Renacimiento

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CAPÍTULO TERCERO EL TERRORISMO Y LA GOTA

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CAPÍTULO TERCERO
EL TERRORISMO Y LA GOTA

1

Kogito solía hablarle a la gente de su problema en el pie, que aparecía cada cierto tiempo, desde hacía unos quince años: la gota. La verdad es que, cuando se acercaba a los cuarenta, empezó a tener ataques de gota por aumento del ácido úrico. Sin embargo, gracias a un medicamento que lo rebajaba y que tomaba regularmente, los valores ya no sobrepasaban el de seis o siete. Aun así, cada cuatro o cinco años se veía a Kogito andar con un bastón arrastrando el pie izquierdo. Cada vez que alguien, amigos o gente de los medios de comunicación, le preguntaba la razón, respondía que era por el ataque de gota, y todo el mundo le sorprendía aceptándolo sin mayor inconveniente.

Sin embargo, el segundo, tercer y cuarto ataque de gota no los provocó una causa médica como la acumulación del ácido úrico. Se presentaron tres hombres que la primera vez parecían no saber muy bien qué hacer pero, tras dos veces y ya con más experiencia, cogieron a Kogito sin que pudiera oponer resistencia, le quitaron el zapato del pie izquierdo y hasta el calcetín para que no hubiera posibilidad de error y dejaron caer una pequeña bala de cañón oxidada sobre la segunda falange del dedo gordo de su pie desnudo. Este «tratamiento quirúrgico» era el que le provocaba el dolor de la gota.

Después de tres veces, el dedo gordo de Kogito empezó a deformarse. Al final, el pie ya no cabía en un zapato común. El número de enfermos de gota en tiempos de abundancia había aumentado y, aunque tuviera que hacerse los zapatos a medida, al zapatero no parecía sorprenderle que sus pies no fueran iguales.

Sólo Chikashi sabía la verdad, pero Kogito jamás le explicó, ni siquiera a ella, el trasfondo de aquel incidente. Hacía lo mismo con los demás miembros de la familia. Cuando, estando en el extranjero, Kogito se enteró de que Goro había sido víctima de un atentado, montó en cólera al sospechar que podían haber sido los que solían agredirle a él. Sintió un gran alivio cuando confirmó que no había sido así, aunque condenara el terrorismo del grupo violento que había atacado a Goro.

¿Por qué Kogito nunca denunció a la policía a los que en más de una ocasión le habían provocado los ataques de gota? En la primera agresión, Kogito ya se imaginaba cuál podía ser el motivo y de dónde habían salido aquellos tipos, pero decidió no hablar del incidente. En aquella ocasión su forma de atacar fue tan primitiva que, si no le hubieran hecho daño en el pie, lo habría tomado como un juego de niños y, además, jamás pensó que pudieran atreverse a repetirlo. Lo que ocurrió fue que, al contrario de lo que pensaba Kogito, eran bastante perseverantes y parecían estar convencidos de lo que estaban haciendo. El ataque se repitió tres veces con algunos intervalos y tuvo que abandonar su único hobby, nadar, por miedo a que la gente en la piscina se diera cuenta de lo que le estaba pasando.

Seguramente, la primera vez que aparecieron aquellos hombres ya sospechaban que Kogito padecía gota. También estaba bastante seguro de que el motivo más probable de la agresión fuera una novela corta que le habían publicado hacía aproximadamente un mes. La novela hablaba sobre la sospechosa muerte de un padre en el verano de la rendición japonesa, desde el punto de vista de su hijo, el mismo Kogito, y de las críticas que recibía por parte de su madre, que lo calificaba de obsceno.

La estuvo escribiendo durante el verano en la casa de campo de Kitakaruizawa. Se atascó en la última parte de la obra y luchó desesperadamente para buscar una salida. Afortunadamente se le ocurrió una idea simple pero efectiva para superar la crisis. Nunca olvidará el momento en el que le llegó la inspiración, mientras recorría el angosto sendero que le llevaba desde la casa hasta las tiendas concentradas delante de la antigua estación de ferrocarril y en las que realizaba pequeñas compras de alimentos. Fue al llegar el otoño, y seguramente por el exceso de alcohol tras terminar de escribir febrilmente la obra, cuando tuvo el primer ataque de gota.

Kogito describió estas circunstancias en una columna de la sección cultural del periódico. No cabía duda de que el que envió a aquellos hombres lo había leído y de que se lo había hecho leer a ellos. Uno de los que le atacaron le cogió por la espalda y lo amordazó, el otro le sujetó las piernas, mientras el tercero le quitaba el zapato y el calcetín del pie izquierdo para examinar, como si lo hiciera un médico, el efecto de la gota, que le había dejado una mancha en la piel que cubría los huesos del pie. Los otros lo miraban. De hecho, Kogito mismo lo miró como si se tratara de algo extraño.

Después, ese tercero sacó una bala de cañón de una vieja bolsa de viaje de piel. Era más pequeña que las balas de cañón normales. Los líderes de la rebelión campesina del primer año de la era Meiji en el pueblo de Kogito las utilizaron como munición, se lo había contado un día su abuela, que tenía algunas guardadas. Aquel desconocido la sostuvo a la altura del pecho para apuntar al objetivo cuando el segundo, que le había inmovilizado el pie izquierdo, le advirtió en el dialecto de la gente del campo, lo que siempre le traía recuerdos de la infancia, que tuviera cuidado al apuntar.

Repentinamente, Kogito comprendió que le iba a ocurrir algo inimaginable. Preso del terror y lleno de odio, dio un gran grito y perdió el conocimiento. Kogito tenía desde niño la convicción de que un dolor insoportable para el cuerpo se solucionaba (al menos, conscientemente) desmayándose. Fue la primera prueba de que estaba en lo cierto.

