido bastante lo indicado por la palabra cuarentena, que debe provenir del italiano. Al volver de Berlín, Kogito sufriría más de diez días de jet lag, cuando a la ida no le afectó casi nada. Durante todo ese tiempo, Kogito trataba de volver a la realidad lo antes posible, evitando deliberadamente ponerle pilas al tagame; metido en el camastro de la biblioteca soñaba con llamar por teléfono a algún amigo.

Entonces, Kogito se dio cuenta de la cruda realidad. Ya no podía llamar por teléfono al profesor Musumi o a Takamura. Goro los había criticado por el tagame, y ni siquiera tenía algún amigo más joven a quien acudir.

No hay libro que pueda contentar fácilmente una cabeza trastornada por el cambio de horario. Podría deshacer el paquete de libros que había en la entrada de la biblioteca y leer algo, por ejemplo una traducción de algún texto de Proust, y seguía esperando relajarse recordando el pasado sin prisas. En este proceso podría pensar en su muerte como algo que no tardaría en llegar; le daría pavor pensar que iba a vivir diez o veinte años más. El título El tiempo recobrado se transformaría, en su imaginación calenturienta, en «La muerte recobrada».

—¡Sí, la muerte es el tiempo!

Al decirlo así, despierto, se dio cuenta de que le iba a costar aceptarlo. No obstante, en ese momento, se le ocurrió que había descubierto algo convincente. En ese sentido, podía entender que su propia muerte fuera pasado. Y el pasado reciente retrocede con gran velocidad más allá del paso del tiempo. Le parecía que la muerte de Goro había ocurrido hacía cien años. Y al lado de Goro, que había muerto tiempo atrás, podría estar él mismo adormilado igual que alguien que hubiera muerto también hacía tiempo.

Mientras pensaba esto, Kogito, que se había resignado a no poder dormir por culpa del jet lag, en realidad estaba durmiendo, y sería más correcto decir que tenía un sueño ligero. Al día siguiente, como lo presentió en el sueño, el pensamiento de que la muerte era el tiempo le resultó ambiguo. Sin embargo, el eco de ese descubrimiento sonaría de nuevo en cuanto volviera a dormitar.

3

Kogito se convenció de que el objetivo de la cuarentena en Berlín era volver al estado anterior al diálogo con Goro por el tagame y entrenarse hasta conseguirlo. Esta conciencia dio su fruto y mientras esperaba en el despacho de la universidad la hora de la clase, sobre todo cuando se encontraba tranquilo, podía verse a sí mismo valorando la comunicación con Goro, que se había ido al otro lado, como un juego de autoconciencia.

No era que pensara que, por ser un juego, carecía de sentido. Era obvio que se conseguía una profundización de la conciencia que sólo era posible a través del sistema del tagame. Kogito había reconocido a sus cuarenta años el papel del juego en contraposición al rito, llamándose a sí mismo de manera burlona «un estructuralista tardío» en el proceso de reanalizar los temas casi olvidados por los antropólogos en activo.

La prueba de que el diálogo por el tagame era un juego, era que Kogito había establecido diferentes reglas a las que venía obedeciendo. Goro también respondía respetando esas reglas, aunque no se podía decir que Kogito diera pie a digresiones.

A pesar de ello, gracias al dinamismo que se genera en una conversación, hubo momentos en los que el diálogo con Goro le conducía a un nuevo desarrollo que nunca hubiera imaginado. Al mismo tiempo, Kogito sabía que ninguno de los dos estaba rompiendo las reglas del juego. Por ejemplo, por muy acalorada que fuera la conversación, siempre cumplía la regla de no proponer un trabajo conjunto.

Por eso, cuando Kogito recordaba en el apartamento de Berlín las conversaciones con Goro, podía distinguir claramente las que fueron por el tagame de las que se dieron por teléfono cuando se acercaba la fecha en la que se fue al otro lado pero todavía estaba en éste.

—Chikashi te dijo: «Cuando cumplas sesenta y cuatro, Akari tendrá treinta y seis, ¿sabes? Entre los dos, cumpliréis cien años.» Según el pobre misticismo de tus días en Matchama, cuando cumplieras cien años ibas a convertirte en un «ser inteligente». Y sumando los cien años que tú has vivido… —no sabía qué tipo de razonamiento había en estos cálculos—, con cincuenta años anteriores a ti y otros cincuenta años posteriores a ti podías conseguir una visión completa de la vida… Pienso que, al vivir junto a Akari, has vivido sesenta y cuatro más treinta y seis, cien años, ¿no te parece?

