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NIVEL UNO » 0001

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Desperté sobresaltado al oír disparos en una de las caravanas fijas de las inmediaciones. Durante unos minutos, se oyeron gritos amortiguados; después, silencio.

Los disparos no eran raros en las torres, pero aun así me desvelaron. Sabía que no podría volver a dormirme, así que decidí matar las horas que quedaban hasta la salida del sol recordando algunos videojuegos clásicos de la época en que se jugaba en máquinas que funcionaban con monedas. Galaga, Defender, Asteroids. Todos antiguallas digitales convertidos en piezas de museo mucho antes de que yo naciera. Pero, dado que me consideraba gunter, no los veía como curiosidades de baja resolución pasadas de moda. Para mí eran artefactos sagrados. Pilares del panteón. Cuando jugaba con los clásicos, lo hacía con gran empeño, y con un sentimiento parecido a la veneración.

Estaba acurrucado en mi viejo saco de dormir, en un rincón del diminuto cuartito de la lavadora, encajado en el hueco que quedaba entre la pared y la secadora. No era bien recibido en el cuarto de mi tía, al otro lado de la entrada, pero a mí ya me venía bien que así fuera. Prefería ocupar el cuartito de la lavadora. No hacía frío, me permitía cierta intimidad y la conexión inalámbrica no era mala. Y además tenía sus ventajas, allí el aire olía a detergente líquido y suavizante, mientras que en el resto de la caravana apestaba a meadas de gato y pobreza abyecta.

Casi siempre dormía en mi escondite. Pero la temperatura estaba por debajo de los cero grados las últimas noches y, aunque no soportaba quedarme con mi tía, era mejor que pillar una neumonía o morir congelado.

En la caravana de mi tía vivían quince personas. Ella ocupaba el menor de sus tres dormitorios. Los Deppert vivían en el contiguo y los Miller en la habitación principal, al final del pasillo. Eran seis y pagaban la mayor parte del alquiler. Aunque pueda parecer que vivíamos apretados, nuestra caravana, al ser de las de doble anchura, no era de las peores y había espacio de sobra para todos.

Saqué el portátil y lo conecté. Era una de aquellas bestias pesadas y voluminosas de casi diez años de antigüedad. Lo había encontrado en un vertedero, detrás de un centro comercial abandonado, al otro lado de la autopista. Conseguí devolverlo a la vida cambiándole la memoria y recargando aquel sistema operativo de la Edad de Piedra. El procesador era más lento que un perezoso, pero para lo que yo lo necesitaba tenía más que suficiente. Me servía de biblioteca móvil para realizar mis búsquedas, de máquina de videojuegos arcade y de pantalla de cine. El disco duro estaba lleno de libros viejos, películas, episodios de programas de televisión, archivos de canciones y casi todos los videojuegos creados durante el siglo XX.

Inicié el emulador y seleccioné el juego Robotron 2084, uno de mis eternos favoritos. Siempre me había encantado su ritmo frenético y simplicidad brutal. Robotron solo tenía que ver con el instinto y los reflejos. Jugar con los videojuegos antiguos me venía muy bien para aclarar la mente y relajarme. Si me sentía deprimido, impotente ante mi mala suerte en la vida, lo único que debía hacer era darle al botón de Player One y mis preocupaciones desaparecían al momento, al tiempo que mi mente se concentraba en la matanza incesante y pixelada que tenía lugar en la pantalla, delante de mí. Allí, en el interior de aquel universo bidimensional del juego, la vida era muy simple: «Eres tú contra la máquina. Muévete con la mano izquierda. Dispara con la derecha e intenta seguir vivo todo el tiempo que puedas».

Pasé varias horas disparando a las sucesivas oleadas de Brains, Spheroids, Quarks y Hulks en mi batalla sin fin para ¡Salvar a la Última Familia Humana! Pero entonces empecé a notar rampas en los dedos y a perder el ritmo. Cuando aquello me sucedía en ese nivel, las cosas se deterioraban deprisa: acababa con todas las vidas que me quedaban en cuestión de minutos. Y entonces, en la pantalla, aparecían las dos palabras que menos me gustaban: GAME OVER.

Apagué el emulador y me puse a revisar los archivos de vídeos en busca de algo que ver mientras intentaba conciliar el sueño. En los últimos cinco años me había descargado todas las películas, programas de televisión y dibujos animados que se mencionaban en el Almanaque de Anorak. Todavía no los había visto todos, claro. Seguramente tardaría décadas enteras.

Seleccioné un episodio de Enredos de Familia, una comedia de los ochenta sobre una familia de clase media que vivía en el centro de Ohio. Me había descargado la serie porque era una de las favoritas de Halliday y suponía que era posible que en alguno de los episodios se ocultara alguna pista relacionada con La Cacería. Me enganché a la serie desde el primer momento y vi todos los capítulos varias veces. Y eso que eran ciento ochenta. No parecía cansarme nunca.