Cuando recobró el conocimiento, Kogito estaba sentado en el suelo apoyando su espalda contra el tronco de una camelia con las piernas extendidas en el jardín donde Chikashi, antes de aficionarse a las rosas, había plantado tantos hierbajos que presentaba el aspecto de un campo lleno de maleza, aunque no hubiera ningún pseudo bambú (que según Kunio Yanagida crece en los barrios antiguos trazados para las viviendas).

Su pie izquierdo palpitaba de dolor al ritmo del flujo de la sangre, como si tuviera brasas dentro del hueso cubierto de piel hinchada y gelatinosa igual que la de los pies de cerdo. Intentó recordar lo que le habían hecho y confirmó que tenía el pie tan ennegrecido e inerte, que hasta resultaba cómico.

El dolor, como el eco, siempre es peor al principio (es decir, ahora) pero seguro que iría disminuyendo poco a poco. Eso le infundía ánimos. La gota empezó con un dolor comparable a un cosquilleo. Lo que pasó fue que, al darse cuenta, el dolor fue aumentando sin parar. Si se paraba a pensar en ello durante un segundo, mientras éste transcurría, el dolor debería haber disminuido y así cada vez más, segundo a segundo hasta desaparecer…

Kogito tenía la cabeza apoyada en la camelia cuyo tronco bifurcado sólo podía ser abarcado con los dos brazos. Al mirar hacia arriba, moviendo un poco la cabeza, pudo observar las ramas tupidas de las que colgaban hojas, como las campanas de un templo. Una rama, como la pata de un elefante pequeño, las sostenía con energía. Kogito la miraba con añoranza. De niño, subía con frecuencia al monte y miraba las hojas de los árboles. Si el que le había sujetado por detrás había cogido su cuerpo desmayado por el dolor y lo había colocado al pie de la camelia para que pudiera contemplar ese paisaje, podría ser un amigo de la infancia que tal vez hablase el mismo «dialecto» que él…

Después de un rato, vio entrar por la puerta de madera a Chikashi con Akari. Sólo pensar en llamarles hacía que le doliera más el pie. Chikashi pasó en silencio con aire melancólico y mirando al suelo por delante de Kogito en dirección a la casa. Sin embargo, Akari, sensible a cualquier cambio en el ambiente, se paró en el camino y descubrió a su padre sentado y abatido en aquel lugar inesperado.

—Pero bueno, ¿qué ha pasado? ¡Está sentado bajo el árbol! —le dijo a Chikashi.

Chikashi volvió hasta donde estaba su hijo, que lucía una gran sonrisa. Kogito fingió que no pasaba nada. Con la sorpresa dibujada en su cara melancólica, Chikashi se acercó a Kogito dejando atrás a Akari, que no podía andar bien entre la maleza. Kogito ya había decidido explicarle a su mujer que la gota había aparecido de nuevo y que, al ir a examinar la alcantarilla, había levantado la tapa de hormigón y ésta le había caído en el pie.

El modo de asumir así el incidente que, en consecuencia, no se denunció a la policía ni apareció en la prensa de sucesos, le obligó a aceptar de nuevo los ataques de aquellos hombres cada cierto tiempo. Kogito se sentía como si fuera cómplice del delito.

El segundo ataque tuvo lugar al cabo de tres años. Una vez curada la lesión, empezó a mostrarse optimista por haber podido superar aquel dolor. Recordaba a los atacantes hasta con sentido del humor. No obstante, no merecía tener que soportar tanto dolor. Aun así, volvió a dejar a la policía al margen, convencido de que la decisión que había tomado tras el primer ataque había sido la correcta. En el fondo de aquella decisión estaba la convicción de que se trataba de algo que no debía solucionar pidiendo ayuda al sistema. Y ese instinto tenía relación con el hecho de que Kogito los tomó por viejos conocidos. En realidad, fueron las palabras que utilizaron las que les delataron. Tiempo después se puso a analizar esa impresión y dio con dos posibles motivos: por un lado, la añoranza geográfica, porque usaban palabras de su pueblo y, por el otro, la añoranza cronológica que sentía desde hacía más de cuarenta años. Casi todos los años iba a ver a su madre al pueblo y tenía la impresión de que el acento, la cadencia y el tono de voz característicos del lugar se estaban perdiendo.

A pesar de ello, no conocía a ninguno de los que le atacaron, que no tuvieron siquiera la precaución de cubrir sus caras. Aun haciendo el esfuerzo de quitarles años mentalmente a aquellos rostros, no encontraba ningún rasgo conocido. Sin embargo, las interjecciones cortas que intercambiaban entre sí estaban estrechamente ligadas al lugar y el tiempo que Kogito había pasado allí.

2

Los recuerdos del solitario Kogito en Berlín iban aún más lejos, a veces. Siete años después de acabar la guerra, bajo la ocupación americana, Kogito tenía diecisiete años y estaba estudiando en la biblioteca del CIE de Matsuyama. Por allí apareció aquel hombre, discípulo de su difunto padre, acompañado de varios jóvenes. En el lado Este de la biblioteca estaba la Sección de Consulta. Había varios estudiantes del instituto preparando el examen de acceso a la universidad. Kogito observaba distraído el balanceo de las hojas de las hayas a través de la ventana. De pronto se dio cuenta de que los que estaban sentados frente a él tenían la mirada fija en la entrada que quedaba a sus espaldas. Kogito también volvió la cabeza para mirar. Las pupilas que hacía un momento estaban absorbiendo la luz de afuera detectaron con dificultad las siluetas de unos hombres inmóviles. En aquella época del año en los claros del bosque se podían encontrar restos de brasas encendidas entre las cenizas de haber quemado la paja. Uno de los hombres tenía una mirada que llamó la atención de Kogito. Hacía rato que le observaba. Asintió con la cabeza para responder al leve movimiento de su cabeza. Recogió las hojas de papel de mala calidad que usaba para los cálculos de física y los lapiceros que se podían comprar en la tienda del instituto y los metió en su cartera. Después, se fue a colocar el libro de tapa dura y maravilloso aroma, Las aventuras de Huckleberry Finn, que tenía abierto a su lado y que había sido la causa de su abstracción, en los estantes del lado Oeste.