—Es cierto que viviendo con Akari, a veces siento que he vivido ya casi cien años. Cuando llegue 1999, lo sentiré mucho más claramente, aunque no sé si en mi cumpleaños o en el suyo…

—¿Vuestros cumpleaños están distanciados? El otro día, hablando con Chikashi, me pareció entender que eran el mismo día. Chikashi no es una chica arrogante pero se sale de la norma respecto a la modestia típica de las mujeres japonesas. A lo mejor cree que os ha dado a luz a Akari y a ti el mismo día. ¡Es decir, a los dos juntos! Es una madraza. Cuando ella y yo vivíamos en el anexo del templo de Matchama, era mucho más madre que nuestra madre.

Al escucharlo, Kogito estuvo a punto de decir en broma: «Según tu psicología, tanto en el sentido positivo como en el negativo, el papel de la madre es muy importante. ¿Eso cómo casa con lo que acabas de decir?» Se lo tragó en silencio… ¡habría sido penoso tener que soportar a dos madres que querrían hacer cada una su papel!

Kogito se calló un momento llegado a este punto de la conversación. Goro aprovechó la pausa para proponer algo que obviamente había pensado de antemano.

—Cuando hablaste de esa visión, yo no quería preguntarte nada pero pensé vagamente lo siguiente: Tú vas a ser un «ser inteligente» y conseguirás la visión coetánea de tus cien años más cincuenta por delante y otros cincuenta por detrás. Entonces, ¿qué haría yo? Si tú tienes cien yo tendría ciento uno y si siguiera vivo no creo que estuviera trabajando… De todas formas, tu idea de vivir hasta los cien años me atrajo. Era la primera vez que pensé que no ibas a ser un erudito sino alguien creativo.

»Cuando publicaste El partido de rugby de 1860 te llamé desde Venecia, ¿te acuerdas? Por aquel entonces, las llamadas telefónicas a través de la operadora del hotel eran tan caras que mi mujer se ponía muy nerviosa. Un periodista que vino al festival me dijo que había leído la última entrega de la novela y que le había entusiasmado. Yo no la había leído todavía…

»Te pregunté por el contenido de la novela. Ya sabes que yo, como siempre me has criticado, soy incapaz de resumir las cosas, sea una novela o una película.

»Tras aquella llamada internacional, me tranquilicé al ver que la novela no tenía que ver con la idea del “ser inteligente”.

Entonces, yo trabajaba en el extranjero pero no tenía gran fama dentro del país. Como actor mediocre, sin embargo, tenía un deseo inocente: quería participar como profesional en el proyecto que llevarías a cabo al cumplir cien años.

»Es más, intenté realizar el proyecto en serio. Por ejemplo, en la serie de programas de televisión quise hacer un recorrido histórico de la Edad Contemporánea desde la era Meiji. Aquello era una búsqueda personal de la visión del “ser inteligente” a mi manera.

»Después de aquello estuve llevando a cabo la planificación de una película que abarcara ciento cincuenta años de este país. Además había elegido como modelo tu casa del bosque. Pensé fijar un momento del futuro para retroceder ciento cincuenta años suponiendo que tú escribirías el guión conmigo. Si finalmente eso fuera imposible, podríamos discutir la planificación juntos.

»Ahora, he llegado a un punto de inflexión después de doce años de hacer cine. En este momento, al oír tu modo de entender esos cien años, me siento motivado. Hasta ahora siempre he pensado que tenía que pasar mucho tiempo hasta que cumplieras los cien años, y daba por sentado que eso sería una eternidad… Entonces me enseñaste el juego matemático… o la magia de los números, como solías hacer cuando estábamos juntos en Matchama. ¡Cumplir cien años juntando la edad de Akari con la tuya! Me has dejado anonadado. Necesitaba saber en seguida qué se te estaba pasando por la cabeza en este momento.

—¿Por eso me has llamado?

—Así es —contestó Goro con tanta sinceridad que impresionó a Kogito.