Sentado solo, a oscuras, viendo la serie en mi portátil, siempre me imaginaba que era yo el que vivía en aquella casa caldeada y bien iluminada, y que aquella gente sonriente, comprensiva, era mi familia. Que no había en el mundo nada tan grave que no pudiera resolverse al final de un solo episodio de media hora (o, si acaso, de un capítulo doble, si la cosa era grave de verdad).

Mi propia vida familiar no se había parecido nunca, ni remotamente, a la de Enredos de familia; por eso, seguramente, la serie me gustaba tanto. Yo fui el único hijo de dos adolescentes, ambos refugiados que se habían conocido en el barrio de caravanas fijas donde me crie. De mi padre no conservo ningún recuerdo. Cuando tenía pocos meses, le pegaron un tiro al entrar a robar a un colmado durante un apagón. Lo único que sabía de él era que le encantaban los cómics. Había encontrado lápices de memoria viejos en una caja de cosas suyas con las series completas de Spiderman, La Patrulla X y Linterna Verde. Mi madre me contó una vez, que mi padre me había puesto un nombre aliterado, Wade Watts, porque le parecía que sonaba a identidad secreta de superhéroe. Como Peter Parker o Clark Kent. Saberlo me hizo sentir que, a pesar del modo en que había perdido la vida, mi padre debió de haber sido un tío enrollado.

Mi madre, Loretta, tuvo que criarme sola. Vivíamos en una caravana fija pequeña, en otra zona de las torres. Trabajaba para Oasis, a jornada completa, de teleoperadora y de chica de compañía en un burdel online. Por las noches me obligaba a ponerme tapones en los oídos, para que no oyera las guarradas que decía a los puteros de otros husos horarios. Pero los tapones no funcionaban bien y yo veía películas antiguas con el volumen a tope.

A mí me introdujeron en Oasis en un estado temprano, porque mi madre lo usaba de niñera virtual. Tan pronto como estuve lo bastante crecido para llevar visor y guantes táctiles, mi madre me ayudó a crear mi primer avatar en Oasis. Después, me dejó en un rincón y volvió al trabajo, solo y a mis anchas, con total libertad para explorar un mundo que era totalmente nuevo para mí, y muy distinto del que había conocido hasta entonces.

Puede decirse que, a partir de ese momento, me formé con los programas educativos interactivos de Oasis, a los que cualquier niño podía acceder gratuitamente. Pasé gran parte de mi infancia paseándome por una simulación de la realidad virtual de Barrio Sésamo, cantando canciones con muñecos muy cariñosos y participando en juegos interactivos que me enseñaban a caminar, hablar, sumar, restar, leer, escribir y compartir. Una vez que llegué a dominar aquellas habilidades, no tardé mucho en descubrir que Oasis también era la mayor biblioteca pública del mundo, donde incluso un niño miserable como yo tenía acceso a todos los libros escritos en el planeta, a todas las canciones grabadas, y a todas las películas, series de televisión, videojuegos y obras de arte creadas. Un lugar donde se hallaban reunidos los conocimientos, el arte y el entretenimiento de la civilización humana. Y estaba ahí, esperándome. Pero el acceso a tanta información resultó ser una bendición envenenada. Porque entonces supe la verdad.

No sé, tal vez vuestra experiencia fuera distinta de la mía. Para mí, criarme como ser humano en el planeta Tierra del siglo XXI era una putada. Desde el punto de vista existencial.

Lo peor de ser niño era que nadie me contaba la verdad sobre mi situación. De hecho, se dedicaban a todo lo contrario. Y yo, claro, les creía, porque no era más que un niño y no sabía nada. Pero si ni el cerebro siquiera se me había desarrollado del todo… ¿Qué iba a saber yo, si los adultos no dejaban de engañarme?

De modo que me tragaba todas aquellas patrañas propias de la edad de las tinieblas que me contaban y, después, con el paso del tiempo, ya algo mayor, empecé lentamente a atar cabos y a deducir que la mayoría de ellos me había mentido sobre casi cualquier tema, desde que había salido del vientre de mi madre.

Y esa fue una revelación alarmante.

Y una de las razones por las que, más tarde, me ha costado confiar en los demás.

Empecé a comprender la cruda verdad tan pronto como inicié la exploración de las bibliotecas gratuitas de Oasis. La verdad estaba ahí mismo, esperándome, oculta en libros viejos escritos por gente que no temía mostrarse sincera. Artistas, científicos, filósofos, poetas, muchos de ellos muertos desde hacía mucho tiempo. A medida que leía las palabras que habían legado a la humanidad, iba comprendiendo cuál era la situación. Mi situación. Nuestra situación. Lo que la mayoría de la gente llamaba «la condición humana».