Al acercarse a los hombres sintió que el bibliotecario japonés vestido con pantalón negro y camisa blanca y aspecto de nisei,[*] les observaba como si fueran unos intrusos o estuvieran fuera de lugar. En medio del grupo, un hombre manco seguía mirando a Kogito. Su postura era extrañamente torcida pero se mantenía firme. Vestía una camisa de cuello abierto y unos pantalones viejos arrugados en la cintura por el cinturón. En su cara delgada y quemada por el sol brillaba un solo ojo congestionado que emitía un fuerte destello hacia Kogito. Ése era el ojo que le recordaba a las brasas entre las cenizas de paja carbonizada.

El manco y sus compañeros más jóvenes saludaron a Kogito en silencio. Bajaron la escalera y, mientras Kogito abría su cartera en la recepción de la planta baja, el hombre con el brazo mutilado se hizo a un lado al tiempo que los otros aguardaban más alejados. Se mostraron sumisos hasta que el empleado japonés, vestido también con pantalones negros y camisa blanca, señaló las bolsas que llevaban. Todos respondieron con un gesto agresivo que intimidó al empleado.

Al salir del centro, Kogito caminaba al lado del hombre mayor y, al estar en el lado de su brazo mutilado, sintió que el cuerpo del hombre se echaba sobre él. El centro se había construido en el antiguo recinto de un cuartel y desde ahí caminaron hacia la ciudad. Kogito les guió a la arboleda de cerezos en flor a lo largo del río donde había varios bancos. Parecía que la flor del cerezo en toda su plenitud no impresionaba en absoluto a aquellos hombres.

En el centro de un grupo formado por tres bancos, en un lugar sin vegetación, se veían los restos de una hoguera y aún quedaban algunos trozos de madera quemada de aspecto desagradable.

Kogito se sentó en el banco que daba a la orilla del río y el hombre mayor lo imitó, aunque dejando algo de espacio entre ellos y mostrándole la manga recogida en el cinturón. «Si este hombre se hubiera guiado por su instinto de protección, ¿en qué lado se habría sentado?», se preguntó Kogito. Más allá de la orilla y de las vías de tren, un poco más a la izquierda, reflejado por el sol de la tarde, se divisaba el edificio del banco, medio quemado tras los bombardeos aéreos.

Ese hombre manco, que hablaba en el mismo dialecto que aquellos tres hombres que le atacarían veinte años después y que hacía sentir a Kogito la más profunda añoranza, se dirigió a él:

—¡Soy yo, Daio! El Guishiguishi. ¿Te acuerdas de mí, Kogito? Tenemos que contarte una cosa con urgencia, aunque sé que te estamos molestando, pues te estás preparando para el examen de acceso a la universidad. Pero ¡nos has traído directamente hasta el sitio desde donde se puede ver el lugar en el que murió en combate el señor Choko! Esto quiere decir que no te habías olvidado de nosotros ni de aquel día, lo cual me tranquiliza.

Kogito se acordaba de Daio, uno de los que organizaban reuniones con su padre cuando ya se preveía la derrota en la guerra. Además, su nombre le era aún más familiar porque su madre lo trataba distinto que al resto de seguidores de su marido y, como prueba de ello, le había otorgado el apodo de Guishiguishi. Según la hermana de Kogito, «daio» era una planta parecida a la bistorta que crecía en el campo abandonado del antiguo jardín botánico, en la periferia del pueblo, y que la gente de por allí llamaba «guishiguishi».

—Voy a hospedarme unos cinco días en un ryokan[*] cerca de las fuentes termales de Dogo y ¡me gustaría hablar contigo sobre lo que he venido pensando en los últimos siete años! Te estaría muy agradecido si me escucharas. Ya no nos puede dirigir el señor Choko pero nos esforzamos y animamos mutuamente. Hemos arado la tierra para cultivar, hemos reparado el dojo[**] de entrenamiento y hemos hecho obras de ampliación. Ahora es más espacioso y allí se puede entrenar bastante gente. Nos autoabastecemos tanto de víveres como de todo lo demás. Hasta producimos doburoku. ¡Hemos traído un poco, junto con otras cosas! Kogito, siendo el heredero de tu padre, no me dirás que no has tomado sake hasta hoy día, ¿verdad?

»Siempre hemos gestionado nuestro dojo de entrenamiento de forma autosuficiente, gracias a la filosofía del señor Choko. Hasta ahora no hemos tenido nada que ver con el dinero. En principio, no necesitamos esas cosas. ¡Esta vez es una excepción y, fuera de nuestro pueblo, incluso duermo en un hotel de la sociedad de consumo! Pero sólo yo, porque todos los demás están hospedados por cortesía de los santuarios y los templos. He elegido quedarme en un ryokan para poder conversar contigo, Kogito. Ellos también vendrán al hotel a escuchar. ¡Seguro que aquí en Matsuyama habrá trabajos de peón y entre todos me ayudarán a pagar los gastos de mi estancia!

Esa noche Kogito fue a visitar a Daio al ryokan de Dogo. Aún recordaba todos los detalles de esa pequeña habitación en la que escuchó, junto a otros jóvenes, el discurso elocuente de Daio. Lo recordaba porque aquella visión iba acompañada a menudo de un gran remordimiento.