»También he pensado lo que implicaría que te convirtieras en el “ser inteligente” al cumplir cien años. No creo que vayas a vivir el resto de los cuarenta años ociosamente. Como dice Chikashi, tú no estás hecho para pasarte un montón de años sin hacer nada.

»Y he estado pensando que lo que escribas de aquí al día de tu centenario, etapa durante la cual yo todavía estaré en edad de poder trabajar, lo empezarás a escribir haciendo referencia por fin a “aquello”. Porque en ese proceso de trabajo no podrías pasar sin mencionar nuestra experiencia, ¿no es así? Yo tampoco podría. No puedes llegar a una conclusión sobre “aquello” si me dejas de lado. Quiero decir que si quisieras utilizar aquel episodio para cerrar tu carrera de novelista, yo no te dejaría solo en la tarea.

4

En la época en que su dependencia del diálogo a través del tagame se iba diluyendo, en el apartamento del barrio residencial de Berlín, que más silencioso no podía ser, solía prepararse la cena él mismo y la acompañaba de algún vino italiano o español sin que nadie le molestara con visitas inoportunas. Se enfrentaba a la presión invernal de una ciudad que cada día le apremiaba más. Y recordaba en esos días las conversaciones quizás más cercanas al final de la relación que mantuvo con Goro.

Al reparar en el matutino cielo nublado que se oscurecía por la tarde entre las siluetas de las tupidas y finas ramas, recordó una conversación que tuvo con Takamura, mientras contemplaban un cielo nublado muy similar en Tokio desde la ventana del hospital.

Kogito visitó ese día de invierno a Takamura en el hospital de Akasaka y escuchó de sus labios la severa perspectiva de su enfermedad. Hacía dos años que sabía que le habían encontrado un cáncer de hígado a Takamura en una revisión médica. No era que no se diera cuenta de la importancia del aviso pero Kogito tenía tal confianza en él desde la juventud, que no podía considerarlo nada más que un genio, y seguía convencido de que Takamura iba a superar la crisis.

Takamura le enseñó un cuaderno con líneas finas como si fueran bodegones que usaba para componer. «Un plan de composición para el resto de mi vida.» Iba tomando notas de la conversación en el cuaderno. Su estado no era esperanzador y por la dureza de los efectos secundarios del tratamiento y considerando su resistencia física, había que reducir el plan de trabajo que hasta entonces había programado. Si Kogito no terminaba el guión para la ópera que le había encargado en seis meses, no habría más remedio que abandonar la iniciativa.

—Creo que ya sabes que existe un guión que escribió un joven novelista americano. Pero la idea es que el pilar fundamental sea tuyo. En ese sentido, si tu trabajo no está terminado a tiempo, yo no podría pasar la ópera al pentagrama. ¿Tienes alguna esperanza de poder completarlo antes de primavera?

—No —contestó Kogito con pesar.

—Presentía que pudiera ser así. Esta vez parecía que, más que crear algo nuevo, ibas a exhumar lo que habías enterrado. Me daba la impresión de que ahí debajo tenías algo demasiado grande como para sacarlo a la luz tan deprisa…

Takamura tenía la cabeza muy grande en comparación con su pequeño cuerpo pero su movimiento se regía como por una proporción perfecta. Vestido con la bata de algodón de estampado a topos y con un gorro de lana en la cabeza, ya que se había quedado calvo a causa de la quimioterapia, Takamura miraba a Kogito a los ojos de manera penetrante, inmóvil. Kogito no pudo sino bajar la mirada.

—Pues iba a dejarlo, pero un periodista americano que vino ayer a verme me dijo que Goro le había contado la idea de la ópera. Pensé entonces que, si le habías contado la idea a Goro, ya casi lo tendrías.

—Cuando pensé en narrar esa historia, se lo dije en seguida a Goro, porque trataba de algo que experimentamos juntos. Goro también dijo que si yo iba a escribir sobre aquel suceso en forma de ópera, él quería llevarlo al cine.

—¿Hablasteis mucho sobre ese tema?

—Goro tenía dieciocho años y yo diecisiete cuando ocurrió; y hemos pensado en ello durante cuarenta años, aunque con intervalos, por supuesto. Sin embargo, ni Goro ni yo tenemos clara la totalidad del suceso. Parece que me hago el interesante o tal vez suene a excusa, pero me falta algo para poder entenderlo bien.