Y no era nada bueno.

Habría preferido que alguien me hubiera dicho la verdad descarnada apenas fui lo bastante mayor para comprenderla. Ojalá alguien me hubiera dicho, simplemente:

«Así es la cosa, Wade. Tú eres lo que se conoce como “ser humano”. Los seres humanos son unos animales muy listos. Y como todos los demás animales de este mundo descendemos de un organismo unicelular que vivió hace millones de años. Eso tuvo lugar gracias a un proceso llamado “evolución”, del que ya aprenderás más cosas. Pero, hazme caso, así es como todos nosotros hemos llegado hasta aquí. Existen pruebas en todas partes, enterradas bajo piedras. ¿A ti te han contado eso de que a todos nos creó un tipo superpoderoso llamado Dios que vive en el cielo? Mentira. Cuanto se dice de Dios es, en realidad, una patraña antigua que la gente lleva contándose miles de años. Nos la hemos inventado de cabo a rabo. Como lo de Santa Claus y el Conejito de Pascua.

»Ah, por cierto… Ni Santa Claus ni el Conejito de Pascua existen. Eso también es mentira. Lo siento, niño. Asúmelo.

»Seguramente te estarás preguntando qué pasó antes de que tú llegaras hasta aquí. Pues un montón de cosas horribles, realmente. Una vez que evolucionamos hasta convertirnos en seres humanos, las cosas se pusieron bastante interesantes. Se nos ocurrió la manera de cultivar la comida y de domesticar animales para no tener que ir continuamente de un lado a otro. Nuestras tribus se hicieron mucho mayores y entonces nos extendimos por el planeta como un virus imparable. Y luego, tras combatir en unas cuantas guerras unos contra otros por el control de las tierras, los recursos y nuestros dioses inventados, logramos organizar nuestras tribus en una “civilización global”. Pero, si quieres que te diga la verdad, muy organizada no era, ni muy civilizada, y seguimos enzarzándonos en muchas guerras. También se nos ocurrió cómo cultivar la ciencia, que nos ayudó a desarrollar la tecnología. Y teniendo en cuenta que somos un puñado de monos sin pelo, lo cierto es que hemos llegado a inventar algunas cosas increíbles. Los ordenadores. La medicina. El láser. Los hornos microondas. Los corazones artificiales. Las bombas atómicas. Hemos llegado incluso a enviar a algunos tipos a la Luna y hemos conseguido que regresen. También hemos creado una red global de comunicaciones que nos permite hablar con quien queramos en cualquier parte del mundo, en cualquier momento. No está mal, ¿no?

»Pero ahora vienen las malas noticias. Nuestra civilización global se ha creado con un coste muy elevado. Necesitábamos mucha energía para construirla, que obteníamos de los combustibles fósiles que provenían de los restos orgánicos de plantas y animales muertos enterrados en las profundidades del suelo. Consumimos casi todo el combustible fósil antes de que tú llegaras aquí, y ahora no queda casi nada. Eso significa que ya no producimos la energía suficiente para mantener a nuestra civilización en funcionamiento como antes. Y hemos tenido que recortar gastos y retroceder. A lo grande. Se trata de una crisis energética global, que dura ya un tiempo bastante prolongado.

»Es más, quemar todos esos combustibles fósiles tuvo algunos efectos secundarios, como por ejemplo el aumento de la temperatura en nuestro planeta y la contaminación del medio ambiente. De modo que, ahora, los casquetes polares se están derritiendo, ha aumentado el nivel del mar y el clima está patas arriba. Las plantas y los animales mueren en grandes cantidades, y hay mucha gente desnutrida y sin techo. Además de que seguimos organizando guerras entre nosotros, casi todas por el control de los recursos que quedan.

»Básicamente, niño, lo que esto implica es que la vida es más dura que en los Buenos Tiempos, mucho antes de que tú nacieras. Porque antes todo iba bien, pero ahora la situación es más bien terrorífica. Para serte sincero, el futuro no pinta demasiado bien. Tú has nacido en una época de la historia bastante chunga. Y parece que las cosas van a seguir empeorando. La civilización humana está “en decadencia”. Hay quien cree que “se derrumba”.

»Seguramente te preguntarás qué va a pasar contigo. Pues es muy fácil. Lo mismo que a todos los seres humanos que han existido. Vas a morir. Todos moriremos. Las cosas son así.

»¿Y qué pasa cuando te mueres? De eso no estamos totalmente seguros. Pero las pruebas parecen indicar que no pasa nada. Estás muerto. El cerebro deja de funcionar y dejas de hacer preguntas molestas. ¿Y esas historias que has oído por ahí? ¿Eso de que vas a un lugar maravilloso llamado “cielo” donde no hay más dolor ni muerte y vives eternamente en estado de perpetua felicidad? También mentira. Como lo de Dios. No hay pruebas de la existencia del cielo y no las ha habido nunca. Eso también nos lo hemos inventado. Imaginaciones nuestras. O sea que, a partir de ahora, debes vivir el resto de tu vida sabiendo que algún día morirás y desaparecerás para siempre.