Una habitación de seis tatamis iluminada por una bombilla de cuarenta vatios que pendía de un grueso cable hasta la pantalla en forma de paraguas. La cámara de la memoria de Kogito capta a vista de pájaro la imagen de la habitación por encima de la lámpara. Sobre la mesita plegable que habían movido contra la ventana se veían los platos apilados de la cena que había tomado Daio con Kogito, y alrededor de una gran botella de sake y cinco cuencos, estaban sentados Kogito a sus diecisiete años, Daio y sus compañeros. En todo caso, Daio era el único que bebía doburoku; tanto Kogito como los otros jóvenes bebían té. Se trataba, más que de otra cosa, de un seminario dirigido por Daio. El orador exhalaba un aliento con olor a sake y ese olor inundaba la habitación sombría…

El monólogo de Daio empezó por la exposición de la teoría del señor Choko, es decir, el padre de Kogito. En ella había un error y cada uno debía encontrar por sus propios medios la solución correcta al razonamiento. Daio tenía en las rodillas, torcidas de tanto estar sentado sobre sus talones, un libro fino que consultaba a menudo. Como estaba forrado de papel japonés Kogito no veía el título y le daba vergüenza preguntar el nombre del autor.

Tomando como referencia el recuerdo de las palabras que leyó en alto Daio (hasta recitó poemas en chino), Kogito tuvo que hacer una búsqueda del libro que duró mucho tiempo, empezando por la librería de viejo y por todas las calles comerciales de Matsuyama. Su intento de buscarlo entre la bibliografía escrita por los de la extrema derecha hizo que la búsqueda fuera en vano. Aunque esto lo descubrió pasado mucho tiempo…

Era natural que Kogito pensara que Daio se apoyaba en libros de extrema derecha. Sospechaba dónde Daio podría haber encontrado aquel libro. Después de la muerte de su padre todos los libros nacionalistas que había en casa fueron quemados en un gran hoyo en el campo para prevenir posibles conflictos con el Ejército de Ocupación.

Una vez perdidos esos libros (aunque más tarde Kogito se enteró de que no los quemaron todos), Daio no tuvo más remedio que recoger las líneas citadas en las críticas aparecidas en las publicaciones de los eruditos e intelectuales de izquierdas si necesitaba encontrar obras narrativas y poemas con tintes derechistas. Más tarde, Kogito encontró en uno de estos libros el poema chino que con tanto cuidado había recitado Daio en aquella ocasión.

Si aclaramos lo que es la verdadera justicia y corregimos la conciencia humana, ¿cómo no podemos lamentar el decaimiento del camino imperial?

Daio explicó entonces que este poema era el comienzo de Kaitenshishi (poema de la historia del cielo circular) y que el principal encausado por el incidente del veintiséis de febrero lo había citado en su defensa. Daio negó cualquier pensamiento o modo de actuar que pudiera relacionarse con el poema diciendo que todo ello constituía el núcleo de la teoría del señor Choko. A pesar de esto, Daio recitó de nuevo el poema varias veces con sentimiento aunque en voz baja. Por otra parte, había muchas cosas que Kogito no lograba comprender. Lo que se va a escribir a partir de ahora es lo que Kogito fue estudiando para aclarar la parte oscura del conocimiento sobre la filosofía y la acción de los militares y los derechistas durante la guerra, reproduciendo a la vez las palabras de Daio.

En principio, el señor Choko también estaba en contra del derrotismo de los que lideraron el incidente del veintiséis de febrero.[*] ¿Por qué los llamamos derrotistas? Porque les faltaba la intención de ocuparse de la política con un planteamiento positivo tras el alzamiento. Por esta razón el señor Choko los llamó derrotistas y decía que ése era su punto débil. Al final murieron en batalla contra la policía de la ciudad de Tokio, es decir, que resultó igual de inútil que no pensar nada. Ésa era su crítica.

—Sin embargo, Kogito, como estuviste con él y lo viste todo, sabes que el señor Choko se alzó también sin tener un plan firme. Además fue tiroteado por los policías de una pequeña ciudad. ¿Por qué eligió ese camino? Hemos venido pensando esta cuestión durante los últimos siete años. La conclusión final a la que hemos llegado es, en nuestra opinión, que fue el deseo de acabar con el derrotismo de los oficiales del ejército del incidente del veintiséis de febrero. De esta manera el que viniera después podría ir por otro camino. Kogito, creo que ésa era la idea del maestro. Si lo pensamos bien, ¡el camino que estamos eligiendo es el que ideó el señor Choko!

Daio continuó la noche siguiente con su seminario, añadiéndose también Goro al grupo, aunque para él el atractivo lo constituían principalmente los cangrejos y el sake casero. A menudo recordaron el alzamiento liderado por el señor Choko que tuvo lugar al día siguiente de la pérdida de la guerra. Daio decía:

—De lo que no hay duda es de que el señor Choko no dirigió a los jóvenes para atacar. Su presencia para ellos era igual a la de una estrella del cielo, una estrella que explotó. La acción del señor Choko no iba más allá del comportamiento de Nissho Inoue y de los oficiales del incidente del veintiséis de febrero. Es decir que el señor Choko, cuando debiera haberlos superado en inteligencia, en realidad no pudo ir más allá de la actividad destructiva, dejando a otros su posterior reconstrucción, lo que determinó su comportamiento. El señor Choko fue discípulo de Ikki Kita y había leído Los fundamentos del plan de reorganización de Japón. Había estudiado la planificación del futuro del país, muy distinto del optimismo de los jóvenes oficiales del Ejército Imperial. Además, estoy seguro de que había concebido un proyecto a partir de ese planteamiento. Pero quiso responder a la pasión de unos jóvenes que sólo habían sabido idear un plan negligente y, a pesar de la terrible enfermedad que lo consumía, se unió a tan trágica procesión.