—Por lo que dijo el periodista, Goro le contó una historia terrible… Insistía en que su relato era breve porque la película que quería rodar Goro iba a ser muy extensa. No sé hasta qué punto lo diría en serio pero hablaba de más de diez horas, según el periodista. Ahora bien, no es que una película de esa duración sea imposible, pero no se ajusta al estilo de Goro, ¿no te parece?

—Antes de ser famoso, Goro hacía unas películas muy diferentes de las que luego tuvieron éxito comercial. Hubo una en la que uno tocaba el violín durante media hora y otro simplemente lo escuchaba.

Takamura dibujó por primera vez ese día una sonrisa de crítica destructiva en su cara, la que solía mostrar antes de estar enfermo.

—¿Qué pieza tocaba?

—Partita para violín solo N.º 1 de Bach… De vez en cuando, el que escucha le habla, pero sin esperar respuesta…

—Por cierto, Katsuko también me habló de esa pieza corta. Su madre le pagó a Goro la realización y le preguntó qué filmaría después. Entonces él le contestó fríamente que haría otra película con el mismo método diez o quince veces más larga.

»Katsuko decía, aun después de separarse de Goro, que si éste dejaba de rodar películas comerciales, pediría ayuda a su madre para financiarle y ella sería la productora. Me propuso que compusiera para él hasta poco antes de tener el infarto cerebral…

—¿Crees que Goro le contaría a ese periodista cómo iba a ser el guión, aunque sólo fuera parte de la sinopsis? —preguntó Kogito.

Takamura sacudió la cabeza cubierta con el gorro de lana demasiado ajustado. Una sonrisa amarga parecía asomar tanto en sus ojos como en sus labios.

—Que tú le hubieras contado el argumento a Goro con todo detalle, él lo hubiera puesto todo por escrito y que, al echar un vistazo, yo descubriese que era exactamente el guión que quería… era un sueño demasiado bonito para ser verdad.

Kogito se sintió conmovido y le miró.

—Sin embargo, el periodista tampoco le sonsacó demasiado. A veces, en sueños se nos aparecen cosas que podrían ayudarnos a superar una crisis, pero tuve que reflexionar y reconocer que yo estaba soñando con los ojos abiertos.

Ese modo crudo de hablar, que no era normal en Takamura, le hizo a Kogito bajar de nuevo la mirada.

—Por muy despacio que se desarrolle la enfermedad… la ópera no podría llegar a nacer… y no se nos puede culpar ni a ti ni a mí. Por esa razón, quería decirte que sigo soñando con esa ópera que nunca terminaré.

»Cuando me muera… la empieces mientras yo todavía viva o no, eso no me importa… bueno, cuando me vaya, deseo que termines de escribir la historia.

»Me gustaría que Goro hiciera lo mismo con esa película que podría durar más de diez horas. Supongamos que tu obra y la de Goro marcan los dos vértices de un triángulo. Yo quisiera poner en el tercer vértice mi ópera.

»En vuestra obra aparece el estímulo de un prisma de imaginación, y, a pesar de que mi cuerpo y mi espíritu ya no existan, mi ópera empieza a surgir como un fuego en el último punto del triángulo, ya lo estoy viendo. Seguramente te parecerá impreciso el uso que hago de las palabras.

»Me acuerdo de que, en relación con la definición de las palabras, Kogito, me explicaste la teoría del réquiem de Shinobu Origuchi, hace mucho tiempo. Si tu novela y la película de Goro ocupan los dos vértices de un triángulo y mi ópera el tercero, ¿no sería ése el réquiem del que habla Origuchi? Existe la palabra “jimeikin”, el arpa que suena sola. Es el mismo concepto que la caja de música. Si los dos vértices, el tuyo y el de Goro, se relacionan entre sí, empezarán a emitir energía estática hasta que el jimeikin del tercer punto comience a interpretar el aria de la ópera… No quiero hablar de cosas sentimentales pero te pido, querido Kogito, que reces por mi alma.

En el apartamento de Berlín, Kogito entendió por primera vez que Takamura, que al cabo de un rato acusaba el cansancio tras tan largo discurso, le había dedicado en su charla palabras de ánimo teniendo en cuenta la pesadumbre que atenaza a los que saben que se quedarán en este mundo.