»Lo siento».

De acuerdo, tal vez, pensándolo bien, la sinceridad no sea la mejor política. Tal vez no sea buena idea contarle a un ser humano recién llegado que ha venido a un mundo de caos, dolor y pobreza, justo a tiempo de presenciar el derrumbamiento total. Yo fui descubriéndolo, poco a poco, con el paso de los años, y aun así me asustaba tanto que me daban ganas de tirarme de algún puente.

Por suerte tenía acceso a Oasis, que era como contar con una escotilla de escape hacia una realidad mejor. Oasis me mantenía cuerdo. Fue mi patio de recreo y mi jardín de infancia. Un lugar mágico donde cualquier cosa era posible.

Oasis es el escenario de mis mejores recuerdos de niñez. Cuando mi madre no podía trabajar, nos conectábamos a la vez y jugábamos o leíamos juntos algún libro de aventuras. Mi madre tenía que sacarme a rastras de allí todas las noches, obligarme a apagar el ordenador, porque yo nunca quería regresar al mundo real. Porque el mundo real era una mierda.

Jamás eché la culpa a mi madre de que las cosas fueran como eran. Ella era una víctima del destino y la cruel circunstancia, como los demás. Su generación era la que lo había pasado peor. Había nacido en un mundo de abundancia, justo a tiempo de asistir a su derrumbamiento. Más que culparla, recuerdo que sentía lástima por ella. Se pasaba el día deprimida, y las drogas parecían ser lo único que disfrutaba de verdad. Claro que también fueron las que acabaron por matarla. Cuando yo tenía once años, se pinchó algo malo en la vena y murió en nuestro sofá cama plegable y destartalado, mientras escuchaba música en un mp3 viejo, que yo había reparado y le había regalado la Navidad anterior.

Entonces tuve que trasladarme a casa de mi tía. Mi tía Alice no me acogió por bondad, ni por ningún sentido de responsabilidad familiar. Lo hizo para que el Gobierno le concediera más vales mensuales de alimentos. Yo casi siempre tenía que buscarme la comida por mi cuenta. Por lo general no me suponía ningún problema, porque se me daba bien encontrar y reparar ordenadores viejos y consolas rotas de Oasis, que después vendía en casas de empeño o cambiaba por vales de comida. Ganaba lo bastante para no pasar hambre, que era más de lo que muchos de mis vecinos podían decir.

El año en que mi madre murió, pasé casi todo el tiempo regodeándome en la autocompasión y la desesperación. Intentaba ver el lado bueno de las cosas, me recordaba a mí mismo que, aun siendo huérfano, mi vida era mejor que la de la mayoría de los niños en África. Y en Asia. Y en muchos otros lugares. Siempre había tenido un techo bajo el que cobijarme, y más comida de la que necesitaba. Y tenía a Oasis. Mi vida no estaba tan mal. Al menos eso era lo que me repetía una y otra vez, en un intento vano de ahuyentar la inmensa soledad que sentía.

Creo que fue la Búsqueda del Huevo de Pascua de Halliday lo que me salvó. De pronto encontré algo en lo que merecía la pena meterse de lleno. Un sueño digno de ser perseguido. Durante aquellos últimos cinco años, La Cacería me había marcado una meta, un objetivo. Algo que buscar. Alguna razón para levantarme por las mañanas. Y, lo más importante de todo, algo por lo que mantener alguna esperanza.

Desde que empecé a buscar el Huevo, el futuro dejó de parecerme tan negro.

Iba por la mitad del cuarto episodio de mi minimaratón de Enredos de Familia cuando la puerta del cuartito de la lavadora se abrió con un chirrido y entró mi tía Alice —una arpía desnutrida cubierta con una bata de estar por casa— aferrada a una cesta de ropa sucia. Parecía más despierta que otras veces, lo que no auguraba nada bueno. Cuando estaba colocada resultaba más fácil tratar.

Me miró con su cara de desprecio habitual y empezó a meter la ropa en la lavadora. Pero su gesto cambió de pronto y asomó la cabeza por encima de la secadora para verme mejor. Abrió mucho los ojos al fijarse en mi portátil. Yo lo cerré al momento y quise guardarlo en la mochila. Pero sabía que era demasiado tarde.

—¡Dámelo, Wade! —me ordenó, alargando la mano para quitármelo—. Puedo empeñarlo y nos ayudará a pagar el alquiler.

—¡No! —exclamé, apartándome—. Por favor, tía Alice. Lo necesito para el colegio.

