Renacimiento

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CAPÍTULO TERCERO EL TERRORISMO Y LA GOTA

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En ese instante, Peter volvió la mirada atrás y le lanzó un pase largo a Goro con una interjección en inglés que Kogito no entendió. Goro cogió el balón de un salto y, dándose media vuelta, dio tres o cuatro pasos largos y tiró a canasta. La pelota golpeó el tablero y pasó a través del aro. Goro recogió la pelota en el aire y tras muchos pasos driblando, guardando una buena distancia, encestó, esta vez limpiamente. Goro agarró el balón, se lo apoyó contra el costado y se fue andando hacia Peter. Éste recibió la pelota y parecía decir algo señalando el sudor que brillaba en el pecho y en los hombros de Goro. Cuando Goro se dirigió hacia Kogito, desde la ventana del primer piso arrojaron una toalla gruesa, obviamente del ejército americano. Goro se secó tranquilamente el torso con ella.

Goro, con cara de que allí no había pasado nada, llegó ante Kogito y los demás, atónitos y sin palabras.

El amigo de Goro, que era un año mayor y preparaba el examen con él, le dio un jersey de manga larga que se puso directamente encima (decía que cuando estaba en Kioto un amigo universitario le había regalado el uniforme del club de hockey sobre hielo). El chico mayor, al coger la toalla usada, no puso buena cara, pero se fue a devolverla a la entrada del lado Oeste. Entonces, por primera vez, Kogito vio a Goro con una sonrisa de oreja a oreja, lleno de energía después de haber practicado deporte. Kogito le entregó dos invitaciones, a lo que ni Goro ni el chico mayor respondieron dando las gracias.

En su lugar, Daio, que estaba al lado de Kogito, se colocó delante de sus compañeros más jóvenes, interpeló a Goro de manera ostensiblemente humilde y con una falsa sonrisa:

—Tú serás Goro, amigo de Kogito e hijo del difunto y célebre cineasta… ¿por qué no venís a mi habitación del ryokan después de la audición? Estáis invitados los dos. Aunque si vais al concierto no llegaréis a tiempo para cenar, si no me equivoco.

»Yo he traído cangrejo… del monte, bueno, del río, debo decir —con esas palabras, Daio retomó su falsa sonrisa—. He traído cangrejos de río y también doburoku. Anoche no pudimos celebrarlo pero, si Kogito viene con su mejor amigo, lo pasaréis bien. ¡Podréis tomar un trago y comer todos los cangrejos que queráis!

Esa tarde se dio otro acontecimiento en la sala de la audición. Peter estaba sentado al lado de un altavoz grande en calidad de comentarista de las piezas. Uno de los empleados japoneses, siguiendo sus indicaciones, se acercó a Goro con un libro pequeño con una cubierta especial y le señaló una página marcada con un punto de libro, mientras le decía en una voz deliberadamente baja:

—Es la obra de William Blake. Peter dice que te pareces a este niño con alas.

Goro miró la ilustración desde una cierta distancia durante un tiempo pero no respondió nada. Kogito se inclinó para verlo. Aunque no distinguía bien al niño porque el dibujo era muy pequeño, sí le pareció que el joven que lo llevaba a hombros guardaba cierto parecido con Peter. El público ya estaba impaciente esperando el comienzo del concierto pero Peter, sentado en una silla metálica de las que no solían verse en esos días, los miraba con la expresión impasible de ese rostro en forma de corazón en el que se veían unos grandes ojos algo separados el uno del otro.

No obstante, tiempo después, cuando Kogito consiguió la edición de Trianon Press y vio la ilustración de The Songs of Innocence and of Experience, no reconoció a Peter en el rostro del joven que llevaba al niño a hombros. El niño de la edición facsímil parecía un querubín, con una amplia frente enmarcada en rizos, y la nariz y la boca con una mueca desafiante que más bien le recordaba a Goro, y concretamente al Goro niño que, según la descripción de Chikashi, era tan guapo y querido por todo el mundo.