Kogito notó que sus mejillas se sonrojaban, quizás porque Goro estaba allí y porque le conmovió la expresión «se unió a tan trágica procesión». El levantamiento que encabezó el padre de Kogito al día siguiente del fin de la guerra y al que él asistió, fue siempre objeto de burla por parte de la madre, empezando por el «tanque casero» que confeccionaron con una caja de madera que olía a arenque (porque la habían mandado desde Hokkaido) y unas ruedas hechas con troncos de madera. La madre solía decir: «Se llevaron a tu padre, un enfermo terminal de cáncer, y tú le acompañaste tan nervioso como si estuvieras haciendo algo respetable…»

Kogito escribió una novela que narraba lo sucedido aquel día tomando las palabras críticas de la madre y con un final que podía dar un vuelco al significado del incidente. En cuanto salió publicada se presentaron aquellos hombres por segunda vez; habían pasado tres años desde el primer ataque y la herida estaba curada. El hueso aún no estaba deformado y le dejaron caer una bala de cañón sobre el pie por segunda vez. Sin duda, la persona que los enviaba seguía muy de cerca los movimientos de Kogito.

3

Cuando Daio apareció de repente aquel día frente a Kogito, Goro ya era su amigo.

Les había unido un pequeño incidente que sucedió así:

Kogito se había cambiado de instituto al empezar el segundo curso y escogió la asignatura optativa «Lengua japonesa II». En la primera clase de la asignatura, el profesor, muy alto, con una cabeza pequeña en comparación con el resto del cuerpo y que vestía un chaleco bajo la chaqueta (cosa rara en la situación que vivía el país), preguntó a todos los alumnos por qué habían escogido estudiar la lengua clásica. Parecía dar a entender que la materia era poco popular, pero Kogito no tenía ninguna información acerca de ello. Entonces recordó lo que le había contado su padre mucho antes del alzamiento, cuando todavía hablaba con los niños, una anécdota sobre literatura clásica que él escuchó con interés, así que respondió:

—Me parecen interesantes los detalles del lenguaje clásico.

Para sorpresa de Kogito el profesor montó en cólera.

—Te crees muy listo, ¿eh? ¡Si lo que dices es cierto, pon un ejemplo de lo que te haya interesado!

Goro, que estaba en la misma clase, olvidándose totalmente de que era precisamente él quien a menudo sacaba de quicio a los profesores o, a lo mejor, porque sabía bien de lo que hablaba, le dijo:

—Tú no eres de los que se callan, ¿eh? Así consigues que tu oponente se enfade más.

Goro tenía razón. Kogito, a pesar de lo que le intimidaba el profesor, citó lo que contaba su padre cuando tomaba alguna copa de más por la noche; además lo había repetido dos o tres veces, por lo que recordaba bastante bien la frase, cosa que provocó un mayor enfado en el profesor.

—El poema del águila que secuestra a un bebé recién nacido y lo deja caer en el nido que tiene en lo alto de un árbol, pero el llanto del bebé asusta al polluelo y no se atreve a picotearlo. Era algo así.

—¿Qué? ¿De dónde has sacado un texto tan absurdo? Di, ¿cómo estaba escrito en lengua clásica?

El profesor casi agarra del cuello a Kogito que, aunque estuvo a punto de callarse, le espetó:

—«El polluelo, ante su llanto acongojado, no le puso el pico encima.»

—Ni se te ocurra pasarte de listo. Te he dicho que primero digas en qué libro clásico está ese fragmento.

Kogito no pudo contestarle. Le invadía la preocupación. Por supuesto, no lo había leído en ningún libro. Era su padre quien, con unas copas de más, recitaba contento esa frase como si estuviera cantando. Y así lo explicó, retomando sus palabras.

—«El polluelo de águila ve temeroso lo que han arrojado en el nido. La forma de su cuello extendido para ver al bebé está muy bien expresada con la perífrasis “intenta verlo”, ¿no te parece? Cuando cuentas muchas veces este tipo de historia a la gente, el hábito hace que la expresión suene literaria… Aunque no tengan estudios, los nuevos narradores consiguen convencer a la gente.»

Kogito temió que el profesor fuera a exigirle traer el libro para demostrar que no mentía. Pero ¡habían quemado todos los libros de su padre! Según él, el libro se titulaba Nihon ryoiki. ¿De verdad existiría un libro así?

Las chicas de la clase se echaron a reír escandalosamente y el profesor pasó al siguiente alumno con desdén. A partir de entonces, el profesor ignoró totalmente a Kogito. Goro, que venía de Kioto y repetía curso debido al cambio, fue el único que le hizo caso:

—Tu padre decía cosas interesantes, ¿no?

Pues bien, Daio, que los había invitado a cenar al hotel de Dogo, les explicó, con su particular oratoria, su forma de pensar. Y daba precisamente la impresión de haber pulido al máximo la narración a base de repetirla muchas veces. Era tan hábil que lo que contaba no parecía mentira. Kogito entendió entonces por qué su padre, pero sobre todo su madre, se referían a él con el irreverente pero cariñoso mote de Guishiguishi, que ella le había puesto. Ella decía que entre la gente del pueblo, que no tenía el don de la palabra, había dos tipos de personas: los que nunca mienten, y los que mienten por gusto, sin obtener beneficio a cambio.

—Tu padre es serio y cauto pero se ha convertido en el juguete de los que han venido de fuera y le adulan con mentiras. Aunque tenga bigote y parezca importante, un muñeco de trapo no deja de ser un juguete, ¿no?

El punto álgido de los dos días que duró el seminario fue el relato de la muerte del padre de Kogito como consecuencia del alzamiento. Kogito había presenciado el acto, pero el discurso estaba dirigido más bien a Goro y a los compañeros más jóvenes de Daio.