—Tú lo que necesitas es demostrarme algo de agradecimiento —me soltó—. Todos los que viven aquí tienen que pagar el alquiler. Estoy cansada de que me chupes la sangre.

—Te quedas con mis vales de comida. Con eso pago mi parte con creces.

—Y una mierda.

Ella intentó una vez más arrebatarme el portátil de las manos, pero yo me negaba a soltarlo. Entonces se dio la vuelta de pronto y salió disparada en dirección a su cuarto. Yo sabía lo que venía a continuación, y activé una función en el portátil que bloqueaba el teclado y borraba el disco duro.

Segundos después regresó con su novio Rick, que seguía medio dormido. Rick iba siempre con el pecho descubierto; le encantaba lucir su impresionante colección de tatuajes carcelarios. Sin mediar palabra, levantó un puño para amenazarme y yo me cagué y le entregué el ordenador. Acto seguido, Alice y él salieron del cuarto de la lavadora examinando ya la pieza y hablando de lo que les darían por ella en la casa de empeños.

Perder un ordenador portátil no era tan grave. Tenía dos más en mi escondite. Pero no eran ni de lejos tan rápidos y tendría que cargar las copias de seguridad de todas mis cosas. Menudo palo. En fin, era culpa mía. Sabía que me arriesgaba llevando cualquier cosa de valor allí.

La luz azulada del amanecer empezaba a colarse por el ventanuco del cuarto de la lavadora. Decidí que no estaría de más salir de casa un poco antes de ir al instituto.

Me puse lo más deprisa y silenciosamente que pude los pantalones de pana, vaqueros anchos y aquel abrigo que me venía grande; las únicas tres prendas de invierno que tenía. Agarré la mochila y me subí sobre la lavadora. Después de ponerme los guantes, abrí la ventana cubierta de escarcha. El aire ártico de la mañana se me clavó en las mejillas, y durante un instante contemplé aquel mar asimétrico que formaban los techos de las otras caravanas.

La de mi tía ocupaba la parte más alta de una «torre» de veintidós plantas, es decir, de veintidós casas móviles, y superaba en una o dos a la mayoría de las construcciones circundantes. Las caravanas de la planta baja se apoyaban sobre el suelo, o sobre sus cimientos originales de hormigón, pero las unidades apiladas sobre estas quedaban suspendidas de un andamiaje modular reforzado, una precaria filigrana metálica que había ido construyéndose con los años, improvisadamente.

Vivíamos en las torres de Portland Avenue, un enjambre creciente de cajas de zapatos de hojalata que se oxidaban junto a la I-40, al oeste de Oklahoma City y sus rascacielos decrépitos. Se trataba de una concentración de quinientas torres, conectadas las unas a las otras mediante una red chapucera de tuberías recicladas, vigas y pasadizos elevados. Los esqueletos de algunas viejas grúas de construcción (que se habían usado para apilar las caravanas fijas) se hallaban desparramados por el perímetro de aquel barrio en perpetua expansión.

El nivel superior o «tejado» de las torres quedaba cubierto por una sucesión irregular de paneles solares antiguos que proporcionaban electricidad suplementaria a las unidades de las plantas inferiores. Los laterales de estas estaban recorridos, en sentido ascendente y descendente, por diversas mangueras y tuberías corrugadas por las que cada caravana se abastecía de agua y desaguaba los desperdicios (un lujo no disponible en algunas de las torres repartidas por la ciudad entera). La luz del sol apenas alcanzaba las plantas bajas (conocidas como «El Suelo»). Las oscuras y estrechas franjas de tierra que quedaban entre una torre y otra estaban atestadas de coches y camiones abandonados, con los depósitos de gasolina vacíos y las vías de salida bloqueadas desde hacía mucho tiempo.

Uno de nuestros vecinos, el señor Miller, me había contado una vez que aquellos parques de caravanas fijas habían empezado siendo conjuntos de unas pocas viviendas móviles distribuidas en hileras perfectamente ordenadas, de una sola planta. Pero que, después del colapso del petróleo y del inicio de la crisis energética, las grandes ciudades se habían visto inundadas de refugiados de las zonas residenciales circundantes, y de las áreas rurales, lo que causó una gran escasez de viviendas. Los terrenos, desde los que podía llegarse a pie a las grandes ciudades, se convirtieron de pronto en bienes demasiado preciados para malgastarlos en campamentos de caravanas, por lo que a alguien se le ocurrió la brillante idea, como decía el señor Miller, de «apilar a las hijaputas» para optimizar el suelo disponible. Y la idea fue un éxito y por todo el país aquellos parques se convirtieron en «torres» como la nuestra. Un extraño híbrido de barrio de chabolas, asentamiento de okupas y campo de refugiados. Podían verse ya en las afueras de casi todas las ciudades importantes, llenas de desplazados de clase baja, como mis padres, que en su búsqueda desesperada de empleo, comida, electricidad y acceso fiable a Oasis, habían abandonado sus pequeñas localidades y usado la última gasolina que les quedaba (o sus bestias de carga) para trasladar a sus familias, sus casas rodantes y caravanas hasta la metrópolis más cercana.