5

En una de las cintas del tagame, Goro hablaba de la película que, según tenía pensado, iba a ser muy larga, lo que sugiere que no existía relación entre el hecho de que hubiese preparado las cintas para el tagame y que saltara de aquel edificio.

—Ahora que el vídeo es un aparato corriente hay gente joven que ve una película diez o veinte veces, y, además, encerrados en su habitación. ¿Esto lo podemos llamar una percepción normal? En el contexto de tu campo, el equivalente serían las bibliotecas pero, normalmente, la gente tiene libros en sus casas. Sin embargo, aunque esté uno muy interesado en un escritor o en una obra, no me parece que se pueda leer tantas veces lo mismo en tan poco tiempo. Más bien es después de cierto tiempo cuando vuelves a una obra. Aun así, como mucho, se puede leer cinco o seis veces en la vida La montaña mágica, ¿no?

»En cuanto al cine, puede que con las películas de “cine y ensayo” después de un largo tiempo hayas visto bastantes veces la misma cinta; eso me puede pasar también. Por ejemplo, aquella de Hitchkock, Alarma en el expreso… Sin embargo, lo que ocurre con los jóvenes de ahora es que ven una película muchas veces en vídeo y pueden comentar cualquier detalle de una determinada escena. En mi experiencia, no he aprendido nada constructivo gracias a estas discusiones.

»En una película, por poco espabilado que sea uno, si la ve muchas veces, se empieza a poder apreciar una escena desde diferentes puntos de vista. Un ejemplo es hablar tediosamente sobre el movimiento de los personajes que se ven detrás del protagonista, que está en primer plano. Es ridículo.

»Repito que no sé si es un modo apropiado de ver una película. ¿Se puede decir que eso es la experiencia vital de cada segundo que forma la corriente de dos horas que dura una obra? ¿Se puede profundizar la percepción al confirmar a posteriori lo que no has visto la primera vez? Porque, a partir de la segunda vez, quizás esté viendo más la meta-película que la película. En cuyo caso experimentará una emoción diferente a la que siente al ver la película ex novo. Es decir, una experiencia secundaria de la meta-película.

»En consecuencia, yo querría hacer una película que no hubiera que ver muchas veces. Una película en que se pudiera entender todo de una vez. No quiero usar métodos torpes como repetir el close up —Goro pronunciaba esta palabra en inglés impecable— para señalar al público lo que debe ver. La regla general es captar la escena en su totalidad y dejar a todos los espectadores el tiempo suficiente para que perciban bien los detalles.

»Desde luego, no va a ser como otras de las obras que he estrenado. Aquellas películas eran fragmentos. El que vea la película global la verá automáticamente como un todo y no necesitará ver nada otra vez. Además, a través de esta única experiencia, su visión del mundo cambiará.

Un periodista de Los Ángeles que fue a ver a Takamura le contó que la película de Goro podría tener relación con el argumento de la ópera que iba a escribir Kogito. Éste no lo conocía pero sabía que Goro se fiaba de él y lo trataba como a un amigo. Incluso podía recordar con admiración las detalladas noticias que escribió cuando Goro fue atacado por los yakuza y Kogito las leyó en un diario de Los Ángeles al llegar a California desde la costa Este. La noticia empezaba así:

«Goro volvió avanzada la noche a su casa y aparcó su Bentley en el garaje. Al intentar sacar unas cosas del asiento de atrás, dos hombres le atacaron por la espalda. Uno le sujetó los brazos y el otro le cortó la mejilla, pero Goro no les plantó cara.»

El periodista hizo hincapié en ese punto.

«Al siguiente segundo, de repente, Goro reaccionó con gran fuerza y tiró a los dos malhechores al suelo e hizo un placaje a uno de ellos, que iba a huir. Ese mismo utilizó alocadamente su arma para librarse de él…»

El periodista explicaba con simpatía cómo Goro, que no ofreció resistencia mientras uno le inmovilizaba y el otro, que sacó la navaja de un bolsillo trasero, le cortó la cara, reaccionó de golpe. El motivo fue que el malhechor destruyó el interior del coche con la misma navaja que hirió a Goro. Enfadado por ello, Goro reaccionó con violencia y ni siquiera la enorme hemorragia le frenó, por lo que los dos atacantes no tuvieron más remedio que darse a la fuga.