Cuando comenzó el tiroteo de la policía, Daio se echó encima del señor Choko, que estaba sentado en el carro, tratando de cubrirle. Al hacerlo, recibió una bala en el hombro izquierdo y cayó al suelo…

Daio narró con gran pasión el ataque al banco. Además, puesto que Kogito había sido testigo, quería que corroborase lo que contaba. Aunque exagerara un poco, no se podía decir que fuera mentira. ¿Había conservado él un recuerdo equivocado? Después de la guerra, Daio tardó un tiempo en salir del pueblo y Kogito lo veía de vez en cuando en el camino del valle o en la orilla del río. En aquel contexto, a nadie le sorprendía ver a alguien lisiado, pero durante la guerra Daio ayudaba a su padre en el despacho del almacén, donde habían colocado una silla de barbero. Le alcanzaba los libros de los estantes y ordenaba el correo, pero recordaba que ya no contaba con el brazo izquierdo…

Debió de ser ésa la razón por la que Daio no fue llamado a filas, pese a tener más de veinte años. Todos los jóvenes que acudían a ver al señor Choko justo antes de perder la guerra eran militares en activo que estaban de permiso.

En el momento del alzamiento inmediatamente posterior al fin de la guerra, los oficiales, que habían llegado muy tarde desde el regimiento de Matsuyama la víspera, durmieron en el primer piso del almacén. A la mañana del día siguiente, ellos fueron los que cargaron el carro con su padre dentro en un camión, y, como hicieron en el levantamiento campesino de antaño, lo empujaron hacia el río. Esa mañana, Daio llevaba un bolso que contenía pañales antiguos y otras pequeñas cosas para cuidar a su padre enfermo. Kogito recordaba que los oficiales, ebrios ya desde tan temprano, lo maltrataban como si fuera un bicho que estorbaba. ¿Ese Daio tenía el brazo izquierdo entero?

El camión llegó ante el banco regional de Matsuyama, que daba a la calle del tranvía, en el interior del foso donde precisamente se edificaría el CIE. El cuerpo de su padre parecía un busto pequeño mientras lo bajaban en el carro desde el camión. Los oficiales jóvenes empujaron el carro hasta entrar en el recinto de la puerta de piedra. Kogito aguardaba en el camión vacío. Al cabo de unos segundos, se escuchó el ruido de disparos y los policías entraron en el recinto desde la calle lateral del banco. Kogito no pudo con el miedo y cruzó la calle esquivando a duras penas el tranvía. Además no podía ir muy lejos. Sin fuerzas, le flaqueaban las piernas, iba resbalándose y cayéndose entre la hierba del foso…

Según las palabras de su madre, cuando todo terminó, Kogito vio de reojo, arrugando la naricilla como si fuera una rata empapada recién salida del foso, cómo sacaban de nuevo el carro que llevaba el cadáver de su padre delante del banco. Dudaba de si habría seguido en aquel estado cuando llegó su madre a Matsuyama en el coche de la policía. Por lo menos, tardarían dos horas en llegar desde el pueblo (en el valle) hasta la ciudad de Matsuyama.

Sea como fuere, Kogito volvió al valle a la mañana siguiente acompañado de su madre. Estaba seguro de aquel recuerdo, no había duda de que su madre acudió al lugar del incidente, aunque demasiado tarde. ¿Por qué nunca hablaron del suceso a pesar de que Daio, aunque herido de bala en el hombro, había sobrevivido?

Fue ya después de graduarse en la universidad cuando Kogito encontró el libro que pudo haber utilizado Daio en aquel seminario. Se trataba de un libro de Masao Maruyama, un historiador del pensamiento político. Había una parte dedicada a explicar las vicisitudes del nacionalismo japonés durante y después de la guerra, especialmente los cambios de las pequeñas formaciones regionales de la derecha durante cinco o seis años bajo la presión del Ejército de Ocupación. Ahí estaba el poema chino que recitó Daio; el libro era una publicación reciente en aquella época.

El autor, tras explicar que entre los grupos derechistas de la guerra hubo gente que se suicidó ante la desesperación por la caída del sistema de valores, citaba los nombres reales de los que murieron. A Kogito le sonaban dos de ellos. Tenía diez años cuando su padre le ordenó hacer el listado de las cartas dirigidas a él, que habían aumentado repentinamente. Le costaba descifrar la caligrafía del pincel pero iba anotando los nombres y sus direcciones en un cuaderno con mucha dificultad. Eran nombres muy extraños.

El segundo de esos grupos fue el que cambió los signos de tendencia fascista a la democrática y siguieron con el mismo organigrama. Y el tercer grupo, escribía Maruyama, era gente diseminada por diferentes regiones que desarrollaban actividades generalmente apolíticas, sociales y económicas. Reflejando la tendencia agrarista de la derecha japonesa, había muchos que se dedicaban al cultivo de productos agrícolas y a la explotación de las tierras.

Daio, después de la cruel muerte del padre de Kogito en la ciudad de Matsuyama, creó un dojo de entrenamiento y sobrevivió durante siete años cultivando la tierra. El grupo que él lideraba pertenecería a aquel tercer grupo. El motivo por el que Daio fue a buscar a Kogito, que estaba preparando el examen de acceso a la universidad en la biblioteca del CIE, fue el de reclutarlo para su movimiento. Además, después del levantamiento, que afectó no sólo a Kogito sino también a Goro, y de presentarlo como los preparativos para una acción posterior, ¿por qué Daio interrumpió el propósito de realizar esa acción y se dedicó a montar el dojo de entrenamiento?

Precisamente lo que Kogito quería evitar a toda costa desde el día del primer ataque con la bala de cañón era esa situación, encontrarse con Daio y sus compañeros, que continuaban con la empresa común utilizando el mismo dialecto de la población rural ante la policía o en los tribunales.

En el primer ataque Kogito no pudo sino intuir en las palabras que utilizaron los tres hombres la resonancia que se iba perdiendo ya en la nueva generación de su pueblo. El grupo mantenía la forma de hablar de siempre. Era natural que en su subconsciente estuviera pensando en Daio.

El segundo ataque ocurrió justo después de publicar la novela El espíritu enjugó mis lágrimas, que describía el alzamiento de su padre. Goro tenía la intención de adaptar la obra para llevarla al cine.