Cada una de las torres de nuestro parque contaba por lo menos con quince plantas (en algunas de ellas, de vez en cuando, además de caravanas fijas se intercalaban roulottes, casas rodantes, furgonetas y contenedores de barcos de carga, para que no faltara variedad).

En los últimos años, casi todas las torres habían alcanzado una altura de veinte unidades o más, lo que inquietaba a muchos. Los derrumbamientos eran bastante frecuentes, y si el andamiaje cedía en una dirección infortunada, el efecto dominó podía llegar a causar el desplome de cuatro o cinco torres más.

Nuestra caravana estaba situada en el extremo norte de las torres, que llegaban hasta un precario paso elevado de la autopista. A través de la ventana del cuartito de la lavadora contemplé un momento el río poco caudaloso de vehículos eléctricos, que reptaban sobre el asfalto cuarteado y llevaban mercancías y trabajadores hasta el centro. Mientras contemplaba el siniestro perfil de la ciudad, un rayo de sol brillante asomó por el horizonte. Al verlo salir, cumplí con un ritual mental: cada vez que veía el sol me recordaba a mí mismo que lo que veía era una estrella. Una de los miles de millones de estrellas que existían en nuestra galaxia. Galaxia que era una de las miles de millones de galaxias del universo observable. Aquello me ayudaba a poner las cosas en perspectiva. Había empezado a hacerlo después de ver un programa de ciencia de los años ochenta llamado Cosmos.

Salí por la ventana sin hacer ruido y, agarrándome a la parte inferior del marco, descendí por el frío costado metálico de la caravana. La plataforma de acero sobre la que se apoyaba era apenas más larga y más ancha que la caravana misma, lo que dejaba solo un saliente de medio metro que la rodeaba por sus cuatro lados. Con cuidado apoyé los pies en ese saliente y una vez allí me incorporé para cerrar la ventana del cuartito, que quedaba a mi espalda. Agarré una cuerda que yo mismo había atado allí, a la altura de la cintura, para que me sirviera de barandilla, y empecé a avanzar de lado sobre el saliente hasta la esquina de la plataforma. Desde allí inicié el descenso por el andamio, que tenía forma de escalera. Casi siempre usaba aquella ruta, tanto cuando me iba como cuando regresaba a la caravana de mi tía. A un lado de la torre, había una escalera tambaleante que se movía tanto y daba tantos golpes contra el andamiaje que era imposible usarla sin ponerse en evidencia. Mala cosa. En las torres era mejor que no te oyeran ni te vieran, en la medida de lo posible, porque por allí pululaba casi siempre gente peligrosa y desesperada, de la que te roba, viola y luego vende tus órganos en el mercado negro.

Bajar por aquel entramado de vigas metálicas me traía siempre a la mente aquellos videojuegos viejos de plataformas como Donkey Kong o BurgerTime. Había aprovechado la idea hacía unos años, cuando diseñé mi primer videojuego de la Atari 2600 (un rito de paso para todos los gunters que se preciaran, como lo era para un jedi construirse su primera espada láser). Se trataba de un plagio de Pitfall llamado Las Torres donde el jugador debía recorrer un laberinto vertical de caravanas fijas mientras se apoderaba de ordenadores viejos, comía barritas energéticas compradas con vales de comida y evitaba el encuentro con adictos a las metanfetaminas o con pederastas camino del colegio. Lo cierto es que mi juego era mucho más divertido que la realidad en la que se basaba.

En mi descenso me detuve al llegar a la roulotte Airstream, tres por debajo de la nuestra, donde vivía mi amiga, la señora Gilmore. Era una anciana adorable, de setenta y tantos años, que parecía siempre levantarse tempranísimo. Miré por su ventana y la vi moviéndose de aquí para allá en la cocina, preparando el desayuno. No tardó nada en darse cuenta de mi presencia, y se le iluminaron los ojos.

—¡Wade! —exclamó, abriendo la ventana—. Buenos días, querido.

—Buenos días, señora G. —respondí—. Espero no haberla asustado.

—En absoluto —dijo ella, tapándose mejor con la bata para protegerse del aire helado—. ¡Qué frío hace ahí fuera! ¿Por qué no entras y desayunas un poco? Tengo beicon de soja. Y estos huevos en polvo no están tan mal, si los salas bien…

—Gracias, pero esta mañana no puedo, señora G. Tengo que ir a la escuela.