5

Acabada la audición, reunieron a las personalidades culturales en otra sala para invitarles a café, acto del cual fueron excluidos Goro y Kogito, que tampoco tenía excesivo interés en verle la cara a Peter. Flanqueados por el amigo de Goro, echaron a andar entre el gentío por el oscuro camino empedrado que se alejaba del edificio del CIE. Kogito sabía que Goro aceptaría la invitación de Daio pero no sabía qué hacer con su amigo. Ese problema se resolvió cuando llegaron a la parada del tranvía, al otro lado del puente. Daio, muy arreglado después de un baño (habría ido al baño público de las fuentes termales de Dogo), surgió de la oscuridad y llamó a Kogito y a Goro, sin hacer el menor caso al otro chico.

—¡He venido a recogeros por si, quizás no Kogito, pero sí Goro, tenía algún reparo en venir! Como son intelectuales que saben de literatura y de música, serán suficientemente maduros. Aunque a Kogito no le haga gracia, tú podrías probar el doburoku, ya que es una ocasión especial. No es nada refinado, pero los cangrejos de río sí que son muy sabrosos. El ryokan sólo sirve lo que corresponde a los huéspedes pero ¡ya lo tengo arreglado! A Kogito le debo las comidas y bebidas que me dieron el señor Choko y la señora del almacén. Si hubiera sido posible, me habría gustado invitar a aquel americano a conocer estas cosas tan nuestras.

Kogito no bebió ni una gota de doburoku, y, aunque el seminario de Daio seguía, esa noche el ambiente fue mucho más festivo. Goro terminó la taza de té llena de doburoku y repitió de la botella de dos litros y medio. Se atrevió a decir que ese sake era mejor que el que había tomado en la reunión de escritores y poetas de Kioto, donde lo llevó una vez una editora que era fan de su padre. Se concentró tanto en los cangrejos que no dijo una palabra mientras comía.

Entretanto, Daio retiró la fuente de los caparazones de cangrejo y puso una maleta de cuero rojo en medio de la mesa que estaba contra la pared, aquella en la que Kogito se había fijado desde la noche anterior. Era la maleta que su padre guardaba en el despacho. Daio extendió un brazo y empezó a abrirla haciendo ruido. Manteniendo el brazo sobre la maleta, Daio dirigió su cara aceitosa y brillante a Goro y a Kogito.

—Esto es, en cierto modo, nuestro arsenal portátil. Kogito seguramente reconocerá algunas cosas.

Dicho esto, abrió la maleta y se puso a buscar algo con una mano. Mientras lo hacía, Kogito se moría de vergüenza ante Goro. Estaba convencido de que lo que iba a sacar Daio era la espada que trajo a casa un empleado que se alistó durante la guerra ruso-japonesa. Cuando Kogito tenía diez años llevó esa espada oxidada en su cinto para acompañar a su padre, sentado en el carro con un pañal puesto en previsión de su muerte. Aquella escena sin duda provocaría en Goro uno de sus vehementes ataques de carcajadas.

Sin embargo, lo que Daio sacó de la maleta, y con razón tardaba, fue un objeto en forma de insecto hecho de bambú y alambre gordo que se enganchaba con todo, ¡una fisga de goma para pescar anguilas!

Las orillas del río Kame actualmente están protegidas por diques de hormigón, pero cuando Kogito era niño los bosquecillos de bambú formaban un dique natural a lo largo del río. ¡Cómo le tomaría el pelo Goro años después, al regalarle el tagame! Kogito no se sentía identificado con los niños de su misma edad. Fue un coreano que se había afincado en el pueblo con otras dos familias para trabajar en la exportación de madera quien le regaló una fisga de goma hecha con un trozo de bambú procedente de aquel bosque. Kogito lo conocía porque su madre daba de comer a esas tres casas. Sin embargo, la fisga que se disparaba por la goma no tenía las puntas afiladas, lo que fue otro motivo más de burla por parte de los niños. Al echar la vista atrás, recordó que fue Daio el que se llevó esa fisga al herrero que vivía en las afueras del pueblo y se la trajo cambiada por un pequeño arpón curvado.