Mientras escribía la novela, Kogito recordaba bien lo que le había contado Daio cuando él tenía diecisiete años, durante los diez días posteriores a su reencuentro y hasta el incidente en el dojo de entrenamiento. Sobre todo, la conversación de la segunda noche, en la que también participó Goro. No obstante, Kogito no incluyó en la obra ningún comentario ni valoración de lo que había hecho Daio.

Kogito, que tenía diecisiete años en aquel momento, no podía reprimir las dudas sobre lo que contaba Daio de sí mismo. Sin embargo, era verdad que podía haber incluido a Daio como uno de los personajes de la novela con la explicación de sus dudas y no lo hizo. Quizás porque en su fuero interno quería evitar causarle cualquier problema a su madre, que seguía viviendo muy cerca del dojo de entrenamiento (aunque si le preguntasen qué problema podría acarrearle, no sabría responder). ¿Fue esa decisión autocensura?

4

Daio no parecía tener un plan muy definido cuando fue a buscar a Kogito a la biblioteca del CIE.

Se había enterado por el diario regional de que el hijo de su difunto maestro había cambiado de colegio al de Matsuyama y, al frecuentar la biblioteca del centro, había recibido una distinción especial. Entonces pensó que a través de Kogito podía tener contacto con partidarios del ejército americano. Parecía albergar una pequeña esperanza de conseguir ir más allá gracias a él.

Daio le sacó de la biblioteca y bajo un cerezo en flor a la orilla del canal, pero sin prestarle atención, inició la conversación mencionada anteriormente. Tras un silencio, sacó el recorte de prensa del diario regional como si se tratara de una clave importante. Esta vez fue Kogito el que no hizo demasiado caso, lo que pareció decepcionar a Daio. A continuación, se dibujó una sonrisa en su rostro curtido por el sol, como el de cualquier campesino, y afirmó con énfasis:

—Ése es el hijo del señor Choko. No es de los que se crece por una cosa como ésta.

El diario, cuya sede se veía al oeste de la orilla del canal, había publicado el artículo sobre Kogito en la sección de noticias locales de su edición matutina:

Al finalizar el pasado semestre, un estudiante del instituto fue premiado por la Dirección de Educación e Información Cultural de Estados Unidos. Este muchacho de segundo curso, al tiempo que preparaba el examen de ingreso a la universidad en la biblioteca del CIE de Matsuyama, había leído un libro completo en inglés. La directora del centro fue informada a través de los empleados japoneses de que el estudiante conocía bien el contenido del libro. Se trataba del primer tomo de Las aventuras de Huckleberry Finn y contenía ilustraciones. Aunque suene a libro para niños, no lo es, sobre todo porque utiliza un lenguaje que contiene matices del dialecto que hablan los negros del sur del país que es muy difícil de entender. El muchacho pudo traducir al japonés sin titubeos la parte que le señalaron y dejó muy impresionado al oficial de la base que actuaba como consejero del centro…

Kogito había leído la obra, que era su libro favorito, en la edición de la editorial Iwanami que su madre había conseguido a cambio de arroz a finales de la guerra. La dominaba hasta tal punto que podía recitar cada línea de memoria. Nada más cambiar de colegio, había encontrado el precioso original inglés en las estanterías de la biblioteca del CIE y empezó a leerlo cotejándolo con el japonés, que tenía grabado en la memoria. Si así consiguió mejorar su nivel de inglés es otra cuestión, pero durante un año entero estuvo leyendo el libro con mucho interés. Fue eso lo que llamó la atención del empleado. El artículo que explicaba el suceso consiguió atraer a Daio y a sus compañeros hasta el CIE de Matsuyama.

Como Kogito no le hacía caso, Daio terminó contando extensamente cómo habían gestionado el dojo según los consejos del difunto señor Choko. Araron la tierra alrededor del dojo y ampliaron el edificio, de acuerdo con la forma original que había ideado el maestro.

Escuchando el relato de Daio, Kogito recordó que, hacia la mitad de la guerra, antes de que empezaran a llegar militares y otros jóvenes de dudosa procedencia, su padre solía desaparecer de casa y de su entorno durante días. Su madre no decía dónde estaba. Casi parecía que ella ignorara su ausencia. Los clientes que venían a ver a su padre se marchaban sin saber a qué atenerse. Recordó también la expresión contrariada en sus rostros.

Ya por aquel entonces se hablaba del lugar donde estaría el padre. El lugar se llamaba «el otro pueblo»; sonaba a título de cuento. Decían que su abuelo había convocado a los del pueblo para emigrar a Brasil. Dado el ambiente antijaponés de la época, el plan fue prácticamente imposible de llevar a cabo, por lo que su abuelo lo cambió y quiso construir «el otro pueblo» con los que estaban con él. Casualmente, por aquel entonces se desarrollaba un plan para prolongar la línea del tren que llegaría hasta el pueblo vecino, pero el suyo quedaba algo alejado del trazado. Su abuelo compró buena parte del terreno del pueblo abandonado, incluyendo la fuente termal que albergó un hotel hasta mediados de la era de Meiji.

Decían que su abuelo había conseguido apaciguar el levantamiento campesino y que el gobernador de la prefectura le había prometido en secreto acercar la estación de la nueva línea a ese «otro pueblo». Sin embargo, el trazado que realizaron acabó quedando lejos de allí y cuando se construyeron las carreteras regionales hicieron un túnel en el puerto de Tsuzura, por lo que la esperanza puesta en «el otro pueblo» se esfumó. El doble fracaso de la emigración a Brasil y la construcción de «el otro pueblo» convirtieron a su abuelo en el hazmerreír protagonista de una anécdota típica de pueblo, se arruinó y perdió el respeto de las gentes de la zona. Cuando Kogito entró en el colegio nacional, tomaba el autobús que le llevaba a Matsuyama y, al ver un extenso campo justo antes de entrar en el túnel, solía soñar con «el otro pueblo» de su abuelo.