—Está bien. Otro día, entonces. —Me lanzó un beso e hizo ademán de cerrar la ventana—. Intenta no romperte el cuello trepando por ahí, ¿de acuerdo, Spiderman?

—De acuerdo. Hasta luego, señora G.

Le dije adiós con la mano y seguí el descenso.

La señora Gilmore era un encanto. Me dejaba dormir en su sofá cuando lo necesitaba, aunque en su casa me costaba conciliar el sueño, por culpa de la gran cantidad de gatos que tenía. La señora G. era muy religiosa y se pasaba la mayor parte del tiempo sentada en la congregación de alguna de aquellas megaiglesias online de Oasis, cantando himnos, escuchando sermones y participando en viajes virtuales a Tierra Santa. Yo reparaba su antigua consola Oasis cada vez que se le estropeaba y ella, a cambio, respondía a mi retahíla interminable de preguntas sobre lo que había supuesto para ella ser joven en los ochenta. Conocía muchísimas curiosidades sobre la década, cosas que no figuraban en los libros ni en las películas. Además, siempre rezaba por mí. Se esforzaba todo lo que podía por salvar mi alma. Yo nunca me atrevía a decirle que creía que las religiones organizadas eran una gilipollez. A ella le daban esperanza y le ayudaban a seguir adelante; lo mismo, exactamente, que a mí me servía La Cacería. Por citar un pasaje del Almanaque de Anorak: «Quien no esté libre de pecado, que no tire piedras».

Cuando llegué al nivel inferior, salté del andamio y aterricé en el suelo. Las botas de goma se hundieron en el barro helado. Ahí abajo seguía estando muy oscuro, así que encendí la linterna y me dirigí hacia el este, abriéndome paso entre aquel laberinto de sombras, intentando que no me viera nadie al tiempo que trataba de esquivar un carro de la compra, la pieza de un motor o cualquier otro pedazo de chatarra de los que salpicaban los callejones que separaban las torres. A aquellas horas de la mañana casi nunca tropezaba con nadie. Los vehículos lanzadera que conectaban con el centro solo pasaban unas pocas veces al día y los escasos residentes afortunados que tenían trabajo ya estarían esperando en la parada del autobús, junto a la autopista. Casi todos ellos trabajaban como mano de obra en una de las gigantescas fábricas que rodeaban la ciudad.

Tras caminar casi un kilómetro llegué junto a un montículo de coches y camiones viejos apilados en precario equilibrio al norte de las torres. Hace décadas, las grúas habían despejado la zona de tantos vehículos abandonados como pudieron y los amontonaron en inmensos montículos alrededor del perímetro del asentamiento. Algunos de ellos, incluido el mío, eran casi tan altos como las propias torres de caravanas.

Me acerqué al montículo y, tras echar un vistazo a mi alrededor para asegurarme de que no me seguía ni veía nadie, me coloqué de lado para meterme en un hueco, entre dos coches aplastados. Una vez allí, agachándome, trepando y avanzando de costado, me interné un poco más en aquel amasijo de metales retorcidos hasta llegar a un espacio abierto situado junto al portón trasero de una furgoneta de carga. Solo su tercio trasero resultaba visible, el resto quedaba oculto tras los vehículos amontonados sobre ella y a su alrededor. Dos camionetas descubiertas estaban volcadas sobre el techo, en distintos ángulos, aunque casi todo el peso de estas reposaba en otros coches volcados a ambos lados, lo que creaba una especie de arco protector que había impedido que la furgoneta resultara aplastada por la montaña de vehículos apilada sobre ella.

Me quité la cadena que llevaba al cuello, de la que colgaba una única llave. Por un golpe de suerte, aquella llave seguía puesta en el contacto de la furgoneta la primera vez que la descubrí. Muchos de los vehículos trasladados allí funcionaban bien cuando los abandonaron. Sus propietarios ya no podían permitirse el combustible, de modo que los habían aparcado y se habían ido.

Me metí la linterna en el bolsillo y abrí la puerta trasera de la derecha. En realidad, se abría algo menos de medio metro, lo que, con esfuerzo, me permitía colarme dentro. Una vez en el interior la cerré y pasé el seguro. Las puertas traseras no tenían ventanas, por eso permanecí un momento en completa oscuridad, hasta que mis dedos encontraron la vieja regleta de enchufes que había fijado con cinta aislante al techo. Le di al interruptor y la luz de una lámpara de despacho antigua inundó el pequeño espacio.

El techo verde y abollado de un coche ocupaba la abertura aplastada que antes había sido el parabrisas, pero los desperfectos de la furgoneta no iban más allá; el resto del interior seguía intacto. Alguien se había llevado los asientos (probablemente para usarlos como muebles), creando un cuchitril pequeño de poco menos de tres metros de longitud por un metro veinte de anchura, y de una altura no mucho mayor.