Kogito entendió bien la reacción de furia de Goro. Sencillamente no aguantó que destrozaran algo tan precioso como un Bentley. En la época en que Goro no tenía trabajos relevantes, invirtió todo lo que había ganado trabajando en una película extranjera —los padres de Katsuko pagaron el hotel y la estancia de su hija y de su marido— en la compra de un Jaguar. Lo transportó un año más tarde a Tokio y lo trataba como un tesoro. Tiempo después, la riqueza que le trajo el éxito de sus películas se materializó en aquel Bentley y, a entender de Kogito, ya no existiría en la vida de Goro un objetivo material, aunque podría decirse que era más bien espiritual, por el que pudiera apasionarse tanto. Kogito entendía esa especie de nihilismo que estuvo en la base del estilo de vida de Goro durante tanto tiempo.

Nihilismo por el hecho de no reaccionar al primer ataque por parte de los criminales y mantener una actitud receptiva; una prueba clara. Desde joven, Kogito comprendió su carácter y se preocupaba por él. Goro tenía tendencia a arrojarse a sí mismo al peligro y éste podría terminar destruyéndolo. Quizás no sería justo decir que le atraía pero a Kogito le parecía que no lo evitaba voluntariamente.

Se acordaba de más de un profesor que aborrecía a Goro por entender su carácter como insolente o petulante. El entrenador que Kogito compartió con él, un gigante de rostro bronceado, que tenía a sus alumnos aterrados, decía que había sido seleccionado para participar en el campeonato asiático de lucha libre. Todos los años, ante el comienzo de la temporada de piscina, este profesor de educación física explicaba las reglas subiéndose a una tarima colocada delante de un chopo. Una de las reglas era que los que estuvieran al lado de la piscina debían andar descalzos. Sin embargo, Goro se traía unas sandalias de goma alegando que la superficie de la piscina estaba hecha de un hormigón que le hacía daño en los pies. Además, caminaba delante del profesor haciendo ruido con las sandalias, por lo que era inmediatamente expulsado de las filas. Incluso recibió algún que otro bofetón. Por el gran número de alumnos para las dimensiones limitadas de la piscina, a Kogito y a Goro sólo les tocaba nadar como tres o cuatro veces en verano pero, cada vez que eso ocurría, Goro aparecía con las sandalias, recibiendo los correspondientes bofetones.

Kogito tenía la misma sensación de peligro al tratarse de las relaciones de Goro con las mujeres. Antes de la primera boda, o después del divorcio hasta contraer matrimonio con Katsuko, las acompañantes de Goro que por casualidad veía Kogito eran chicas que le producían una impresión extremadamente sombría. Con cualquiera de ellas se podía imaginar claramente que el futuro iba a ser desgraciado o, cuando menos, complicado. A pesar de ello, Goro parecía que, precisamente por ser un escenario dificultoso, insistía en las que a Kogito le parecían bastante carentes de atractivo. Por todo ello, cuando supo que a Goro le habían atacado aquellos tipos de la yakuza, a Kogito le vino a la cabeza la extraña relación que tuvo Goro con alguna de aquellas mujeres.

6

La nieve, que comenzó a caer mientras hablaba con Takamura y que, al salir de la entrada principal del hospital universitario, se le metió hasta el pecho con un solo soplo de viento, caía cada vez con más fuerza. Cuando Kogito tomó el taxi que le llevaría a su casa, cosa que le costó lo suyo, vio que las aceras estaban ya completamente blancas. El día siguiente fue también un día oscuro, en el que parecía que no hubiera amanecido, y seguía nevando. Kogito escuchaba la radio junto a Akari mientras contemplaban caer los copos. Sin aclarar bien por qué, pero sintiendo los dos un gran miedo, escucharon al locutor dar la noticia de la muerte del compositor Takamura.

Un año más tarde, también en pleno invierno, Chikashi se acercaría hasta el camastro de la biblioteca para despertar a Kogito y comunicarle la noticia del suicidio de Goro. Así Kogito se descubrió a sí mismo en pie y solo ante el tercer vértice del triángulo que ya no se haría realidad.