¿Ese dojo del que hablaba Daio no estaría en la tierra del pueblo abandonado que había heredado su padre de su abuelo? ¿Y el alzamiento que llevó a cabo su padre al día siguiente de acabar la guerra, no tendría otro significado distinto del que él creía? En otras palabras, la estrategia disparatada de apoderarse del dinero del banco para, con el fin de anular la orden imperial que se emitió por la radio al finalizar la guerra, llevar a cabo un bombardeo desde el aeropuerto de la marina hasta el monte Ouchi, ¿sería verdad? Si lo que pretendían era esperar el momento adecuado usando el escondrijo del bosque como cuartel general, habría sido más creíble. Además, Daio había dicho que construyeron el dojo y que habían vivido de forma autosuficiente…

Antes de que la conversación a la orilla del canal concluyera, Kogito se había comprometido a visitarles en el hotel aquella misma noche. Quizás sus divagaciones constituyeran una motivación.

Al marcharse de la primera visita, Daio le invitó de nuevo a la mañana siguiente, ya que era sábado y sólo había clases hasta el mediodía. Kogito no pudo negarse. No obstante, ese día había una audición de discos en el CIE de Matsuyama a partir de las cinco de la tarde. En principio, ese tipo de evento a Kogito sólo le interesaba porque se cerraba la Sección de Consulta donde estudiaban los candidatos al examen de acceso a la universidad a las cuatro, y quitaban las sillas y las mesas para ampliar la sala de reuniones. Normalmente estudiaba hasta las cinco y media y volvía andando a la pensión por la calle principal, por donde pasaba el tranvía. Después de cenar se ponía de nuevo a estudiar. Kogito se sorprendió al ver que en la audición de ese día sonarían algunas piezas de cámara de Beethoven y Mozart, a diferencia de otros días en que solían poner a Copland, Glofé o Gershwin, entre otros. En cuanto lo vio anunciado en el tablón, fue a decírselo a Goro. Hasta entonces, Goro no había mostrado ningún interés por la música americana, alegando que eran bandas sonoras sin imágenes, y ese día dijo que iría con él. Los conciertos que organizaba el CIE estaban muy solicitados y no se podía entrar sin invitación, por mucho que se estudiara allí a diario. No había forma de conseguir entradas para los que no fueran miembros. Kogito tenía tres entradas y un libro gracias al premio que le habían concedido y a que había salido en la prensa, por lo que invitó a Goro a acompañarlo.

La charla con Daio, que duró un día entero y una tarde, empezó a espaciarse. Todavía eran las cuatro, lo que confirmó en el único recuerdo que le quedó de su padre, un reloj Omega, cuando se excusó diciendo que tenía un compromiso con un amigo y les habló de Goro.

Kogito se despidió y se fue a la estación acompañado por Daio y sus seguidores, que entraron con él en el vagón del tren. Como quitándole importancia, Daio le dijo a Kogito, que estaba muy sorprendido:

—Éstos quieren ver la ciudad de Matsuyama. ¡En realidad, yo también!

De este modo, Kogito y sus secuaces llegaron a la entrada del CIE. Había chicos que jugaban al baloncesto en la única cancha que había en el extremo Este del edificio y que se veía perfectamente desde que talaron los viejos árboles que la rodeaban antiguamente.

¡Ahí estaba Goro! Peleaba por el balón y driblaba para llegar a encestar. Era muy alto, con la piel dorada por el sol. Juvenil y lleno de energía, a la vez, desprendía autodominio. Kogito lo observaba con atención y se dio cuenta de que cada vez que Goro tenía el balón, todos intentaban apoyarle para que tirara a canasta.

A excepción de Goro, todos los demás jugadores eran empleados japoneses del CIE. Entre el público se encontraban un chico mayor que siempre estaba con Goro desde que Kogito empezara a preparar el examen de acceso a la universidad, y un joven americano con traje de lino que Kogito sabía que se llamaba Peter. Lo sabía porque fue el oficial que vino de la base para entregar el premio a Kogito por haber leído entero el primer tomo en inglés de Las aventuras de Huckleberry Finn.

A Kogito no le sorprendió que estuviera allí Peter, pero sí que Goro fuera tan bien aceptado por el personal japonés del CIE, que solía ser muy seco y hasta discriminatorio con sus compatriotas, y, por supuesto, que jugara como uno más al baloncesto con ellos. Hasta entonces, no había ido demasiado al CIE. Kogito guardaba un recuerdo no muy grato de esa cancha deportiva. El otoño anterior, al frecuentar la biblioteca del CIE, se le ocurrió que, al ir a vivir a la ciudad, no tendría ocasión de que le diera mucho el sol, lo cual no era bueno para su salud. Kogito se desnudó de cintura para arriba y empezó a hacer tablas de gimnasia hasta que se acercó sigilosamente un empleado del centro y le regañó. Sintió que alguien le estaba mirando y alzó la vista hacia la ventana del primer piso cuando vio a un americano más bien bajito, aun comparado con los japoneses, que le estaba observando. Ahora que lo pensaba con calma, estaba seguro de que aquel americano era Peter.

A esas horas ya había varias parejas de personalidades culturales de la ciudad con sus acompañantes femeninas delante de la entrada principal y en el aparcamiento, pero los empleados japoneses no le llamaban la atención a Goro por estar desnudo de cintura para arriba. Siguió practicando sus tiros a canasta durante un rato después de que llegara Kogito. Los empleados japoneses le llamaron para que finalizara el juego, naturalmente en inglés. Le devolvieron el balón a Peter. Había un responsable de las instalaciones deportivas, por lo que Kogito pensó que, ese día, el que había autorizado el uso de la cancha había sido Peter. Un balón de cuero, además, era algo que tenía mucho valor. Luego corrieron hacia la entrada Este del edificio. Sólo Goro se quedó de pie debajo de la canasta, como si no quisiera dejar de jugar.

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