Entonces Kogito reparó sus gafas de bucear y se metió en el río. Aunque todavía les entraba un poco de agua, se las puso. Su propósito no era realmente pescar anguilas sino que quería imitar el juego que hacían en el río los niños más pequeños que él. Contra todo pronóstico, mientras iba buceando por la fisura de rocas largas cerca de la orilla, encontró una anguila del tamaño de un dedo que echaba agua clara por la boca. La anguila le miró con unos ojos negros muy separados. Sacó la cabeza para coger aire, acercó el arpón a las agallas de la anguila y lo disparó. La anguila se agitó en la fisga brevemente pero en seguida se quedó quieta. Kogito se incorporó y, al observar a la anguila muerta, sintió una gran lástima.

Desde entonces, Kogito nunca volvió a sacar la fisga para ir al río, pero Daio la recuperó después y la tenía metida en «el arsenal portátil» del dojo. Kogito cayó en la cuenta mucho más tarde pero las balas de cañón oxidadas del levantamiento también debían de estar guardadas allí.

Goro cogió la fisga y disfrutó como un niño disparando el arpón por doquier, con la advertencia de Daio de que no apuntara a las personas. Daio le dejó jugar un rato pero luego le pidió que se la devolviera. Goro la tiró sin cuidado y dijo en un tono alto y descontrolado por la borrachera:

—¿Y dices que eso es un arma?

Daio se molestó y respondió:

—Supongamos que en la pared o en la puerta hay un pequeño agujero de donde sale una luz. Si alguien que quiere saber lo que pasa aquí dentro se acerca, tratará de espiar por el agujero. Y si en ese agujero hay una fisga fina lista para ser disparada, ¿qué le parecería?

Vomitivo.

—¡Lo que estamos intentando hacer ahora contra el ejército de ocupación es oponer resistencia! ¡Sólo nos faltan armas modernas para no tener que recurrir a una lucha vomitiva!

Daio lo contó de manera tan cruda que hasta Kogito entendió claramente que a Daio le interesaba Goro precisamente para enriquecer su «arsenal». Goro, por su parte, sin dejar de sonreír debido a su estado de embriaguez, le atendía generosamente. Sin embargo, establecido ya su objetivo, Daio empezó a preguntar si no sería posible que estrechase Goro la relación con aquel oficial norteamericano. Mientras tanto, servían el chimaki cocinado con ajo y carne de cerdo, lo que fue incorporado como receta del pueblo por la madre de Kogito al cuidar de las familias coreanas. Los chicos comentaron en el camino de vuelta que esa cena fue, de todas las que se organizaron en los siete años que duró la etapa más turbulenta de la posguerra, la más emocionante.

Al finalizar la fiesta, de repente Daio empezó a explicar la procedencia del nombre de Kogito. Por supuesto, era el punto de partida de la filosofía occidental moderna representado por Descartes, pero la cosa no terminaba ahí. En aquellas tierras, que mantenían negocios con Osaka, había bastantes comerciantes que fueron a la escuela de comercio Kaitokudo, de inspiración confuciana. El patriarca de la escuela era Jinsai Ito y su filosofía antigua también formaba parte del ideario del centro.

—Nuestro maestro del dojo fue el señor Choko. Su suegro fracasó con la idea de la emigración a Brasil y con la de «el otro pueblo». Durante su infancia estudió en Kaitokudo y, en su juventud, aprendió con el Maestro Chomin Nakae, de la región de Tosa, las enseñanzas del «Cogito ergo sum». ¡No hay nombre más apropiado para la saga Choko!

Goro se echó a reír a carcajadas y Kogito sintió un repentino odio hacia él y hacia Daio pero, con la falta de rencor propia de un adolescente, pronto se olvidó del enfado y charló febrilmente con su amigo en el camino de vuelta.

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