Kogito era un escritor que empezó a cultivar el género de la novela a los veinte años recién cumplidos. Al cabo de veinticinco más escribiendo novelas, se percató de haber llegado a un punto de inflexión en su carrera. No se trataba de algo abierto hacia el futuro sino de algo acumulado desde el pasado… Si hubiera podido doblar la vida en dos, se solaparían el antes y el después de ser escritor.

Durante esos veinticinco años, excepto al principio, que pasó un tiempo sin pensar intencionadamente en cómo escribir, enfocaba su labor como si de deshacer nudos enredados se tratara, partiendo de la problemática de qué escribir y cómo hacerlo.

Entretanto, la conciencia de una forma de salir del atolladero y poder continuar creció tan desmesuradamente que empezó a impedir la creatividad en nuevas obras. Sumido en una crisis, Kogito recurrió por último a establecer un método: en realidad no se puede escribir una obra hasta que se empieza a escribir. Es decir, que aunque la idea esté vagamente definida, se debe empezar por escribirla en papel inmediatamente. De lo contrario, no hay forma de empezar.

Después, examinando cada línea de lo ya escrito, se podría definir el cómo, los pasos del desarrollo. Una vez determinado, la búsqueda de qué escribir ya no supone lanzar la red de pesca a las oscuras aguas. Fue así como Kogito consiguió seguir escribiendo.

Cuando Takamura le pidió que escribiera la novela en la que se inspiraría su ópera, Kogito tomó una decisión. Esta vez sí que empezaría estableciendo el cómo. La razón era que, en este caso, sabía perfectamente de qué iba a escribir. Kogito pensaba escribir sobre el suceso que experimentó a los diecisiete años. No había muchos días en que no recordara «aquello» durante los años siguientes. Especialmente cuando Kogito se licenció en la universidad e iba a casarse con la hermana de Goro; el único motivo que le guiaba era tener la mente ocupada para pensar en algo diferente a fin de evitar pensar en ello. Kogito pudo vivir todo ese tiempo sin hacer referencia a esa experiencia.

Kogito había adoptado deliberadamente esa actitud. Además, en su cabeza siempre existió la voluntad de prepararse bien y escribir con franqueza sobre el suceso. «Mi carrera de escritor no podrá culminar si no escribo sobre “aquello”», pensaba. Incluso sentía que se había convertido en escritor para contarlo.

El que Goro dijera que el motivo de ser director de cine era filmar una larga y densísima película global sobre ese tema le produjo gran simpatía a Kogito.

Más adelante, cuando Takamura le pidió una historia para su ópera, Kogito se estremeció al pensar que por fin había llegado el momento de volver la vista atrás. Y no solamente eso, sino que además telefoneó a Goro para reunirse con él después de bastante tiempo y le transmitió su decisión. Goro no era de los que hablaran a la ligera de sus planes, pero Kogito creyó firmemente que fue entonces cuando él también decidió rodar una película sobre el tema.

En ese momento, Kogito tuvo una visión clara. Goro le envió las primeras treinta cintas para el tagame poco después de la muerte de Takamura. Parecía como si los preparativos de la novela de Kogito en la que se inspiraría la ópera de Takamura se hubieran puesto en marcha a la vez que con los de su película y ya no hubiera más tiempo para desarrollarla.

Podría ser que pensara que, a partir de ese momento, él tenía que ser la persona que animara la pluma de Kogito en lugar de Takamura. Y ahora Goro también se había ido al otro lado. La estancia en Berlín, durante la cual cortó con el tagame, le hizo percibir aquellos hechos como un motivo de angustia verdadera.

La última semana de la cuarentena, aprovechando que había terminado todas las lecciones en la Universidad Libre de Berlín, se fue a escuchar Quattro Pezzi Sacri de Verdi a la Konzerthaus, en lo que había sido el Berlín Oriental.

La orquesta hizo alarde de su máxima resonancia sin ninguna distorsión ni redundancia. El lujoso y, a la vez, sólido auditorio encerraba todo con holgura. El coro demostró facultades vocales superiores que realzaban la grandeza de la voz humana y componían una estructura musical equivalente a la totalidad del universo, a veces en un orden hasta infantil, como si fuera un juguete del Creador… eso pensó Kogito.

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