Esa era mi guarida.

La había descubierto hacía cuatro años, mientras buscaba componentes de ordenador abandonados. La primera vez que abrí la puerta y vi el interior en penumbra de la furgoneta, supe que había encontrado algo de valor incalculable: intimidad. Se trataba de un lugar que nadie más conocía, donde no tendría que preocuparme por si a mi tía, o al fracasado de turno con quien saliera, le daba por perseguirme o pegarme. Allí podría esconder mis cosas sin temor a que me las robaran. Y lo más importante de todo, allí podría conectarme en paz a Oasis.

La furgoneta se convirtió en mi refugio. En mi Baticueva. En mi Fortaleza de la Soledad. Desde ahí asistía al colegio, hacía los deberes, leía libros, veía películas y jugaba con mis videojuegos. También desde allí llevaba a cabo mi búsqueda del Huevo de Pascua de Halliday.

Había cubierto las paredes, el suelo y el techo con hueveras de poliestireno y retales de moqueta, en un intento de lograr el máximo aislamiento acústico posible. En una esquina tenía las cajas de cartón de varios ordenadores portátiles y otros componentes, junto a una hilera de baterías viejas de coche y a una bicicleta estática modificada, que usaba como cargador. Mi única pieza de mobiliario era una silla de jardín plegable.

Me quité la mochila y el abrigo, los dejé en el suelo y me monté en la bicicleta estática. Por lo general, la recarga de las baterías me obligaba a realizar el único ejercicio físico de la jornada. Pedaleé hasta que el medidor indicó que la carga estaba completa, después me senté en mi silla y encendí el pequeño calefactor eléctrico que tenía al lado. Me quité los guantes y me froté las manos colocándolas muy cerca de las resistencias, que ya iban adquiriendo la tonalidad anaranjada. No podía dejarlo encendido mucho rato, porque consumía demasiada energía. Debía usarlo con moderación.

Abrí la caja metálica a prueba de ratas, donde guardaba mi alijo de comida y saqué de ella una botella de agua mineral y un paquete de leche en polvo. Los mezclé en un cuenco y eché una ración generosa de Fruit Rocks. Una vez que lo hube engullido, saqué de debajo del salpicadero aplastado una fiambrera vieja de plástico, de Star Trek, donde guardaba mis bienes más preciados: la consola Oasis que proporcionaban en el colegio, los guantes hápticos y el visor. Esos objetos eran, con gran diferencia, mis posesiones más valiosas. Demasiado valiosas para cargar con ellas a todas partes.

Me puse los guantes y doblé los dedos varias veces para asegurarme de que las juntas no se encallaran. Después busqué la consola; un rectángulo negro y plano del tamaño de un libro de bolsillo. Contaba con una antena de conexión inalámbrica a la red, pero la cobertura en el interior de la furgoneta era una mierda; estaba enterrada bajo un enorme montículo de metal muy denso. Así pues, yo había improvisado una antena externa y la había montado en el capó de uno de los coches que remataban la pila. El cable de la antena ascendía serpenteando y se colaba por un hueco que había abierto en el suelo de la furgoneta. La conecté a uno de los puertos del lateral de la consola, me quité las gafas y me coloqué el visor, que me cubría exclusivamente los ojos, como protectores de natación, y bloqueaba el paso de la luz externa. De los costados del visor se desplegaron auriculares, que se encajaron automáticamente en mis oídos. El dispositivo incorporaba también dos micrófonos de voz en estéreo, encargados de recoger y transmitir todo lo que dijera.

Conecté la consola, inicié el Sistema Operativo de Oasis y puse en marcha la secuencia de arranque. Un breve destello rojo indicaba que el visor había empezado a escanearme las retinas. Carraspeé para aclararme la garganta y dije las palabras de inicio, que debía pronunciar con mucha claridad: «Has sido reclutado por la Liga Estelar para defender la Frontera contra Xur y la armada de Ko-Dan».

La contraseña también fue verificada, junto con mi patrón de voz, y pude conectarme. Superpuesto en el centro de mi visualizador virtual apareció el siguiente texto:

Escaneado de retina finalizado. Identidad confirmada.

¡Bienvenido a Oasis, Parzival!

Conexión completa: 07.53.21 OST-10/2/2045

El texto empezó a difuminarse y fue sustituido por un mensaje corto, de tres palabras. Se trataba de un mensaje incorporado a la secuencia de ingreso por el propio James Halliday la primera vez que programó Oasis, como homenaje a los antepasados directos de los simuladores, los videojuegos de su juventud, que se jugaban en máquinas de pago que funcionaban con monedas. Aquellas tres palabras eran siempre las últimas que veían los usuarios de Oasis antes de abandonar el mundo real y entrar en el virtual:

READY PLAYER ONE

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