Renacimiento

Renacimiento


Capítulo 68

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Capítulo 68

 

 

 

Becca observó desde el ventanal, del sexagésimo piso, cómo la ciudad entera empezaba a colapsarse.

El asfalto en las calles comenzó a girar, tragando el concreto. Casas y edificios reventaron en un crujido que sacudió la ciudad entera. Remolinos de pavimento empezaron a acercarse peligrosamente rumbo a Corporación Astral. Becca quedó paralizada; el edificio entero sería devorado en unos cuantos minutos. Aunque pudieran huir de la inundación que ella misma había provocado, no tendrían lugar a donde escapar; las posibilidades de sobrevivir esa noche se acortaban a gran velocidad.

Becca giró la cabeza y miró a Sarah empujando la camilla, donde se encontraba Mateo, dentro del ascensor.

—No funciona —le gritó Becca.

Sarah extrajo, de la bolsa de su bata de científica, una tarjeta de color azul trasparente.

—No iremos por el ascensor de los empleados —dijo Sarah alzando su tarjeta de la corporación.

—Malditos ejecutivos —masculló Becca al momento que apresuró el paso para entrar al elevador.

Sarah deslizó la tarjeta y oprimió el botón hacia la planta baja. Las puertas se deslizaron de inmediato. Emitiendo un rechinido, el elevador comenzó a descender.

Sarah contempló a su hijo y le tomó el pulso mientras que Becca trató de leer la mirada de aquella madre angustiada. De inmediato, percibió en los ojos de Sarah una sombra de desesperanza.

—Su pulso es débil —Sarah miró a su alrededor como si tratara de comunicarse con Dante—. Lo que sea que esté pasando allá abajo, por favor, no dejes morir a nuestro hijo.

—¿Creés que Mateo quiera regresar a su cuerpo? —preguntó Becca.

Sarah apretó los labios. De alguna manera sentía que, pasara lo que pasara, Mateo no regresaría con ella.

 

∞∞∞

 

La villa, en la frontera entre Etiopía y Eritrea, era un pandemonio. Torbellinos de arena y cenizas tragaban árboles desde la raíz.

Desde la entrada de la choza, Ojore miró con ojos aterrados cómo la tierra se abría y los milicianos iban siendo devorados. Las grietas en el suelo eran como relámpagos de tierra y polvo que se expandían en todas direcciones.

Ojore gritó al ver cómo una zanja de tierra fue abriéndose hacia él. De inmediato, volteó hacia ambos lados, buscando algún lugar para escapar. Por fin, divisó un pequeño espacio entre las grietas por dónde podía escabullirse. Así que salió de la choza y saltó entre las enormes grietas. Sus piernas se movían con torpeza al instante que esquivaban las profundas resquebrajaduras en el suelo. Su rostro reflejaba pavor al momento que zigzagueaba a trompicones hacia la jungla que ardía con flamas que se elevaban más allá de los árboles.

De repente, paró en seco. Tenía enfrente a Ren que se encontraba enterrado hasta el cuello. Ambas miradas se engancharon por unos segundos.

—¡Mira lo que has hecho! —dijo Ojore con ojos desorbitados—. Solo tenías que haber entregado a la chica.

Ren lo miró fijamente. No podía entender cómo, hasta en ese momento, Ojore no cayera en cuenta que él era parte del problema.

«Cuando una persona hace el mal, creyendo que hace un bien, es aún más peligrosa —pensó Ren».

Ren quiso razonar con él, pero entendió que era como razonar con una pared. Así que solo le dijo:

—Vete al diablo.

La mirada de Ojore se llenó de cólera. Volteó a todos lados en busca de algo, cualquier cosa para sacar su furia. Entonces, miró una de las palas con la que los guerrilleros habían cavado la tumba de Ren. El jefe de la guerrilla se apresuró y cogió la pala del mango. Luego volteó a ver a Ren y alzó la pala sobre su cabeza. Pero el destino tenía otros planes; la tierra trepidó bajo los pies de Ojore y una enorme grieta se abrió, tragándoselo vivo.

Aquella hendedura, que había tragado a Ojore, aceleró hasta Ren. El joven quedó sin aliento al ver cómo se abría la tierra hacia él. Mas la grieta paró a centímetros de su cara. Aquella cosa que parecía que lo iba a matar, no hizo más que aflojar la tierra.

Ren sacudió sus brazos, liberándolos uno a uno. Usando sus últimas fuerzas, se empujó con la palma hacia fuera del agujero. En unos cuantos segundos, se encontraba libre. Sin pensarlo una segunda vez, corrió tambaleándose rumbo a la jungla. Quizá, había esperanzas de salvar a Maya.

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